VÍAS CRUZADAS
Las posibilidades simbólicas
del tren abarcan desde el más que evidente carácter fálico de su forma, hasta el
poder transmitido por el colosalismo de su tamaño y potencia, que transfigura
al maquinista en un superrobot irrefrenable, al estilo de Mazinger Z (más fálico aún, si se prefiere). Ambas
dimensiones están presentes en la obsesión de Phil, el protagonista de Vías
Cruzadas, víctima de enanismo, por este medio de transporte. Pero seguramente
sea el desplazamiento mismo, la posibilidad de moverse y cambiar, dejando atrás
todo cuanto forma parte hoy de la vida para emprender una vida nueva, lo que lo
convierte en el perpetuo refugio de este personaje amante de los paseos, la
observación, el silencio y, sobre todo, la soledad. Para Phil, el tren es la
promesa de que, cuando la vida se vuelva demasiado insoportable aquí, cuando su
discapacidad se convierta, una vez más, en discriminación, siempre habrá un
tren que pase para conducirlo a una nueva estación donde empezar una vida aún
más secreta, aún más aislada.
La historia dará comienzo con uno de esos trayectos;
aquél que, a diferencia de los que podemos intuir en su pasado, le introducirá
en un minúsculo grupo humano en el que, para su desconcierto, la discriminación
se resistirá a hacer acto de presencia. Casual heredero de una aislada y
abandonada propiedad junto a la vía de un tren, Phil sólo encontrará como
obstáculo a su retiro la presencia del procaz Joe, encargado de una cafetería ambulante
cuyo emplazamiento favorito se encuentra apenas a 50 metros de su nueva
casa. Su carácter invasivamente amistoso, su obstinada naturalidad ante el
aspecto grotesco de Phil, acabarán convenciendo a éste de que puede permitirse
bajar la guardia sin peligro de que el menoscabo invada su intimidad. En uno de
los adustos e ingeniosos diálogos Joe irrumpirá con una pregunta que el
espectador percibirá como una amenaza a la armonía alcanzada, y como el momento
en el que la amarga realidad de la discapacidad vuelve a tomar protagonismo:
“Dime una cosa, Phil. ¿Vosotros tenéis clubes?” Phil contestará con la desgana
de quien se prepara para una nueva decepción: “¿A qué te refieres?”. “Quiero
decir”, responde Phil, “que si quedáis para ver trenes”. Éste es el momento en
el que entendemos que Joe no es un simple desahogo cómico, o un personaje
instrumental para forzar la expresión de Phil. Muy al contrario, constituye
nada menos que un símbolo angelical. Nada lleva a Joe a comportarse como se
comporta. Actúa como si proviniera de un mundo desconocido, infinitamente
superior al nuestro, en el que la discriminación hubiera quedado tan superada
que sus habitantes apenas tienen capacidad para volver a sentirla. Y eso queda
enfatizado por la general torpeza e ingenuidad de Joe, un niño grande cuya
nobleza tampoco puede atribuirse a su sabiduría. Que Joe sea bueno constituye
la prueba (ficticia) de que el mundo puede ser bueno. Pero tras Joe vendrán
Olivia, Cleo y Emily, por distintas razones, éstas más terrenas, ciegas también
al enanismo, conformando alrededor de Phil un colchón humano que irá liberando una
tras otra sus habilidades sociales.
Sin hacer el más mínimo esfuerzo, Phil deviene parte
imprescindible del grupo, casi su líder. Establecida esta condición, el guión
realiza la pirueta que lo convierte en admirable. En el momento en que Olivia
le besa, el espectador se descubre a sí mismo sin atisbo de repulsión, ni
siquiera de sorpresa. Para nuestra perplejidad, tras media hora compartiendo
vida y valores con los personajes, también hemos pasado a formar parte del
grupo que acepta al protagonista sin reparar en otra cosa que no sea su
condición humana, aquella que convierte al aspecto físico en accidente, en
circunstancia, y al carácter, a la acción, en sustancia. Hemos caído en la
virtuosa trampa de juzgar a Phil por sus actos, y ahora comprendemos
perfectamente que, dentro de ese grupo, Olivia, madura, inteligente y algo atolondrada,
no puede sino sentirse atraída por la equilibrada, respetuosa y sensible
personalidad del nuevo vecino. Ni siquiera cuando también Emily aparece en su
casa con la intención de pasar la noche con él se vuelven inverosímiles ni la
narración ni la reacción admirada de Joe que, lejos de caer en la mezquindad de
reivindicar su ventaja física, acepta las consecuencias del superior atractivo
de su amigo.
Transcurridos los dos primeros tercios de la película, el
éxito de la socialización de Phil ha sido alcanzado dentro y fuera de la
pantalla, y es el momento de que se enfrente al conflicto final desde su recién
estrenada condición de persona normal. Olivia no será tan fácil de conquistar,
y, si no es afrontado con los mejores recursos personales, el amor frustrado
puede eclipsar la atmósfera de fraternidad que el metraje ha ido generando. Pero
ni el pasado de Phil puede desaparecer de su memoria, ni el resto de la
sociedad, el siguiente círculo de socialización, se diferencia demasiado de lo
que él ha conocido hasta ahora. Phil puede haber dejado de ser un enano, pero
no ha dejado de ser alguien que siempre ha sido un enano, y lograr comprender
esto sin que el grupo humano se destruya es la prueba que el guión presenta
como fuente de tensión ante el desenlace. La igualdad como punto de arranque,
la igualdad a partir de hoy, no será suficiente. Las heridas del pasado,
reavivadas además por un exterior que conserva íntegra su mezquindad, deben ser
entendidas por el verdadero compañero como parte de las necesidades cuya
satisfacción debe ser repartida. Sólo entendiendo y aceptando como tarea propia
la parte del tormento que el compañero no puede evitar arrastrar cabe esperar
que, efectivamente, nos considere como tal.
Los reveses recibidos serán silenciosamente atribuidos
por Phil a la maldición que le condena a seguir huyendo, a romper el velo de cualquier
espejismo de paz para encontrarse de nuevo con la necesidad del cambio, con la
maleta, con el tren. Los furiosos esfuerzos por interpretar la vida desde la
perspectiva de la igualdad chocarán con su debilidad aprendida, con la
conciencia de que cualquier ilusión es artificial, y apoyarse en ella es caer
más fuerte. Ante las dificultades, el enano en Phil llama a Phil pidiéndole una
nueva representación del personaje grotesco que los demás esperan. Phil es
tentado por la confirmación del ridículo que los demás necesitan para
justificar su desprecio. Phil tiene cuerpo de bufón, bufón deberá ser para que
los demás puedan reír sin remordimiento, y bufón acabará tarde o temprano
queriendo ser si pretende lograr una aceptación verdadera. Pero cuando, borracho
y derrotado, claudica y sube a la barra del bar para entregarse al disfrute
que los demás esperan poder extraer a su aspecto, cuando por fin le vemos subir
al escenario de los enanos y satisfacernos con el papel que siempre estuvimos
esperando de él, cuando, por fin, ante el silencio expectante de todos, nos
disponemos a ver a esta nueva persona volver al enano que siempre ha sido, nos
encontramos, sorprendidos una vez más, a una persona que pareciera, por un
momento, haberse disfrazado de enano. Pero a pesar de que para nosotros su
condición ya está superada, él llega, con la perdición de su mejor oportunidad
de integración, al extremo de la desesperanza. Y qué mejor, para buscar algo
nuevo, si ya el tren le ha hecho recorrer, real o virtualmente, todos los
lugares posibles de este mundo, que pedirle que sea él mismo el que lo conduzca
a otro.
El mérito inmenso de Vías Cruzadas es llevar hasta las
últimas consecuencias la relativización del canon estético considerado por
nuestra cultura natural e inevitable, a la vez que se muestra en primer plano,
no sólo su insensatez, sino su crueldad. Es evidente que Phil es una compañía
aconsejable, pero necesitamos acercarnos a él para descubrirlo, para
preferirlo, para olvidar las proporciones de otros y para sorprendernos, al
fin, con que la elección de lo bueno no es un fastidioso deber, sino una
liberadora necesidad.
Pero este breve párrafo no es suficiente para reconocer y
señalar el valor de esta película. Como debe ser ejemplo para nosotros dedicaré
pronto una entrada a dicha ejemplaridad.