La designificación del sexo, la
eliminación de sus significados culturales asignados en la construcción de su
función social actual, conduce a un grado cero de la sexualidad en la que su
valor queda en suspenso.
Pero para poder tratar al sexo
como una mercancía más o, ya en el mejor de los casos, como una no mercancía,
debemos estar dispuestos a realizar esa designificación; a renunciar al papel
que el sexo tiene en nuestras vidas en sus componentes reproductivo,
afectivo,
fusional
y posesivo.
Ese proceso no es accesible a corto plazo a escala social, y sólo puede ser
tratado como horizonte de acción.
En una sociedad hegemónicamente
ágama (donde el género no existe o no es una categoría significativa) el sexo,
el erotismo, no tendrá el valor y significados actuales, y cabe presumir que
muchas cosas alcanzarán o superarán el valor del sexo. Extrapolando lo
inextrapolable, podríamos decir que nada particularmente inmoral tendrá
intercambiar ese erotismo por dinero allí donde se considere conveniente.
Y entiendo que lo conveniente
será, ante todo, compensar las desigualdades.
El debate sobre la prostitución
es tan hipócrita que jamás se plantea la función del bien que mercantiliza.
Ante la pregunta “prostitución, ¿para qué?” todas las respuestas son, en última
instancia, evasivas: para dar trabajo, para conservarlo, para empoderarse, para
afirmar la libertad de la sociedad, para afirmar su madurez…
La prostitución ofrece placer
sexual, (más o menos experto), por dinero. ¿Necesita la sociedad placer sexual por
dinero?
No sabemos cuánto placer sexual
(erótico, una vez designificado) necesitamos, ni de qué características, ni si
lo necesitamos realmente o en qué medida. Pero por poco que haga falta, hay dos
consideraciones de las que difícilmente va a quedar exento: una, que implicará
algún tipo de aprendizaje, e incluso de maestría, y que, por lo tanto, se podrá
enseñar. La otra, que todxs deberán tener el mismo derecho a acceder tanto al
aprendizaje como a la satisfacción de la supuesta necesidad, incluso
entendiendo el placer como una necesidad.
Pensar en una sociedad ágama es
tan hipotético como pensar en una no patriarcal o no capitalista, de modo que
resulta gratuito especular si deberá ser el dinero o cualquier otra cosa lo que
regule esos derechos. Pero nosotrxs podemos utilizar estas consideraciones como
horizonte de acción teórica. Desde una perspectiva ágama, por lo tanto, la
prostitución, en la medida, y sólo en la medida, en que se desembarace de sus
rasgos de opresión patriarcales, debe tener dos funciones: el aprendizaje sexual y el acceso de lxs discriminadxs sexuales al
sexo.
“Nuestra” prostitución, la
actual, no puede estar más lejos de este modelo. La sexualidad ya no sólo no se
aprende, reproduciendo los esquemas automáticos, casi espontáneos, de
satisfacción masculina inmediata, en que el patriarcado ha fundamentado su
cultura sexual generalista. Ahora se “desaprende” mediante el brutal modelo
pornográfico de acceso temprano, con el que el establecimiento de los
comportamientos sexuales se adelanta a un supuesto descubrimiento ingenuo del
sexo. La prostitución no educa, obviamente, ni aspira a educar, sino que es el
lugar de realización de los deseos establecidos en el aprendizaje pornográfico.
En cuanto al acceso a ella, la
dictadura económica obvia cualquier tipo de justicia social. Sólo quien tiene
dinero puede acceder a la prostitución y sólo quien tiene mucho dinero puede
acceder a una prostitución a la que se añada la función de ostentación social,
es decir, la prostitución realmente deseada. Esta discriminación económica
sería menos grave en una sociedad ágama, donde la designificación del sexo
liberara gran parte de su represión. Pero, en la nuestra, las bolsas de probreza
sexual extrema son fuentes de pandemias psíquicas que toda postura
ideológica de derechas o izquierdas ha decidido ignorar. En nuestra mojigata
cultura sexual, en la que la sexualidad misma es glorificada como la guinda de
todas las satisfacciones, se acepta sin rubor, no ya que la gran mayoría de la
población reconozca una frustración sexual crónica, sino que enormes masas de
ella carezca por completo de relaciones sexuales. Para nosotros no importa que
grupo sociales enteros estén condenados a priori, hagan lo que hagan, al peor
de los sexos. No nos importa, de hecho, señalar a ancianxs y dependientes como
inadecuadxs consumidores sexuales, como pertenecientes a una condición que debe
ir acompañada de la renuncia total al sexo. Y la razón que aducimos para ello
es que el sexo es algo demasiado importante para ser vendido o, al menos, para
ensuciar nuestra idea de justicia con su venta. Su presencia, sin embargo, como
la del ejército de parados, es muy útil para otorgar al sexo su condición de
bien de consumo explotable y ostentoso; para clasificar a las personas en
función de su vida sexual.
Propongo esta “otra”
prostitución, deseable y tan diferente, como objeto de trabajo y descripción
teórica, con vistas a una implementación progresiva que sólo puede realizarse
al margen de la prostitución actual y como diametralmente opuesta a ella.
Propongo una doble cultura de la prostitución desarrollada plenamente al margen
de la primera y que no admita con ella combinación ni alianza alguna. Propongo
que aspire a erigirse como servicio social visible y necesario, y a relegar a
la actual prostitución a la condena social general.
Y propongo que tenga su propio
nombre. El nombre, sin embargo, no lo propongo.