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miércoles, 6 de febrero de 2019

el AMOR proporciona MENOS PLACER del que nos cuentan



Nuestras resistencias a abandonar tanto la monogamia como los modelos relacionales gámicos y amatonormativos son, principalmente, hedónico-afectivas, es decir, producto de nuestras expectativas sobre el placer y el dolor emocionales que pensamos que la monogamia y la amatonormatividad nos proporcionarán.

Si los celos son la cárcel de la monogamia, y el miedo a sufrirlos nos impide arriesgarnos en el terreno de la no monogamia, el placer del amor es la fantasía de felicidad que nos mantiene en la senda amatonormativa incluso cuando la monogamia ha sido dejada atrás. Seguimos deseando amar, e incluso amando, porque pensamos que ese es el único medio de obtener un placer emocional verdadero y completo que, como se explica en el segundo mito del buen amor, es la máxima aspiración en la vida.

Voy a intentar desmontar esta falsa creencia con unos gráficos sencillos.

La base del gráfico será una partitura afectiva corriente, que representa el estado anímico en el eje vertical y el transcurso del tiempo en el horizontal. Como indica el gráfico entendemos que la línea media es un estado anímico neutral, que hacia arriba se encuentra el área de estados anímicos positivos y hacia abajo la de estados anímicos negativos.


Antes de entrar en ningún caso concreto, la base misma del gráfico nos aporta una novedad con respecto al relato amoroso; una de esas ideas que el amor presenta como naturales y que, como tantas, deja de serlo en cuanto pensamos desde fuera de su retórica: ni la felicidad, ni siquiera la alegría, consisten en un aumento indiscriminado del estado de ánimo positivo. El ánimo no solo puede ser desbordado por su lado negativo, sino también por el lado positivo. Lo que en psicopatología es llamado “crisis maniaca” no es otra cosa que ese desbordamiento, y sus consecuencias son devastadoras. La hipomanía, es decir, la “pequeña crisis maniaca” marcaría un estado que, aun no siendo todavía crítico, sería ya disfuncional. El sujeto hipomaniaco no es, por lo tanto, un sujeto feliz, ni siquiera alegre. Es un sujeto sobreexcitado, sin autocontrol, sin capacidad para enfocar su atención y, por supuesto, con grandes problema para socializarse. Es por eso por lo que tanto la hipomanía, como por supuesto la crisis maniaca, van seguidas, casi invariablemente, de fases de estado de ánimo negativas, aunque no suceda lo mismo a la inversa. El exceso en el estado de ánimo positivo no solo no puede mantenerse por razones fisiológicas, sino por pura lógica psíquica y social. En realidad es ya negativo de por sí, y el paso a la distimia o la depresión es mucho más corto de lo que muestra un gráfico que, de ser tridimensional, tal vez funcionaria mejor como un cilindro que conectara los dos extremos por su cara oculta.

Encontramos, por lo tanto, que la funcionalidad excluye el exceso de positividad e incluye parte de la negatividad cuando esta no es excesiva. Encontramos también que la alegría no se sitúa en el máximo de positividad, sino en un determinado nivel de positividad, que varía con la persona. Y encontramos, por fin, que el componente de felicidad al que podríamos llamar “satisfacción emocional” (no “salud emocional”, ya que esta sería la capacidad para adaptarse emocionalmente a las circunstancias de la mejor manera posible, también a través de emociones muy displacenteras) consiste en la oscilación del estado emocional dentro de una franja concreta a la vez que flexible.

En el primer gráfico vemos el relato que el amor hace de su propia experiencia en la época de la monogamia secuencial, es decir, en la de los amores con fecha de caducidad. Nos sonará. El amor dice que se produce en primer lugar una fase de enamoramiento en la que el estado de ánimo es cada vez más positivo, hasta llegar hasta la felicidad extrema. Tan extrema, a decir verdad, que roza la locura de amor, y que en el gráfico, como se ve, queda próxima a la crisis maniaca, habiendo sobrepasado con creces la hipomanía.

En una segunda fase, a la que Fromm llamó “amor” por oposición al “enamoramiento”, al que no consideraba verdadero amor, las emociones se serenan y entran dentro del margen de la felicidad. Es la fase del arte de amar, o del trabajo de amar. Vemos también que la estabilidad presenta, sin embargo, una leve inclinación descendente que conducirá, de manera inexorable, al fin del amor.

Cuando la línea cruza un determinado umbral, que puede ser el de la neutralidad afectiva, el del abatimiento cronificado, o incluso el de la distimia, la pareja entra en crisis y acaba por romperse. Ese proceso es un nuevo cruce constante de las fronteras de lo saludable, esta vez por abajo.

Lo que el amor contemporáneo nos describe en su relato es un gráfico simétrico (vemos que podríamos rotarlo 180 grados y quedaría exactamente igual) y por lo tanto una experiencia emocional de suma cero. En el amor no se pierde ni se gana, sino que se paga el precio al final de lo que se ha disfrutado al principio. La inteligencia amorosa consistirá, así, en saber acortar esta última fase. Pero se acorte o no se acorte, hay un beneficio neto: se habrá vivido. Frente a la falta de amor, que conlleva una experiencia emocional “plana”, el amor te ha dado, en el peor de los casos, una historia, una experiencia feliz. Es, como bien dice Fromm, un trabajo, en el que nos sacrificamos durante un tiempo para poder disfrutar durante otro. Un trabajo irresistible, por cierto, dado que empieza siempre por las vacaciones.

Pero sabemos que esto no es así. El segundo gráfico nos mostrará el detalle de esta experiencia. La primera fase es, como vemos, y como cabía esperar, una fase de alegría inicial que alcanza pronto la ciclotimia, es decir, la ciclación entre extremos anímicos. El enamoramiento de Fromm fue redefinido por Tennov como “limerencia” y esta coincidía en sus síntomas con el mencionado trastorno psicopatológico. Dejando a un lado la disfuncionalidad general de dicho estado, vemos con claridad que no se trata de felicidad, sino de pasos breves por la alegría que alternan con sufrimiento emocional por exceso de ánimo positivo y negativo. El enamoramiento no es tanto una fase de extraordinaria felicidad como una fase crítica, de angustia, donde gran parte del placer proviene del cese del dolor causado por el miedo a la frustración de las esperanzas. Será su resultado, es decir, si estas esperanzas se ven o no cumplidas, lo que determine el valor hedónico que acabemos atribuyéndole. Si el resultado es la formación de una relación, esta fase será interpretada como una trepidante aventura emocional, como el precio que se paga con gusto, y como parte de la felicidad misma que de la relación se espera. Si el resultado no es la relación, entonces esta fase será interpretada como una experiencia no amorosa y, como tal, no contará a la hora de valorar la felicidad que aporta el enamoramiento.

Las siguientes fases presentan también ciclación, pero no necesariamente patológica. Durante la fase estable del amor la ciclación suele tener poca amplitud, es decir, poca distancia entre sus extremos, y la valoración general representada por el primer gráfico puede constituir un resumen correcto. La fase de ruptura, sin embargo, vuelve a generar una ciclación de gran amplitud, casi simétrica a la del enamoramiento, con la diferencia de que lo que entonces eran objetivos que se realizaban uno tras otro, produciendo una valoración positiva del esfuerzo realizado, ahora son pérdidas que inciden cada vez más en las fases negativas del ciclo, y que generan como valoración del resultado final la de una experiencia catastrófica.

Así, vemos que la fase verdaderamente positiva de la experiencia amorosa no es, como el relato amoroso nos cuenta, todo salvo la ruptura, sino solo la primera parte de la fase de estabilidad, y que las satisfacciones experimentadas durante las ciclaciones amplias conllevan un alto precio que difícilmente puede considerarse saludable ni, por supuesto, feliz.

Veamos, con el tercer gráfico, ahora qué sucede en una relación ágama estándar.

Una relación ágama es, normalmente, un crecimiento progresivo de la relación, adaptado, eso sí, a las circunstancias personales y contextuales con las que esa relación se encuentra. Pero el crecimiento de la relación no conlleva un crecimiento correlativo de las emociones positivas que la relación genera. Llegada la relación a un cierto nivel de crecimiento, en el que su capacidad para influir en nuestra vida afectiva es notable, la ausencia de crisis e incertidumbre estructurales hace que no se generen ciclaciones amplias. El resultado anímico de la relación se mantiene dentro de los márgenes de la satisfacción emocional y frecuentemente próximo a la alegría. Se trata, como vemos, de un dibujo similar al de la fase estable de la relación amorosa, con la sensible diferencia de que se desplaza de menos a más, y de que carece de fecha de caducidad. Esta tendencia al crecimiento tranquilo refuerza, cuando se hace consciente, el propio estado de ánimo positivo, en contraposición al efecto de relación provisional que se experimenta en aquellas que se rigen por el patrón amatonormado.

Se dirá, con acierto, que cuando las relaciones no son amatonormadas carecen del poder de condicionar significativamente la vida anímica. De una relación ágama no se puede derivar el gráfico del estado anímico de ninguna de las personas que participan en ella, porque lo normal es que, a diferencia de lo que sucede con una relación amorosa, ese estado de ánimo dependa sustancialmente de más personas y circunstancias.

Habría, por ello, que entender el gráfico como el de la síntesis de los estados de ánimo generados por todas las relaciones (por claridad no he incluido también otras circunstancias influyentes en el estado de ánimo). Así lo he hecho en el cuarto gráfico que correspondería, no ya al estado de ánimo de una persona que comienza una relación ágama, sino al de una persona que comienza a relacionarse de manera ágama. Vemos que el resultado es aún más positivo, porque la estabilidad dentro de los márgenes de la felicidad y en el entorno de la alegría está aún más garantizada.

De hecho, este resultado es muy parecido a lo que el amor nos estaba prometiendo. Solo que el amor lo hacía para llevarnos por un camino que no conduce a ello, y que conserva su crédito solo gracias al culturalmente omnipresente refuerzo de su relato.


martes, 14 de agosto de 2018

inteligencia motivacional


Aunque el concepto de “motivación” tiene desagradables resonancias que evocan el mundo del coaching y la autoayuda, se trata de un campo perfectamente consolidado en psicología y cuya tradición puede rastrearse a lo largo de toda la historia de la filosofía.

La motivación sería uno de los procesos psíquicos básicos, y consistiría en la generación y orientación del impulso necesario para llevar a cabo acciones tendentes a un fin. Hablamos, por lo tanto, de un tema de máxima relevancia en el ámbito de lo relacional. Piénsese, por ejemplo, lo importante que resulta controlar la motivación amorosa, es decir, amar lo justo, como para beneficiar a la relación (ya sé que eso no es amar. Ahí está lo bueno). O detectar la ausencia de energía en otras personas del grupo, o saber cómo y dónde reponer fuerzas.

La psicología general distingue con claridad entre procesos emocionales y procesos motivacionales. La inteligencia emocional, sin embargo, en su vertiente original y de perfecta seriedad científica, acostumbra a partir de las emociones como centro de la inteligencia intuitiva y propioceptiva, y a entender todos los epifenómenos de las emociones, entre ellos el impulso motivacional, como un conjunto integrado en las primeras. Así, la inteligencia motivacional sería parte de la inteligencia emocional, y no una inteligencia con entidad propia.

El concepto “inteligencia motivacional” ha sido usado, además, en coaching empresarial para el desarrollo de herramientas cuyo fin, no podía ser de otra manera, es la optimización del rendimiento laboral. La inteligencia motivacional se reduciría aquí a la facultad del individuo para, según reza la estúpida expresión deportiva, “darlo todo”, es decir, para autoexplotarse.

Sin embargo, creo que una reapropiación, de momento puramente tentativa, del concepto, puede ser del máximo interés para nuestros fines relacionales, especialmente si son decididamente ágamos.

Recordemos cuáles son las cuatro habilidades generales en que se fundamenta la inteligencia emocional según su definición por Caruso, Mayer y Salovey y veamos cómo repercute el desarrollo de habilidades motivacionales homólogas en las relaciones.

1) Percepción de las emociones:
- La identificación de las emociones en los estados subjetivos propios.
- La identificación de las emociones en otras personas.
- La precisión en la expresión de emociones.
- La discriminación entre sentimientos y entre las expresiones sinceras y no sinceras de los mismos.

Podríamos hablar aquí de “percepción de la motivación”, es decir, del conocimiento del impulso presente en los sujetos, del que determinados objetos o fines les generan, así como de la precisión en la expresión de ambas cosas.

Llevado al ámbito de las relaciones encontramos ejemplos de importancia capital:
¿Qué deseo y qué creo desear pero no estoy deseando? ¿Cuál es la verdadera intensidad de mi deseo? ¿Se trata de un deseo sexual, o es de otra índole? Y, si es sexual, ¿está el sexo funcionando como un símbolo o refiriéndose a la actividad sexual misma, designificada? ¿El afecto es algo o, a diferencia del sexo, su naturaleza es exclusivamente simbólica?


2) Facilitación emocional:
- La redirección y priorización del pensamiento basado en los sentimientos.
- El uso de las emociones para facilitar la toma de decisiones.
- La capitalización de los sentimientos para tomar ventaja de las perspectivas que ofrecen.
- El uso de los estados emocionales para facilitar la solución de problemas y la creatividad.

Trasladadas a la motivación hablaríamos de facilitación, orientación y uso eficaz de la motivación.

¿En qué consiste la asertividad motivacional? ¿Cómo contribuyen mis deseos a la convivencia armónica y en qué medida la obstaculizan? ¿Qué es adecuado proponer? ¿En qué medida mis deseos o mi carencia de deseos ocupan un espacio inapropiado en el espacio común?

3) Comprensión emocional:
- La comprensión de cómo se relacionan diferentes emociones.
- La comprensión de las causas y las consecuencias de varias emociones.
- La interpretación de sentimientos complejos, tales como combinación de estados mezclados y estados contradictorios.
- La comprensión de las transiciones entre emociones.

Aplicado a la motivación hablaríamos, entre otras cosas, de detectar, comprender y diferenciar, en nosotres o en otres, las diversas fuentes de la motivación, cómo se combinan entre sí, se potencian y se anulan, y dónde se sitúan en el proceso motivacional, si como causas que empujan la motivación o como fines que tiran de ella.
La comprensión motivacional ocupa el grueso de la teoría del valor sociosexual (vss): ¿de quién nos enamoramos? Es decir, ¿qué es, dónde está, cómo actúa, de qué depende, eso que llamamos “atractivo”?

4) Y por último, la regulación emocional:
- La apertura a sentimientos tanto placenteros como desagradables.
- La conducción y expresión de emociones.
- La implicación o desvinculación de los estados emocionales.
- La dirección de las emociones propias.
- La dirección de las emociones en otras personas.

Se trataría, según este cuarto punto, de desarrollar habilidades de importancia tan extraordinaria como la regulación y redireccionamiento de la motivación, así como de la vinculación o desvinculación a los procesos motivacionales, o a aquellos fines que carecieran originalmente de motivación.

Si la teoría del vss no consiste, como algunes critican, en un análisis derrotista sino en una propuesta de transformación es, en gran medida, porque podemos desarrollar la habilidad de la regulación motivacional. Lo que deseo y en qué medida lo deseo es algo que depende de manera sustancial de mi capacidad para regularlo y redireccionarlo.

Como puede adivinarse, con este sobrevuelo solo pretendo dar idea del interés del tema y de su enjundia. Lo iremos incorporando a medida que bajemos a tierra.

Pero permítaseme solo un ejemplo. ¿Recordáis este relato de la semana pasada? ¿Veis hasta qué punto se asume en él, y si acierto en la descripción realista, en nosotres, el desempoderamiento motivacional?

Deseo algo que me vincula con una persona, pero si pierdo el deseo pierdo con ello la capacidad para hacer lo que deseaba, de modo que, como no puedo garantizar esa capacidad, no puedo ofrecerme como objeto de expectativa. Imposible planificar conmigo, imposible contar conmigo, imposible todo. Los enfrentamientos por valor social, y sobre todo por valor sociosexual, se desatan y prevalecen sobre la voluntad de civilizarlos. La aceptación y el rechazo cambian el signo de las propuestas. Lo rechazado se desea y lo aceptado se evita, solo porque lo son, y porque con serlo generan una motivación que acaba mandando sobre nosotres. Con inteligencia motivacional podemos no solo prever esos procesos sino, en gran medida, controlarlos en favor de bienes superiores.




lunes, 11 de junio de 2018

discriminación sexual positiva.


El problema del consentimiento se ha convertido en un símbolo en sí mismo.

No solo porque es el Jerusalén de la guerra de género, lugar de enfrentamiento entre facciones feministas y entre feminismo y machismo, sino, sobre todo, porque es el paradigma de un problema teórico mucho más amplio.

Que no terminemos de encontrar el protocolo adecuado a la hora de valorar si determinadas relaciones (hetero)sexuales son legítimas es la punta del iceberg que representa nuestra impotencia a la hora de determinar qué interacciones son legítimas entre mujeres y hombres.

Ser capaces de resolver el dilema del consentimiento se percibe como la rosetta que daría respuesta al resto del conflicto. No lograr pasar de ahí desalienta para abordar cualquier otra cuestión relacionada.

Vamos con un ejemplo para entender la naturaleza de este punto muerto.

Los variados derroteros recorridos por los debates surgidos a raíz del juicio y sentencia a La Manada han servido, entre otras muchas cosas, para generalizar la idea de que una mujer ebria no está en condiciones de dar un consentimiento sexual válido y, por lo tanto, las relaciones sexuales con ella deben considerarse violación. Esa idea ha alcanzado hoy, y desde esos debates, la categoría de ley social: la sabe y respeta, ahora sí, la suficiente cantidad de gente como para que quien no la sepa o no la respete deba caer en alguna forma de ocultamiento o marginalidad.

Hasta ahí todo bien. Un avance.

Y entonces nos encontramos con esta imagen:
Me da igual si el dilema que plantea está resuelto a nivel legal. Lo que me interesa es la perplejidad, silencio y negación que suscitó. Nadie, yo por supuesto tampoco, se había planteado esto. Y nadie supo qué contestar.

Ante una buena jugada del enemigo la táctica adecuada puede ser el silencio. Tal vez la jugada se extinga. Pero si no es así necesitamos el tiempo que el silencio nos concede para elaborar una respuesta mejor con la que contraatacar cuando el silencio deje de ser suiciente. No podemos conformarnos con negar el dilema. Necesitamos resolverlo si no queremos correr el riesgo de que el dilema se convierta en el ariete con el que se nos derrote.

Es evidente que el consentimiento de una mujer con determinado nivel de embriaguez no es válido. Lo es también que lo que propone la imagen podría llevar a la cárcel a un quizás sorprendente número de mujeres. Y que eso sería, en la inmensa mayoría de los casos, injusto.

Se diría que no nos queda más remedio que elegir entre dos injusticias. Se podría decir también que nos faltan las herramientas teóricas para diferenciar de verdad lo que es justo de lo que no lo es, y que ésta, la de invalidar el consentimiento en estado de embriaguez ha encontrado aquí su límite y debe ser superada por otra mejor.

Pero esa herramienta nueva es esquiva. ¿Cuál es el siguiente nivel de finura en el hilo que estamos confeccionando? ¿Cómo enunciamos la diferencia entre lo legítimo y lo ilegítimo de modo que pueda realmente aplicarse a todos los casos?

En mi opinión el problema está, precisamente, en esa aspiración.

Cuando hablamos de consentimiento, y cuando hablamos, en general, de interacción entre mujeres y hombres, presuponemos que debemos buscar una norma igualitaria. Pero sabemos que eso es justo lo que no hace la normativa en materia de igualdad. Cuando se habla de violencia de género, o de regulación del mercado laboral, se persigue la igualdad a partir de una norma, precisamente, no igualitaria.

Esta discriminación positiva, y no la igualdad, ha sido la respuesta cuando la igualdad formal se ha encontrado con cada correspondiente techo de cristal. A partir de determinado momento no hay forma de seguir avanzando porque la ley que pretende superar una desventaja de las mujeres se convierte en nueva fuente de ventaja para los hombres. En esas condiciones, y alcanzada una adecuada comprensión de la situación, la urgencia social hace que se legisle directamente en contra de esa ventaja, sacrificando la igualdad.

Así, la discriminación positiva hace una diferenciación en el tiempo. Distingue entre el tiempo de la igualdad, futuro, y el tiempo de la desigualdad, presente, otorgando a cada uno de esos tiempos la ley que le corresponde, y adquiriendo conciencia de la transitoriedad de esa ley.

Bien, pues este es el paradigma desde el que entiendo que debe resolverse el dilema de la imagen, el dilema del consentimiento y el dilema, en general, de la interacción heterosexual.

Cuando digo que “debe resolverse” quiero decir que debe llegarse mucho más lejos que el punto al que hoy lo llevan la intuición y el sentido común individuales porque, como no podría ser de otra manera, ese paradigma está instalado oficiosa y preconscientemente en nuestra práctica. Pasémoslo a la oficialidad, a la conciencia, al debate y a la ley:

El consentimiento de un hombre ebrio no es igual de inválido que el de una mujer ebria, porque en nuestra sociedad se trata de dos consentimientos de naturaleza distinta cuyas transgresiones tienen consecuencias distintas que deben traducirse en distintas consecuencias penales.
Pero la extensión de la discriminación positiva hasta una discriminación sexual positiva debe dar un segundo salto porque, como sabemos, la vida sexual tiene, por su privacidad, particulares dificultades para ser legislada y regulada. La discriminación sexual positiva no puede restringirse a la ley, sino que debe ocupar el espacio de la norma social. La interacción heterosexual no puede ser igual para ambos géneros, y esta desigualdad debe alcanzar a la conducta cotidiana.

Se dirá que siempre ha existido esa diferencia, y que no ha traído la igualdad. Se nos hablará de la “galantería”. Sabemos que la galantería tiene como fin la infantilización y el desempoderamiento de las mujeres, y no alcanzar la igualdad real. Sabemos que se aplica a cuestiones menores, como los pequeños favores físicos, para ocultar las mayores, como la legitimación del abuso de la fuerza. Sabemos, entonces, que podemos diferenciar sin problema alguno la galantería de la discriminación sexual positiva, del mismo modo que diferenciamos la discriminación laboral positiva del hecho de que las modelos de pasarela cobren más que los hombres.

Lo que necesitaremos, eso sí, será paciencia para concretar con acierto en qué debe consistir esa discriminación sexual positiva. Y necesitaremos madurez política para entender que la norma extraordinaria implica la asunción de responsabilidades por parte de quien es objeto de la ventaja que comporta. Y necesitaremos, por supuesto, pronunciamientos en favor de la discriminación sexual positiva.

Por lo que a mí respecta digo ya que, en mi opinión, la agamia solo puede moverse en el ámbito de la discriminación sexual positiva, y que es responsabilidad de las personas ágamas incorporar esa discriminación a su reflexión y a su conducta.



lunes, 26 de febrero de 2018

¿has elegido libremente tu modelo relacional?


Ya sabéis que la agamia no se presenta a sí misma como una alternativa más, lo último de lo último, en el muestrario de los modelos relacionales.

La agamia, en realidad, viene a impugnar ese muestrario como si todo él fuera el área de productos con aceite de palma. “No es cuestión de gustos” vendría a decir, “sino de salud y de consumo responsable. Las alternativas, si han de venir, tendrán que ser en este lado de la estantería”.

Pido disculpas porque el paralelismo induce a fe en la racionalidad del mercado, y ya sabemos que no es esa su mayor virtud. El objetivo era solo que se entendiera la idea. Espero haberlo logrado.

Sabemos también que otros modelos no monógamos responden con su cantinela sobre libertad individual y especificidad identitaria: “unas cosas valen para unas personas y otras para otras. Es bueno que todo permanezca disponible” y el famoso “hay gente para quien el gamos es lo mejor, y que lo elige libremente”.

No nos sorprende que para cualquier cosa, por aberrante que sea, aparezca quien la elija libremente, sobre todo porque las cosas aberrantes suelen beneficiar a unxs a costa de otrxs (esa es su aberración), y son esxs primerxs quienes enseguida defienden la libertad de elección de lxs segundxs.

Lo que sí sorprende, o sorprenderá a poco que lo pensemos, es que se pretenda defender que la prevalencia del gamos, su presencia constante, también en la no monogamia, sea un acto de libertad.

Sabemos, además (en realidad lo sabemos casi todo con respecto a estos temas, la mayoría de los textos de este blog solo encadenan un poco esas cosas que sabemos) que en una infinidad de ocasiones el gamos sobreviene tras una lucha, más o menos larga, contra su aparición. Esta experiencia se narra una y otra vez, no solo en comunidades no monógamas sino incluso en entornos normativos. “No queríamos ser pareja, pero al final no hemos sabido no serlo”.

Tenemos, por lo tanto, todos los datos: 1-el gamos aparece (en muchos casos, y en muchísimos en entornos no monógamos) sin ser elegido. 2-las otras no monogamias son gámicas. 3-las no monogamias gámicas defienden el gamos como opción libre.

Ergo… la defensa del gamos como elección libre es un producto ideológico aparecido para defender la superviviencia de las no monogamias gámicas sin más razón que dicha superviviencia (y, lógicamente, la de las estructuras de poder que surgen a partir de ellas). “¡Formamos parejas porque nos gusta la pareja! ¡Somos poliamorosxs libremente!” dicen lxs portavocxs del poliamor. Y sus practicantes, en muchos casos, piensan “yo no, pero bueno. ¿Estaré haciendo algo mal?”.

Lo cierto es que el gamos, normalmente, no se elige, sinoque se cae en él. Y una vez dentro la disonancia cognitiva actúa sin clemencia. Nos sucede con el gamos como con el BDSM: Todxs somos feministas, también quienes defienden el BDSM porque, incluso reconociendo que, mayoritariamente, a la práctica del BDSM subyace una motivación machista, no es esa la que nos mueve a nosotrxs. “De acuerdo: es raro que el gamos se elija, pero yo soy uno de esos casos raros; yo lo elegí.”

Seguramente. Y tienes mi cariño. Sin embargo, sólo por si acaso, te invito a que contestes a una pregunta. Recuerda que el objetivo es que tú descubras si eres libre. Tú, no yo, que no me voy a enterar de si tenía o no razón, eres la persona que puede obtener aquí beneficio: ¿Alguna vez te has demostrado a ti mismx que puedes no elegir el gamos?
Porque si tu/s relación/es actual/es son gamos y en ellas no te planteaste si querías o no gamos (es decir, o no conocías o no te planteaste alternativa alguna al gamos) entonces no sabes si lo hubieras elegido de haber dispuesto de la posibilidad de no hacerlo.

Pero si en algún momento quisiste que tu relación, o alguna de tus relaciones, no fueran gamos, y sin embargo acabaron siéndolo, entonces, lógicamente, tampoco has elegido libremente el gamos, y si te enmarcas en una no monogamia gámica (poliamor, anarquía relacional, etc…) puede decirse sin miedo al error que no has elegido ese modelo, sino que es el modelo que te ha tocado por falta de libertad.

Si te pasó lo contrario, es decir, que quisiste que alguna de tus relaciones no fuera un gamos pero el no ser un gamos resultó tan conflictivo que acabó con la relación, entonces tampoco has elegido (aunque está claro que lo has intentado) y tu/s gamo/s actuales son, simplemente, tu única opción relacional; no lo que quieres, pero sí donde sabes llegar.

Y si has decidido que no formarás un gamos por nada del mundo, pero es una decisión que has tomado una vez que ya lo tienes, y lo vas a mantener, pues bueno, no pasa nada, qué va a pasar, pero no has elegido tu modelo relacional libremente.

Para poder decir que has elegido formar un gamos, por lo tanto, hace falta que, en alguna ocasión, no lo hayas formado.

Pero, claro, ¿cómo se distingue la existencia de una no cosa?

Podemos caer en la tentación de llamar “elusión del gamos” a cualquier relación no gámica con el fin de demostrarnos a nosotrxs mismxs nuestra libertad. Pero hay que distinguir. Para disponer de la prueba de que sé no formar gamos y, por lo tanto, quepa pensar que lo estaré formando libremente allí donde lo hiciere, no es suficiente con no formar gamos en la mayoría de mis relaciones. Eso es, precisamente, en lo que consiste el gamos: forma gamos con unx o unxs pocos, y deja de hacerlo con el resto. Lo que necesito es no formar gamos allí donde la mayoría de la gente lo formaría.

¿Tienes esa relación?

Esa relación no es una amistad. Todo el mundo tiene personas a las que llama “amigxs”, y prácticamente todo el mundo tiene amigxs del sexo (no digamos “género”, ya que nuestra orientación sexual suele ser aún tan cavernaria que elige antes genitales que roles) objeto de su deseo.

Esa relación tampoco es un trato cordial o de cierta intimidad con alguien que nos gusta, porque la hipótesis del valor sociosexual dice que entre dos personas que no forman gamos una tiene siempre más valor sociosexual que la otra y, por lo tanto, una gusta (real o potencialmente) a la otra. Lo normal es que a esa persona que te gusta no le gustes tú. Esa es la explicación más económica para vuestro no gamos.

Tampoco, lógicamente, sirve como no gamos la famosa “tensión sexual no resuelta”. Aparte de cuáles sean las razones para esa irresolución (pareja en la recámara cuando se tiene otra, por ejemplo), lo que nos interesa saber es qué pasará cuando se resuelva, es decir, si podrá no formarse gamos. Lo de antes normalmente no es decisivo, porque el sexo es la incógnita central. Lo más probable es que ninguno de lxs dos sepa realmente qué desea antes de que esa incógnita sea despejada. No estoy animando a hacerlo. A lo que animo es a que, si lo hacéis, estéis atentxs a la aritmética.

Evidentemente, si la relación sexual tuvo un desenlace abrupto (porque alguna de las personas “descubrió” que no le interesaba tanto la otra, porque la “falta de compromiso” desencadenó un conflicto, etc, etc…) no podemos decir que haya habido éxito en la no formación de gamos, sino que el gamos ha hecho fracasar la relación, con lo cual seguimos en la misma condición de falta de libertad.

¿Sabes qué es algo que se parece mucho al éxito en una no formación de gamos? Una relación íntima, estable, y sexual o sexualizable, no gámica, con alguien con quien perfectamente podrías formar una pareja y que perfectamente podría formarla contigo.

¿Tienes eso? ¿No?

Entonces no sabes si has elegido tu modelo relacional. Lo más probable es que él te haya elegido a ti. Así que te recomiendo que te apresures (lentamente) a desarrollar una relación de esas características. No solo para contestar a una pregunta tan importante y para empoderarte en la elección de modelo. Sobre todo porque es muy probable que descubras, y concluyas, que esa es la mejor manera de relacionarnos.


lunes, 27 de noviembre de 2017

la leyenda de las sexualidades alternativas.


Aspiro, una vez más, a escribir un texto muy breve.

A raíz de lo llamas sexo pero es sometimiento, recibí un buen número de mensajes e interpelaciones con un contenido similar. La idea era, en resumidas cuentas, que el sexo del que yo hablaba tal vez existiera, pero que ni eso era el sexo, ni era todo el sexo, ni estaba yo tomando en consideración las sexualidades alternativas.

Bien.

Como es de sobra conocido, la inexistencia de dios es indemostrable. No podemos saber a ciencia cierta si dios no existe, porque no podemos mirar en todas partes y en todo momento, y en alguno de esos lugares y momentos en los que no hemos mirado, podría estar agazapado un ser omnímodo, omnisciente y omnipotente, que aprovechara todas esas propiedades para ocultarse mejor. Poder, podría.

Lo que sí es demostrable es su irrelevancia. Si dios no comparece, si ni está ni se le espera, si no ha dado la más mínima señal de vida a tantxs escrutadorxs de cielo y tierra como en el mundo han sido, si no se ha tomado la molestia ni de escribir un tuit, entonces es que dios da igual. Así de sencillo. Hablar de él es perder el tiempo.

Con ese otro sexo del que se afirma que no está construido sobre la dominación pasan tres cuartos de lo mismo. Ni es predominante, ni es siquiera fácil encontrarlo ni, por supuesto, tiene mucho de alternativo.

No va a estar de más concretar a qué se llama aquí “alternativo” (incluso a qué se llama alternativo en cualquier lado, pero restrinjámonos a lo que nos ocupa).

Creo que se puede esperar cierto consenso en torno a una idea de sexo alternativo si ésta implica: a) conciencia de qué es aquello con respecto a lo que se señala como alternativo (quién es el enemigo) b) condición de amenaza a ese enemigo (no ser la conciencia de que hace falta una alternativa, sino tener forma de alternativa capaz de sustituir a lo hegemónico c) existencia.

Ahora pasaré a lo que era mi propósito inicial: señalar algunos sexos que dimanan directamente del sexo hegemónico de dominación como respuestas complementarias, que por lo tanto no son alternativos, y en los que, me temo, se está basando el grueso, ya magro de por sí, de la supuesta alternativa.
-del sexo de dominación tiene que dimanar necesariamente un sexo de sumisión. El sexo de sumisión se caracterizará porque perseguir la reducción, el camuflaje, o la compensación del sometimiento. Se caracterizará también por ser el favorito del sujeto oprimido. Es lo que conocemos como sexo con sentimiento; como “hacer el amor”.

Hacer el amor no es una alternativa según los criterios propuestos porque ni designa al enemigo (para ese sexo no hay problema con el sometimiento si en él se hace el amor), ni construye alternativa (si todo el mundo hiciera el amor se estaría respondiendo a una necesidad afectiva inexistente, ya que nadie estaría sometidx). Hacer el amor, en realidad, reproduce el sometimiento, porque enseña al amo a ser amo a través de la conducta del esclavo.

Eso sí, existir existe. En abundancia.

-de entre el conjunto de los sujetos dominantes tienen que aparecer sujetos que disimulen su dominación aspiracional, porque son menos fuertes o porque descubren un nicho explotable entre quienes rechazan al dominador típico. O simplemente sujetos que fracasan en su proyecto de dominación y caen bajo la dominación de quien debía ser su esclavo. O sujetos que no tenían un proyecto de dominación, pero que no tenían una alternativa a la dominación, y por tanto han sido, directamente, dominados.

Los hombres que hacen el amor tampoco son, por lo tanto, una alternativa. Ni la inversión de roles ni la coincidencia entre dos esclavos implica conciencia de quién es su amo ni constituye de por sí la más mínima amenaza hacia él. Y ni siquiera es demasiado frecuente, porque, como decía en el punto anterior, hacer el amor enseña a esclavizar. Y lo normal es que al final alguien lo aprenda primero.

-por la misma razón, las mujeres cuya aspiración es someter no están poniendo en práctica ninguna alternativa al sexo hegemónico, pues aquello a lo que se enfrentan no es, evidentemente, el sometimiento, sino a que dicho sometimiento sea en función del género. Que el desplazamiento de la opresión del género a la clase sea reivindicable como alternativa es extremadamente discutible. Si llega el día en el que lxs amxs sean indistintamente mujeres u hombres, ese día veremos también a una masa de personas sometidas equivalente a la actual, ahora de géneros variados. Por supuesto no se trata, en cualquier caso, de una alternativa feminista, pues no lo es bajo ningún concepto traicionar a la mayoría de las mujeres en favor de una élite que pueda fundirse con la élite de hombres.

-del cuestionamiento de la hegemonía surge, necesariamente, una cierta tolerancia paternalista por parte de esa hegemonía. Del neoliberalismo surge, además, algo más inmenso: la tolerancia extrema a todo aquello cuya demanda vaya acompañada de dinero con qué pagarla.

El sexo diverso no es, por lo tanto, un sexo alternativo. Es la agregación al sexo hegemónico de todas sus excrecencias, restos y deshechos, conformando un conglomerado multicolor y desactivado listo para convertirse en nueva hegemonía. Si tu alternativa sexual no ha venido a acabar con la hegemonía, bueno, no vamos a decir que necesariamente es más hegemonía. Quizás la horade un poquito, quizás cuestione ligeramente alguno de sus aspectos, quizás, por qué no, la ayude a avanzar hasta su siguiente nivel evolutivo, aún más opresor. Lo que no es, de ninguna de las maneras, es una alternativa. Lo alternativo es excepcional entre lo diferente. Lo diferente, normalmente, es todo igual.

Estos no son los únicos sexos que dimanan espontáneamente del hegemónico. Y es muy posible que si los citáramos todos tampoco estableciéramos la lista completa de todas las sexualidades existentes. Pero las que quedan tienen una presencia tan testimonial, tan desarticulada, o directamente tan inconsciente de su propia existencia, que difícilmente podrán reivindicarse como alternativa.

Y si me equivoco, aquí estamos. Eyes Wide Open.


lunes, 13 de noviembre de 2017

mil dudas prácticas sobre agamia.


Recibo con frecuencia, ya sea en talleres, encuentros, redes sociales o conversaciones privadas, preguntas sobre mi manera de entender y poner en práctica la agamia. Sobre cómo es mi vida en tanto que ágama.

Éste es un texto en el que entretejo algunas de esas preguntas, y las contesto (más o menos) en el modo en el que lo hago habitualmente.

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Di la verdad. Lo de adoptar la agamia como forma de relacionarte, ¿no será consecuencia de haber sufrido por amor? Es una pregunta personal, lo sé, pero, ¿puede ser que la explicación de todo esto sea que te han hecho mucho daño?

Si la explicación fuera ésa seguramente tú serías ágamx. La inmensa mayoría de las persona han sufrido por amor, y casi todas dirían que les han hecho mucho daño. Es una de las cosas en las que el amor nos iguala. Todxs hemos sufrido mucho por amor y todxs hemos infligido mucho sufrimiento por amor. ¿Por qué unas personas deciden ser ágamas y otras no? La diferencia no es ésa. Las personas que adoptan la agamia no son las que han sufrido mucho, sino las que deciden que no aceptan la imposición de sufrir y hacer sufrir.

Vale, eres ágamo, muy bien. Pero, ¿qué pasa si te enamoras?

¿Por qué me iba a enamorar?

Le puede pasar a todo el mundo.

En mi caso es altamente improbable. Casi imposible.

¿Qué te hace diferente?

Que soy ágamo.

¿Qué cambia eso?

No establezco expectativas insensatas con respecto a otras personas. El enamoramiento es una expectativa de una insensatez escandalosa. Es pensar que has encontrado a alguien que cambiará tu vida sacándola de lo inmanente para llevarla a lo trascendente. Yo sé que eso carece por completo de sentido, y no vivo con la secreta esperanza de que ocurra, de modo que no lo proyecto sobre nadie que conozco, ni siquiera sobre alguien con quien pueda intimar.
¿Y si encuentras a alguien que te gusta mucho?

Ya he encontrado a gente que me gusta mucho. No creo que vaya a encontrar a nadie que me guste muchísimo más que la gente que más me gusta de entre aquella a la que ya he encontrado. Esto no significa, en absoluto, que no quiera que mi entorno relacional siga creciendo. Quiere decir, simplemente, que creo en el que ya tengo y estoy comprometido con él.

Entonces, ¿vives sin ilusión?

No entiendo a qué ilusión te refieres.

No tienes la posibilidad de vivir la ilusión de un gran amor.

No, no la tengo. Lo que dices es que no vivo la ilusión de una ilusión. Que no siento la alegre esperanza de algo ilusorio por venir. No la siento, es verdad. No creo que haya que vivir de la ilusión de lo que es sólo una ilusión. Eso sería lo mismo que vivir de la ilusión de una frustración ineludible. Creo que hay que vivir de expectativas sensatas, y de la alegría que produce el que haya una alta probabilidad de que estas expectativas se cumplan. Si llamas a eso “ilusión”, entonces sí, mi vida está llena de ilusión.

¿Quieres decir que te ilusiones por cosas, por proyectos propios, pero que no te ilusionas con las personas?

Me ilusiono con las personas en la medida en que creo que es probable que llegue algo bueno de esas personas.

¿Un beneficio? ¿Algo material?

Contéstame a esto: ¿el sexo es material?

En cierto modo.

¿Y el afecto? Un abrazo, por ejemplo. ¿Es material?

Podría serlo.

Claro. Todo es material. Coloquialmente llamamos “material” a aquello que constituye un bien concreto, y “materialismo” a pensar en bienes concretos. El amor nos enseña a pensar en bienes indeterminados, subjetivos y discutibles. Es el camino al falso altruismo amoroso. El altruismo amoroso consiste en que el intercambio de beneficios no sea calculable, de modo que sea posible la competición y, en última instancia, la desigualdad. No es que las personas que se aman sean altruistas. Lo que sucede es que aceptan la apuesta de la competición, en la que pueden ganar, empatar o perder. Llamar a eso altruismo sirve para descalificar a quienes buscan un intercambio justo. Exigir un intercambio justo acaba con el oscuro juego competitivo, pero se considera traición. Es como chivarse a la policía. En el amor todo se da “a cambio de nada”, como en la mafia.

Me parece horrible la idea de que haya que estar calculando constantemente perjuicios y beneficios en una relación afectiva. ¿Es eso lo que haces tú con las personas cercanas? ¿Apuntas en una libreta todos los beneficios que les ofreces para poder cobrárselos “justamente”?

No, no necesito hacer eso. Dispongo de algo mucho mejor que una libreta. Se llama “afecto”. El afecto automatiza ese intercambio. El afecto hace que me resulte agradable satisfacer las necesidades de las personas por las que siento afecto, sin necesidad de que esté pensando en beneficios posteriores. También me indica cuándo alguna de esas personas está siendo injusta conmigo y si, quizás, tengo que reconsiderar mi afecto.

¿No crees que el afecto muchas veces es egoísta?

Es curioso que digas eso, porque el cálculo consciente te parecía materialista. Ahora consideras que el afecto es egoísta. Todo para defender que es el altruismo amoroso el que debe supervisar el intercambio. Sin embargo el amor está en el extremo del egoísmo porque, a diferencia del intercambio supervisado por la conciencia o por el afecto, el amor no admite autoridad alguna. Es la legitimación pura del deseo y, por eso mismo, la estructura afectiva idónea para el egoísmo extremo. De hecho, existe el amor, pero no el altruismo amoroso.

¿No consideras altruista el amor universal? ¿Y el amor por lxs hijxs?

Es muy ingenuo considerar esos amores como altruistas. El amor universal es una herramienta de gestión emocional a la que normalmente recurren personas que han perdido la serenidad. Tiene menos que ver con amar al mundo que con dejar de odiarlo cuando el odio es tan grande que nos destruye y necesitamos algo así como una reinstalación emocional completa. Amar universalmente es, como ves, una cuestión de vida o muerte, de modo que no se puede decir que sea precisamente altruista. En cuanto al amor por lxs hijxs, bueno, no sé qué queda por decir sobre el egoísmo que esconde ese amor, especialmente cuanto más apasionado es.

¿Cuántas personas ágamas hay en tu vida?

Tantas como en la tuya.

Creo que en la mía no hay ninguna.

Todo el mundo está relacionado. Es verdad que la mayoría lo está de un modo muy lejano. Pero cuando preguntas por “mi vida” me estás pidiendo que establezca una frontera entre lo que es mi vida y lo que no lo es. No sé qué interés tiene esa frontera, pero no tengo ninguna objeción en visualizarla y contestarte. El problema es que no sé a qué distancia de mí quieres que la establezca. No sé a qué llamas “mi vida”.

Quiero decir que cuántas relaciones ágamas tienes, en el sentido en el que una persona poliamorosa dice “tengo tres parejas”.

Una persona poliamorosa suele decir “tengo tres amores”. Si pudiera contestarte en ese sentido sería yo una persona poliamorosa. Y no lo soy.

Estás jugando con las palabras. Sabes a lo que me refiero. Relaciones cercanas, íntimas, especiales…

…sexuales.

También.

Nuestra manera de hablar de las relaciones tiene un enfoque estático. Busca un cuadro congelado que puede no corresponder con la realidad de un conjunto de relaciones y que, por descontado, no corresponde con la realidad de cada una de las relaciones. Necesitamos un enfoque dinámico, que incluya los procesos. Eso pasa por dejar de contabilizar relaciones y entender situaciones. O, si quieres, y para no caer en el esnobismo de rechazar los métodos cuantitativos, dejar de contar personas y pasar a contar las necesidades de esas personas.

Entonces haré la pregunta de otro modo: ¿con cuánta gente tienes relaciones sexuales? Doy por hecho que no tienes por qué contestar, es sólo una forma de analizar cómo hablar sobre las relaciones.

Claro. Pero independientemente de si quiero contestarte, sucede que de nuevo no puedo. ¿Cuánto, y con qué frecuencia y recencia, hay que tener relaciones sexuales con una persona para que esa persona sea considerada alguien con quien se tienen relaciones sexuales? Nuestro enfoque estático estatiza las relaciones en la práctica. Obliga a las relaciones a pronunciarse, en este caso por ser o no ser sexuales, y a mantenerse en el lugar por el que se pronuncian. Yo no sé con cuántas personas voy a tener relaciones sexuales en el próximo mes. Y con eso no quiero decir que mi vida sea una vorágine relacional. Quiero decir que no sé precisar a quién voy a ver, ni si lo que haremos será tener relaciones sexuales. Un poco lo que le pasa a cualquiera, solo que mi terminología no es una trampa condicionante.

¿Te parece recomendable un modelo que presenta toda esa incertidumbre? ¿No crees que la gente quiere vivir más tranquila?

Yo no sé qué tal día hará mañana. Para mí es una absoluta incertidumbre. Pero es una incertidumbre irrelevante porque, si llueve, tengo paraguas. Yo no sé qué pasará mañana en mi relación con x, pero esa incertidumbre es irrelevante, porque la relación está construida sobre bases seguras y tengo la certeza de que no va a haber grandes fiascos ni cambios abruptos. Cabe una posibilidad remota de que los haya, pero incluso ésa no es demasiado estresante, porque mi entorno relacional va a conservar la estabilidad. Esta estabilidad es algo que no ofrece ningún otro modelo relacional, antiguo o nuevo. Es exclusiva de la agamia y me permite pensar serenamente en seguir construyendo.


lunes, 6 de noviembre de 2017

código de conducta para enamoradxs (y beodxs).


No es raro que en el discurso general, incluso plenamente amoroso, se hable de “embriaguez” al buscar símiles con el enamoramiento.

En mi opinión esta comparación es muy rescatable para resiginificar y gestionar el enamoramiento desde la agamia. Veamos en qué sentido.

Como tanto el enamoramiento como la embriaguez son estados psíquicos proclives a escapar al control de la conciencia moral (ave maría purísima), entendemos que sólo pueden ser asumidos por personas capaces de sustituir temporalmente dicho control por otro de emergencia. Eso deja fuera a toda aquella a la que coloquialmente podamos calificar de irresponsable. Ni niñxs (independientemente del daño que el alcohol puede causar en el organismo joven), ni personas que no sepan controlar la situación. 

Qué interés pueda encontrar el resto en enamorarse no es objeto de este post. Tal vez no lo sea de ninguno, porque yo no se lo veo demasiado. Si se trata de conocer la experiencia, bueno, es posible que venga bien perder el control una vez y ver hasta dónde nos lleva, pero, ¿qué hacemos con el daño a tercerxs? Si se trata de disfrutar, entonces el mejor mecanismo no es el enamoramiento, sino un sub-sub-enamoramiento, de segundo, tercer, o cuarto grado, al que ya podamos llamar “ilusión razonable”.

Pero volvamos a dar por supuesto que el interés por el enamoramiento existe.

Cuando se relaciona al enamoramiento con el concepto de embriaguez se interpreta con frecuencia que establecemos una simple diferencia cuantitativa: El enamoramiento sería “sólo” una embriaguez. No es así. La verdadera diferencia es de jerarquía. Como decía, el enamoramiento pasa a ser considerado una enajenación lúdica, subordinada a la responsabilidad, cuyas consecuencias hay que saber controlar.

Quienes añoran el enamoramiento, o no quieren renunciar a su intensidad, nos piden dejarse llevar por sus excesos, interpretando éstos como los máximos placeres que puede proporcionarnos. ¿Qué pensaríamos si alguien que reivindica la embriaguez nos pidiera no perderse el gran placer de tirarse por un barranco pensando que vuela? “Si no puedo dejarme llevar me pierdo lo mejor de la borrachera”. Vale.
Traslademos, a pesar de reproches tan sólidos, la forma que habitualmente adquiere la responsabilidad madura sobre la embriaguez (alcohólica) a la conducta enamorada. Nos encontramos en ella con algunas recomendaciones muy interesantes, tanto por lo sensatas como por lo bien afianzadas que están en nuestra cultura social. Vamos, que no se puede decir que estemos ante una utopía más allá del entendimiento de cualquier persona que sepa lo que es un/a borrachx.

Veámoslas.

Si te emborrachas/enamoras:

1-no te pongas pesadx, no molestes, no hagas daño a otras personas. Allí donde empieces a molestar, sólo a molestar, ya eres, mucho antes que una persona enamorada, una persona molesta.

2-procura no hacerte daño a ti. Recuerda, además, que hacerte daño aumenta el riesgo de que se lo hagas a tercerxs. Con respecto al daño a tercerxs consulta el punto anterior.

3-si te haces daño, no habértelo hecho. O sí. Tú sabrás. Pero, en principio, es asunto tuyo. Si no te pregunto es que no me interesa. Tu enamoramiento no justifica contar tu enamoramiento (puede, por cierto, que si pierdes el privilegio de contarlo, el enamoramiento mismo pierda atractivo para ti). Contar tu enamoramiento, si no es del interés de tu interlocutor/a, entra en el terreno de lo molesto, por lo que debes remitirte, de nuevo, al primer punto.

4-si no sabes no hacer/te daño, no te enamores. Es el homólogo del viejo “si no sabes beber, no bebas”.

5-si no sabes no enamorarte, busca ayuda. Es el homólogo del viejo “tienes un problema con el alcohol. Lo primero es reconocerlo”.

6-finalizada la enajenación, asume tus responsabilidades. Toda esta mierda es tuya. Recógela y deja todo como lo encontraste. Y si hay algo que no se puede devolver a su estado original, te toca pagar. El precio no lo determinas tú. Haber estado enamoradx no es un atenuante.

Efectivamente, este código implica una inversión del estatus de "persona enamorada", que pasa, con él, de ser una persona privilegiada, centro de atención y objeto de cuidados, a ser una persona que está haciendo uso de un privilegio, y que, por lo tanto, debe cuidadxs al resto.

Aceptadas sus normas, la pregunta por la cantidad de alcohol o enamoramiento óptima en cada ocasión recibe una respuesta muy alejada de la adolescente, o hooligan, idea de que hay que beber hasta desplomarse.

Nadie dice, por tanto, que no haya que enamorarse (ni, por supuesto, es este texto un alegato contra la ambriaguez). Lo que se dice es que hacerlo con responsabilidad cambia radicalmente el significado de la práctica. Es cierto que enamorarse en sentido estricto implica poner al enamoramiento por encima de toda responsabilidad. Así que en el fondo sí, es verdad: no hay que enamorarse. Hay que hacer otra cosa que, por economía del lenguaje, viene bien no llamar “enamorarse”.

Pues nada. Dicho queda. 


miércoles, 25 de octubre de 2017

la pareja es performativa.


¿Qué tal en tu primer día de cole? ¿Has hecho algún/a amiguitx?”

Más de la mitad de lxs niñxs que acaban de empezar las clases habrán escuchado esta pregunta, tal vez tintada de cierta ansiedad. Y es seguro que quienes más la habrán escuchado habrán sido lxs más jóvenes, aquellxs que acudían al colegio por primera vez.

Eso no significa que lxs tutorxs no estén preocupados por la inclusión de la niña de diez años que se acaba de cambiar de colegio y no conoce a nadie. Significa que saben que esa niña ha madurado demasiado como para establecer vínculos amistosos en un solo día.

Para lxs de 4, 5 o 6 años es mucho más fácil. La amistad se establece entonces mediante la afirmación misma de la amistad. “-¿Somos amigxs? -Vale.” También se dispone de la vía de los hechos consumados, pero esos hechos tienen el carácter, también, de una asunción. “-¿Jugamos? -Sí.” Luego somos amigxs.

A lxs adultxs no deja de producirnos cierta perplejidad este salto. Lxs niñxs desconocidxs se rondan, se miran, se valoran, casi siempre con más deseo que desconfianza. De pronto la relación se establece y, a partir de ese momento, empieza a ejercitarse de manera completa. No es difícil, porque “de manera completa” apenas incluye otra cosa que jugar. Pero, aun así, nos asombra que el cambio de estatus sea súbito. Y nos asombra más aún que de ese cambio se deduzcan conductas que no tienen que ver con el contexto conductual en el que el cambio se produce: la/el niñx con quien he jugado ahora es mi amigx, luego comparto con el/la la merienda.

Lo que realmente interesa aquí de este estilo de establecimiento de vínculos es el hecho de que poco a poco lo abandonamos. Y lo hacemos de un modo muy concreto: nuestro concepto de amistad deja de ser performativo y pasa a ser descriptivo.

Si no estás de acuerdo dilo, Judith. ¡Pero no te rías!
Un acto de habla performativo es aquel decir que constituye un hacer: “te prometo que vendré”, o “te pido disculpas”. Pedir disculpas es decir “pido disculpas”, y una vez que se dice (en el momento y circunstancia adecuadas) las disculpas están pedidas.

Un acto de habla descriptivo, sin embargo, no interviene sobre la realidad, sino que “sólo” la traduce a lenguaje. “Este insecto puede volar” carece de repercusión alguna sobre las facultades del insecto referido. Pero por eso mismo, el enunciado adquiere una propiedad novedosa: puede decirse de él que sea verdadero o falso. Algo de lo que el acto de habla performativo carece.
La amistad, entonces, con el paso de los años, deja de ser algo que podamos construir al nombrarla. La amistad será o no será, y llamar amistad a lo que no es no implicará el establecimiento de una amistad, sino, simplemente, un enunciado falso.

Y eso no es porque hayamos perdido espontaneidad, ni porque nos falten ganas de establecer vínculos, ni porque nos maleemos.

Es porque aprendemos.

En el proceso de aprendizaje vamos entendiendo que sólo podemos depender de los vínculos cuya realidad hemos constatado, y jamás de aquellos cuyo enunciado se adelanta a la constatación. Y este aprendizaje se va haciendo más y más específico y sutil, hasta que un día descubrimos que el concepto amigx prácticamente ha desaparecido de nuestro sistema de clasificación de relaciones, porque no hay unas personas que son amigas y otras que no lo son, sino que cada relación ha desarrollado un grado particular de confiabilidad. El concepto de amistad se desprende de nuestro discurso como una hoja seca.

El resto del texto casi no hace falta escribirlo.

Efectivamente, el gamos es un vínculo performativo, es decir, se constituye mediante un acto de habla performativo. Y sólo este hecho debería ser suficiente para su desprecio. Establecemos gamos por el mismo procedimiento por el que establecíamos amistad a los cinco años. Pero ahora somos adultxs, y las consecuencias no se reducen a compartir la merienda.

Veamos cómo funciona.

Las relaciones se forman, de un día para otro, mediante una declaración recíproca. Solemne, sí, pero sin sustento empírico alguno: donde no había pareja pasa a haberla sólo por el hecho de enunciarse. A partir de ese momento todo el repertorio conductual se transforma, y lo hace a la máxima velocidad posible. El comportamiento corre detrás del modelo de comportamiento, imitándolo. La pareja copia su imagen ideal de pareja. Los sujetos tienen que convertirse en aquello que no son pero que han dicho que son. Lo que habrán de hacer les sorprenderá a ellxs mismxs, pero eso no debe disuadirlxs, dado que es lo que corresponde a su nuevo estado.

Se dirá que, en realidad, el salto no se realiza normalmente con esta brusquedad. Pero hay que matizar el matiz. La brusquedad original, la de los primeros gamos, es tan grande como la que hay en un matrimonio concertado. Pero los sujetos también constatan que esa manera de vincularse es insatisfactoria, y aprenden a interponer ciertos hitos que dividen el establecimiento del gamos en fases.

La performatividad gámica reduce su apresuramiento, pero su espíritu se conserva intacto: el propósito final aparece desde el primer minuto, y cada fase va antecedida de un cambio de estatus repentino. Hemos salido del colegio. Ahora estamos en Tinder (por ejemplo): Instalación, like, match, chat, cita, rollo, “conocerse”. El proceso puede interrumpirse en cualquiera de estas fases. El sentido del proceso, sin embargo, es inequívoco, y cada fase implica unas conductas muy precisas dictadas por dicho sentido. La función de cada fase no es otra que conducir a la siguiente. Nada que pueda recordar al estilo maduro de amistad en el que el concepto mismo de amistad desaparecía. Nada que implique un presente y que quede sujeto a ninguna descripción posible. Es un vínculo en continuo esfuerzo por ser aquello con cuya categoría ha sido investido. Un vínculo dedicado, ante todo, a obedecer la orden desde la que se ha originado.

Y siguiendo por la senda del alejamiento tibio de la performatividad nos encontramos con la elusión del carácter precedente del enunciado. ¿Que a qué me refiero con esta espantosa expresión? Me refiero a esos gamos que nunca dicen que lo son, pero que un día encuentran que ya lo son. Y entonces sí, entonces lo dicen, henchidxs de orgullo, porque su gamos no se ha construido desde la performatividad. Su gamos es empírico. Es el supragamos. Pero, qué curioso, coincide con el performativo como un calco.

Resulta obvio que a este supragamos se ha llegado porque el gamos performativo tiraba desde dentro, allí donde el lenguaje baraja ideas y decide a cuáles da expresión y cuáles son confinadas al silencio. Vemos por lo tanto que esta obviedad no se fundamenta sólo en que el gamos y el supragamos son, como digo, conductualmente idénticos. También lo hace en que no realizar explícitamente el enunciado performativo no implica que no haya expresiones implícitas, ni que éste desaparezca del deseo o del hábito. A veces pido disculpas con mis actos (no hago mención de la ofensa por la que debo disculparme, pero invito a comer, por ejemplo), quizás por no convenirme pedirlas abiertamente. A veces no las pido ni con un enunciado ni con mis actos, pero las disculpas siguen en mi cabeza, condicionando mi conducta (tiendo a expresiones y conductas que son formas inconscientes de disculpa que pueden, además, ser perfectamente funcionales porque se traduzcan en un “disúlpale, es obvio que se siente mal”).

No es que el supragamos sea peor. Pero sí es más más peligroso, porque su estrategia es la más elaborada a la hora de eludir la imagen infantil que ofrece la performatividad. Es el que mejor puede convencernos de que el gamos es inevitable y adulto. Normalmente irá acompañado de un discurso contra los estilos de ejecución del gamos abiertamente performativos. También podéis detectarlo porque en muchas ocasiones hablará de “fluir”.

Este gamos se presenta con el título de amor libremente elegido, y ésa es su performatividad específica, que se añade a la performatividad gámica. Crítico con el gamos tradicional, el “gamos libre” el “supragamos” es prácticamente idéntico, pero exigirá ser reconocido en su condición performada: la libertad. Libertad performada, como digo, porque se enuncia primero y después se realiza, contra el propio gamos, si hace falta, y con el fin de salvarlo.

Se dirá, “¿y en qué se diferencia esta evolución de la que experimenta la amistad?” Señalaré sólo dos cosas. Creo que serán más que suficientes.

La primera es que la madurez de la amistad implicaba que se desprendiera de nuestro repertorio conceptual. La amistad se superaba en una falta de división entre amistad y no amistad. Nada de eso puede decirse del gamos. Su división sigue tan clara como siempre.

La segunda es que la amistad jamás sufre rechazo. Su desarrollo lleva en sí mismo su abandono como vínculo performativo cuyo concepto reviste utilidad alguna. En muchas ocasiones el supragamos es el resultado de un rechazo explícito al gamos. No se rechaza el procedimiento, sino el propio vínculo. Sin embargo, se huye de él mediante un recorrido circular que devuelve al mismo sitio. El supragamos no es, en definitiva, sino un ejercicio de mala fe.

Si hacemos un gamos es porque algo en nosotrxs sigue queriendo un gamos, por más que hayamos llegado a la conclusión de que no debemos establecerlo. Dejar que decida ese algo no es una forma superior y profunda de libertad. Es, exactamente, renunciar a la libertad, porque ésta reside en la consciencia y en su capacidad de elegir. Si eso otro se impone a nuestra decisión, entonces no hay decisión alguna.

No separemos consciencia de inconsciencia, porque la deconstrucción requiere, entre otras cosas, de la perpetua presunción de inconsciencia. No señalemos gamos ajenos, por lo tanto, o no nos conformemos sólo con eso, ni critiquemos su performatividad. Centrémonos en recordar que, allí donde nuestra relación es también gámica, nuestra libertad es sólo una medalla que el inconsciente le ha concedido a la conciencia para comprar su silencio y encadenarla a la performatividad.

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lunes, 25 de septiembre de 2017

lo llamas "sexo", pero es sometimiento.


Afirmo con frecuencia que no sabemos qué es el sexo porque nuestro sexo no es sexo sino otra cosa.

Y como no tenemos nada más que eso a lo que llamamos sexo pero que no lo es, pues eso, el sexo, o no existe, o existe en un espacio tan reducido y oculto que no alcanzamos ni a verlo ni, mucho menos, a conocerlo.

Es una exageración, claro. El sexo aparece de vez en cuando, concretamente en cada ocasión en que lo otro a lo que llamamos sexo desaparece o se agota. Lo otro es el sometimiento, y cada vez que el sexo deja de ser atractivo, excitante y enloquecedor sometimiento, entonces aparece el sexo como actividad específica, propiamente sexual, esto es, referida a lo que el sexo dice de sí mismo: disfrute del placer facilitador del coito. No lo suele decir así, porque el sexo casi nunca usa un lenguaje preciso, pero esto es lo que pretende decir.

Sí, el sexo es eso que pasa cuando se acaba lo que llamamos “deseo”. Los desechos del sexo son el sexo. Por eso suelo simplificar diciendo que no tenemos sexo. Porque lo tenemos, pero no hacemos absolutamente nada con él. El sexo carece de cultura sexual. Es poco más que algo que pasa, casi por casualidad.

A lo que quiero dedicar el post es a reforzar la hipótesis primera: El sexo al que llamamos sexo hoy, nuestro sexo, no es sexo, sino sometimiento. Daré para ello cuatro razones. Así habrá una cierta variedad, como en las tiendas eróticas.


Históricamente, el sexo implica posesión.

Quienes estén familiarizadxs con el blog lo estarán también con este argumento.

“Poseer” ha sido siempre poseer a una mujer, y la ceremonia que realizaba la posesión era el coito. Poseer no es una figura retórica. Es la carga histórica de un término que hoy se pretende poético, pero que es siniestro, porque hace remover todas las implicaciones conservadas en nuestro contexto cultural traídas directamente desde el suyo. Que un hombre no adquiera posesión real sobre la vida de una mujer mediante la penetración no significa que la alusión a esa idea, tan próxima no sólo en el tiempo sino en el espacio, no vaya a remover emociones definitivas. Lo que el sexo ha sido hasta hace bien poco no desaparece de la cultura sexual de un día para otro.

No parece difícil entender el atractivo enajenante que implica la posesión sobre la vida, es decir, la adquisición de una esclava. El placer sexual (facilitador del coito) es absolutamente innecesario para explicarlo. Si se diera mediante una simple compraventa, o mediante una pura apropiación, el atractivo permanecería intacto.

¿Alguna vez habéis cogido setas? ¿Recordáis la excitación? Sólo eran setas. Imaginad lo que sería coger personas. Pues eso es el sexo: Coger y, por supuesto, ser cogida.
Nuestra cultura sexual es sometimiento explícito.

Hasta hace poco no era tan obvio, pero hoy a nadie se le escapa que “profundizar” en el sexo es, simple y llanamente, acercarse al BDSM. El BDSM es el mainstream de la masterclass. Por mucho que el mundo bedesemero se victimice y diga que la sociedad no respeta su idiosincrasia, lo cierto es que ocupa un lugar en nuestra cultura al que no podría haber aspirado ni en sus sueños más utópicos. El BDSM, es decir, la antítesis del modelo igualitario del sexo, está cerca de ser aceptado como sexo normal para quienes se sienten especialmente atraídxs por el sexo. Es decir, para todo el mundo.
Si más sexo significa más sometimiento, el razonamiento está claro. Lo que hay que agradecerle al BDSM es que muestre las cosas tal y como son.

Lo que el feminismo avanza por un lado lo recupera el machismo por el otro. A día de hoy la pornografía y el BDSM avanzan a galope tendido devastando el territorio de la igualdad.


Sin sometimiento no hay deseo.

Es casi el argumento complementario. De hecho, al BDSM no se accede siempre porque se busque más sexo, sino porque, en muchas ocasiones, el que se tiene se ha agotado. La manera de reverdecerlo es recuperar el carácter dominante y, para ello, hacerlo más y más explícito.

Volvamos a esa cama cenicienta en la que lxs dos amantes (heteros, para mayor claridad y perfección del estereotipo) se miran, desnudxs, impotentes, sin interés alguno por hacer nada unx con otrx.
Atrás quedó la fase de la conquista, en la que la incertidumbre azuzaba el deseo. Atrás quedó la fase de la ejecución de la conquista, en la que el sexo era salvaje y olía ligeramente a muerte

Atrás quedó la fase de afianzamiento de la conquista, en la que el deseo renacía cada vez que la conquista parecía peligrar ante la presencia de una nueva figura conquistadora. Atrás quedó también la fase en la que se intentó reavivar la sensación de conquista y, una y otra vez, se jugó a la primera cita, a ser desconocidxs, a violaciones y a control de la guardia civil.

Atrás quedó, por lo tanto, hasta el último vestigio de posesión posible. La posesión es ya definitiva y convincente. Está firmemente asentada en nuestra conciencia. El cuerpo que tenemos delante ha dejado de resistirse de manera alguna. Carece, por lo tanto de interés. El sexo mismo no nos atrae. Ahora que podemos hacer con él lo que queramos descubrimos que no hay nada que queramos hacer.


El sexo es insociabilizable.

¿Nunca os ha llamado la atención lo naturalizada que está la idea de que el sexo necesita privacidad?

A primera vista parece todo muy lógico. Estamos desnudxs, hacemos gestos feos, emitimos sonidos aún más feos, nos ensuciamos, nos decimos cosas íntimas…

El sexo público sigue siendo entendido como una parafilia, un añadido a lo que, en principio, parece que el sexo necesita ser.

Pero, ¿por qué va el sexo acompañado de todos estos elementos que dificultan su realización en espacios colectivos? ¿Por qué no puede el sexo moderar su expresividad hasta convertirla en algo civilizado, del mismo modo que se modera la expresividad al comer, por más canina que sea el hambre que tengamos?

Pensémoslo. Si lo que comiéramos fueran personas tampoco lo haríamos en público. Si lo que hacemos en vez de comer personas, que parece complicado, es escenificar su sometimiento de un modo que nos resulte convincente, tampoco parece que el espacio público, pretendidamente igualitario, sea el lugar más cómodo. Nuestro sexo no es público porque nuestro sexo no es tolerable para nuestros propios estándares éticos.

No es que seamos reprimidxs sexuales (que también, pero es una cuestión muy diferente). Es que nuestro sexo nos compromete, y elegimos la ausencia de testigos.
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Es manifiesto, por lo tanto, que el sexo, de suyo, no nos interesa, y que quienes abandonan lo que llamamos sexo es o porque están hartxs de perder en el juego del sometimiento, o están hartxs de no ser entendidxs como objeto digno de ser sometido, o porque, excepcionalmente, han entendido de qué va esto y, directamente, lo rechazan.

Tenemos, sin embargo, el espacio sexual disponible para construir algún tipo de cultura sexual. ¿La queremos para algo? Si decidimos probar sólo tenemos que ir al cubo de la basura y recoger todos esos trozos que habíamos tirado. A ver qué se nos ocurre hacer con ellos.

Porque lo otro que estamos haciendo, y que tanto nos atrae, y tanto nos preocupa perder, no es sexo. El sexo está siendo una coartada. Hemos disfrazado al asesino de payaso para poder decir que estamos en el circo. Y luego, cínicamente, advertimos: “cuidado con el circo, que tiene peligros. Al circo sólo con consentimiento”.