Una de las defensas a las que con más frecuencia recurre la
monogamia es la que consiste en afirmar que siempre ha habido quien ha
intentado escapar de ella y que esas personas, iniciativas y movimientos, han
fracasado sin excepción, y de una manera tirando a estrepitosa.
Es una defensa, eso sí, del gusto de entornos poco
familiarizados con los nuevos modelos relacionales, que pasa por encima de los
presupuestos de cada uno de estos modelos y, por supuesto, de las diferencias
entre ellos. Normalmente carece también de perspectiva sobre los índices de
fracaso de la no monogamia y de su comparación con los de fracaso de la
monogamia. En general se trata de un discurso carente de contacto con lo que
critica y resulta vano rebatirlo con seriedad porque no hay verdadera
interlocución.
Una de sus variantes, sin embargo, nos toca mucho más de
cerca y, para nuestra sorpresa, o quizás no tanto, proviene de algunos sectores
del feminismo radical, a los que erróneamente suponemos entregados, entre otros
quehaceres, a la demolición de una institución tan radicalmente opresiva como
el matrimonio y sus derivados hipocalóricos. En este caso el argumento suele
dirigirse al espacio más visible de la no monogamia, el poliamor, y adopta más
o menos la siguiente forma: el poliamor no cambia nada, porque los hombres
siempre han dispuesto de varias mujeres. Aunque el poliamor se entiende a sí
mismo como igualitario y simétrico, en realidad tiende a establecer relaciones
donde se reproduce la vieja estructura de harén, ahora normalizada por un tosco
lavado feminista. Está próximo, por lo tanto, a poder entenderse como una nueva
estrategia patriarcal, que constituye un paso atrás con respecto a la monogamia;
prácticamente un neomachismo.
Gran parte de la fuerza que pudiera tener este discurso se
pierde ya al ir acompañado de una sospechosa complacencia con la monogamia. La
crítica al poliamor suele acabar en sí misma y rara vez se convierte en una
reivindicación positiva coherente. Como dice Andrea Momoitio en un artículo reciente, poca
credibilidad tiene la crítica feminista a cualquier forma de sexualidad patriarcal
si, sin embargo, se invita por defecto a seguir “follando con el enemigo”.
Pero mi intención con este texto es ir más allá de los
síntomas, hasta el contenido mismo de la crítica. ¿Es el poliamor lo mismo de
siempre? Yo no lo creo.
Para explicar por qué debo antes recordar qué es el gamos.
Cuando hablamos de gamos nos estamos refiriendo a la
sustancia de la pareja; aquello que da forma a toda relación amorosa actual y
cuya presencia puede rastrearse en toda forma de institución matrimonial
conocida. Consiste en el contrato explícito o sobrentendido por el que una
persona mujer se convierte, a todos los efectos, en propiedad de una persona
hombre, y esto a través del sexo como símbolo que rubrica dicha propiedad.
Frente a lo que cualquier modelo no monógamo concibe como
enemigo a derrocar, esto es, la propiedad mutua en la pareja que impide a cada
individuo establecer nuevas relaciones, especialmente si éstas tienen un
componente sexual, el gamos se nos revela como una propiedad asimétrica y
unidireccional. El fundamento de la pareja no es la pérdida de libertad sexual,
sino la pérdida de la libertad sexual de las mujeres que, según clase, lugar y
momento histórico, irá o no acompañada de una cierta renuncia a la libertad
sexual de los hombres. La estructura gámica es, por lo tanto, una simple
relación de propiedad:
Así, la reducción del número de esposas (oficiales o no) a
una sola puede entenderse como una reducción de la asimetría gámica original.
El derecho conquistado por la monogamia sobre la poligamia (poliginia en la
práctica) es la equiparación formal en la exclusividad. El amo del harén sólo
podrá disponer de una concubina. La diferencia entre ambos roles, sin embargo,
no tiene por qué verse alterada en ningún otro aspecto. La única esclava es, en
cualquier caso, una esclava. Y, dado que lo es, verá muy probablemente
conculcado su derecho a la exclusividad, cerrándose de nuevo el círculo de la
poliginia.
Desde esta perspectiva podemos entender que las tentativas
liberadoras del gamos hayan estado siempre contagiadas de una búsqueda de
retorno al harén múltiple. Las libertades con las que se animaba a las mujeres
a participar de esta supuesta liberación eran siempre muy inferiores a aquéllas
que podían obtener los hombres. Sabemos que la relación entre de Beauvoir y
Sartre es un gamos, porque ella obtiene su la libertad sexual formal a cambio
de una libertad sexual plenamente práctica preservada por él, y esto sin
perjuicio alguno sobre el resto de asimetrías. No pretendo decir que la
relación entre ambxs carece de interés en la cadena de precedentes que nos
permiten cuestionar hoy el gamos. Lo que busco poner de manifiesto es que, esa
relación, y tantos otros ejemplos que podríamos rastrear en el catálogo de
precedentes, es rechazada con toda razón como alternativa válida por parte de
las feministas radicales
¿En qué se diferencia de esto el poliamor? En que somete al
gamos a una tensión contraria a la que ha sido históricamente su naturaleza: la
convivencia de varios esposos. Si las propuestas tradicionales de relación
abierta se traducían en la conservación por parte del esposo de la llave de la
libertad, el poliamor incluye como presupuesto la posibilidad de que se
realicen copias de esa llave. Dado que la relación no puede ya abrirse y cerrase
a conveniencia, tampoco pueden imponerse a conveniencia las condiciones
leoninas bajo las que el esposo concede libertad. Por primera vez, los esposos
compiten entre ellos, no ya fuera, sino dentro del gamos, y esa competencia
pone en suspenso la propiedad. El ficticio poder electivo de la esposa antes
del sacramento sexual (una mujer era algo mientras era virgen, y la presencia
de múltiples pretendientes constituía una forma de poder. Después era la
propiedad de quien, mediante la penetración, se apoderaba de ella) cruza el
umbral gámico y aparece también tras él, completándose y volviéndose real.
Ahora ambxs sujetos comparten la condición de comprador/a y de mercancía.
Sería ingenuo afirmar que el poliamor es un movimiento autoconsciente
y feminista que ha buscado atacar al poder masculino en su raíz. Mucho más fiel
a la realidad es decir que se trata de la precaria formulación, en un espacio
típicamente masculino, de las nuevas libertades relacionales obtenidas por las
mujeres gracias a las luchas feministas. Más que feminista, el poliamor sería
una consecuencia del feminismo; un reflejo de su repercusión en un ámbito que
originalmente no le es propio.
Así, vemos que la conflictividad relacional que le es característica
y en la que la monogamia se escuda, no es tanto fruto de su fracaso como de su
éxito a la hora de empoderar al sujeto sometido del gamos. Los celos son la
gran fuente de conflicto del poliamor. Pero por primera vez en la historia los
verdaderos celos, los del sujeto sometido que se rebela contra la asimetría,
son visibilizados frente a los viejos celos del esposo que se autoerigía en
parte, juez y verdugo.
El poliamor no es, por tanto, una revolución definitiva
sino, más bien, un espacio de extraordinaria inestabilidad que obliga a elegir
entre retroceder y avanzar. El gamos, a través de la ideología amorosa, sigue
exigiendo posesión muy real. Pero el sujeto ya sólo puede obtenerla a través de
trampear los presupuestos del modelo relacional de un modo demasiado explícito
como para ser tolerado por la comunidad.
No es una revolución definitiva, digo, pero lo que el
poliamor hace que le suceda a la masculinidad es una humillación que ésta aún
no conocía. La masculinidad sólo conocía el sometimiento a sus iguales
superiores de clase. Ahora debe someterse también a sus superiores de género cuando
éstos alcanzan el poder suficiente.
Y el poliamor es sólo el más amable de los enemigos que le
han surgido al gamos. Tal vez por eso sea el más visible. Tal vez sea ésa la
tregua que el patriarcado les propone a las mujeres: os concedo el poliamor,
pero con la condición de que no sigáis socavando el gamos.