Para entender la forma de nuestro sexo debemos
entender cómo la función a él asignada lo conduce a esa forma, o cómo usa de
formas que, concebidas para otros fines, encuentra a su disposición. Desde una
revisión crítica de dicha función nos podremos plantear, además, qué forma
debería pasar a tener.
Función
reproductiva
Las noticias sobre la función desempeñada por el sexo
nos llegan de dos fuentes principales. En primer lugar, el análisis histórico
nos dice que, si bien nuestra conciencia del derecho a decidir sobre las formas
de la actividad sexual ha crecido, no lo ha hecho tanto como para emanciparse
de lo que el sexo siempre fue: el mecanismo biológico por el que dos individuos
con genitales complementarios conciben uno o varios nuevos. El carácter singularmente
cultural que el hombre, por serlo, confiere a dicho mecanismo obliga a juzgar
el hecho reproductivo desde la perspectiva de su significación, o, en otras
palabras, a considerar que su función es, en sí, una significación. El acto sexual
será, por lo tanto, no sólo reproducción, sino también un signo que significará
reproducción y, por ello, reproducción siempre, se produzca ésta o no.
Para este hombre, cuya vida no cabe ya en el marco
mecanicista de la naturaleza, sino que debe ser interpretada desde el ético,
histórico y político de la cultura, la reproducción conlleva no sólo el
desahogo de determinados instintos de satisfacción sensual que conducen a otros
afectivos para con el nuevo individuo, sino la significación del nuevo ser como
perpetuación de uno mismo y triunfo frente a la muerte, que se traduce en algo de
objetividad social tan vigorosa como la herencia de la propiedad privada.
Así, la descendencia es el individuo en quien nos
transustanciamos de un modo nada místico ni espiritual, aunque en otro tiempo
lo haya o no sido, sino de una forma perfectamente palpable, mediante aquello
que forma parte de lo que yo soy y puede perdurar en el mundo representándose
tras mi muerte en virtud de que es mío. La diferencia entre mi propia persona y
lo que mi persona será una vez fallecida será “sólo” que ya no seré yo, sino mi
hijo. Pero el resto, todo lo que posee, permanece inalterado.
Sometiendo esta norma cultural a la organización
social obtenemos todos los matices que sobre el significado de la descendencia
y del sexo, entendido como sustancialmente autorreproductivo, hemos encontrado
a lo largo de la historia más reciente y más íntimamente ligada al vector
maestro de la propiedad privada. Desde la diferencia de significado que el sexo
adquiere entre las clases altas y bajas, propietarias aquéllas, con mucho que
heredar y, por tanto, mucho que entregar a la continuidad propia representada
en la descendencia, hasta el papel de la mujer, no poseedora y, por lo tanto
vehículo objetual de ese proceso hereditario de eternización del individuo
mortal que la enajena sexualmente.
Otras razones más pragmáticas, pero de índole también
económica, aumentan y estabilizan el valor preeminentemente procreativo de la
actividad sexual (convertida en “el acto” por su carácter cerrado y siempre
idéntico). La condición de riqueza en sí de la descendencia, ya sea como fuerza
de trabajo o como protección para la tercera edad, no tendría, en cualquier
caso, un vínculo tan firme con el coito si éste no aportara el valor extra de
transustanciación del padre en el hijo. Mediante dicha transustanciación, la
fuerza de trabajo eleva su condición de esclava o asalariada a subordinada
directa, ocupando así el peldaño más alto de la jerarquía por debajo del padre,
y desempeñando el papel de fuerza de máxima cualificación y costo. También es
el carácter transustanciador de la procreación (para nosotros traducido en la
arbitrariedad tantas veces contradictoria de identificar la paternidad con el
código genético) garantizado por el acto sexual el que lleva el valor del
afecto paternofilial hasta la garantía del cuidado desinteresado del uno por el
otro.
Este conjunto de consecuencias económicas de la
transustanciación por herencia aporta al
acto sexual su significación trascendente y su orientación primordialmente
reproductiva aún, por insólito que parezca, en la época de la tecnología de la
procreación.
Sin embargo, difícilmente una fundamentación tan
mercantilista e instrumental resistiría el desarrollo de nuestra moral, tanto
en su vertiente más individualista como en la más colectivista, si no estuviera
oculta tras un relato que la presentara bajo una iluminación favorecedora. Esa
magia, producida por unos cuantos trucos de feria, es el amor. Este amor viene
ofrecido en su acepción más tradicional, como lecho natural para la
reproducción, y su feliz fin último es albergar a los hijos. Todas las aristas de
esta predestinación quedan convertidas por el amor en deseable y plácido
destino.