(artículo escrito para Poliamor en México y publicado en dicha comunidad de Fb)
La agamia es un recién nacido modelo de relación, concebido con la
intención de ser la alternativa, si no definitiva, sí determinante en el
abandono del modelo monógamo heteronormativo tradicional, así como de aquellas
variantes que éste ha producido con el fin de adaptarse y subsistir.
Como crítica radical a dicho
modelo, concebida respondiendo al sistema que éste representa, entiendo que
tiene una enorme capacidad aglutinadora para todas las personas que, no
pudiendo escapar de él, han adquirido la conciencia de que, en su seno, son
sometidas, degradadas o discriminadas, y se resisten en la medida de sus
fuerzas a asumir su necesidad.
Entre las formas de resistencia
más estructuradas y decididas, el poliamor ha ocupado desde hace ya más de dos
décadas un puesto emblemático y de punta de lanza. Su progresión, sin embargo,
ha encontrado notables dificultades a nivel tanto psíquico como social. Este
texto pretende ser un breve análisis de esas dificultades, así como de las
razones por las que la agamia
consigue superarlas en su práctica totalidad, convirtiéndose en el siguiente
nivel evolutivo de lo que el poliamor ha intuido perseguir. Para dar una noción
realista del valor de mi análisis, diré que las fuentes utilizadas para formar
una idea de lo que es el poliamor han sido el texto clásico de Easton y Hardy, The Ethical Slut, diversas informaciones
recabadas a lo largo de los últimos años, el seguimiento de blogs y redes
sociales sobre el tema y, por último, el conocimiento directo tanto de las
experiencias de otras personas como de las mías propias.
En el contexto del trato
interpersonal usamos el término “relación” de forma polisémica. Una relación es
un vínculo sexosentimental inspirado en el matrimonio reproductivo. Aunque
parezca una definición seria y comprometedora, es fácil detectar la inspiración
matrimonial en toda relación en la que el sexo actúa como sacramento. Que el
matrimonio sea un horizonte más o menos cercano importa poco. Lo relevante es
que el modelo matrimonial se acepta sistemáticamente: el “gamos” aparece siempre dando una sustancia particular e
inconfundible a la dinámica entre las dos personas que lo conforman. “Relación”
es, además, el término general que usamos, tanto para la dinámica del gamos como para cualquier otra. Es
decir, llamamos también “relación” a cualquier vínculo entre personas, por
minúsculo que sea, e incluso en su ausencia. Así, todas las personas estamos
relacionadas, y, de esas relaciones, una de ellas es La Relación.
El principio rector de la agamia es la eliminación de La Relación
y el desarrollo de las relaciones. La agamia
afirma que el gamos no sólo es
prescindible, pues nada necesario o deseable hay en La Relación que no se pueda
alcanzar en mejores condiciones en las relaciones, sino que es perjudicial para
la socialización misma, para el grupo, pues subdesarrolla las relaciones en
favor de La Relación. Para la agamia,
la razón por la que el gamos es no
sólo el modelo hegemónico, sino único, es precisamente este perjucio, es decir,
su utilidad como herramienta enajenante, distractiva y fragmentadora de la
cohesión social.
El poliamor ha ejercido de ariete
contra la incontrovertibilidad de La Relación, poniendo en duda su exclusividad
impuesta. Las grietas no sólo surgidas, sino siempre existentes, en la
observancia social de los principios de la monogamia heternormativa, han
inspirado la iniciativa de abrir el gamos
a la multiplicidad. En esa revolución está el germen del hundimiento del gamos.
Pero el poliamor, y el concepto
espontáneo de pareja abierta al que da cierta normatividad, ha encontrado
problemas irresolubles desde su origen en los que su práctica está anclada. La
razón es que, siendo fundamento para una crítica radical del gamos, el poliamor no constituye esa
crítica, sino que se conserva del lado del sistema al que da respuesta,
alimentándose de él y contaminándose así de sus contradicciones. El poliamor se
convierte, por lo tanto, en un formidable terreno de cultivo experimental para
hacer aflorar las falacias de la ideología monógama heteronormativa.
Lamentablemente, el poliamor se vive a sí mismo no como esa investigación
crítica incompleta, sino como un sistema acabado y parcialmente fallido, dado
que no escapa al grueso de los conflictos de la monogamia. La razón se
encuentra en su etimología, en su definición misma, ya que la ideología
monógama heteronormativa, ésa a la que el poliamor se enfrenta, se llama,
precisamente, “amor”.
Consignaré, tan sintéticamente
como obliga la extensión de este artículo, la naturaleza de dichos conflictos,
señalando cómo los aborda la agamia,
y dejando para el final al príncipe de todos ellos, sobre el que me extenderé
un poco más.
-Aceptación de la conflictividad y el dolor. El poliamor llega a un
pacto con el sufrimiento amoroso, abandonando el objetivo de su extinción y
sustituyéndolo por el de su paliación. La agamia
no entiende, sin embargo, las relaciones humanas como intrínsecamente
sufrientes. Considera, sin embargo, que carecen de conflictos necesarios,
siendo éstos propios de planteamientos equivocados o conflictividades
circunstanciales, en su mayoría originadas en la filosofía amorosa. La agamia no convierte las relaciones en un
extenuante centro de atención emocional, sino que las integra como aspectos
eficaces de la vida salvados, además, del tedio al que las condena la
monogamia.
Los textos que describen el
poliamor abundan en técnicas para sobrellevar el dolor. La agamia sólo utiliza estas técnicas para afrontar un dolor inminente
cuya causa aún no se ha corregido. A medio plazo el dolor sólo existe como
síntoma de disfuncionalidad. Sufrir por algo es el primer paso para no volver a
sufrir por ello.
-Transitoriedad de las relaciones. A pesar de ser un modelo
infinítamente más socio-flexible que la monogamia heteronormativa, el poliamor
sigue tratando Las Relaciones, es decir, los distintos vínculos gámicos
inspirados en el matrimonio tradicional, como historias de amor con principio
apasionado y fin traumático. Abunda, por lo tanto, en la tragedia monógama de
convertir nuestros lazos sociales más poderosos en coyunturas episódicas, (el
poliamor con una monogamia secuencial multilineal) devolviéndonos al
aislamiento y, por extensión, sumergiéndonos en la experiencia de la
anticipación del aislamiento, llamada melancolía.
La agamia concibe la vida como un creciente desarrollo del yo
individual en el yo social, produciendo vínculos que evolucionan en su conjunto
hacia una integración cada vez más íntima con el entorno e indistinguible del
mismo. En la agamia los vínculos se
fortalecen o se debilitan, creciendo en su conjunto, pero sin que la
incompatibilidad obligue a ningún tipo de poda periódica que conserve un número
manejable para permitir dedicaciones gámicas.
La persona ágama transforma su modo de relacionarse con el entorno a lo largo de
su vida, del mismo modo que todos lo transformamos en nuestras primeras etapas
vitales, hasta que la monogamia frena esta evolución extensiva, congelándolo en
el formato familiar.
-La ética promiscua es indefinida y contradictoria. La razón es que
acepta la ética intuitiva de la filosofía del amor, inculcada por el sistema
heteronormativo patriarcal, a la que aporta, eso sí, la exigencia de
responsabilidades de la que éste carece. Pero, dado que dichas
responsabilidades se dirimen en el terreno de lo intuitivo y emocional, como el
amor exige, su utilidad interpersonal queda sin efecto. La ética promiscua es,
por lo tanto, individual e incomunicable, quedando así confinada al ámbito de
lo privado. La agamia exige que las
relaciones queden bajo el paraguas ético del grupo, que no es sólo bajo el
juicio ético de los de fuera, en la medida en que un tercero tiene capacidad
para entender las supuestamente inexplicables razones del corazón, sino, sobre
todo, en la medida en que unas relaciones afectan a otras relaciones y al grupo
social en su conjunto. Desaparece así la laguna ética del amor, conocida excusa
tanto para abusos entre los miembros de las relaciones como para la gestación
de discriminación hacia las personas externas a dichas relaciones.
-Sobrevaloración del sexo. La curiosidad sexual y la oposición
contra su represión han sido fuerzas valiosísimas en la generación de actitudes
críticas y exploratorias de las que el poliamor es hoy día el aglutinador más
interesante. La mayoría de las personas carecen de la valentía necesaria para
reconocer y alimentar estas fuerzas hasta llegar a enfrentarse con el sistema
que las reprime, valentía que el poliamor sí demuestra. Pero si el sexo es la
vía de escape, no puede ser el punto de llegada. Al no poner en tela de juicio
nuestra cultura sexual, el poliamor se convierte demasiadas veces en un culto
al sexo, al mismo sexo cuya ideología los reprimía y en cuya liberación el
placer ha sido tan grande que ha eclipsado su original falta de sentido. En el
poliamor el sexo sigue siendo presentado como actividad sagrada, tarro de todas
las esencias y fuente de toda felicidad. La diferencia entre el poliamor y la
monogamia heternormativa es que, mientras que la persona monógama es feligresa
episódica de su culto, la poliamorosa se convierte en su sacerdote, portadora
de los misterios de un sexo que, por conservarlos, necesita de un ejército de
fieles desempoderados.
La agamia propone la “designificación” del sexo de sus significados
culturales, aceptando el vaciado de sus fuentes de placer en aras de su
humanización. Así, el sexo no será ni reproductivo, ni protector, ni
fusionante, ni morboso-posesivo. Quedará reducido a su facticidad sensitiva, de
la que deberán construirse los nuevos significados, sin la condición previa de
devolverle al sexo un papel crucial en nuestras vidas. A este nuevo sexo, postgénerico, gratuito,
transversal a la vida cotidiana, y subordinado a lenguajes más elaborados como,
sobre todo, el habla, lo denomino “erotismo”.
-Celos. Los celos son el perro guardián de la monogamia, y quien
quiera que pretenda escapar de ella tendrá que hacerlo luchando a brazo partido
contra sus afilados dientes. El poliamor no propone solución alguna a lo que,
en la práctica, es la fuerza bruta del sistema. Si los celos no existieran, la
filosofía del amor se derrumbaría ante la libre circulación de sus reclusos.
Pero sólo los que están dispuestos a cubrirse de profundas heridas tendrán el
privilegio de respirar el aire fresco de la libertad. Así, el poliamor se
convierte en un ejercicio de voluntarismo; un modelo para privilegiados, ya sea
de carácter, de deseo sexual (que no sé si deberían llamarse privilegiados) o,
sobre todo, entendámoslo bien, de medios. El poliamor, reconocido o no, es más
frecuente entre quienes pueden llevar a cabo una promiscuidad suficiente como
para que los celos compensen. Nuestra cultura, aparentemente promiscua, ofrece
dicha promiscuidad a grupos muy determinados, especialmente de clase media y
alta, normalmente en el ámbito de la doble moral conservadora. Cuando esta
posibilidad surge en entornos moralmente más responsables o concienciados, como
algunos colectivos homosexuales, el poliamor prende con relativa facilidad,
pero a costa del reconocimiento de dicha condición privilegiada.
El poliamor ignora en sus textos
y principios la hambruna sexual, inhabilitándose así como opción para aquellas
personas, la mayoría, para las que la conservación de la pareja es sexualmente
más rentable que la liberación. Para estas personas los celos son una fuerza
insuperable, pues las expectativas de disfrute sexual ofrecidas por la
liberación sexual de la pareja son muy reducidas. El lugar común de los foros
de poliamor, y sobre todo de los relatos privados, es el conflicto generado por
unos celos que, por ser vividos sin compensación, se vuelven atroces. Personas
absolutamente convencidas de la necesidad de abandonar el modelo monógamo son
disuadidas o derrotadas por unos celos frente a los que el poliamor ofrece sólo
paciencia.
La agamia sustituye el término “celos” por el de “indignación”,
desplazando la atención del conflicto sexual al conjunto de conflictos sobre
justicia o reparto afectivo. Así, habrá indignación legítima cuando la
acumulación de ira y tristeza venga causada por el incumplimiento de una expectativa
de atención legítima, es decir, formada de manera justa en función de los
compromisos adquiridos. En caso contrario, se hablará de indignación ilegítima.
Pero entre los compromisos que se
adquieren por participación en los vínculos sociales está el amparo. Cada
individuo tiene derecho a exigir de sus relaciones un cuidado razonable de sus
necesidades, entre las que se incluye la integración en la vida erótica del
grupo. El fracaso sexual como fuente de celos queda así desterrado de la agamia, en tanto que para que yo
disfrute de mi libertad erótica debo, en la medida en que me comprometan mis
vínculos creados, hacerme cargo de que las otras personas también disfrutan de
la suya. El problema de la posesión queda también neutralizado, porque desaparece
la necesidad de posesión que genera la hambruna y su tendencia a la
distribución desigual. No desearemos poseer sexualmente porque descubriremos
que tenemos lo que necesitamos, y que lxs otrxs no están allí porque nosotrxs
los poseamos, sino porque se comprometen libremente con los vínculos que nos
unen a ellxs.