martes, 28 de febrero de 2012

amor. SPIN-OFF. la gran pirámide V: belleza y atractivo (2do valor). PARTE 1


             La segunda familia es específica de la pirámide del amor, y constituye la influencia que el amor ejerce en la movilidad social. Se trata de las características del individuo que, a su condición de objeto de posesión, le confieren valor exclusivamente romántico-amoroso. Los nombres que con más frecuencia reciben las agrupaciones de estas características son los de belleza  y atractivo y, aunque coloquialmente se aplican con intenciones diferentes, veremos que apenas puede afirmarse que se refieran a diferentes realidades.

             En el lenguaje coloquial, procuramos utilizar el término belleza para referirnos al nivel de adecuación del individuo a un supuesto canon físico en el que la cara tiene una relevancia privilegiada. La guapa o el guapo poseen belleza en la medida en que presentan determinadas características físicas cuya especificación queda más o menos en el aire y que responden, en realidad, a varios patrones coexistentes con un puñado de rasgos comunes (altura, presencia de pelo, ausencia de grasa…). La falta de concreción de estos modelos hace que la búsqueda de la belleza extrema, ya sea perfecta si es perfectible o máxima si no lo es, constituya una disquisición vacía. La belleza humana usada en sentido coloquial carece de relación con función alguna, y por tanto su concreción es imposible más allá de ciertas normas generales. Una boca grande aumenta la expresividad y esa propiedad convierte el rostro en más capaz de comunicar, especialmente en el terreno emocional, pero, ¿cómo de grande? ¿la más grande posible? ¿”bastante” grande? Imposible precisar. Esta elección sólo se vuelve precisa a partir del gusto personal, es decir, de una valoración cuyo carácter puramente individual le resta toda verdad. Como dije en amor. NUDO. ¡no volveré a pasar hambre!, el gusto personal se construye a partir de las asociaciones entre rasgos y experiencias positivas acumuladas a lo largo de la vida; es, por consiguiente, un producto arbitrario, ajeno a cualquier objetividad. He apuntado ya que no hay belleza sin función, y podríamos concluir a partir de este principio que el gusto personal es favorable a las formas que han desempeñado alguna función satisfactoria en la biografía del individuo (“como he tenido mejores relaciones con los rubios, me gustan los rubios”, o precisamente, y según el temperamento “me gustan los rubios porque nunca he tenido relaciones con  ellos). Lógicamente, la consciencia de esta asociación debilita la rotundidad del gusto, pero merece la pena señalar que, en tanto que no sabemos para qué nos sirve la belleza en su forma de gusto colectivo y razonablemente universal, es decir, que ignoramos su asociación a funciones, resulta tan arbitraria como el gusto personal asociado a los rasgos más peregrinos e, incluso, opuestos.

             En cuanto al concepto de atractivo,  el uso coloquial pretende algo aún más complicado. Íntimamente relacionado con el interés de un individuo como potencial pareja, con su posición, podríamos decir, dentro de la pirámide del amor, seguramente lograríamos cierto quórum si afirmáramos que, a diferencia de la belleza, que analiza una familia particular de rasgos, aquellos que componen la estructura física, visible y estática del individuo, el atractivo es el promedio de todos las facetas que entran en juego al determinar la calidad del individuo como objeto de deseo amoroso. Una categoría, por lo tanto, más amplia.

             Sin embargo, como en tantas otras ocasiones en las que nos enfrentamos a un concepto fundamental de la filosofía del amor romántico, un breve análisis nos revelará que el uso que hacemos de ambos términos es notablemente diferente de la definición que después les aplicamos.

             Para que el concepto de atractivo tuviera validez según la forma en que ingenuamente entendemos que lo usamos, tendríamos que realizar una precisa distinción entre aquellas virtudes que atraen en el terreno erótico-sentimental, es decir, las privativas de la pirámide del amor, y aquellas que atraen en general, es decir, las que estructuran la pirámide social. Pero ambas aparecen indiferenciadas en nuestro juicio. El uso coloquial no distingue entre dos atractivos de naturaleza tan distante como la influencia en el entorno laboral y la calidad de la voz, por ejemplo. Sin embargo, la equiparación de ambas propiedades ofrece dos contradicciones que deberían generar alguna suspicacia espontánea. En primer lugar, la influencia en el entorno laboral pertenece a un terreno que, a priori, no consideraríamos dentro de las propiedades valoradas como atractivo (y, sin embargo, descubriríamos que lo constituye en sí misma a medida que nos aproximamos al campo de acción del individuo que la posee). La segunda contradicción es que, al comparar atractivos, no solemos disponer de la misma cantidad de información para los distintos individuos comparados, siendo las dos propiedades del ejemplo un par que aparece separado con frecuencia (la directiva con la que hemos compartido impresiones un par de veces, comparada con el locutor de un programa de radio, por ejemplo).

             No existe un mínimo de consistencia en la valoración del atractivo. Su pretensión de resumir el interés que un individuo puede despertar como pareja eroritcosentimental, y nada más que como pareja eroticosentimental, se ve frustrado por nuestro desconocimiento de cuál sea el conjunto de propiedades que debiéramos conocer para emitir dicho juicio. Pero no es sólo un problema de inapropiada aplicación del concepto. En el caso de que conociéramos estas propiedades, encontraríamos que, al incluir como propiedades principales aquellas que determinan su posición en la pirámide social, el valor de su atractivo coincidiría, de forma aproximada (no exacta porque, recordemos, hay algunas propiedades que la pirámide del amor privilegia con respecto a la social) con su posición en la pirámide social. El concepto de atractivo sería entonces redundante con el de posición social, y su conservación carecería de sentido.

sábado, 25 de febrero de 2012

carta de amor

             Me preguntabas, emocionada, si se podía amar más; si era posible alcanzar un sentimiento más intenso que el que habíamos alcanzado nosotros. Nunca vamos a olvidar cómo nos desesperábamos, el uno frente al otro, el uno con el otro, en los brazos del otro, sin saber qué beso, qué caricia, que palabra serviría para calmar la ansiedad que nos producía el no llegar a expresar cuánto nos queríamos.
             Recordaremos siempre las risas nerviosas, agotadas, la renuncia divertida a lograr jamás verse uno satisfecho del otro, la postergación interminable para separar las pieles, la frustración por no poseer cuerpos planos, que contactaran entre sí en el cien por ciento de su superficie, la pertinaz tendencia a hablarnos con susurros, como si no quisiéramos nunca ser más duros que una caricia. El orgullo, sobre todo, mayor cuanto mayor era nuestro amor; cuanto más pensábamos que hacíamos lo que se debe hacer y todo el mundo espera lograr para sí mismo, pero no logra. 
             Y tu pregunta, tu broma de perplejidad ante la magnitud insuperable: “Mi vida, ¿se puede llegar a amar más de lo que nos amamos nosotros?”
             Teníamos un truco: habíamos encontrado el secreto para llegar hasta un lugar más alto. Descubrimos que muchos se ven frenados por la tentación de decidir en nombre del otro. Que en el momento en el que confundían amor con posesión, al primero lo sustituía la lucha por el territorio hasta el agotamiento o la sumisión. Nosotros no lucharíamos. Nos regodearíamos en nuestra libertad intacta. Nos congregaríamos alrededor de nuestro sagrado derecho a hacer sin que el otro fuera más que el objeto de nuestra admiración por su alarde de respeto. Y en esa paz infinita, terreno libre y fértil, sin techo ni fronteras crecía, tú lo sabes, nuestro amor, como el de nadie podía llegar a crecer. Estábamos hinchados por una potencia incontrolable que ya era más grande que nosotros, que había ya superado nuestras dimensiones, dejando de estar en nuestro interior, y liberándonos ahora dentro de ella, flotando azarosos y felices en una atmósfera que era pura de amor.
             Ahora sé que aquel deslumbramiento no era el amor infinito. He aprendido que cualquier norma puede ser superada si el deseo es suficientemente grande. He aprendido que una regla autoimpuesta tiene siempre un límite en su capacidad de contención. Ahora conozco el siguiente paso, el que hay después de nuestro pacto, el paso para el que no disponemos de pacto ya, y que es el momento siguiente a todos los que parecen momentos definitivos.
             Siempre, amor, hay un amor más grande que el último límite, y yo he llegado a él. Ahora te quiero más allá de trato alguno, de reglas, de principios y de razón. Te quiero tanto que me es posible sentir nuestra armonía hasta allí donde ni siquiera sabes que has estado, a pesar de saber que no lo sabes y de que tú, en realidad, no sientes armonía alguna. Tanto te quiero por todo lo que haces que mi admiración me ha dejado atrás, muy atrás, incapaz de compararme contigo, ni de creer que tú puedas jamás admirarme así. Te quiero tanto que mi deseo de darte llega siempre más allá de lo que tengo para ti. Tanto, tanto te quiero que nada tuyo puede no obsesionarme hasta lograrlo.
             Ahora sé que éste es el amor definitivo y completo; que querer del todo es crecer por encima del máximo control del que uno pueda hacer acopio, y que superado y vencido el control, arruinado y perdido el orden, uno llega, por fin, a no tener más amor que dar.
             Siempre me has tratado de la manera más extraordinaria posible, pero ya no me es suficiente. Hoy te he odiado por primera vez, mi amor. Al sentir por primera vez el deseo de luchar contra ti he decidido saltarme la batalla y, derrotado, he aceptado odiarte. 
             Cuando sólo nos odiemos no recuerdes con nostalgia el momento en el que sólo nos amábamos. Recuerda esta carta, recuerda éste momento, en que por fin logré quererte tanto que no pude evitar odiarte.

miércoles, 8 de febrero de 2012

amor. SPIN-OFF. la gran pirámide IV: el poder (1er valor)

             Podemos hablar de tres familias de valores que organizan y estructuran esa dimensión de la pirámide social que es la pirámide del amor.

             La familia del poder es la prioritaria. En tanto que la pirámide del amor está implantada armónicamente en la pirámide social, en tanto que es, en realidad, parte constituyente de la misma, su ley de oro sólo puede ser la que rige a la estructura global. Quien tiene más poder está más arriba. La regla está, en realidad, próxima a la redundancia, pues el poder se define como la capacidad de actuar, y ésta es la realización misma de la humanidad del hombre. Así, tener poder es lo mismo que ser hombre, y al ejercerse en sociedad depende de la sociedad para ser ejercido, de modo que tener poder es tener poder social. No es poder, por tanto, ser capaz de alinear conchas en la playa, se haga a la velocidad que se haga, y sin embargo sí lo es disponer a las tropas para la batalla, y lo es mayor cuanto más rápida y perfectamente se efectúe esta acción. La alineación de conchas es invisible a la sociedad (si dejara de serlo, claro, empezaría a constituir poder) mientras que la disposición de tropas tiene consecuencias evidentes que hacen esta facultad visible.

             Hablaremos, por tanto, de “poder” en sentido general dentro de un marco social determinado: el nuestro. Cualquier poder social (o ejercible en sociedad, o aplicable a la sociedad) mejora nuestra posición en la pirámide social. La suma de nuestros poderes determina dicha posición. Diremos que, a grandes rasgos, la pirámide del amor coincide con su madre, la social, y que el lugar en el que nos encontramos en ella prefigura nuestras posibilidades eroticosentimentales.

             Sería necesario hablar de poder social visible y poder social invisible para determinar la percepción que de la posición de cada uno en la pirámide social tiene el otro o los otros. Esta cuestión es vital con respecto a la pirámide del amor, pues la determinación del objeto de enamoramiento depende de nuestra percepción del otro como digno de amor y, por tanto, sólo al detectar su poder empezamos a enamorarnos en la medida en que corresponde a su posición.

             El poder casi invisible de un gran banquero hace que su posición con respecto a la pirámide del amor sea a priori poco relevante comparada, por ejemplo, con la de un actor. Sin embargo, al ser testigos de su poder, al volverse éste visible, (relacionándonos con él en cualquier modo en que su influencia se vuelva perceptible), su posición se vuelve correspondiente con el mismo (y, normalmente, muy superior a la del actor).

domingo, 5 de febrero de 2012

celos. actividad I

             Piensa en todas tus amistades de tu misma orientación sexual cuyo nivel en la pirámide eróticosentimental es inferior al tuyo, es decir, aquellas que ligan menos que tú. Escoge en tu imaginación a la primera de todas, a la que consideras mejor persona y en quien más confías. Recuerda cuánto crees que le gusta tu pareja.

             Intenta ahora imaginar cuánto crees que le gustaría si, en vez de encontraros en la situación actual, los dos fueran personas solteras, no te conocieran, y tuvieran la oportunidad de tratarse extensamente.

             Si entre ambos niveles de atracción existe una diferencia considerable, procura imaginar a tu amistad actualmente instalada en el segundo, plenamente sensible al atractivo de tu pareja. Piensa en el esfuerzo que para tu amistad viene significando convencerse de que no es sensible a dicho atractivo o, al menos, convenceros a vosotros. Piensa en lo diferente que sería que se dejara llevar por el amor e intentara arrebatarte a tu pareja, aunque tuviera pocas posibilidades de lograrlo. Piensa en cuanta envidia deja de manifestarte, siendo justo que lo hiciera ya que tu amistad no puede acceder a una pareja tan deseable como la tuya. Intenta, mediante esa reflexión, desplazar tu experiencia emocional de los celos al agradecimiento. Si lo logras, intenta estabilizarlo, añadiendo esta razón a la nómina de deudas para con esta amistad.

miércoles, 1 de febrero de 2012

amor por Tolkien

             A martes, 31 de enero de 2012, El País publica, en su página 41, un artículo de Fernando Savater que comienza así:


             Savater tiene la originalidad de comparar la estética literaria con la del amor para inventar el imposible puente entre el universal éxito de la obra de Tolkien y su menguada calidad literaria. Pero, con respecto al amor mismo, no hace sino reafirmar un lugar común mediante una exposición del mismo un poco más clara de lo que es habitual.

             El breve párrafo está repleto de recursos demagógicos cuyo objetivo es asentar la inversión del valores entre la fealdad y la belleza que el amor romántico gusta de promulgar allí donde debe dar el salto de la pareja deseada a la pareja alcanzada. Cuando el amor debe conformarse con lo que le toca, en vez de con lo que una vez deseó, nos invita a que nos mintamos y llamemos blanco al negro. Pero la asociación entre la gelidez de la belleza y la calidez de la acertada imperfección que, convertida en atractivo, queremos llevarnos a casa, es puro juego de manos imposible de apuntalar. Salvo que.…

…salvo que en vez de exponer un principio estético sentimental, estemos constatando un hecho. Entonces sí, todos sabemos que es efectivamente el feo a quien acabamos entregándonos, porque el guapo fue tan gélido con nosotros que ni siquiera nos dio la oportunidad de proponérselo. Y ese feo nos dará, con un poco de suerte, calor. Y un prolongado contacto con él, nos descubrirá virtudes poco evidentes a simple vista que nos ayudarán a construir un discurso idealizante necesario para soportar la idea de tener que asumir la renuncia a las virtudes sin descubrir del guapo. Del último diremos que, sí, su belleza merecía elogio, pero ¿qué atractivo podía tener una vez que se hubo manifestado como soberbio? Lo decimos así porque, si respetáramos la verdad, tendríamos que cambiar “soberbia” por “indiferencia”, y la indiferencia puede estar justificada. Para desesperación de Eros, en nada merma el atractivo de alguien el que nosotros no lo poseamos, ni el atractivo ni a quien lo encarna.
 
             Al hacer el panegírico del triunfo del (discutible) atractivo sobre la belleza, Savater se mancha las manos peligrosamente en su condición de autoridad sobre ética. Cae, con ello, en el vicio de convertir la decisión personal en norma moral; el gusto individual (aunque sea en su condición de categoría: los gustos individuales) en bien objetivo. El malo, dice sin más justificación, es el verdadero bueno, en tanto que yo deseo que lo sea porque me provoca placer, sea este placer beneficioso o perjudicial. Seguramente haga esto porque fantasea con que, en el futuro, alguien le defienda a él, aunque lo haga de modo tan inconsistente. Gregarismo entre best-sellers o, por usar una imagen al caso, espectros del anillo.