La segunda familia es específica de la pirámide del amor, y constituye la influencia que el amor ejerce en la movilidad social. Se trata de las características del individuo que, a su condición de objeto de posesión, le confieren valor exclusivamente romántico-amoroso. Los nombres que con más frecuencia reciben las agrupaciones de estas características son los de belleza y atractivo y, aunque coloquialmente se aplican con intenciones diferentes, veremos que apenas puede afirmarse que se refieran a diferentes realidades.
En el lenguaje coloquial, procuramos utilizar el término belleza para referirnos al nivel de adecuación del individuo a un supuesto canon físico en el que la cara tiene una relevancia privilegiada. La guapa o el guapo poseen belleza en la medida en que presentan determinadas características físicas cuya especificación queda más o menos en el aire y que responden, en realidad, a varios patrones coexistentes con un puñado de rasgos comunes (altura, presencia de pelo, ausencia de grasa…). La falta de concreción de estos modelos hace que la búsqueda de la belleza extrema, ya sea perfecta si es perfectible o máxima si no lo es, constituya una disquisición vacía. La belleza humana usada en sentido coloquial carece de relación con función alguna, y por tanto su concreción es imposible más allá de ciertas normas generales. Una boca grande aumenta la expresividad y esa propiedad convierte el rostro en más capaz de comunicar, especialmente en el terreno emocional, pero, ¿cómo de grande? ¿la más grande posible? ¿”bastante” grande? Imposible precisar. Esta elección sólo se vuelve precisa a partir del gusto personal, es decir, de una valoración cuyo carácter puramente individual le resta toda verdad. Como dije en amor. NUDO. ¡no volveré a pasar hambre!, el gusto personal se construye a partir de las asociaciones entre rasgos y experiencias positivas acumuladas a lo largo de la vida; es, por consiguiente, un producto arbitrario, ajeno a cualquier objetividad. He apuntado ya que no hay belleza sin función, y podríamos concluir a partir de este principio que el gusto personal es favorable a las formas que han desempeñado alguna función satisfactoria en la biografía del individuo (“como he tenido mejores relaciones con los rubios, me gustan los rubios”, o precisamente, y según el temperamento “me gustan los rubios porque nunca he tenido relaciones con ellos). Lógicamente, la consciencia de esta asociación debilita la rotundidad del gusto, pero merece la pena señalar que, en tanto que no sabemos para qué nos sirve la belleza en su forma de gusto colectivo y razonablemente universal, es decir, que ignoramos su asociación a funciones, resulta tan arbitraria como el gusto personal asociado a los rasgos más peregrinos e, incluso, opuestos.
En cuanto al concepto de atractivo, el uso coloquial pretende algo aún más complicado. Íntimamente relacionado con el interés de un individuo como potencial pareja, con su posición, podríamos decir, dentro de la pirámide del amor, seguramente lograríamos cierto quórum si afirmáramos que, a diferencia de la belleza, que analiza una familia particular de rasgos, aquellos que componen la estructura física, visible y estática del individuo, el atractivo es el promedio de todos las facetas que entran en juego al determinar la calidad del individuo como objeto de deseo amoroso. Una categoría, por lo tanto, más amplia.
Sin embargo, como en tantas otras ocasiones en las que nos enfrentamos a un concepto fundamental de la filosofía del amor romántico, un breve análisis nos revelará que el uso que hacemos de ambos términos es notablemente diferente de la definición que después les aplicamos.
Para que el concepto de atractivo tuviera validez según la forma en que ingenuamente entendemos que lo usamos, tendríamos que realizar una precisa distinción entre aquellas virtudes que atraen en el terreno erótico-sentimental, es decir, las privativas de la pirámide del amor, y aquellas que atraen en general, es decir, las que estructuran la pirámide social. Pero ambas aparecen indiferenciadas en nuestro juicio. El uso coloquial no distingue entre dos atractivos de naturaleza tan distante como la influencia en el entorno laboral y la calidad de la voz, por ejemplo. Sin embargo, la equiparación de ambas propiedades ofrece dos contradicciones que deberían generar alguna suspicacia espontánea. En primer lugar, la influencia en el entorno laboral pertenece a un terreno que, a priori, no consideraríamos dentro de las propiedades valoradas como atractivo (y, sin embargo, descubriríamos que lo constituye en sí misma a medida que nos aproximamos al campo de acción del individuo que la posee). La segunda contradicción es que, al comparar atractivos, no solemos disponer de la misma cantidad de información para los distintos individuos comparados, siendo las dos propiedades del ejemplo un par que aparece separado con frecuencia (la directiva con la que hemos compartido impresiones un par de veces, comparada con el locutor de un programa de radio, por ejemplo).
No existe un mínimo de consistencia en la valoración del atractivo. Su pretensión de resumir el interés que un individuo puede despertar como pareja eroritcosentimental, y nada más que como pareja eroticosentimental, se ve frustrado por nuestro desconocimiento de cuál sea el conjunto de propiedades que debiéramos conocer para emitir dicho juicio. Pero no es sólo un problema de inapropiada aplicación del concepto. En el caso de que conociéramos estas propiedades, encontraríamos que, al incluir como propiedades principales aquellas que determinan su posición en la pirámide social, el valor de su atractivo coincidiría, de forma aproximada (no exacta porque, recordemos, hay algunas propiedades que la pirámide del amor privilegia con respecto a la social) con su posición en la pirámide social. El concepto de atractivo sería entonces redundante con el de posición social, y su conservación carecería de sentido.