La igualdad de género no sólo no progresa al ritmo que nos
gustaría. Ni siquiera progresa al ritmo que esperamos.
El trabajo de concienciación y de búsqueda de influencia
social, política y económica es grande y, sin embargo, índices como la
diferencia salarial o las muertes por violencia patriarcal parecen casi
inamovibles.
La aparición de fenómenos como el auge de la pornografía y de
la prostitución nos hace además preguntarnos si lo que se gana por un lado no
se estará perdiendo por otro.
Creo que la mayoría estamos de acuerdo en que la relación
entre el esfuerzo realizado y los resultados obtenidos es pobre, a veces
desalentadora. Eso no significa que no seamos capaces de valorar lo obtenido
hasta ahora ni que vayamos por ello a arriesgarlo. Significa, más bien, que
parecemos acercarnos peligrosamente al límite de lo que se puede lograr, y que
empezar a imaginar ese límite puede ser el primer paso para empezar a
conformarnos.
¿Cómo es posible que el patriarcado esté oponiendo al
feminismo una fuerza equivalente, o incluso mayor, que la que el propio
feminismo despliega? ¿De dónde la saca?
No es suficiente decir que el patriarcado controla los
poderes fácticos, o que tiene una inercia milenaria, o que existe el espíritu
de la fratría que hermana inconscientemente a los varones contra las mujeres.
No lo es, porque a un patriarcado aún más poderoso fue al que arrebataron
privilegios nuestras antecesoras. No lo es porque la fratría inconsciente y
milenaria no tiene la capacidad de solidaridad que tiene una sororidad
consciente, politizada y en expansión. Y no lo es porque el patriarcado
defiende privilegios, y la defensa de privilegios, precisamente por su
naturaleza insolidaria, corre siempre el peligro de convertirse en lucha
individual: si la oferta que me hace mi enemigo es mejor que la que me hacía mi
amigo, cambio de bando. Así de sencillo.
El patriarcado tiene que ser algo más que una herencia que
necesitamos cambiar. Algo más que un fósil. Algo más que una idea equivocada
que cualquiera corregiría si prestara oídos al discurso feminista. Para que su
vigor sea tan fresco y poderoso tiene que tener, en algún lugar, un motor vivo;
una energía renovable; una fuente de la eterna juventud.
Mi opinión es que esa función la está desempeñando la
heterosexualidad como idea de una humanidad dividida en mujeres y varones (a la
que se suman progresivamente identidades derivadas de estas dos) en la que cada
individuo establece como objeto “natural” de su deseo sexual una (o varias) de
esas identidades. La heterosexualidad entendida así, por tanto, no es sólo la
diferenciación por género, sino que a ésta se le añaden las consecuencias de
esa diferenciación en la conducta sexual: identidad de género más orientación
sexual. La ausencia de heterosexualidad sería la ausencia de orientación sexual
por género, de la que se seguiría la tan deseada pérdida de relevancia social
de la identidad de género.
En este texto intenté representar esquemáticamente cómo
procedería la mecánica patriarcal en un entorno laboral concreto desde una
perspectiva masculina individual. En el primer caso el patriarcado es un
legado. Algo que las personas encuentran y que transforman a medida que
intereses emergentes no específicamente patriarcales lo van convirtiendo en una
estructura obsoleta.
Pero ése no es nuestro caso. El nuestro es el segundo. El de
un patriarcado que no sólo encontramos sino que, por intereses plenamente
actuales, presentes y vividos, reforzamos y acrecentamos.
La diferencia entre ambas descripciones era el interés
sexual. En la primera, el otro género, aprendido como enemigo gracias a la
cultura patriarcal, se va manifestando como neutro a medida que la experiencia
corrige el prejuicio. Al final sólo queda el enfrentamiento económico, porque
ése es el que sigue presente, el que se renueva cada día, sepultando a
cualquier otro.
Pero si introducimos la heterosexualidad, entonces tenemos
una nueva fuerza que actúa específicamente sobre la diferenciación por género,
convirtiendo a cada uno en el objetivo del otro, en aquello cuya voluntad debe
someter si quiere alcanzar la felicidad. Y esta idea actúa sobre la conciencia
24 horas cada día, 365 días cada año. En el entorno laboral y en el doméstico,
entre personas casadas o solteras, adolescentes o ancianas, sexualmente
privilegiadas o desfavorecias, monógamas o poliamorosas. Lo mismo da.
La heterosexualidad, lo vemos ahora, es la auténtica pila
del patriarcado, del mismo modo que la lucha por la subsistencia es la del
capitalismo. El patriarcado se va a renovar cada día, no sólo porque sea cómodo
conservar viejas estructuras de opresión, sino, sobre todo, porque hay una
razón muy presente y muy real que pone a todxs y cada unx de nosotrxs a
trabajar en la revitalización diaria del conflicto entre mujeres y varones. Y
en ese conflicto va a ganar, lógicamente, quien a día de hoy sea más fuerte.
Con las mismas armas, a más conflicto, más desigualdad.
Ahora entendemos por qué los frentes actuales de crecimiento
del patriarcado parecen, en su mayoría, lindar con lo específicamente sexual
(prostitución, pornografía, violencia patriarcal entre adolescentes…).
Entendemos también por qué la homosexualidad no es una alternativa salvo en la
medida en que sirve para cuestionar la heterosexualidad naturalizada. Cuando mi
objeto sexual es a la vez mi hermandad, el otro género pierde su lugar en mi
mundo. Queda relegado y despreciado. Es un otro tan absoluto que mi empatía
hacia él se reduce prácticamente a cero. Se convierte, por lo tanto, en el
destino más probable de mi odio. Y ese conflicto se decantará de nuevo del lado
del más fuerte.
La situación, por lo tanto, es la siguiente: Necesitamos
asumir la lucha contra la heterosexualidad como componente forzoso de nuestro
compromiso feminista. Combatirla debe ser uno de los ejes radicales, si no el
más radical, del feminismo. Y, por supuesto, quienes primero debemos combatirla
y expulsarla de nosotros mismos somos los varones.
Definirse como feminista radical y legitimar la
heterosexualidad pasaría así a ser una nueva manifestación de feminismo
liberal: “soy feminista en la medida en que el feminismo no entre en conflicto
con mi proyecto de felicidad personal. Allí donde entre en conflicto diré que,
dado que es mi legítimo derecho elegir la forma de mi felicidad, esa forma pasará
a llamarse también `feminismo’.”
Ésta es la razón por la que considero que la agamia es el
único modelo relacional radicalmente feminista. Sólo la agamia y la monogamia
se atreven a ser prescriptivos en algunos de sus fundamentos. La monogamia lo
hace con el fin de imponer el inmovilismo patriarcal. La agamia con el de
progresar, pero no en la línea errática que determine nuestro ser deseante,
sino en la que tracemos desde una conciencia colectiva y ética, es decir,
igualitaria.
Pero la agamia no es una patada en el culo de nuestros
deseos, ni una exigencia moral inasumible. Todo lo contrario. Describir y
desarrollar la agamia conlleva no sólo establecer los objetivos, sino también
construir las herramientas que nos permitan llegar a ellos por un camino en el
que el fin y los medios vayan siempre de la mano. Un camino que pronto nos
resulte más estimulante que nuestro viejo mecanismo deseante heterosexual.
Hablaré en algún otro texto de ese camino.