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lunes, 20 de agosto de 2018

yo no como cuerpos humanos.


No me gusta comer cuerpos humanos. En realidad, no puedo diferenciar su sabor de otros cuerpos cuyo sabor me agrada, salvo que me los presenten como cuerpos humanos. Pero, en el caso de que lo hagan, me es imposible comerlos.

Podría imaginar que me gustara comer cuerpos humanos. Incluso podría fantasear con comer cuerpos humanos y disfrutar. No sería el primer hombre que construye esa fantasía, ni pertenecería a la primera civilización que construye esa fantasía en sus hombres.

Para disfrutar fantaseando que como cuerpos humanos necesitaría darle a su ingesta un simbolismo de dominación. Necesitaría elegir entre el horror de comerlos y el atractivo de dominarlos al hacerlo.
Llegar a disfrutar con la fantasía de que como cuerpos humanos eliminaría parte de mi horror ante la idea de comer cuerpos humanos reales. Con algunas personas, tal vez conmigo, no lo sé, convertiría en posible el llegar a hacerlo.

La fantasía placentera de que como cuerpos humanos no convertiría la ingesta de cuerpos humanos en una necesidad. No constituiría tampoco la revelación de mi deseo más íntimo. Tampoco sería la condición sine qua non para realizarme gastronómicamente. Sería, solo, algo que debo juzgar, condenar y eliminar.

Si procuro comprender habrá muchas más probabilidades de que logre realizar el proceso hasta su último paso: la eliminación. La forma incomparablemente más eficiente de eliminar la fantasía de comer cuerpos humanos no es reprimirla, sino entender las causas de su existencia y actuar sobre esas causas.

Una de las cosas más importantes que debo comprender para eliminar la fantasía de comer cuerpos humanos es diferenciar entre la fantasía reprimida en mí, más tarde revelada, y la fantasía potenciada en mí mediante la búsqueda de su revelación; diferenciar entre el poder que esta fantasía tenía en mí mientras estaba latente y el poder que le he dado yo para que logre manifestarse.

La diferencia entre la antropofagia y el sexo con objeto es de grado. Por eso realizamos sexo con objeto pero no antropofagia. Y por eso el sexo con objeto llevado a grado extremo desarrolla, entre otras, la parafilia sexual de la antropofagia. La antropofagia como parafilia sexual se llama “vore”. Y si no sabías que existía, o pensabas que no podría llegar a existir, vas a flipar cuando lo investigues.



lunes, 30 de julio de 2018

queridxs bedesemerxs


Voy a hablar de BDSM, pero vaya por delante que soy de esas personas que no lo conocen.

Quiero decir con esto que no pertenezco a la comunidad BDSM, ni pública ni privadamente, no he recibido cursos de cuerdas, mis conductas sexuales no incluyen juegos de escenificación y no cultivo la experimentación con el intercambio de poder.

No hago, por lo tanto, prácticamente nada de lo que me parece éticamente cuestionable en el BDSM, y esto es así porque creo que no debo hacer aquellas cosas que considero éticamente cuestionables y encuentro, para mi caso particular, fácilmente accesible el no hacer las que se enmarcan en el BDSM.

Esta es la razón por la que todas mis conversaciones con bedesemerxs son respondidas con un “hablas sin saber”. Es la misma autoridad de la que adolezco para hablar sobre asesinato, caza, o sacerdocio, (sin querer decir con ello que el BDSM sea tan reprobable como el sacerdocio) y tengo por costumbre no permitir que me intimide, a pesar del riesgo a ser llamado prepotente o ignorante.

Sin embargo, hay otras muchas cosas sobre BDSM que sí sé. Las fuentes de este conocimiento son variadas. Está el omnipresente bedesemesplaining, siempre dispuesto a explicarnos que el BDSM rechaza el machismo, que es una autoexploración controlada, que hay femdoms, que la gente es switch, y que existe la palabra de seguridad. Qué es el consentimiento no es que lo haya aprendido gracias al BDSM, pero gracias a él no lo olvidaré jamás, porque no hay conversación sobre el tema en el que no se me deslumbre con tan novedosa propuesta.

Luego están mis ojos, mi curiosidad, y mi investigación, que hacen accesible a mi entendimiento todo aquello que queda fuera o sale de los secretos y reveladores dioramas en los que el BDSM se lleva a cabo, y que me ofrece información sobrada, a mi humilde juicio, para contextualizar este mundillo en su mundo, es decir, para relacionar el BDSM con el patriarcado, y esto no de manera necesariamente superficial ni precipitada, sino de la otra.

Debo decir que estas fuentes de conocimiento no siempre resultan del todo inteligibes para las personas bedesemeras, y que con frecuencia no entienden cómo puedo yo reflexionar basándome en otra cosa que no sea la propia experiencia de agredir a mujeres que han dado su consentimiento para ello.

Y por último está, lógicamente, mi propia condición de sujeto deseante, que me permite empatizar sin ninguna dificultad con cualquier ambición de poder, cualquier objetualización de una persona convertida en producto erótico, y cualquier violencia hacia quienes ofrezcan resistencia a mis objetivos, deseos o satisfacción de necesidades. Debo lamentar que esta última fuente de conocimiento, en mi opinión la más inmediata y útil porque es común a todo el mundo, parece la más misteriosa de las tres, y que no solo suele asombrar a lxs paladines del BDSM sino también a sus infieles.

Es, por lo tanto, desde este frágil e insólito bagaje desde el que me dirijo a la querida comunidad bedesemera.
Mi intención no es deciros que el BDSM no es feminista. Tampoco deciros que es patriarcal. Ni siquiera deciros que es parte destacada de la vanguardia del patriarcado, y que desde él se normaliza el maltrato que pretendemos erradicar en su espacio tradicional. Eso ya sabéis que lo pensamos, y no sé si lo habréis escuchado tantas veces como yo he escuchado el pestiño de la palabra de seguridad, pero seguro que a muchxs os reusulta más que familiar.

Mi intención con este texto es deciros que tenéis razón en algunas cosas, pero que no la tenéis en el conjunto, y por lo tanto disponéis de dos opciones: o separáis esas cosas en las que tenéis razón y las oponéis a aquellas en las que no la tenéis, desarrollando una actividad de naturaleza diferente y opuesta al BDSM, un antiBDSM verdaderamente feminista en el que se recojan y resignifiquen algunas de las cosas que hoy están confundidas en la cultura patriarcal bedesemera, o mantenéis el frente común con maltratadores y proxenetas de las cuerdas mientras preparáis los flotadores por si el tsunami feminista y metooero decide asomarse a vuestra casita de papel. Quizás no está tan lejos, pensadlo, el día en el que una mujer decida hacer público, no un abuso en el despacho de una productora cinematográfica, sino en uno de esos decorados con pinta de dormitorio de adolescente sin dignidad estética a los que llamáis “mazmorras”. Pensad en cómo puede transformarse este entorno si lxs periodistas descubren el filón de mujeres manipuladas y maltratadas del que esta práctica se alimenta. Es posible que ese día empecéis a lamentar de verdad, y no como hasta ahora, el empujón de 50 sombras.

Es cierto que a veces confundimos placer con dolor, y que, dado que nuestra cultura sexual es tan agresiva que necesitamos aislar nuestros cuerpos para que no sean sistemáticamente violentados, estos no reciben la intensidad de contacto que les resultaría más grata. Y es cierto que conocer los límites da poder, y sobrepasar controladamente los límites los amplía y da más poder aún, o al menos hace sentir que se tiene.

Pero no es cierto que la simbología de la dominación aumente el placer. La simbología de la dominación aumenta siempre el placer de quien domina: el de aquél sujeto cuyo cuerpo queda fuera de la interacción. La simbología de la dominación es la prueba de que los placeres mencionados son la excusa sobrevenida para dominar. Es la legitimación del asqueroso “sé que te gusta”. No le gusta. Le gusta, en el mejor de los casos, que te guste. De lo que le gusta ya se ha olvidado, porque tú has sobrepuesto tu placer al suyo.

Y es verdad, justo es reconocerlo, que “explorar las relaciones de poder” tiene interés. Pero no olvidemos que se trata, en su mayor parte, de un interés terapéutico. Exploramos las relaciones de poder porque necesitamos desembarazarnos de la dominación sufrida en el pasado o en el presente, y a veces un método de exploración interesante puede ser escenificar las relaciones de poder según una práctica sexual controlada. A veces. No es ni la Vía Magna ni el paso obligado. Y debe conllevar una evolución, un desarrollo, un recorrido con puerta de salida. Tenéis convertido sin embargo el BDSM en una identidad. Algo que se hace porque unx (unO) es así, y ahí le gusta estar, y ahí piensa quedarse. Y eso es porque poco tiene que ver la exploración de las relaciones de poder con el objetivo de aprender a establecer relaciones sin dominación, y mucho, todo, con el de establecer relaciones de poder y sentir cómo nos disparan la libido. Es decir, con ser una práctica, una cultura, un mundo, plenamente patriarcal.

Y es cierto, lo apuntaba más arriba y ahora lo destaco, que la dominación nos produce placer, y que estamos educadxs en ese placer, y que a veces se nos hace cuesta arriba pensar que no podremos volver a dominar, y que la última vez, que solo un poco más, que solo flojito. Pero eso se califica por sí solo. Sabemos que lo deseamos porque está mal, y lo acertado es clavarle bien claro esa etiqueta. Y luego, desde ella, ir elaborando vías eficaces de transformación y abandono. Eficaces, recordad: eficaces.

Lo que el BDSM es a día de hoy no tiene discusión. Y las primeras personas interesadas en que deje de serlo sois vosotrxs. Pero mirad a vuestro alrededor. Estáis rodeadxs de gente que no lo cambiará jamás, porque quiere exactamente eso que está pasando, e incluso quiere que sea mucho peor. La salida es que los dejéis con ello y que lideréis otra cosa. Y que señaléis la diferencia con una claridad inequívoca. Y que seáis vosotrxs mismxs quienes llaméis al tsunami denunciando lo que ya sabéis que pasa y ahora os sentís obligadxs a justificar. Y que el tsunami los devore, como ellos quisieron devoraros.



miércoles, 20 de junio de 2018

ligar desde la DISCRIMINACIÓN SEXUAL POSITIVA. la propuesta de Antiseductor.


Quizás porque lleva una temporada en segundo plano nos encontremos con distancia y frescura suficientes como para abordar una revisión del tema del ligue (seducción) a la luz de los nuevos debates sobre consentimiento y de la propuesta de discriminación sexual positiva que aquí se está planteando.

Sabemos que hasta ahora el tratamiento de la cuestión había sido estéril en el plano teórico. El único logro definitivo fue hacernos comprender que ligar es una práctica anegada en machismo y que prácticamente cualquier recorte le puede venir bien.

Pero, ¿hasta dónde llevar ese recorte? El “no es no” sacaba del tablero la insistencia y la idea de que los primeros rechazos son protocolarios. La interacción con mujeres desconocidas caía también bajo la lupa feminista y nos hacía plantearnos si es de recibo considerar “abordable” a una mujer por el hecho de serlo o por el de no estar acompañada de un hombre. Hemos llegado a plantearnos si la perpetua amenaza de requerimiento sexual no crea tal atmósfera de ahogo y falsedad para una mujer que incluso las iniciativas con fines sexuales o sexosentimentales llevadas a cabo por hombres situados dentro de su círculo de confianza quedan más allá de los límites del buen trato. Imposible construir vínculos afectivos heterosexuales si una mujer debe saber que tras cada amigo se esconde una propuesta sexual postergada pero inminente.
Se diría que el tema es un pozo sin fondo, y que no hay respuesta generalizable que no sea la de confiar en el sentido común y en la sensibilidad feminista de los hombres. O, al menos, esa es la desesperada situación hasta la fecha.

La solución se encontraba, sin embargo, en una entrada de agosto del 2015 del blog antiseductor.com: “Cómo ligar con mujeres sin molestar: No ligues”. Fin. Limpio y elegante. Cualquier otro discurso alienta el acoso, no excepcional, sino sistemático. Como decía, no existe norma posible que se pueda generalizar, así que la única alternativa es zanjar el tema.

La propuesta de antiseductor seduce, qué duda cabe, pero tiene un notable defecto: es inviable. Y no por argumentos forococheros tipo “la humanidad se extinguiría” o “que liguemos es lo que ellas esperan”.

Lo es por una cuestión política elemental: no es un trato que el enemigo vaya a aceptar. Se dirá: ¿por qué hay que preguntar al enemigo? Obliguémosle. Y será entonces cuando descubramos que no disponemos de la fuerza necesaria para hacerlo. Nos encontramos de vuelta en el mundo real, sobre el que la propuesta de antiseductor realizó su aterrizaje forzoso hace ya tiempo.

La idea tiene una importante carga de legitimidad, pero no tanta como para poner de su parte al necesario porcentaje de sujetos implicados. ¿Qué es lo que le falta a este plan para aglutinar fuerza suficiente o, traducido a términos sociales, apoyo suficiente?

Opino que el problema está en la estrategia misma. Su autor se sirvió del poderoso truco de expresar la propuesta de máximos del bando silenciado y adversario, haciéndola resonar en el bando opresor y propio. “No liguéis”, “dejadnos en paz”, “olvidadnos”, “iros definitivamente a la mierda” es un deseo que las mujeres han manifestado infinito número de veces con razón sobrada y que ahora era expresado por un hombre produciendo efectos de empatía y atención digamos, por ahorrarnos esta sangre, distintos.

Pero resultaba tan inasumible como siempre porque para los hombres seguía implicando, al menos bajo esta fórmula, el sacrificio de aquello que no es socialmente percibido como un privilegio, sino como una necesidad inalienable: (luchar por) establecer relaciones sexosentimentales.

El enemigo va a decirle a las mujeres que no tiene intención de acosar, pero que qué herramienta sustitutoria le están ofreciendo, porque tiene derecho a una. Les va a preguntar, además, si eso que quieren ellas imponer va a funcionar universalmente o solo cuando les apetezca, favoreciendo a unos hombres y desfavoreciendo a otros. Y les va a decir, por último, que si le están ofreciendo un trato igualitario o solo quieren desposeerle del privilegio para apropiárselo ellas. Lo que el enemigo va a preguntar, en definitiva, es si en esta propuesta de convivencia se ha tenido en cuenta su inclusión. Y lo cierto es que no se ha hecho.

Con la gran mayoría de los hombres en contra solo hay tres caminos, todos ellos colectivamente cerrados y todos ellos llevados a la práctica individualmente para converger en un estancamiento que condena a las mujeres a seguir soportando esa forma de acoso a la que llamamos “ligar”. La primera propuesta es la patriarcal; la inmovilista propuesta del enemigo: “ligar no es tan grave en la forma en la que hoy se lleva a cabo”. La segunda es la propuesta de máximos de antiseductor: “no ligues”. Es la inversa, desde el punto de vista de la confrontación. El sujeto oprimido se muestra sordo a las razones y necesidades del opresor y expresa su deseo sin restricciones. El opresor queda reducido a opresor atemporal sin capacidad para dejar de serlo; es, por lo tanto, simbólica y marginalmente deshumanizado; el poder hegemónico, sin embargo, sigue siendo suyo. Por último tenemos un abanico de soluciones más o menos individuales, más o menos aspiracionales, que constituyen los puntos juzgados por cada sujeto o colectivo como “justo medio” y que, como sabemos, con frecuencia son injustos para los hombres y sistemáticamente son injustos para las mujeres. Este continuo no es inocente ni ingenuamente bienintencionado, porque está íntimamente relacionado con el valor sociosexual. Pero no tocaré ese tema aquí.

Creo, sin embargo, que la propuesta de antiseductor es rescatable desde el marco de la discriminación sexual positiva, porque la masa social susceptible de identificase con ella se vuelve crítica.

No ligar como una medida de discriminación sexual positiva implica la conciencia de que no solo se reivindica un derecho por parte del sujeto oprimido, sino que se pide un esfuerzo, medido y provisional, por parte del opresor. Las necesidades del opresor son escuchadas, valoradas y postergadas, pero no ignoradas o despreciadas. Se reconoce el hecho de que, en alguna medida, el propio opresor es víctima del sistema que le privilegia, pero que su condición de víctima no es comparable a la del sujeto oprimido. Se entiende el solapamiento entre necesidad y derecho, de modo que un sistema opresor hace al sujeto dominador dependiente de conculcar los derechos del dominado. Se incorporan las necesidades del opresor a un baremo único de necesidades, en el que, debido a su magnitud, no ocupan posiciones destacadas. En definitiva, se fuerza al oprimido a responsabilizarse de su empoderamiento, limitando la posibilidad del uso despótico del mismo.

Este sacrificio, por lo demás justo, enfrenta al opresor con una propuesta que ya no puede rechazar y que es, o está muy cerca de ser, coincidente con la reivindicación de máximos.

Creo que podemos empezar no solo a debatirla sino, ya, sobre la marcha, a llevarla a cabo.

Hombre: ¿te apuntas a no acosar? No ligues.



lunes, 11 de junio de 2018

discriminación sexual positiva.


El problema del consentimiento se ha convertido en un símbolo en sí mismo.

No solo porque es el Jerusalén de la guerra de género, lugar de enfrentamiento entre facciones feministas y entre feminismo y machismo, sino, sobre todo, porque es el paradigma de un problema teórico mucho más amplio.

Que no terminemos de encontrar el protocolo adecuado a la hora de valorar si determinadas relaciones (hetero)sexuales son legítimas es la punta del iceberg que representa nuestra impotencia a la hora de determinar qué interacciones son legítimas entre mujeres y hombres.

Ser capaces de resolver el dilema del consentimiento se percibe como la rosetta que daría respuesta al resto del conflicto. No lograr pasar de ahí desalienta para abordar cualquier otra cuestión relacionada.

Vamos con un ejemplo para entender la naturaleza de este punto muerto.

Los variados derroteros recorridos por los debates surgidos a raíz del juicio y sentencia a La Manada han servido, entre otras muchas cosas, para generalizar la idea de que una mujer ebria no está en condiciones de dar un consentimiento sexual válido y, por lo tanto, las relaciones sexuales con ella deben considerarse violación. Esa idea ha alcanzado hoy, y desde esos debates, la categoría de ley social: la sabe y respeta, ahora sí, la suficiente cantidad de gente como para que quien no la sepa o no la respete deba caer en alguna forma de ocultamiento o marginalidad.

Hasta ahí todo bien. Un avance.

Y entonces nos encontramos con esta imagen:
Me da igual si el dilema que plantea está resuelto a nivel legal. Lo que me interesa es la perplejidad, silencio y negación que suscitó. Nadie, yo por supuesto tampoco, se había planteado esto. Y nadie supo qué contestar.

Ante una buena jugada del enemigo la táctica adecuada puede ser el silencio. Tal vez la jugada se extinga. Pero si no es así necesitamos el tiempo que el silencio nos concede para elaborar una respuesta mejor con la que contraatacar cuando el silencio deje de ser suiciente. No podemos conformarnos con negar el dilema. Necesitamos resolverlo si no queremos correr el riesgo de que el dilema se convierta en el ariete con el que se nos derrote.

Es evidente que el consentimiento de una mujer con determinado nivel de embriaguez no es válido. Lo es también que lo que propone la imagen podría llevar a la cárcel a un quizás sorprendente número de mujeres. Y que eso sería, en la inmensa mayoría de los casos, injusto.

Se diría que no nos queda más remedio que elegir entre dos injusticias. Se podría decir también que nos faltan las herramientas teóricas para diferenciar de verdad lo que es justo de lo que no lo es, y que ésta, la de invalidar el consentimiento en estado de embriaguez ha encontrado aquí su límite y debe ser superada por otra mejor.

Pero esa herramienta nueva es esquiva. ¿Cuál es el siguiente nivel de finura en el hilo que estamos confeccionando? ¿Cómo enunciamos la diferencia entre lo legítimo y lo ilegítimo de modo que pueda realmente aplicarse a todos los casos?

En mi opinión el problema está, precisamente, en esa aspiración.

Cuando hablamos de consentimiento, y cuando hablamos, en general, de interacción entre mujeres y hombres, presuponemos que debemos buscar una norma igualitaria. Pero sabemos que eso es justo lo que no hace la normativa en materia de igualdad. Cuando se habla de violencia de género, o de regulación del mercado laboral, se persigue la igualdad a partir de una norma, precisamente, no igualitaria.

Esta discriminación positiva, y no la igualdad, ha sido la respuesta cuando la igualdad formal se ha encontrado con cada correspondiente techo de cristal. A partir de determinado momento no hay forma de seguir avanzando porque la ley que pretende superar una desventaja de las mujeres se convierte en nueva fuente de ventaja para los hombres. En esas condiciones, y alcanzada una adecuada comprensión de la situación, la urgencia social hace que se legisle directamente en contra de esa ventaja, sacrificando la igualdad.

Así, la discriminación positiva hace una diferenciación en el tiempo. Distingue entre el tiempo de la igualdad, futuro, y el tiempo de la desigualdad, presente, otorgando a cada uno de esos tiempos la ley que le corresponde, y adquiriendo conciencia de la transitoriedad de esa ley.

Bien, pues este es el paradigma desde el que entiendo que debe resolverse el dilema de la imagen, el dilema del consentimiento y el dilema, en general, de la interacción heterosexual.

Cuando digo que “debe resolverse” quiero decir que debe llegarse mucho más lejos que el punto al que hoy lo llevan la intuición y el sentido común individuales porque, como no podría ser de otra manera, ese paradigma está instalado oficiosa y preconscientemente en nuestra práctica. Pasémoslo a la oficialidad, a la conciencia, al debate y a la ley:

El consentimiento de un hombre ebrio no es igual de inválido que el de una mujer ebria, porque en nuestra sociedad se trata de dos consentimientos de naturaleza distinta cuyas transgresiones tienen consecuencias distintas que deben traducirse en distintas consecuencias penales.
Pero la extensión de la discriminación positiva hasta una discriminación sexual positiva debe dar un segundo salto porque, como sabemos, la vida sexual tiene, por su privacidad, particulares dificultades para ser legislada y regulada. La discriminación sexual positiva no puede restringirse a la ley, sino que debe ocupar el espacio de la norma social. La interacción heterosexual no puede ser igual para ambos géneros, y esta desigualdad debe alcanzar a la conducta cotidiana.

Se dirá que siempre ha existido esa diferencia, y que no ha traído la igualdad. Se nos hablará de la “galantería”. Sabemos que la galantería tiene como fin la infantilización y el desempoderamiento de las mujeres, y no alcanzar la igualdad real. Sabemos que se aplica a cuestiones menores, como los pequeños favores físicos, para ocultar las mayores, como la legitimación del abuso de la fuerza. Sabemos, entonces, que podemos diferenciar sin problema alguno la galantería de la discriminación sexual positiva, del mismo modo que diferenciamos la discriminación laboral positiva del hecho de que las modelos de pasarela cobren más que los hombres.

Lo que necesitaremos, eso sí, será paciencia para concretar con acierto en qué debe consistir esa discriminación sexual positiva. Y necesitaremos madurez política para entender que la norma extraordinaria implica la asunción de responsabilidades por parte de quien es objeto de la ventaja que comporta. Y necesitaremos, por supuesto, pronunciamientos en favor de la discriminación sexual positiva.

Por lo que a mí respecta digo ya que, en mi opinión, la agamia solo puede moverse en el ámbito de la discriminación sexual positiva, y que es responsabilidad de las personas ágamas incorporar esa discriminación a su reflexión y a su conducta.



lunes, 21 de mayo de 2018

gurú



Estoy viendo con entusiasmo Wild Wild Country, y me apetece mucho hablar de gurús (o gurúes), así que os voy a contar la historia de uno.
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Hace muchos años, en la época de los maestros, vivió un Gran Maestro de la Espada cuyas enseñanzas eran solicitadas por los más expertos guerreros.

El Arte de la Espada, según lo enseñaba aquel Maestro, no se reducía a la técnica de lucha ni a la disciplina del cuerpo, sino que incluía la disciplina de la mente y la filosofía de la vida.

Cuando hablaba del mundo, de las mujeres y de los hombres, de los animales y de las plantas, de las ciudades y de los reinos, de la muerte y de los océanos y de las estrellas, siempre utilizaba imágenes relacionadas con la espada.

“¿Veis el afilado filo de vuestro acero?” decía. “Podréis llegar a ser tan expertos que con él seáis capaces de separar cualquier cosa de cualquier otra. Pero de nada os servirá si no sabéis qué es lo que debe ser separado”.

“¿Ves cómo avanza la gota de sangre de tu enemigo por el filo de tu espada? Así avanza el pensamiento. De su herida nace el deseo de saber, y si posee tesón suficiente descubrirá tarde o temprano qué mano lo hirió. ¡Que vuestra sangre nunca deje de buscar!”.

“Recuerda”, decía en otra ocasión, “tu espada nunca está guardada. Incluso cuando permanece en su vaina apunta a todos cuantos te rodean. Ellos no lo olvidan. No lo olvides tú”.

Y así seguía y seguía…

En la puerta de su casa se leía esta inscripción en letras sencillas y solemnes: LA ESPADA ES LA VIDA. HAZ DE LA ESPADA TU VIDA. HAZ DE TU VIDA UNA ESPADA.
Tanta fama tenía este Maestro que incluso quienes no amaban la espada conocían las historias que se contaban sobre él, y lo admiraban. En una ocasión varios hombres que odiaban el uso de las armas acudieron a su casa y solicitaron respetuosamente hablar con él.

-Maestro, -dijeron. -Nuestra región se ve atribulada por continuos actos violentos. Todos creen que amenazar, batirse, herir y matar son los caminos para solucionar los problemas. Muchos de ellos incluso enarbolan tu nombre cuando atraviesan a niños con sus armas. Te pedimos ayuda.
-Quienes usan mi nombre para realizar actos viles no conocen mis enseñanzas –lamentó el Maestro.
-Maestro, eso no los frena. Dicen que no son tus discípulos, sino los discípulos de tus discípulos, o los discípulos de los discípulos de tus discípulos. Algunos dicen que son seguidores directos de El Arte de la Espada.
-Todos mienten. Y todos deben ser condenados –fue la sentenciosa respuesta del Maestro.
-¿Podrías condenarlos tú, Maestro? ¿Podrías pedir a la gente que abandone El Arte de la Espada?
-¿Cómo podría hacer eso? –contestó el Maestro con sorpresa. –La espada es la vida y su Arte es el arte de la vida.
-Maestro, la espada también es la muerte. Lo es para nuestras familias, para nuestras aldeas y para toda nuestra región. La espada es lo que nos está quitando la vida. Sin la espada habría vida…
-¡Silencio! -Interrumpió el Maestro. –Mira bien a tu alrededor antes de pronunciar palabras cuyas consecuencias no sabes calcular. Dime, ¿no es cierto que la violencia se ejerce con todo tipo de armas, no solo con la espada, y que, a falta de armas, son las manos desnudas las que se convierten en verdugos?
-Así es, Maestro.
-¿Y no es cierto que esa violencia es a veces tan espantosa o más aún que la que pueda ejercerse con la espada?
-Es cierto, Maestro.
-¿Por qué culpáis, entonces, a la espada de lo que hacen los hombres?

Los visitantes guardaron silencio, cabizbajos. La pregunta del Maestro quedó resonando en el aire como un imponente paisaje dibujado con su voz. Nada más podía oírse, salvo el agua de un arroyo corriendo sorda e impasible. Una breve ráfaga recorrió el patio y alcanzó algunas ramas del hermoso avellano que sombreaba el arroyo, y estas se agitaron levemente.

Sin levantar la mirada, uno de los visitantes dijo:

-La espada los alienta. Las espadas están por todas partes y los hombres se sienten atraídos por su poder. Cuando tienen en sus manos la espada desean usarla y cuando la usan desean hacerlo aún más. Cuantas más espadas existen más escuchan a quienes les hablan de El Arte de la Espada, y cuanto más les hablan de él, más espadas fabrican, más poseen, y más matan con ellas. Maestro, cuando nuestra gente oye hablar de El Arte de la Espada sabe que la espada viene detrás, y detrás de ella la muerte. Acudimos a ti para pedirte que reconsideres tu arte, porque lo que tú estás enseñando como vida es lo que está acabando con nuestra vida. Te pedimos que anuncies al pueblo que condenas el Arte de la Espada. ¿No podrías decirnos que siguiéramos el arte de la música, o de los tejidos, o de la tierra? ¿No podría expresarse la vida con un arte que diera vida? Muchos te escucharán y se avergonzarán de sus espadas, y las guardarán en lugares escondidos donde quedarán olvidadas. Y entonces habrá menos dolor en nuestro pueblo, porque habiendo menos espadas habrá menos heridas y la sangre dejará de teñir cada gota de agua.
-Eso es una estupidez –respondió el Maestro con desprecio. -¿Veis muchos laúdes en mi casa? ¿Y telares? ¿Y arados? Mi casa está llena de espadas, y puedo decir que jamás se ha herido a nadie con ellas.



miércoles, 7 de marzo de 2018

El arte de follar, de Erich Fromm.


Pocos días después de que Gallimard publicara el inesperado cuarto volumen de la Historia de la sexualidad de Michel Foucault, el mundo de la cultura, y en concreto de la cultura sexual, recibe otra gran noticia editorial: la inmediata aparición de la gran obra póstuma de Erich Fromm, autor de la biblia contemporánea del amor, con el sugerente título de El arte de follar.

Lo que tendremos pronto en nuestras manos es el último gran esfuerzo de Fromm por entender el signo de su tiempo y contribuir, como ya había hecho con sus trabajos anteriores, a sanar sus más arraigadas patologías.

Durante sus últimos 14 años, desde su retiro en Muralto, Suiza, el genial psicoanalista, otrora miembro insigne de la Escuela de Frankfurt, abordó lo que en varios episodios del texto es referenciado como “el más complejo de los misterios de la condición humana”.

Parece que el proceso para llegar hasta aquí no ha sido fácil. “El arte de follar es una obra inmensa y laberíntica, llena de pasajes crípticos, puntos muertos y hallazgos deslumbrantes” –nos explica su editora. “Fromm se había adentrado en un mundo que pronto se reveló inabarcable, casi infinito. Seguirle en su recorrido es fascinante. A veces casi tan inabarcable como el viaje que él emprendió. Un laberinto dentro de un laberinto”.
Efectivamente, parece que son varios miles de páginas las que Fromm llegó a redactar. Lo que en un principio parecía un plan definido se ramificó pronto en una multiplicidad de investigaciones secundarias, análisis de casos, digresiones eruditas y reflexiones personales. “El manuscrito carece de orden y, por supuesto, carece de final. Lo que lxs lectorxs encontrarán es una breve síntesis de 800 páginas para cuya elaboración hemos tenido que tomar decisiones a veces puramente comerciales, buscando la intelegibilidad o estableciendo un hilo argumental que, somos conscientes, tal vez no es necesariamente el espíritu original de la obra”.

Pero, ¿cuál era el objetivo de Erich Fromm con este proyecto? Sepámoslo por las palabras introductorias del propio genio de Hesse: “En 1952 la crisis generalizada de la pareja me llevó a abordar la sagrada misión de garantizar la supervivencia de la especie. Para transformar la dinámica histórica necesitaba un cambio revolucionario; una visión completamente novedosa que resultara, además, irresistiblemente atractiva. Algo que todo el mundo quisiera hacer. Un día, caminando por la orilla del Apatlaco, la idea vino a mí: el amor es un arte. El amor debe ser entendido como una manufactura lenta, laboriosa, cuyo producto poseerá, por lo tanto, una belleza indescriptible. El resto surgió solo, y es de sobra conocido.

Aunque no se puede decir que Fromm “invirtiera la dinámica histórica”, no cabe duda de que introdujo en ella un poderoso factor retentivo. Sin embargo, la sociedad seguía avanzando, a veces incluso cogiendo por sorpresa a mentes tan privilegiadas como la suya: “Pensaba que con conseguir que la pareja sobrevivieran sería suficiente. Que el resto lo harían la búsqueda de placer, el deseo, la liberación de prejuicios,… Hoy nos encontramos con un nuevo problema: la inapetencia sexual. Queridos lectores. Tienen ustedes que practicar el coito o habremos retornado al callejón sin salida de la extinción. La buena noticia es que nada es tan placentero como él. Permítanme que se lo muestre. Acompáñenme en este recorrido por El arte de follar”.

A juzgar por la nota del editor a este párrafo, parece que fue precisamente la cuestión del título una de las que más de cabeza trajo a Fromm. “durante todo el proceso de elaboración barajó varios posibles nombres: El miedo a follar, La libertad del arte de follar, El miedo a la libertad del arte de follar, incluso uno más sintético y rotundo, que, desde nuestro punto de vista, se ajusta mejor a la intención general de su trabajo: Follar. Elegimos El arte de follar porque sabemos que era el más usado por Fromm para referirse en privado a su obra, especialmente si había bebido.”

Una de las cuestiones más complejas ha sido la gestión de las innumerables notas a pie de texto, en las que Fromm da rienda suelta a su faceta más creativa, personal y espontánea. “No hay una diferencia clara entre las anotaciones que Fromm hacía para sí mismo y aquellas que pretendía que aparecieran en el texto” –nos explican desde la editorial. “A veces se diría que pasa de uno a otro destinatario en la misma frase. Nos ha sido muy difícil establecer un criterio de selección”.

En la página 208, por elegir uno de entre una infinidad de ejemplos posibles, como nota a un párrafo en el que se refiere al pesado estigma que durante siglos ha acarreado el sexo en nustra cultura, nos dice: “Nuestra sociedad necesita una palabra que enmarque un discurso positivo en torno al sexo. Algo así como “sexobondad” o “follopositividad”. Y luego ya desarrollar esa ideología en todas direcciones. Libros y libros. Y charlas. Y talleres. Y películas. Tengo que encontrar esa palabra. Espero que no se me adelante el cabrón de Marcuse”.

Y otra: “El arte del follar requiere un equilibrio perfecto entre pensar y hacer, entre teorizar y practicar. Ambos lados del balancín deben recibir una atención similar, para que este pueda oscilar y mantenerse en el aire. Insistir mucho en uno de los lados hará que el balancín se clave en la tierra estrangulando poco a poco la vida sexual. Y si eres un gilipollas, como yo, pues te pasarás diez años escribiendo un libro sobre sexo y no follarás una mierda.”

Como vemos, su propia experiencia sexual, y no solo la de sus pacientes, era fuente inagotable de inspiración. El conflicto personal se convertía en materia de reflexión, hasta el punto de llegar a ser un enigma que le atormentara: “La separatidad sexual, es decir, la unión entre amantes que no se materializa sexualmente con regularidad, devuelve al ser humano al desvalimiento existencial. La vida que no folla es vida estéril en la que el instinto de muerte cobra vigor. Las fantasías sexuales se van tiñendo de más y más violencia, y llega un momento en que lo que te apetece, más que follar, es quitar la tontería de una buena hostia. Y luego follar.”

En otras ocasiones ese mismo conflicto hace surgir intuiciones y líneas de investigación de una modernidad asombrosa: “Cuanto más me dice que no más me imagino que la ato a la cama. Le tengo que preguntar si me deja, a ver si cuela. No. Le voy a decir que le dejo que me ate ella. Y si acepta, le digo que primero la ato yo. Me gustaría tenerla atada a la cama y aparecer de repente vestido todo de negro ajustado, al estilo del Comandante Cousteau…¡A ver cómo consigo yo un traje de buzo en medio de Suiza! ¡Bah! ¡Si es que lo tengo todo en contra!”.

La entrega de Fromm a la elaboración del libro fue extrema hasta el último momento, siendo a veces presa de una auténtica fiebre creadora. Pocos días antes de su fallecimiento aún escribía. “Me acabo de enterar de que se ha muerto Marcuse. ¡Todo el tema para mí! ¡Jeje! ¡Que se joda!”.

Ahora él será todo para nosotrxs.


martes, 2 de enero de 2018

CONTRALOVE FILMS presenta: poseer por anticipado.


No recuerdo una sola animación de Bill Plympton que no merezca la pena en algún sentido, pero cuando supe que su “técnica” era ponerse delante de una enorme pila de hojas en blanco e ir dibujando un fotograma tras otro hasta dar vida a una historia, mi admiración por él se disparó. 

Plympton ha realizado así largometrajes completos, con evidentes defectos pero con deslumbrantes virtudes, mucho más interesantes, sin duda, que la inmensa mayoría de los blockbusters de cualquier saga.


HOW TO KISS (cómo besar)

How to Kiss ni siquiera es un largometraje, pero en sus seis minutos y medio encontramos irreverencia suficiente como para ganarse sobrada cabida en esta sección. Vedlo antes, si queréis, porque vais a pasar un buen rato. Después hablamos.

pincha en la imagen para ver el vídeo

Decimos que el sexo es el sacramento del gamos. El sexo “completo”, de formato reproductivo, es el que realiza la pertenencia recíproca con herencia patriarcal (es decir, que ambxs sujetos pasan a pertenecerse mutuamente, pero una pertenece mucho más que el otro). Comprobamos esto al constatar la carga transformadora que una relación sexual tiene para una relación. Tras el sexo ha pasado algo que no puede haber sido el sexo mismo sino que tiene que haber sido aquello que el sexo significa.

Pero la ceremonia sexual no está aislada, sino rodeada de protocolos que encauzan su validez. Y, entre ellos, el beso ocupa un lugar destacado. El primer beso de la pareja, se entiende.

Si la penetración equivale al matrimonio, el beso corresponde al compromiso. Un compromiso constituye una cuenta atrás para el matrimonio, lo implica, salvo que algo inesperado sobrevenga, y lo adelanta en muchas de sus formas (conductas, derechos, obligaciones…). De ese mismo modo un beso es una cuenta atrás para el coito. El beso cruza la barrera de la aceptación sexual completa, no quedando entre una y otra nada que no sean preparativos y el tiempo necesario para ellos. Es, literalmente, in ticket para follar, a consumirse en una fecha que, normalmente, viene ya dada por las circunstancias.

Es por esta razón que el sometimiento sexual se desplaza de una manera muy significativa hacia el beso. El adelanto de la objetualización sexual es objetualización por adelantado. Si el sexo conlleva sometimiento, el beso conllevará sometimiento también, con todo el absurdo que implica realizarlo como si fuera una acción que produce placer sensible cuando, en realidad, está produciendo placer de logro.

En la acción de besar, por lo tanto, el pacer está subordinado a la posesión, si es que existe en absoluto.

Y aquí es donde How to Kiss se convierte en la ilustración que muchas veces necesitamos para terminar de ver hasta qué punto esto que hacemos con el sexo es algo que sobrepasa sobradamente el ridículo para caer, por lo menos, en lo siniestro.

Mientras oímos el almibarado texto de un catálogo pretendidamente instructivo sobre las modalidades de beso más características, las imágenes nos muestran la realización aspiracional, e imposible, de esos besos. El texto, erótico-romántico, deambula estereotipadamente entre lo contradictorio, lo tierno y lo prohibido. En paralelo, las imágenes nos muestran el símbolo posesivo realizado en todo su esplendor. Con resultados, claro, espeluznantes.

Son nueve las formas de besar de cuya realización perfecta y acabada podemos disfrutar en las imágenes. Todas ellas constituyen, como no podía ser de otra manera, una estrategia de objetualización que pasa por placentera y que, en la mayoría de los casos, nos sonará familiar. En las manos de Plympton esa estrategia se lleva a sus últimas consecuencias, y el sueño cumplido se revela como una pesadilla infinitamente lejana del discurso con que la acompañamos para justificarla ante nuestros propios ojos.


martes, 5 de diciembre de 2017

el laboratorio erótico de Sofía: ¿UN CAFÉ EN MI CASA?


Sofía me ha propuesto tomar un café.

-Claro –digo. -¿Cuándo? ¿Dónde?

-¿Te apetece conocer mi casa?

Dos frases y ya ha empezado el hormigueo. ¿Qué significa “conocer mi casa”? ¿Qué está tramando? ¿Qué ha tramado? Y, ¿qué sentido tiene resistirse?

-Vale –contesto. Respondo con brevedad para poder sonar natural. Antes de dejar el móvil ya sé que habría sido mejor manifestar abiertamente mi estado de ánimo. He disimulado lo indisimulable, y al hacerlo he hecho el ridículo. El primero. Veremos de cuántos.

No tengo, por supuesto, ni la más remota idea sobre lo que va a suceder. Es, efectivamente, la primera vez que voy a su casa, y me pregunto si eso significa que por fin “toca”. No sé si vamos a tener una relación erótica, si me va a someter a uno de sus experimentos o si se tratará de alguna mezcla de ambas cosas. En cualquier caso me parece una situación de alto riesgo sexual, de modo que decido prepararme. Es sólo por si acaso. Por no estropear la oportunidad si se presenta.

Sofía me convoca a las 5 del viernes. “¿Quieres que lleve algo?” –le escribo. “No es necesario. Yo sí tendré algo para ti.”

Estar preparado para lo que pueda suceder, pero que esa preparación no resulte demasiado evidente.

Como en tantas otras ocasiones, con tantas otras personas, tengo la sensación de que se juega con mi deseo, y de que se me obliga a realizar un trabajo que puede servir de algo o no servir de nada, sin consideración hacia ese esfuerzo. Preferiría, y en realidad lo esperaría de Sofía, que, si no va a expresar con claridad lo que quiere de mí, al menos haga una insinuación que yo pueda entender. Algo como “no hace falta que te afeites”.

Me resigno a realizar los aseos y arreglos propios de cualquier salida de viernes, sin saber si volveré pronto o tarde, si tiene sentido o no pensar en un verdadero plan de viernes para después o si éste ya es más de lo que puedo manejar. Esa resignación incluye dedicarme a una cuidadosa selección de toda mi indumentaria exterior y, claro está, interior. El momento de elegir calzoncillos es especialmente ridículo. Me produce pavor la idea de tener que desnudarme delante de Sofía y parecer un hortera. Y me resulta humillante preguntarme cómo debo elegir una ropa que no verá nadie jamás. Acabo, por supuesto, escogiendo los que más me gustan, los que más seguro me hacen sentir. Ésos serán los que desperdicie, y de los que ya no disponga, si tengo que volver a arreglarme después.

Cuando salgo a la calle aún no he decidido, tampoco, si debo o no debo llevar algo, ni el qué. En el éxtasis de mi desubicación, decido comprar pastas.

Llego puntual, sin saber si me espera una tertulia de filósofxs, una orgía, o las dos cosas. Ella me abre la puerta y enseguida me doy cuenta de que no hay nadie más. Como es evidente que mis primeros movimientos son inseguros, tiene la amabilidad de desplazar la atención hacia lo que aporto al encuentro.

-¿Qué has traído?

-Pastas.

-Perfecto. Dámelas.

Me siento en su sofá mientras desaparece para reaparecer inmediatamente con el café. Acto seguido vuelve a la cocina y regresa con dos bandejas de pastas. Sólo reconozco una, pero la otra es casi idéntica. Las pone sobre la mesa. En total debe de haber unas 80 pastas para dos personas. Sin embargo, no hace ninguna referencia. Me parece propio de ella no dar opción a que se alivie la incomodidad. Dejar que aquello haga su trabajo. Que duela.
Durante alrededor de una hora charlamos actualizando recíprocamente información y pasando espontáneamente por temas diversos. Nada que, ni por asomo, haga pensar que estamos en una situación más íntima de lo habitual o que, quizás, incluso, se trate de algo así como de una cita sexual. Pero con Sofía eso no tiene importancia. Sé que en cualquier momento todo puede cambiar. Estoy expectante y, lo reconozco, esa expectación repercute en una cierta falta de fluidez.

-¡Bueno! –exclama, por fin. –No te entretengo más.

No termino de tener claro si me está pidiendo que me vaya.

-No tengo prisa.

-Yo un poco sí, ya sabes: La vida.

-¿La vida? ¿El estrés, quieres decir? ¿Tienes mucho trabajo?

-No. La vida. La vida misma. –aclara, si es que eso es aclarar algo, mientras se incorpora y avanza hacia la puerta.

Estoy tan sorprendido que obedezco como un autómata: Apenas me he dado cuenta y ya estoy con un pie en el descansillo. “Por cierto, gracias por las pastas”, me dice, mientras pone en mi mano una bolsa de papel con algo envuelto dentro.

Hasta que me encuentro en el vagón del metro no empiezo a salir de mi perplejidad. Realizo entonces los primeros esfuerzos por entender qué ha pasado. Rastreo la cita buscando los elementos extraños que me sirvan de clave, pero hoy todo está vacío. He tomado un café en casa de Sofía como podía haberlo tomado en casa de cualquiera. Siento por eso mismo que, esta vez, el juego se ha llevado demasiado lejos. Entiendo que nadie tiene la responsabilidad de satisfacer mis expectativas sexuales. Pero no sé si es tan legítimo que la única justificación para provocarlas sea el disfrutar de ver cómo se frustran. Otros días he comprendido que me proponía una experiencia interesante. Pero no veo qué saco yo de lo que ha pasado hoy. No veo el sentido y, lamentablemente, no veo el respeto. Como una caricatura de mi propia indignación, o como una burla que parece llegar directamente desde Sofía, me vienen a la cabeza mis calzoncillos seleccionados y desperdiciados. “¡Qué guapo vas!” me digo, con toda la crueldad que logro reunir.

Quiero pedirle explicaciones. Me parece extraño haber tenido que llegar a este extremo con Sofía, pero mi deseo de hacerle responsable es más fuerte que mi extrañeza.
Me decido a escribirle:

-¿Por qué me manipulas?

Veo que está en línea e, inmediatamente, me invade la sensación de haber pisado un cepo.

-¿Manipular?

-¿No crees que manipulas mis expectativas de tener relaciones sexuales contigo?

-No te entiendo. Continúa.

-Siempre nos vemos en la calle. Esta vez me invitas a tu casa, pero no comprendo para qué. ¿Tan extraño es que yo conciba una esperanza a partir de ese cambio? Le he dado mil vueltas a lo que podía pasar, he venido preparado para mil porsiacasos, ¿qué utilidad tenía ese esfuerzo? ¿Comprobar tu poder? A eso llamo “manipulación”. A que me trates como si fuera un trozo de barro. Si voy a ser un trozo de barro, al menos haz algo conmigo. No digo que tengas relaciones sexuales. Cuando te has burlado de mí me has ayudado a crecer. Pero, ¿para qué hemos quedado hoy? ¿Te aburrías?

-Ya veo a qué llamas “manipular”.

-¡Me alegro! ¿Y te parece bien que…

-Llamas “manipular” a que no te manipule.

-…?

-Te he preguntado si te apetecía conocer mi casa.

-¿Y?

-¿Qué es lo que más te ha gustado de ella?

-

-:D

-Enhorabuena. Acabas de darme otra lección. Gracias. Haces bien en reírte.

-No me río por eso. Es que me chocaba tu enfado, pero acabo de descubrir qué es lo que lo provoca. Y es gracioso.

-No estoy muy seguro.

-Lo es. Estás enfadado porque piensas que tú has puesto mucho de tu parte y yo no he puesto nada.

-Hay algo de eso. Al menos hoy.

-Haces mal las cuentas.

-¿Por?

-No tienes que calcular lo que has puesto de tu parte, sino lo que has puesto de tu parte para mí.

-¿

-No pienses en cuánto nos hemos sacrificado, piensa en cuánto nos hemos dado. Tú no me has dado nada. No has pensado nada sobre qué podía yo necesitar, sobre qué era adecuado hacer… Y lo que has pensado lo has pensado mal.

-Lo siento.

-No. Está muy bien. Es lo que esperaba. Por eso yo no te he dado nada a ti. Casi. J

¿Sabéis cuando llevas todo el tiempo atento a una fecha importante que no quieres que se te pase por nada del mundo y, de pronto, en tu mente, la repasas, la miras con atención, y comprendes que la estabas leyendo mal, y que esa fecha es ayer? ¿Ese escalofrío? Ese escalofrío.

Vuelvo a mirar el teléfono esperando leer en él mi propio pensamiento. Y ahí está.

-Has salido tan perplejo de mi casa que no se te ha ocurrido mirar dentro de la bolsa. Así que te has enfadado cada vez más, sin nada que lo parase. Gracias por el buen rato. Me refiero, obviamente, a éste.

Me quedo embobado mirando el paquetito. No llego a plantearme abrirlo hasta que todas las especulaciones han terminado por fin de perturbarme. “Sofía ha pensado en mí”, “aquí está lo que ella me da”, “aquí hay algo que ella sabe que deseo, que necesito”, “aquí está ella, para mí, de algún modo sorprendente que Sofía me ha preparado”, “este objeto es justo lo que ella sabe que transformará mi malestar”.

El papel se resiste, como pasa siempre que lo manosea un impaciente. Consigo abrirlo y desplegar el montoncito de tela que encuentro en su interior. Lo sostengo, extendido, ante mis ojos.

Unos calzoncillos.

Bonitos. Todo hay que decirlo. Más bonitos, incluso, que los que llevo puestos.

Y más aún que me lo resultarían si no me estuviera mirando el vagón completo. 
En fin. No tengo de qué quejarme. Ya puedo decir que hoy me han visto los calzancillos. Y además siguen limpios.


lunes, 27 de noviembre de 2017

la leyenda de las sexualidades alternativas.


Aspiro, una vez más, a escribir un texto muy breve.

A raíz de lo llamas sexo pero es sometimiento, recibí un buen número de mensajes e interpelaciones con un contenido similar. La idea era, en resumidas cuentas, que el sexo del que yo hablaba tal vez existiera, pero que ni eso era el sexo, ni era todo el sexo, ni estaba yo tomando en consideración las sexualidades alternativas.

Bien.

Como es de sobra conocido, la inexistencia de dios es indemostrable. No podemos saber a ciencia cierta si dios no existe, porque no podemos mirar en todas partes y en todo momento, y en alguno de esos lugares y momentos en los que no hemos mirado, podría estar agazapado un ser omnímodo, omnisciente y omnipotente, que aprovechara todas esas propiedades para ocultarse mejor. Poder, podría.

Lo que sí es demostrable es su irrelevancia. Si dios no comparece, si ni está ni se le espera, si no ha dado la más mínima señal de vida a tantxs escrutadorxs de cielo y tierra como en el mundo han sido, si no se ha tomado la molestia ni de escribir un tuit, entonces es que dios da igual. Así de sencillo. Hablar de él es perder el tiempo.

Con ese otro sexo del que se afirma que no está construido sobre la dominación pasan tres cuartos de lo mismo. Ni es predominante, ni es siquiera fácil encontrarlo ni, por supuesto, tiene mucho de alternativo.

No va a estar de más concretar a qué se llama aquí “alternativo” (incluso a qué se llama alternativo en cualquier lado, pero restrinjámonos a lo que nos ocupa).

Creo que se puede esperar cierto consenso en torno a una idea de sexo alternativo si ésta implica: a) conciencia de qué es aquello con respecto a lo que se señala como alternativo (quién es el enemigo) b) condición de amenaza a ese enemigo (no ser la conciencia de que hace falta una alternativa, sino tener forma de alternativa capaz de sustituir a lo hegemónico c) existencia.

Ahora pasaré a lo que era mi propósito inicial: señalar algunos sexos que dimanan directamente del sexo hegemónico de dominación como respuestas complementarias, que por lo tanto no son alternativos, y en los que, me temo, se está basando el grueso, ya magro de por sí, de la supuesta alternativa.
-del sexo de dominación tiene que dimanar necesariamente un sexo de sumisión. El sexo de sumisión se caracterizará porque perseguir la reducción, el camuflaje, o la compensación del sometimiento. Se caracterizará también por ser el favorito del sujeto oprimido. Es lo que conocemos como sexo con sentimiento; como “hacer el amor”.

Hacer el amor no es una alternativa según los criterios propuestos porque ni designa al enemigo (para ese sexo no hay problema con el sometimiento si en él se hace el amor), ni construye alternativa (si todo el mundo hiciera el amor se estaría respondiendo a una necesidad afectiva inexistente, ya que nadie estaría sometidx). Hacer el amor, en realidad, reproduce el sometimiento, porque enseña al amo a ser amo a través de la conducta del esclavo.

Eso sí, existir existe. En abundancia.

-de entre el conjunto de los sujetos dominantes tienen que aparecer sujetos que disimulen su dominación aspiracional, porque son menos fuertes o porque descubren un nicho explotable entre quienes rechazan al dominador típico. O simplemente sujetos que fracasan en su proyecto de dominación y caen bajo la dominación de quien debía ser su esclavo. O sujetos que no tenían un proyecto de dominación, pero que no tenían una alternativa a la dominación, y por tanto han sido, directamente, dominados.

Los hombres que hacen el amor tampoco son, por lo tanto, una alternativa. Ni la inversión de roles ni la coincidencia entre dos esclavos implica conciencia de quién es su amo ni constituye de por sí la más mínima amenaza hacia él. Y ni siquiera es demasiado frecuente, porque, como decía en el punto anterior, hacer el amor enseña a esclavizar. Y lo normal es que al final alguien lo aprenda primero.

-por la misma razón, las mujeres cuya aspiración es someter no están poniendo en práctica ninguna alternativa al sexo hegemónico, pues aquello a lo que se enfrentan no es, evidentemente, el sometimiento, sino a que dicho sometimiento sea en función del género. Que el desplazamiento de la opresión del género a la clase sea reivindicable como alternativa es extremadamente discutible. Si llega el día en el que lxs amxs sean indistintamente mujeres u hombres, ese día veremos también a una masa de personas sometidas equivalente a la actual, ahora de géneros variados. Por supuesto no se trata, en cualquier caso, de una alternativa feminista, pues no lo es bajo ningún concepto traicionar a la mayoría de las mujeres en favor de una élite que pueda fundirse con la élite de hombres.

-del cuestionamiento de la hegemonía surge, necesariamente, una cierta tolerancia paternalista por parte de esa hegemonía. Del neoliberalismo surge, además, algo más inmenso: la tolerancia extrema a todo aquello cuya demanda vaya acompañada de dinero con qué pagarla.

El sexo diverso no es, por lo tanto, un sexo alternativo. Es la agregación al sexo hegemónico de todas sus excrecencias, restos y deshechos, conformando un conglomerado multicolor y desactivado listo para convertirse en nueva hegemonía. Si tu alternativa sexual no ha venido a acabar con la hegemonía, bueno, no vamos a decir que necesariamente es más hegemonía. Quizás la horade un poquito, quizás cuestione ligeramente alguno de sus aspectos, quizás, por qué no, la ayude a avanzar hasta su siguiente nivel evolutivo, aún más opresor. Lo que no es, de ninguna de las maneras, es una alternativa. Lo alternativo es excepcional entre lo diferente. Lo diferente, normalmente, es todo igual.

Estos no son los únicos sexos que dimanan espontáneamente del hegemónico. Y es muy posible que si los citáramos todos tampoco estableciéramos la lista completa de todas las sexualidades existentes. Pero las que quedan tienen una presencia tan testimonial, tan desarticulada, o directamente tan inconsciente de su propia existencia, que difícilmente podrán reivindicarse como alternativa.

Y si me equivoco, aquí estamos. Eyes Wide Open.


lunes, 25 de septiembre de 2017

lo llamas "sexo", pero es sometimiento.


Afirmo con frecuencia que no sabemos qué es el sexo porque nuestro sexo no es sexo sino otra cosa.

Y como no tenemos nada más que eso a lo que llamamos sexo pero que no lo es, pues eso, el sexo, o no existe, o existe en un espacio tan reducido y oculto que no alcanzamos ni a verlo ni, mucho menos, a conocerlo.

Es una exageración, claro. El sexo aparece de vez en cuando, concretamente en cada ocasión en que lo otro a lo que llamamos sexo desaparece o se agota. Lo otro es el sometimiento, y cada vez que el sexo deja de ser atractivo, excitante y enloquecedor sometimiento, entonces aparece el sexo como actividad específica, propiamente sexual, esto es, referida a lo que el sexo dice de sí mismo: disfrute del placer facilitador del coito. No lo suele decir así, porque el sexo casi nunca usa un lenguaje preciso, pero esto es lo que pretende decir.

Sí, el sexo es eso que pasa cuando se acaba lo que llamamos “deseo”. Los desechos del sexo son el sexo. Por eso suelo simplificar diciendo que no tenemos sexo. Porque lo tenemos, pero no hacemos absolutamente nada con él. El sexo carece de cultura sexual. Es poco más que algo que pasa, casi por casualidad.

A lo que quiero dedicar el post es a reforzar la hipótesis primera: El sexo al que llamamos sexo hoy, nuestro sexo, no es sexo, sino sometimiento. Daré para ello cuatro razones. Así habrá una cierta variedad, como en las tiendas eróticas.


Históricamente, el sexo implica posesión.

Quienes estén familiarizadxs con el blog lo estarán también con este argumento.

“Poseer” ha sido siempre poseer a una mujer, y la ceremonia que realizaba la posesión era el coito. Poseer no es una figura retórica. Es la carga histórica de un término que hoy se pretende poético, pero que es siniestro, porque hace remover todas las implicaciones conservadas en nuestro contexto cultural traídas directamente desde el suyo. Que un hombre no adquiera posesión real sobre la vida de una mujer mediante la penetración no significa que la alusión a esa idea, tan próxima no sólo en el tiempo sino en el espacio, no vaya a remover emociones definitivas. Lo que el sexo ha sido hasta hace bien poco no desaparece de la cultura sexual de un día para otro.

No parece difícil entender el atractivo enajenante que implica la posesión sobre la vida, es decir, la adquisición de una esclava. El placer sexual (facilitador del coito) es absolutamente innecesario para explicarlo. Si se diera mediante una simple compraventa, o mediante una pura apropiación, el atractivo permanecería intacto.

¿Alguna vez habéis cogido setas? ¿Recordáis la excitación? Sólo eran setas. Imaginad lo que sería coger personas. Pues eso es el sexo: Coger y, por supuesto, ser cogida.
Nuestra cultura sexual es sometimiento explícito.

Hasta hace poco no era tan obvio, pero hoy a nadie se le escapa que “profundizar” en el sexo es, simple y llanamente, acercarse al BDSM. El BDSM es el mainstream de la masterclass. Por mucho que el mundo bedesemero se victimice y diga que la sociedad no respeta su idiosincrasia, lo cierto es que ocupa un lugar en nuestra cultura al que no podría haber aspirado ni en sus sueños más utópicos. El BDSM, es decir, la antítesis del modelo igualitario del sexo, está cerca de ser aceptado como sexo normal para quienes se sienten especialmente atraídxs por el sexo. Es decir, para todo el mundo.
Si más sexo significa más sometimiento, el razonamiento está claro. Lo que hay que agradecerle al BDSM es que muestre las cosas tal y como son.

Lo que el feminismo avanza por un lado lo recupera el machismo por el otro. A día de hoy la pornografía y el BDSM avanzan a galope tendido devastando el territorio de la igualdad.


Sin sometimiento no hay deseo.

Es casi el argumento complementario. De hecho, al BDSM no se accede siempre porque se busque más sexo, sino porque, en muchas ocasiones, el que se tiene se ha agotado. La manera de reverdecerlo es recuperar el carácter dominante y, para ello, hacerlo más y más explícito.

Volvamos a esa cama cenicienta en la que lxs dos amantes (heteros, para mayor claridad y perfección del estereotipo) se miran, desnudxs, impotentes, sin interés alguno por hacer nada unx con otrx.
Atrás quedó la fase de la conquista, en la que la incertidumbre azuzaba el deseo. Atrás quedó la fase de la ejecución de la conquista, en la que el sexo era salvaje y olía ligeramente a muerte

Atrás quedó la fase de afianzamiento de la conquista, en la que el deseo renacía cada vez que la conquista parecía peligrar ante la presencia de una nueva figura conquistadora. Atrás quedó también la fase en la que se intentó reavivar la sensación de conquista y, una y otra vez, se jugó a la primera cita, a ser desconocidxs, a violaciones y a control de la guardia civil.

Atrás quedó, por lo tanto, hasta el último vestigio de posesión posible. La posesión es ya definitiva y convincente. Está firmemente asentada en nuestra conciencia. El cuerpo que tenemos delante ha dejado de resistirse de manera alguna. Carece, por lo tanto de interés. El sexo mismo no nos atrae. Ahora que podemos hacer con él lo que queramos descubrimos que no hay nada que queramos hacer.


El sexo es insociabilizable.

¿Nunca os ha llamado la atención lo naturalizada que está la idea de que el sexo necesita privacidad?

A primera vista parece todo muy lógico. Estamos desnudxs, hacemos gestos feos, emitimos sonidos aún más feos, nos ensuciamos, nos decimos cosas íntimas…

El sexo público sigue siendo entendido como una parafilia, un añadido a lo que, en principio, parece que el sexo necesita ser.

Pero, ¿por qué va el sexo acompañado de todos estos elementos que dificultan su realización en espacios colectivos? ¿Por qué no puede el sexo moderar su expresividad hasta convertirla en algo civilizado, del mismo modo que se modera la expresividad al comer, por más canina que sea el hambre que tengamos?

Pensémoslo. Si lo que comiéramos fueran personas tampoco lo haríamos en público. Si lo que hacemos en vez de comer personas, que parece complicado, es escenificar su sometimiento de un modo que nos resulte convincente, tampoco parece que el espacio público, pretendidamente igualitario, sea el lugar más cómodo. Nuestro sexo no es público porque nuestro sexo no es tolerable para nuestros propios estándares éticos.

No es que seamos reprimidxs sexuales (que también, pero es una cuestión muy diferente). Es que nuestro sexo nos compromete, y elegimos la ausencia de testigos.
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Es manifiesto, por lo tanto, que el sexo, de suyo, no nos interesa, y que quienes abandonan lo que llamamos sexo es o porque están hartxs de perder en el juego del sometimiento, o están hartxs de no ser entendidxs como objeto digno de ser sometido, o porque, excepcionalmente, han entendido de qué va esto y, directamente, lo rechazan.

Tenemos, sin embargo, el espacio sexual disponible para construir algún tipo de cultura sexual. ¿La queremos para algo? Si decidimos probar sólo tenemos que ir al cubo de la basura y recoger todos esos trozos que habíamos tirado. A ver qué se nos ocurre hacer con ellos.

Porque lo otro que estamos haciendo, y que tanto nos atrae, y tanto nos preocupa perder, no es sexo. El sexo está siendo una coartada. Hemos disfrazado al asesino de payaso para poder decir que estamos en el circo. Y luego, cínicamente, advertimos: “cuidado con el circo, que tiene peligros. Al circo sólo con consentimiento”.


lunes, 28 de agosto de 2017

ASEXUALIDAD y AUTOSUFICIENCIA SEXUAL: la avanzadilla de la distopía.


Pretendo en este texto exponer la relación entre dos corrientes sexuales aparentemente independientes cuyo crecimiento resulta inquietante. Que estén relacionadas, es decir, que se puedan considerar sumables y, por lo tanto, partes de una corriente aún mayor, puede resultar más inquietante aún. Pero a la vez es posible que nos aproxime a su comprensión.

Por un lado tenemos a la comunidad asexual. Lo que voy a decir de ella es sólo mi percepción de algunos de sus rasgos, que no pretende ser exhaustiva ni extensible a cada individuo

Hasta donde sé, es posible que esta comunidad, de amable e inocua imagen pública, sólo me despierte inquietud a mí. La comunidad asexual, resumiendo groseramente, está formada por personas que, en alguna medida, no quieren tener sexo. Las diversas estigmatizaciones (más o menos fundamentadas) del sexo hacen que su rechazo adquiera un cierto halo romántico. Como el sexo, además, es para nuestra cultura un bien por el que se compite, quien sale voluntariamente de la competición no es echado de menos en ella hasta que el mercado descubre cómo reintegrarlo. La comunidad asexual nos parece, por lo tanto, muy bien, y nos lo parece desde la más desacomplejada de las condescendencias. Lxs asexuales son muy monxs, con sus orejas de gatx y sus tartas de chocolate. No os metáis con ellxs, que ellxs no se meten con nadie.

Sin embargo, si asumimos la responsabilidad de mirar un poco más allá de nuestra comodidad, nos encontraremos que esta comunidad se caracteriza, como otras que cuestionamos, por un sospechoso “consentimiento”. Lxs asexuales son quienes rechazan de muy buen grado aquello a lo que el resto consideramos que no seríamos capaces de renunciar. Quedarnos tan contentxs con esta conclusión dice, reconozcámoslo, muy poco de nuestra coherencia activista y justiciera.

Un paralelismo económico nos dice que el mercado intensamente competitivo del sexo debe necesariamente generar una gran masa de perdedorxs, desposeídxs, parias y expulsadxs de esa competición. Un vistazo a nuestra cultura sexual nos descubre, sin embargo, que esa gran masa humana no aparece por ningún sitio. En su lugar surge una inesperada y muy creciente comunidad de personas que rechazan al mercado del sexo, no porque se sientan expulsadas de él, sino porque no les interesa. Y nadie sospecha.

El otro colectivo al que me quiero referir es el de las personas sexualmente autosuficientes: aquellas cuya sexualidad no requiere de la colaboración directa de ninguna otra persona para ser realizada satisfactoriamente. Se trata de otro grupo creciente y de creciente visibilidad, aunque, como sus características nos permiten inferir, no precisamente porque quienes lo forman se hayan erigido en colectivo. Su fama tiene que ver con la preocupación que genera la idea de un sexo deshumanizado, donde la persona-objeto sexual es sustituida por herramientas sexuales o material pornográfico, y donde la ausencia de interactuación humana real hace que los límites éticos queden desdibujados.

Al llamar “sexualmente autosuficientes” a lxs viejxs y estigmatizadxs “pajerxs” pretendo abundar en la imagen que de ellxs, y sobre todo para ellxs, proyecta el mercado: desarrollar la vida sexual al margen de compañía humana alguna es (de nuevo) una elección. Si eres demasiado cómodx, estás demasiado ocupadx, o directamente te consideras demasiado por encima del resto del mundo para molestarte en procurarte compañía sexual, no es que tengas ningún problema. Simplemente perteneces a un nicho de mercado, equivalente a cualquier otro, y cuya demanda debe ser satisfecha: enhorabuena, estás integradx.

Puede verse ya que lo que ambos grupos tienen en común es ser resultados inadaptados (todos lo son, en realidad, pero éstos lo son para las exigencias mismas del sistema, aunque él los celebre) de la sobresignificación sexual competitiva que es propia de nuestra cultura. En ella el sexo no es sólo el mayor bien en sí (esto no es contradictorio con que lo sea el amor, pues sabemos que el amor se caracteriza por dar a la posesión sexual un envoltorio de apariencia ética), lo más deseable, lo que produce un placer más definitivo y verdadero, sino que además es un bien escaso por el que hay que luchar hasta extenuar las fuerzas y, en la mayoría de las ocasiones, perder frente a adversarios más fuertes.

De las grandes masas de perdedorxs emergen dos estrategias principales. La primera, propia de la comunidad asexual, es el abandono del sexo. Dado que el sexo no es una necesidad primaria, esto se puede hacer sin peligro inmediato para la vida. Dado que es una necesidad secundaria, tanto de inclusión como de energización del desarrollo personal (así la hemos construido) la libido y la pertenencia al mundo de la comunidad asexual se desploman. Sin contacto con la realidad, y sin fuerza para volver a ella, lxs asexualxs se convierten en una comunidad infantilizada y construida en torno a la libido secundaria de la comida (dulces, “chuches”) y el amor por lxs animales. Así, su capacidad para combatir su propia exclusión queda prácticamente extinguida.

La estrategia de lxs autosuficientes es la opuesta, y presenta una coherencia perversa digna de tener en cuenta: dado que el sexo es, por excelencia, el bien en sí que afirma nuestra cultura, y dado que lo es más que las propias personas que construyen esta cultura, para seguir participando de lo social se vuelve necesario renunciar a las personas y aferrarse al último tablón flotante del sexo individual. Dicho de otro modo: si el sexo consiste en tener sexo con personas (poseerlas sexualmente) pero no puedo “obtener” personas, mi último recurso será elegir al sexo y abandonar a las personas, pues dicen las personas que lo verdaderamente importante es el sexo. Por lo demás, las personas, una vez que no pueden ser poseídas sexualmente, pierden cualquier otro interés. Al carecer del símbolo que atesora la savia libidinal, los vínculos sociales se marchitan. Lxs autosuficientes sexuales no se aíslan activamente, sino que descubren, un día, que han quedado aisladxs. Pertenecen, sin embargo, al sistema, y no lo combatirán. Al contrario: son sus emprendedores más precarixs. Aquellxs que fantasean aún con realizar alguna vez sus sueños sexuales, consistentes en ascender algún día en la escala sociosexual y tener relaciones sexuales “verdaderas”.

Como se ve, todos estos inquietantes movimientos con respecto al sexo no provienen tanto de una visión aberrante del sexo (término que podríamos reservar para aquellos desplazamientos que busquen preservar la dominación sobre sujetos reales cuando ésta resulte inaccesible en términos convencionales, como sucede en la pederastia) como de la sobresignificación misma del sexo que, siempre desde su binarismo de género (en el par descrito se ve muy bien ese binarismo en el que más mujeres son asexuales y más hombres son individualistas del sexo) deposita el sentido de la vida en él y obliga a construir la vida en función de su satisfacción.
En mi opinión esto sólo lo resolvemos deshaciendo el conjuro sexual y despojando al sexo de todo cuanto no le corresponde, para que la libido pueda distribuirse por el resto de ámbitos de la vida. Y para eso tenemos que pensar contra nuestro deseo, contra nuestra vanidad y contra nuestra repulsión. Y actuar en consecuencia.

Tenemos, además, que pensar contra el gamos, que es la fuente de esa sobresignificación.

Y tenemos, por supuesto, que pensar en colectivo. Porque ni lxs asexualxs (un poco, o un mucho, todxs nosotrxs) van a recuperar su libido regodeándose en su asexualidad, ni lxs autosuficientes (un poco, o un mucho, todxs nosotrxs) van a recuperar sus vínculos sociales a base de buscar sexo.

¿Sabéis cómo hace Neo, antes de su desconexión, para cumplir perfectamente con su función de pila, de alimento de Matrix, para la que ha sido creado? ¿Sabéis a lo que se dedica día y noche, completamente aislado, en su cápsula? Pues sólo y exclusivamente a hacerse pajas.

Y, de momento, ése es el destino que se nos aproxima.