Mostrando entradas con la etiqueta RELATOS. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta RELATOS. Mostrar todas las entradas

lunes, 9 de octubre de 2023

Agamia. Primera noche

 


Durante el ya largo periplo de este blog, cuya razón de ser es exponer la propuesta relacional ágama, he procurado que a los textos teóricos o ensayísticos acompañara la literatura, casi siempre a través del relato breve.

La razón es que la teoría resulta insuficiente. No solo porque lo es a efectos divulgativos, sino principalmente porque la especulación no alcanza el aliento posible si no puede poner en movimiento toda la libertad de la ficción.

No incidiré en las razones que ligan inseparablemente a uno y otro lenguaje, expresadas de muy buena manera millones de veces en tantos lugares como el ser humano ha llegado a encontrar un momento, no para pensar, pues ese momento es cualquira, sino para pensar en cómo piensa. Solo confesaré, como humilde prueba de ello, que, para mí, todo esto empezó, hace justo treinta años, a través del lenguaje literario, y que fue mediante pequeñas, y tal vez extrañas, historias de amor, como logré esculpir unas primeras ideas que ya ni eran ni debían ser cuentos, porque podían asirse con claridad tanto por su autor como, presumo, por quienes las escuchaban. Hasta el hastío me reprocharon que traicionaba al amor al expresarlo a través del lenguaje de la filosofía, pero yo sabía que con la literatura lo había traicionado ya mucho antes.

Nunca concebí dejar de contar la agamia a través de la ficción, y hoy sigo concediéndole un lugar prioritario. Por eso he vivido la redacción del volumen de relatos que acabo de concluir con pasión y, a la vez, con urgencia. Todo en Agamia. Día uno, tan sistemático, está, a la vez, incompleto. A nadie se le escapa esto. Pero no solo porque el día dos debe necesariamente sucederle, sino porque si queremos que ese día amanezca, es necesario antes bajar un poco la luz, difuminar las formas, y volver al terreno de la especulación más nocturna e íntima.

Este post pretende solo anunciar que la redacción del libro está concluida. Aún tardará en dejar de ser un sueño, porque debe revisarse con el mimo obsesivo a que obliga no saber dónde está la verdad, si es que la hay, del envoltorio enigmático que manejamos.

Pero ya viene.

Cerrad los ojos.


EL LABORATORIO ERÓTICO DE SOFÍA. DISCÍPULO PERFECTO

(si no conocéis a Sofía ni su proyecto experimental quizá prefiráis ojear los textos anteriores antes de leer este relato.)

He forzado hueco en mi apretada agenda porque tengo una cuestión importante que tratar con Sofía.

Le escribo para decirle que, si no tiene inconveniente, si no la cojo ocupada, voy para allá, para su casa. Le digo que así se lo facilito, que no necesita moverse, que puede aprovechar mejor el tiempo.

Me contesta que “de acuerdo”, y entiendo que ha llegado a barajar la opción de darme cita en lugar de despachar el asunto de inmediato. A pesar de mi discreción ha adivinado la prisa y lo ha hecho bien. Cada vez nos entendemos mejor, y hay más cosas que llegamos a decirnos sin palabras. Es justo de eso de lo que quiero hablarle. Justo de eso.

-¿Qué tal he respondido a la última actividad? – pregunto con un temblor en la voz que es muy ligero, pero que puede no habérsele escapado.

La ceremonia de recepción no es más que la entrega de un vaso de agua que, sin embargo, ya lo enciende todo. No sucede siempre. A veces estar en casa de Sofía conlleva la amenidad limpia de una lectura. Entiéndaseme: puede o no haber lectura, pero el tiempo, la acción, pasa como si alguien se hubiera encargado de procurarle el ritmo de una buena historia. No voy a cometer la vulgaridad de decir que son momentos “deliciosos”. Prefiero equivocarme a mi manera y llamarlos “perfectos”.

Pero otras veces la atmósfera se prende. Es torpe, ¿no? Pensamos invariablemente en calor cuando una interacción se carga. Decimos que se caldea, que se pone al rojo, que hierve. Lo pensamos porque la energía puede ser calor, pero sobre todo porque vemos la nuestra como ardor guerrero. Cargarse es inflamarse de la fuerza con la que entraremos temerariamente al choque, o con la inconsciencia, más temeraria todavía, con la que ahondaremos entusiasmadxs en nuestra derrota.

En casa de Sofía la carga es gélida. Allí el incendio es el que se siente en el vagón de una montaña rusa, cuando se avanza lenta e inescapablemente hacia un despeñadero. Ese giro de la vía que tú ya no ves, pero que tienes la necesidad de imaginar porque no quieres que el pánico te haga saltar del coche y precipitarte sobre una fantasía esquizoide de maderas oscuras y crujientes: ese giro es frío, porque es miedo.

Pero también porque es control. Es la captación violenta de que lo que queda por hacer es abrir los ojos cuanto sea posible a todo lo que viene, dado que ya nada, salvo aprovechar la oportunidad, está en tu mano. Se encuentra en las de Sofía. Ella ya ha trazado el camino. Y siempre, sin excepción alguna, es vertiginoso. ¿Cómo no iba a declamar mi frase preparada con un ligero temblor, si le proponía con ello que me arrojara al vacío?

-Bien – contesta, y da así comienzo al juego.
-Le estoy pillando el truco. No quiero decir que haya truco. O que sea un solo truco. Pero hay algo general que parece que estoy entendiendo, ¿no?
-Estas cambiando de fase.

Mi rostro se ilumina. Yo no lo veo, pero si tuviera que describir mi rostro iluminado por la alegría querría tener una foto de este momento.

-¿Cómo es la nueva fase? – Es ella quien lo pregunta. No soy yo, aunque la voz ha parecido salir de algún lugar dentro de mi cabeza.
-Más avanzada. En todo.
-¿Con más pruebas?
-Sí.
-¿Con más encuentros físicos?
-Claro.
-¿Más personales, esos encuentros? ¿Más exclusivos?
-Eso es.
-¿Dirías que es una fase más intensiva?
-¡Sí! Más intensiva.
-¿O prefieres la palabra “intensa”?
-…

El carro ha llegado al final visible del raíl. Solo ella sabe en qué dirección voy a abismarme. Pienso que todo ha sido demasiado rápido. ¿Cómo ha podido haber sucedido ya? ¿Cómo puedo estar ya aquí? Si apenas he ascendido unos metros, ¿por qué voy a caer desde un precipicio?

-Israel, ¿te has enamorado?
-¡¿Cómo?!

Sofía guarda silencio. Mucha gente lo hace ante una respuesta que no es una respuesta. Ella, a veces, también.

-¿¡De quién?!

Sigue esperando. Si yo estuviera enamorado de otra persona, ella aspiraría ese amor con la mirada que me clava ahora. Si yo no estuviera enamorado tendría, ante ella, la obligación moral de enamorarme. Es mármol transparente, como los ojos de lxs inmortales. Incisiva, fuerte, buena y despiadada. Invita a la verdad, pero solo reaccionará a la verdad.

-No.

Silencio.

-Sí.

¿Dónde estoy? ¿Qué acabo de decir? ¿Cómo puedo ser yo ese, si soy justo su contrario?

-¿Y qué vas a hacer?

No puedo creer lo que pasa. No sé si me encuentro en el fondo de un pozo desde el que estoy viendo por última vez la cara de Sofía, o en una nave espacial, abandonando la atmósfera, a punto de empezar a recorrer con mi maestra un número infinito de galaxias. Es el punto cero de la vida y la muerte. Nacer sabiendo, esta vez, que naces.

Pero su pregunta no alude a cielos ni a infiernos, sino a la vida humana que, de momento, sigue transcurriendo emparedada entre ellos. Me acaba de recordar que soy libre, como no lo son los ángeles ni los demonios. Y que me encuentro ante el duro trabajo de decidir.

Estoy convencido de que no esperaba esto y, sin embargo, tengo un discurso totalmente premeditado que pronunciar. Aparezco, como en un sueño, en un lugar inesperado que he elaborado yo mismo. Pero me ha traído ella. Ella es el sueño. No el sueño que cierra los ojos a la vigilia, sino el que los abre a ese único otro mundo que habitamos y en el que lamentamos la inconcebible paradoja de ser impotentes y, a la vez, diosxs.

-Es un enamoramiento virtuoso.

Sofía me invita a proseguir con un gesto de la mano. Se diría que algo en ella se ha suavizado. Es la mirada, de nuevo. Cuando mira así apetece explicar cosas. No. Apetece explicarlo todo. Eso es. Apetece enseñarle el alma como si se le enseñara la casa.

-Sabemos que llamamos “amor” a dos tipos de exaltación afectiva. La primera es la alegría resultante de anticipar la realización segura de un deseo hacia alguien. La segunda es la angustia resultante de la incertidumbre ante esa realización.
-¿También de un deseo, quieres decir?
-También, sí.
-El deseo, entonces, es común a los dos amores.
-Sí, la diferencia es la adecuación en la designación del deseo. Si el deseo va a ser realizado, el amor es una exaltación alegre, pero si no…
-También exalta –interrumpe.
-Sí, pero en sentido opuesto. Generando ansiedad, tristeza, hipomanía… ciclotimia amorosa.
-En las dos ocasiones hay un deseo exaltado.
-Sí.
-Y en ambas el sujeto concibe que realizará su deseo.
-Sí.
-Solo que en uno de los casos no lo hace.
-Eso es, cuando las expectativas están mal concebidas.
-La diferencia es la calidad de las expectativas.
-Esa es la clave.
-Pero desconocemos su calidad hasta que comprobamos si el deseo se realiza o no.
-Hmm… vale.
-De modo que tu enamoramiento será virtuoso o no en función de cómo yo responda al deseo que contiene.

Recuerdo aquellos sketches de Barrio Sésamo en los que Epi repartía alguna golosina entre él y Blas. Blas la aportaba, por supuesto, de su propiedad, y Epi se ofrecía a hacer una justa distribución entre compañeros que el otro, para su perjuicio, no podía rechazar. Entonces Epi dividía la galleta, o el plátano, o una tarta, en dos partes claramente desiguales. La pequeña era para Blas. Mientras Epi comenzaba a engullir su pedazo Blas protestaba diciendo que no era justo que a uno le tocara más que al otro. Epi dejaba entonces de comer, reflexionaba y le concedía la razón: los dos trozos de tarta eran distintos, solo que el mayor, ahora que el de Epi había sido menguado, era el de Blas. Así que Epi cortaba un buen pedazo de la tarta de su amigo y lo unía a lo que restaba de la suya, dejándole de nuevo peor provisto. Blas caía en el error de protestar las veces suficientes como para no llegar a probar su propia tarta, o para obtener de ella un fragmento tan reducido que la humillación resultaba un castigo aún peor.

Sofía acaba de dividir en dos mi tarta de enamorado. Se ha quedado, me temo, con la mejor parte. Pero estoy casi seguro de que cualquier cosa que yo diga solo va a servir para reducir aún más las dimensiones de lo virtuoso en mi enamoramiento.

-Sin embargo no puedo responderte, porque todavía no me has dicho qué deseas.

Es verdad: no le he dicho qué deseo. He admitido que estoy enamorado. También le he dicho que aspiro a un cambio de nivel como discípulo de su laboratorio erótico. Ella me ha sonsacado que de ello espero más tiempo, dedicación y exclusividad. Todo eso es verdad. Pero ya ha quedado claro y, a pesar de ello, me pregunta ahora qué deseo. Eso significa que deseo otra cosa. Y que no sé cuál es. Y que ella, para variar, sí lo sabe.

Es demasiado tarde para tomármelo con tranquilidad. No tengo nada qué decir. En casa de Sofía no se reflexiona con el reloj en la mano, pero la precipitación acaba demostrando ser una pérdida de tiempo. Pérdida de tiempo con ella. Del que se pasa con ella, quiero decir. El que se pasa con ella se pierde, como si no se hubiera pasado. Y después es trabajoso perdonártelo.

¿Qué deseo? Tengo la pista de mi, ahora en apariencia ridícula, propuesta de ascenso, y de las ventajas que Sofía le ha atribuido. Ya sé que me está diciendo que lo que deseo es más de ella y nada más, incluso todo lo posible. Incluso, bueno… Cualquier cosa.

Pero no es esto lo que intuyo. Lo que llega a mi conciencia es un sentimiento que tengo que calificar de puro y de bueno. Quiero algo que está bien, y es por eso por lo que he concebido el subterfugio de dedicarme con más ímpetu al laboratorio. ¿Hago mal? Si mi deseo no es este he actuado virtuosamente derivándolo hacia algo noble y útil, y conformándome con ello. Quizá esté relacionado con el sexo, o con alguna forma de fantasía de pareja, o incluso con una apropiación sexual… ¿Qué más da, si acaba adquiriendo esta forma? Parece una conclusión defendible, y me aferro a ella.

-Quiero ese cambio de fase.
-No te he concedido un deseo. Te he preguntado por uno. Te pido la verdad y me devuelvas una elección.
-No conozco la verdad de mi deseo.
-¿Y cómo te atreves, entonces, a llamarlo “virtuoso”?
-Porque está inspirado por ti. Porque es un deseo hacia ti.

A veces me pregunto si Sofía debate con nosotrxs para poder hacerlo consigo misma; para poder encontrar en nosotrxs justo aquello para lo que aún no tiene respuestas. Estas cosas, estos oráculos llegados con el eco cavernoso de la inconsciencia, son los tesoros que diría que aspira a extraernos, y que nosotrxs le proporcionamos como muelas valiosísimas, invisible y originalísimamente cariadas.

-Me amas, Israel.
-De acuerdo.
-¿Y tu libro?
-¿Qué le pasa a mi libro?
-Allí escribiste que no debemos amar.
-Escribí que amar no es recomendable, porque es un placer derivado de una idealización alienante. Pero no escribí que no debamos amar como experimento controlado, puntual, a baja escala.
-¿Tu amor por mí es un experimento controlado, puntual y a baja escala?
-No. Es un buen amor. Es un amor virtuoso, simplemente porque es por ti, que lo eres. Es la integración de la teoría con la vida; de la conciencia con su objeto. Es la realización definitiva; la finalidad de este laboratorio. Este laboratorio me busca a mí. Y tú puedes compartir mi exaltación. Puedes recibir mi amor con tu propio entusiasmo amoroso por haber encontrado al discípulo perfecto. Eso también es un amor virtuoso. Siéntelo, Sofía.
-Me estás cambiando las reglas.

Veo claro que me he hecho con la iniciativa y quiero contestar automáticamente, insistir en un razonamiento que encuentro poderoso y que estoy seguro de que está mellando su convicción, pero hay una fuerza superior que me detiene como si fuera yo un bebé que gateaba despreocupado y al que unos brazos adultos han elevado del suelo inesperadamente. Intento comprender qué acaba de pasar mientras agito en el aire mis tiernas piernecitas. Es como si ella me hubiera hecho un pequeño gesto con la cabeza indicándome la aparición de una amenaza ominosa a mi espalda.

Lo entiendo enseguida. Ha pulsado el botón rojo con el que se apela a la autoridad que nos gobierna. No puedo, no logro hablar, porque yo ya no tengo la palabra, dado que no tengo palabra. Al contrario, me he convertido en objeto de la palabra. Soy aquello de lo que se debe hablar. Acabo de ser denunciado ante el más alto de los tribunales.

He conculcado la ley. Mi propia ley. Podría contestar de inmediato que escribí ese libro hace tres años, y que muchas cosas pueden haber cambiado desde entonces. ¿Por qué no reivindicar la evolución? Podría, incluso, seguir cavando el mismo agujero y decir que he trascendido mi pensamiento mediante el encuentro con un pensamiento superior: el suyo. Pero recurrir a cualquiera de esos trucos sería volver a delinquir. Si fuera simplemente capaz de decir alguna de esas cosas no estaría aquí; nunca habría sido admitido por Sofía.

Lo sé sin saber si ella alguna vez me ha puesto como condición saberlo. La ley no es inamovible. Puede ser cambiada. Pero no por la voluntad de los individuos que deben cumplirla, sino por el procedimiento que ellos han establecido para abstraerse de su propia voluntad. La justicia debe vigilar que no se confunda el cambio de ley con su incumplimiento. Y debe castigar esto último. Pero la justicia no tiene forma de castigar el incumplimiento de la ley que se imponen dos personas. Dos personas están solas, y su respeto a la ley depende de que ellas hayan logrado proyectar esa entidad superior capaz de castigarlas. Esa entidad se llama “dignidad”. Yo estoy a un pequeño paso de perderla. De dejar de ser digno de Sofía, de estar aquí, de todo.

-¿Qué deseas, Israel?
-Ya te lo he dicho: no lo sé.
-Y, sin embargo, estás luchando con todas tus fuerzas por lograrlo.

Con todas mis fuerzas. El entusiasmo amoroso. Sí. Con todas. No cabe duda. No debo de haberme dejado ni una pizca de fuerza, porque no siento ninguna.

-Es tu siguiente prueba. Debes descubrirlo y traérmelo. Me pedías más frecuencia. Esta es mi respuesta: ven cuando lo tengas. No vengas si no lo tienes.
-¿Y qué harás con ello?
-Diseccionarlo, por supuesto.
-Sabes a qué me refiero. Mi deseo. ¿Qué será de él?
-¿Quieres que te lo traduzca? Muy bien: juzgarlo.
-¿Y entonces?
-No hay ningún “entonces”. Si es un buen deseo será cumplido. Si no lo es…
-Lo rechazarás –interrumpo, desolado.

Soy un niño llorando, como tantas otras veces, pero ella no lo condena, porque sabe que ahora he quedado indefenso, y está bien que sienta miedo.

-No lo haré yo –me dice, y es como si el espíritu de Sofía entrara en mi cuerpo para abrazarse a mi estómago aterrado, para cuidarme y protegerme- Lo harás tú.









lunes, 6 de agosto de 2018

amistad



Me escribe un amigo y me propone vernos.

“¿Cómo estás? ¿Ya de vacaciones? Hace mucho que no quedamos para tomar algo. ¿Buscamos un día?”

Me alegra leer esto y enseguida repaso mentalmente mi agenda para localizar huecos disponibles.

Pero, al hacerlo, la sensación cambia y deja de ser agradable.

Me sorprende.

Reproduzco lo sucedido para entenderlo. Leo el mensaje. Bien. Busco huecos. Mal.

No es desgana, de modo que se diría que quiero realmente encontrarme con mi amigo. Tampoco es angustia, así que no parece que haya un exceso de responsabilidades que necesite desatender para ocuparme de esta cita.

Es rabia.

Muy sutil, y casi me pasa inadvertida. Pero es rabia. No hay duda. Algo hace que buscar espacio en mi agenda me resulte injusto. ¿Qué es?

La primera candidata a explicación es siempre la reciprocidad. Su ausencia. Pero no parece que tenga sentido. Si es él quien da el paso de proponer, ¿no deberé ser yo quien dé el paso de concretar?  ¿Estoy haciendo algo que él no haría?

Imaginemos que fuera yo quien hubiera propuesto… No. Imposible.

Hace más de dos meses que le mandé un mensaje similar, no recuerdo si el tercero o el cuarto, y su respuesta fue, como en los anteriores, una postergación indeterminada. “Qué mal me pillas. A ver si en unos días”. “Estoy liadísimo, pero queda pendiente”. “Nos vemos pronto. Te llamo yo”.

Tiempo atrás nos veíamos con frecuencia, pero esa frecuencia se ha reducido drásticamente en el último año.

No es cierto que se haya reducido. Ha quedado en nada.

Hace solo unas semanas que decidí entender el mensaje de que nuestra relación había cambiado y que se quedaba en cordialidad. Ahora he tardado en recordar aquella decisión. Menos mal que estaba esa rabia tan leve, tan lejana.

Así que es eso. Eso es lo que me indigna: Estoy haciendo algo que él no haría.
Pero esto no acaba aquí. Me toca juzgar esta indignación. No voy a despreciar la propuesta de un amigo solo porque me haya sentido mal al pensar en aceptarla. Puede ser orgullo, puede ser un mal momento, puede ser demasiado poco, puede ser otra cosa.

Tras un año sin apenas contacto no sé muy bien en qué estará consistiendo su vida. Me ha dicho en todas las ocasiones que estaba demasiado ocupado. Algo que he dicho yo a gente a la que no me apetecía mucho ver. O que me apetecía, pero menos que el resto de las cosas que podía hacer en ese momento.

Recuerdo también situaciones contrarias. Momentos de encierro y renuncia a planes que me apetecían mucho más que otra tarde en casa encadenando una infinidad de solitarias tareas variadas con fondo musical indiferente. Recuerdo incluso la preocupación por estar transmitiendo a algunas personas la sensación de que no quería verlas, y por la posibilidad de tener que enfrentarme después a su recelo.

No tengo información suficiente. Y ante esta incertidumbre parece mezquino someter a una amistad a cálculos de simetría forzosa.

Y, sin embargo, la posibilidad de estar siendo mezquino no hace remitir la indignación. Sería fácil obviarla, porque es casi imperceptible. Se diría que incluso está deseando encontrar la forma de desaparecer. Pero la reflexión sobre la mezquindad no le ha afectado. Hay algo más. O lo que hay es más grande.

Esto, todo esto, tampoco lo he hecho en otras ocasiones.

Aquí estoy. Dándole vueltas al tema. Sopesando mis razones para actuar de una u otra manera. Determinando qué es lo más justo. Demostrando, en definitiva, que el asunto, para bien o para mal, me importa.

Y es algo que tampoco imagino en él. Quizá es de nuevo un error, y quizá en este momento está pensando que ojalá yo no esté pensando, o que al menos, cuando piense, piense que él está pensando también. Pero todo esto empieza a parecerme demasiado para hacerlo depender de una intuición. Y hay que añadir otras reflexiones, de otros momentos, otras ocasiones en las que he pensado que nuestra relación se retraía, y que ese pensamiento me generaba no solo atención sino, sobre todo, una cierta amargura.

Desde la última vez que nos vimos hay dos cosas que me ha proporcionado nuestra relación. La pequeña es esta serie de ratos de pequeño malestar. La segunda es la disposición a superarlo mediante la cita que nunca se producía.

Lo que este proceso ha producido es una subalternidad. Nuestra relación igualitaria ahora es una relación de inferioridad, manifestada sobre todo en el hecho de que yo estoy siempre dispuesto a quedar con él, y él… bueno. Él siempre me tiene disponible.

Ahora él es más que yo, o así lo reconozco yo si acepto su propuesta sin tener en cuenta que él no ha aceptado las mías.

Sé que mi autoestima no puede depender de eso, y que en realidad solo depende un poco. También sé que la cita misma arriesga su superioridad, porque esta ha nacido de no vernos, y encontrarnos, o sea, cambiar de medio, obliga en gran medida a retomar la relación donde la dejamos la última vez, es decir, en un lugar peor para su propia autoestima del que ella ocupa ahora. Sé, por supuesto, que puedo pelear abiertamente por esa posición, y que puedo prepararme por si percibo alguna tentativa de transformación por su parte. Puedo planificar un contraataque y puedo tener éxito en él. Y sé, por último, que todo esto no es tan grave, que este purismo también tiene un precio, y que esta decisión, para ser eficaz, incluso equivocándome, tendría que haberla tomado ya.

“Claro!” –contesto. “La semana que viene estoy bastante libre. Dime un día.”

Algo por ahí dentro ha saltado sobre mi estómago. Como si la indignación se hubiera sobreindignado por no hacerle el caso suficiente. Solo he necesitado ver el mensaje enviado para saber que me arrepentía. La razón seguía oculta, pero el arrepentimiento era inequívoco.

Me he quedado clavado mirando la pantalla. No esperaba una respuesta inmediata. Mi amigo no suele darlas. Al menos a mí. Al menos últimamente.

escribiendo…” –leo. Y no es mucho lo que escribe.

“La semana que viene imposible. Pero encuentro hueco pronto. Ya te llamo yo.”



lunes, 21 de mayo de 2018

gurú



Estoy viendo con entusiasmo Wild Wild Country, y me apetece mucho hablar de gurús (o gurúes), así que os voy a contar la historia de uno.
_

Hace muchos años, en la época de los maestros, vivió un Gran Maestro de la Espada cuyas enseñanzas eran solicitadas por los más expertos guerreros.

El Arte de la Espada, según lo enseñaba aquel Maestro, no se reducía a la técnica de lucha ni a la disciplina del cuerpo, sino que incluía la disciplina de la mente y la filosofía de la vida.

Cuando hablaba del mundo, de las mujeres y de los hombres, de los animales y de las plantas, de las ciudades y de los reinos, de la muerte y de los océanos y de las estrellas, siempre utilizaba imágenes relacionadas con la espada.

“¿Veis el afilado filo de vuestro acero?” decía. “Podréis llegar a ser tan expertos que con él seáis capaces de separar cualquier cosa de cualquier otra. Pero de nada os servirá si no sabéis qué es lo que debe ser separado”.

“¿Ves cómo avanza la gota de sangre de tu enemigo por el filo de tu espada? Así avanza el pensamiento. De su herida nace el deseo de saber, y si posee tesón suficiente descubrirá tarde o temprano qué mano lo hirió. ¡Que vuestra sangre nunca deje de buscar!”.

“Recuerda”, decía en otra ocasión, “tu espada nunca está guardada. Incluso cuando permanece en su vaina apunta a todos cuantos te rodean. Ellos no lo olvidan. No lo olvides tú”.

Y así seguía y seguía…

En la puerta de su casa se leía esta inscripción en letras sencillas y solemnes: LA ESPADA ES LA VIDA. HAZ DE LA ESPADA TU VIDA. HAZ DE TU VIDA UNA ESPADA.
Tanta fama tenía este Maestro que incluso quienes no amaban la espada conocían las historias que se contaban sobre él, y lo admiraban. En una ocasión varios hombres que odiaban el uso de las armas acudieron a su casa y solicitaron respetuosamente hablar con él.

-Maestro, -dijeron. -Nuestra región se ve atribulada por continuos actos violentos. Todos creen que amenazar, batirse, herir y matar son los caminos para solucionar los problemas. Muchos de ellos incluso enarbolan tu nombre cuando atraviesan a niños con sus armas. Te pedimos ayuda.
-Quienes usan mi nombre para realizar actos viles no conocen mis enseñanzas –lamentó el Maestro.
-Maestro, eso no los frena. Dicen que no son tus discípulos, sino los discípulos de tus discípulos, o los discípulos de los discípulos de tus discípulos. Algunos dicen que son seguidores directos de El Arte de la Espada.
-Todos mienten. Y todos deben ser condenados –fue la sentenciosa respuesta del Maestro.
-¿Podrías condenarlos tú, Maestro? ¿Podrías pedir a la gente que abandone El Arte de la Espada?
-¿Cómo podría hacer eso? –contestó el Maestro con sorpresa. –La espada es la vida y su Arte es el arte de la vida.
-Maestro, la espada también es la muerte. Lo es para nuestras familias, para nuestras aldeas y para toda nuestra región. La espada es lo que nos está quitando la vida. Sin la espada habría vida…
-¡Silencio! -Interrumpió el Maestro. –Mira bien a tu alrededor antes de pronunciar palabras cuyas consecuencias no sabes calcular. Dime, ¿no es cierto que la violencia se ejerce con todo tipo de armas, no solo con la espada, y que, a falta de armas, son las manos desnudas las que se convierten en verdugos?
-Así es, Maestro.
-¿Y no es cierto que esa violencia es a veces tan espantosa o más aún que la que pueda ejercerse con la espada?
-Es cierto, Maestro.
-¿Por qué culpáis, entonces, a la espada de lo que hacen los hombres?

Los visitantes guardaron silencio, cabizbajos. La pregunta del Maestro quedó resonando en el aire como un imponente paisaje dibujado con su voz. Nada más podía oírse, salvo el agua de un arroyo corriendo sorda e impasible. Una breve ráfaga recorrió el patio y alcanzó algunas ramas del hermoso avellano que sombreaba el arroyo, y estas se agitaron levemente.

Sin levantar la mirada, uno de los visitantes dijo:

-La espada los alienta. Las espadas están por todas partes y los hombres se sienten atraídos por su poder. Cuando tienen en sus manos la espada desean usarla y cuando la usan desean hacerlo aún más. Cuantas más espadas existen más escuchan a quienes les hablan de El Arte de la Espada, y cuanto más les hablan de él, más espadas fabrican, más poseen, y más matan con ellas. Maestro, cuando nuestra gente oye hablar de El Arte de la Espada sabe que la espada viene detrás, y detrás de ella la muerte. Acudimos a ti para pedirte que reconsideres tu arte, porque lo que tú estás enseñando como vida es lo que está acabando con nuestra vida. Te pedimos que anuncies al pueblo que condenas el Arte de la Espada. ¿No podrías decirnos que siguiéramos el arte de la música, o de los tejidos, o de la tierra? ¿No podría expresarse la vida con un arte que diera vida? Muchos te escucharán y se avergonzarán de sus espadas, y las guardarán en lugares escondidos donde quedarán olvidadas. Y entonces habrá menos dolor en nuestro pueblo, porque habiendo menos espadas habrá menos heridas y la sangre dejará de teñir cada gota de agua.
-Eso es una estupidez –respondió el Maestro con desprecio. -¿Veis muchos laúdes en mi casa? ¿Y telares? ¿Y arados? Mi casa está llena de espadas, y puedo decir que jamás se ha herido a nadie con ellas.



martes, 12 de diciembre de 2017

la ciudad de las mujeres.


...así que las mujeres decidieron relacionarse entre ellas. y se fueron.

entonces los hombres las despreciaron, les dijeron que ya los echarían de menos. que ya volverían.
pero pasaba el tiempo, y ellas no volvían.

entonces los hombres buscaron a las pocas mujeres que quedaron con ellos.

pero eran pocas. y sólo los más poderosos las conseguían, y esto a cambio de mucho poder. y ellas utilizaban el poder para someterlos.

entonces muchos hombres decidieron relacionarse entre ellos.

pero cuando lo hacían eran sometidos por sus propios compañeros, o por los hombres que los veían, o por su sensación de fracaso.

entonces muchos hombres, sometidos por algunas mujeres, o por los hombres más fuertes, o por su propia conciencia, escaparon en busca del lugar donde las mujeres vivían y de donde no esperaban ya verlas volver.

pero no lo encontraron.

las llamaron.

pero ellas no contestaron.

miraron por todas partes.

pero sólo había arena.



entonces los hombres que habían escapado volvieron.

pero al hacerlo fueron rechazados por los otros hombres, y también por las mujeres que los dominaban. Y fueron llamados “mujeres”.

“¡las mujeres han vuelto!”, dijeron. y los aceptaron a cambio de darles ese nombre.

entonces los hombres a los que llamaban mujeres intentaron recuperar su hombría. primero pidieron dejar de ser llamados mujeres. después pidieron dejar de servir a los hombres. después pidieron dejar de ser asesinados.

pero los hombres los asesinaban, y los esclavizaban, y los llamaban “mujeres”.

y esto pasó durante mucho tiempo.

…así que, un día, los hombres que eran llamados “mujeres”, y que nadie recordaba que habían sido hombres, se fueron.

salvo algunos, que se quedaron, porque querían llegar a reyes.


martes, 5 de diciembre de 2017

el laboratorio erótico de Sofía: ¿UN CAFÉ EN MI CASA?


Sofía me ha propuesto tomar un café.

-Claro –digo. -¿Cuándo? ¿Dónde?

-¿Te apetece conocer mi casa?

Dos frases y ya ha empezado el hormigueo. ¿Qué significa “conocer mi casa”? ¿Qué está tramando? ¿Qué ha tramado? Y, ¿qué sentido tiene resistirse?

-Vale –contesto. Respondo con brevedad para poder sonar natural. Antes de dejar el móvil ya sé que habría sido mejor manifestar abiertamente mi estado de ánimo. He disimulado lo indisimulable, y al hacerlo he hecho el ridículo. El primero. Veremos de cuántos.

No tengo, por supuesto, ni la más remota idea sobre lo que va a suceder. Es, efectivamente, la primera vez que voy a su casa, y me pregunto si eso significa que por fin “toca”. No sé si vamos a tener una relación erótica, si me va a someter a uno de sus experimentos o si se tratará de alguna mezcla de ambas cosas. En cualquier caso me parece una situación de alto riesgo sexual, de modo que decido prepararme. Es sólo por si acaso. Por no estropear la oportunidad si se presenta.

Sofía me convoca a las 5 del viernes. “¿Quieres que lleve algo?” –le escribo. “No es necesario. Yo sí tendré algo para ti.”

Estar preparado para lo que pueda suceder, pero que esa preparación no resulte demasiado evidente.

Como en tantas otras ocasiones, con tantas otras personas, tengo la sensación de que se juega con mi deseo, y de que se me obliga a realizar un trabajo que puede servir de algo o no servir de nada, sin consideración hacia ese esfuerzo. Preferiría, y en realidad lo esperaría de Sofía, que, si no va a expresar con claridad lo que quiere de mí, al menos haga una insinuación que yo pueda entender. Algo como “no hace falta que te afeites”.

Me resigno a realizar los aseos y arreglos propios de cualquier salida de viernes, sin saber si volveré pronto o tarde, si tiene sentido o no pensar en un verdadero plan de viernes para después o si éste ya es más de lo que puedo manejar. Esa resignación incluye dedicarme a una cuidadosa selección de toda mi indumentaria exterior y, claro está, interior. El momento de elegir calzoncillos es especialmente ridículo. Me produce pavor la idea de tener que desnudarme delante de Sofía y parecer un hortera. Y me resulta humillante preguntarme cómo debo elegir una ropa que no verá nadie jamás. Acabo, por supuesto, escogiendo los que más me gustan, los que más seguro me hacen sentir. Ésos serán los que desperdicie, y de los que ya no disponga, si tengo que volver a arreglarme después.

Cuando salgo a la calle aún no he decidido, tampoco, si debo o no debo llevar algo, ni el qué. En el éxtasis de mi desubicación, decido comprar pastas.

Llego puntual, sin saber si me espera una tertulia de filósofxs, una orgía, o las dos cosas. Ella me abre la puerta y enseguida me doy cuenta de que no hay nadie más. Como es evidente que mis primeros movimientos son inseguros, tiene la amabilidad de desplazar la atención hacia lo que aporto al encuentro.

-¿Qué has traído?

-Pastas.

-Perfecto. Dámelas.

Me siento en su sofá mientras desaparece para reaparecer inmediatamente con el café. Acto seguido vuelve a la cocina y regresa con dos bandejas de pastas. Sólo reconozco una, pero la otra es casi idéntica. Las pone sobre la mesa. En total debe de haber unas 80 pastas para dos personas. Sin embargo, no hace ninguna referencia. Me parece propio de ella no dar opción a que se alivie la incomodidad. Dejar que aquello haga su trabajo. Que duela.
Durante alrededor de una hora charlamos actualizando recíprocamente información y pasando espontáneamente por temas diversos. Nada que, ni por asomo, haga pensar que estamos en una situación más íntima de lo habitual o que, quizás, incluso, se trate de algo así como de una cita sexual. Pero con Sofía eso no tiene importancia. Sé que en cualquier momento todo puede cambiar. Estoy expectante y, lo reconozco, esa expectación repercute en una cierta falta de fluidez.

-¡Bueno! –exclama, por fin. –No te entretengo más.

No termino de tener claro si me está pidiendo que me vaya.

-No tengo prisa.

-Yo un poco sí, ya sabes: La vida.

-¿La vida? ¿El estrés, quieres decir? ¿Tienes mucho trabajo?

-No. La vida. La vida misma. –aclara, si es que eso es aclarar algo, mientras se incorpora y avanza hacia la puerta.

Estoy tan sorprendido que obedezco como un autómata: Apenas me he dado cuenta y ya estoy con un pie en el descansillo. “Por cierto, gracias por las pastas”, me dice, mientras pone en mi mano una bolsa de papel con algo envuelto dentro.

Hasta que me encuentro en el vagón del metro no empiezo a salir de mi perplejidad. Realizo entonces los primeros esfuerzos por entender qué ha pasado. Rastreo la cita buscando los elementos extraños que me sirvan de clave, pero hoy todo está vacío. He tomado un café en casa de Sofía como podía haberlo tomado en casa de cualquiera. Siento por eso mismo que, esta vez, el juego se ha llevado demasiado lejos. Entiendo que nadie tiene la responsabilidad de satisfacer mis expectativas sexuales. Pero no sé si es tan legítimo que la única justificación para provocarlas sea el disfrutar de ver cómo se frustran. Otros días he comprendido que me proponía una experiencia interesante. Pero no veo qué saco yo de lo que ha pasado hoy. No veo el sentido y, lamentablemente, no veo el respeto. Como una caricatura de mi propia indignación, o como una burla que parece llegar directamente desde Sofía, me vienen a la cabeza mis calzoncillos seleccionados y desperdiciados. “¡Qué guapo vas!” me digo, con toda la crueldad que logro reunir.

Quiero pedirle explicaciones. Me parece extraño haber tenido que llegar a este extremo con Sofía, pero mi deseo de hacerle responsable es más fuerte que mi extrañeza.
Me decido a escribirle:

-¿Por qué me manipulas?

Veo que está en línea e, inmediatamente, me invade la sensación de haber pisado un cepo.

-¿Manipular?

-¿No crees que manipulas mis expectativas de tener relaciones sexuales contigo?

-No te entiendo. Continúa.

-Siempre nos vemos en la calle. Esta vez me invitas a tu casa, pero no comprendo para qué. ¿Tan extraño es que yo conciba una esperanza a partir de ese cambio? Le he dado mil vueltas a lo que podía pasar, he venido preparado para mil porsiacasos, ¿qué utilidad tenía ese esfuerzo? ¿Comprobar tu poder? A eso llamo “manipulación”. A que me trates como si fuera un trozo de barro. Si voy a ser un trozo de barro, al menos haz algo conmigo. No digo que tengas relaciones sexuales. Cuando te has burlado de mí me has ayudado a crecer. Pero, ¿para qué hemos quedado hoy? ¿Te aburrías?

-Ya veo a qué llamas “manipular”.

-¡Me alegro! ¿Y te parece bien que…

-Llamas “manipular” a que no te manipule.

-…?

-Te he preguntado si te apetecía conocer mi casa.

-¿Y?

-¿Qué es lo que más te ha gustado de ella?

-

-:D

-Enhorabuena. Acabas de darme otra lección. Gracias. Haces bien en reírte.

-No me río por eso. Es que me chocaba tu enfado, pero acabo de descubrir qué es lo que lo provoca. Y es gracioso.

-No estoy muy seguro.

-Lo es. Estás enfadado porque piensas que tú has puesto mucho de tu parte y yo no he puesto nada.

-Hay algo de eso. Al menos hoy.

-Haces mal las cuentas.

-¿Por?

-No tienes que calcular lo que has puesto de tu parte, sino lo que has puesto de tu parte para mí.

-¿

-No pienses en cuánto nos hemos sacrificado, piensa en cuánto nos hemos dado. Tú no me has dado nada. No has pensado nada sobre qué podía yo necesitar, sobre qué era adecuado hacer… Y lo que has pensado lo has pensado mal.

-Lo siento.

-No. Está muy bien. Es lo que esperaba. Por eso yo no te he dado nada a ti. Casi. J

¿Sabéis cuando llevas todo el tiempo atento a una fecha importante que no quieres que se te pase por nada del mundo y, de pronto, en tu mente, la repasas, la miras con atención, y comprendes que la estabas leyendo mal, y que esa fecha es ayer? ¿Ese escalofrío? Ese escalofrío.

Vuelvo a mirar el teléfono esperando leer en él mi propio pensamiento. Y ahí está.

-Has salido tan perplejo de mi casa que no se te ha ocurrido mirar dentro de la bolsa. Así que te has enfadado cada vez más, sin nada que lo parase. Gracias por el buen rato. Me refiero, obviamente, a éste.

Me quedo embobado mirando el paquetito. No llego a plantearme abrirlo hasta que todas las especulaciones han terminado por fin de perturbarme. “Sofía ha pensado en mí”, “aquí está lo que ella me da”, “aquí hay algo que ella sabe que deseo, que necesito”, “aquí está ella, para mí, de algún modo sorprendente que Sofía me ha preparado”, “este objeto es justo lo que ella sabe que transformará mi malestar”.

El papel se resiste, como pasa siempre que lo manosea un impaciente. Consigo abrirlo y desplegar el montoncito de tela que encuentro en su interior. Lo sostengo, extendido, ante mis ojos.

Unos calzoncillos.

Bonitos. Todo hay que decirlo. Más bonitos, incluso, que los que llevo puestos.

Y más aún que me lo resultarían si no me estuviera mirando el vagón completo. 
En fin. No tengo de qué quejarme. Ya puedo decir que hoy me han visto los calzancillos. Y además siguen limpios.


martes, 21 de noviembre de 2017

te amo.



Te amo. Pero tú no me amas a mí. A causa de ello, sufro -dice él.

Sufres por mi causa. A causa de ello, sufro yo -dice ella.

Eso sucede porque, en realidad, me amas un poco –dice él.

Tal vez. Pero no me importa, porque saberlo no me liberará del sufrimiento –dice ella.

Déjame que te libere yo -dice él.

¿Cómo lo harás? -pregunta ella.

Convenciéndote de que mi sufrimiento no es culpa tuya –contesta él.

Sin embargo, lo es –dice ella.

No lo pienses. Sólo observa lo alegre que me siento ahora, a tu lado –dice él.

Sí, lo veo. Y me agrada –dice ella. –Ya no sufro.

Te agrada mi alegría. Eso sucede porque me amas algo más que un poco –dice él.

Tal vez –dice ella.

Ahora tú también estás alegre. Sucede porque yo estoy aquí, a tu lado –dice él.

Estoy alegre –dice ella. –Y estás a mi lado.
Sin embargo, ahora debo irme –dice él.

¿Y sufrirás? –pregunta ella.

Sí. Sufriré mucho más de lo que sufría antes de liberarte de tu sufrimiento –contesta él.

Sufrirás por haberme evitado sufrir a mí –dice ella.

Así es –dice él.

En ese caso yo también sufriré mucho más –dice ella.

Eso sucede porque me amas –dice él. -Del todo. Y porque deseas mi compañía, y porque es mi compañía lo único que puede liberarte de tu sufrimiento.

Tal vez. O tal vez no. Lo que sé es que sufriré, y que no deseo sufrir, y que si es tu compañía lo que necesito para no hacerlo, entonces quiero tu compañía –dice ella.

Hazme llamar, entonces, cuando sufras. No pierdas ni un segundo. No esperes ni un instante  –dice él.

¿Acudirás? –pregunta ella.

No –contesta él.


lunes, 31 de julio de 2017

¡hablamos de ligar!


Hoy en el recreo les pregunté a mis compañeros si ligaban.

Estaba preocupado, porque no ligo, y quiero ligar, pero no sé cómo hacerlo y no sabía si a ellos les pasaba lo mismo, así que les pregunté.

-¡Mira éste con lo que sale! ¡Pues claro que ligo! Todo el mundo lo sabe – contestó Damián. Y es verdad, porque es bárbaro ligando. Liga siempre con las chicas más guapas, y todos lo sabemos.
-¿Y los demás? –dije yo.
-¿Qué pasa con los demás? –contestó Benito. No entendí esa pregunta, porque acababa de hacer yo la mía, pero se la repetí igualmente.
-Pues claro que ligamos. ¡Yo ligo todo lo que quiero! –dijo Benito.
-¿Tú? –preguntó David-. ¡Pero si tú no has ligado en la vida!

Entonces Benito le dio un puñetazo y a David le salió sangre de la nariz. Son tremendos los puñetazos de Benito. Todo el mundo sabe eso también, porque todos hemos recibido alguno alguna vez. Lo de que Damián liga no lo sabemos porque haya ligado con nosotros, claro, aunque también lo sabemos. Diría que lo sabemos tan bien como lo de los puñetazos de Benito.
-Yo también ligo –dijo Amadeo-. Los altos siempre ligamos. En todas partes donde estés notas que las chicas te están mirando.

Yo no sabía que Amadeo ligaba, pero es verdad que es el más alto de todos, aunque tiene las piernas un poco arqueadas, y siempre parece que estuviera agarrándose al suelo con los dedos de los pies para no desequilibrarse.

-Yo podría ligar si quisiera, porque sé mucho. –dijo Adolfo-. Y es verdad, porque tiene los mejores resultados y siempre es el mejor en todo-. Pero sería abusar. Además, tendría que perder tiempo y mis resultados empeorarían.
-¿Y tú? –le pregunté a Vicente, porque Vicente es manco, y pensé que quizás eso no les gustara a las chicas.
-¿¡Por qué me lo preguntas?! ¡¿Sólo porque soy manco no voy a poder ligar?! ¡¡Yo ligo como todo el mundo!!

Por último pregunté a David, que tenía aún un poco de sangre en la nariz, pero me dijo que si quería un puñetazo y entendí que él también liga.

Como me quedé un poco preocupado fui a buscar a Manuela para preguntarle si las chicas también ligaban. Manuela es genial, porque es mi mejor amiga chica, y puedo hablar con ella de cualquier cosa.

-Claro. Para una chica es muy fácil ligar –me dijo-. Pero no todas quieren. Por ejemplo, Delia dice que prefiere no ligar, porque los chicos son imbéciles y está bien sola. Y a Begoña sólo le gusta Damián, así que no le apetece ligar con nadie más. Pero Rosaura, por ejemplo, que le gustan todos, liga todo el rato. Luego llora cuando la dejan, pero no pasa nada porque siempre consigue otro. Berta también liga mucho, porque tiene la suerte de que le gustan los chicos feos y, claro, con los chicos feos es muy fácil ligar. Y luego está Marimar, que no liga, pero dice que es porque no encuentra al chico adecuado, pero que tiene oportunidades. Y será verdad, porque una chica siempre tiene oportunidades.
-¿Y tú? –le pregunté.
-¿Qué? –me dijo. Y me acordé de que Benito tampoco había recordado la pregunta aunque estábamos hablando de ella.
-¿Tú ligas?
-¡Pues claro que ligo! –contestó. –Para una chica es muy fácil ligar-. Y me creo de verdad que Manuela ligue, porque conmigo, por ejemplo, podría ligar cuando quisiera.
-¿Y por qué crees que no ligo yo?
-Pues porque habrás tenido mala suerte. Tú no te preocupes, ya verás como empiezas a ligar pronto. Todo el mundo liga. No hay ninguna razón para que no ligues tú. Seguro que en realidad sí que ligas, pero ni siquiera te estás dando cuenta.

Entonces sonó la sirena y terminó el recreo.
Yo subí mucho más tranquilo a clase, porque ahora ya sé que no es que me pase nada, sino que ha sido una casualidad. Incluso me sentía ilusionado, porque lo más seguro es que ligue enseguida, y tengo tantas ganas de hacerlo que creo que voy a pasármelo muy bien y a disfrutar mucho en los próximos tiempos.

Tan ilusionado estaba que las siguientes clases me salieron muy bien y los alumnos estuvieron atentos y en silencio, no como normalmente, que parece que tuvieran no sé qué intranquilidad, o insatisfacción, o falta de algo que no supieran qué es, pero que les impide centrarse.


lunes, 3 de julio de 2017

sobre la absurda idea de igualar a mujeres y hombres


Fruto de la inquietud consustancial a nuestra especie, de su incesante deseo de mejorarse, y de especialísimas circunstancias históricas que son hoy  proclives a la creación y difusión de nuevas ideas e investigaciones, nos encontramos ante un momento de extraordinaria fecundidad intelectual.

Disfrutemos como se merece el privilegio de ser partícipes de tan estimulante periodo de la historia.

Pero complacernos en ese gozo es el primer paso para poner nuestra dicha en peligro. Junto con ella debe nacer en nosotras el deseo de ser fieles guardianas de este tesoro, para que sus frutos sean no sólo numerosos, sino también sanos y duraderos.

Es este sentido de la responsabilidad el que me lleva a dirigirme a vosotras para contribuir, no a aumentar el número de las ideas nuevas, sino a reducirlo, separando el polvo de la paja, y lo admirable de lo ridículo.

Mi objetivo aquí es desmontar, de manera completa y definitiva, la más absurda de las invenciones que, aprovechando esta tempestad de vigor creativo, ha conseguido alcanzar ya una atención muy superior a la que merece y a la que, sin duda, habría obtenido en cualquier otra época.

Como muchas ya habréis adivinado, me estoy refiriendo a la absurda afirmación, tan atractiva para algunas de las mentes más brillantes de nuestro tiempo, de que los hombres son iguales a las mujeres o, fruto de un cambio social, podrían llegar a serlo.

El verme obligada a realizar esta exposición refleja ya que nuestro sentido de la verdad ha debilitado su más importante herramienta, que no es otra que atenerse rigurosamente a lo que dicta la evidencia empírica y toda aquella información incontrovertible a la que accedemos a través de nuestros, cuando son correctamente interpretados, infalibles sentidos.

¿Es necesario recordar hasta qué punto salta a la vista que la distancia que separa a un hombre de una mujer es clara y distinta? ¿Y no es la mejor prueba de dicha distancia el que, en defensa de esa supuesta igualdad, hayamos perdido el sentido de lo científico? La historia del saber ha avanzado hasta hoy por un camino crecientemente riguroso. Sólo ahora, para demostrar lo indemostrable, ha dado por primera vez un paso atrás, poniendo ante nuestros asombrados ojos argumentos propios de otras épocas; épocas donde la demagogia y la superstición disfrutaban de un prestigio similar al de la ciencia.

¿Y no ha sido éste, precisamente, el resultado de incluir en nuestras discusiones argumentos que provienen de lo que se ha dado en llamar “pensamiento masculino”? No debería hacer falta decir más. En el momento en el que los templos del saber, donde se había congregado lo mejor de nuestra especie, han recibido la visita de quienes no estaban naturalmente preparados para ellos, se han convertido en mercados de la argumentación y santuarios del “todo vale”. Las ágoras son ahora zoos filosóficos, donde un ladrido es tan bueno como un silogismo.

Se me dirá que odio a los hombres, y que pretendo conservar privilegios usurpados a ellos. Nada más fácil de refutar.
Admiro a los hombres, hasta el punto de considerarlos infinitamente más hermosos que nosotras. Sí, no me arredra decirlo, porque nada que los ojos puedan constatar debe encontrar escollo en su expresión. ¿Cómo no admirar su fuerza, su resistencia, su agilidad? ¿Cómo no extasiarse en la contemplación de esos cuerpos musculados, armónicos, cargados de energía, nosotras, que apenas tenemos la constitución suficiente como para acarrear un par de tomos de derecho civil, o una simple pistola? Un hombre es como un puma. ¿Qué digo como un puma? ¡Como un león! ¿Qué sería de nosotras sin su fuerza? Justo es reconocerlo. Hagámoslo, pues, con toda generosidad.

¿Quién construiría nuestras edificaciones? Recordad que no siempre dispusimos de máquinas. Hubo un tiempo en que sólo sus vigorosos brazos podían mover los inmensos bloques de piedra con que nuestras mentes concebían los proyectos más faraónicos. Sin ellos habrían sido imposibles, y nos habríamos tenido que conformar con modestas construcciones de piezas minúsculas, adaptadas a nuestras delicadas manos. ¡Y con qué noble resignación lo hicieron! ¡Cuántos nombres de hombres anónimos podrían escribirse sobre los muros de nuestras ambiciosas creaciones, en justo pago por la entrega de su fuerza, y hasta de su vida!

Mirad, mujeres, a vuestro alrededor. Sed justas. La fuerza de los hombres os da de comer y de beber, porque los campos son labrados con sus brazos y los pozos excavados con los embates que nacen en sus anchas espaldas. Vuestras calles están limpias porque ellos las barren, vuestras casas están ordenadas porque ellos las atienden, vuestra ropa está impoluta, porque ellos la lavan, la planchan y le proporcionan los mil cuidados necesarios e invisibles que vosotras nunca podríais dar y, con demasiada frecuencia, no sabéis apreciar.

¿Y vuestras hijas? ¿Cómo podríais disfrutar de sus mejores momentos si no hubiera quien se encargara de todo lo demás? Una sola niña requiere el cuidado de uno o dos hombres a tiempo completo. ¿Sabemos reconocerlo? No. ¿Sabemos agradecerlo? Aún menos. ¿Somos capaces de imaginar lo que sería de nuestra vida sin ellos? Ni por un momento.

La naturaleza nos ha concedido el mejor regalo posible. El complemento perfecto a nuestra imaginación: Un brazo con el que ejecutarla. Nuestro agradecimiento y nuestra admiración no deberían tener fin y, sin embargo, sí, hemos sido demasiado arrogantes para concederlas.

Pero ese brazo, no nos engañemos, es un brazo. Con cerebro, sin duda, y a veces asombroso y capaz de producir mil habilidades chocantes y singulares, pero siempre subordinado a su función primordial: Manejar un juego de músculos.

Nos están hablando de ciencia, dicen, y apelan, precisamente, al tamaño de nuestros cerebros, como si el simple tamaño de un cerebro fuera en consonancia con la inteligencia que éste es capaz de desplegar. Ésa es la ciencia con la que juegan y, probablemente, la única que su pensamiento puede llegar a entender. Si por ellos fuera, pondrían en la cima de la evolución a los cetáceos, deslumbrados por las dimensiones colosales del encéfalo de estos animales.

Pero permitidme, de entre una infinidad de datos verdaderamente científicos disponibles, a cuál más persuasivo, uno sencillo y contundente. ¿Sabéis cuál es el peso del cerebro de un hombre? Efectivamente: el mismo que el de una mujer. ¿Y sabéis cuál es el peso de su cuerpo? ¡Casi el doble! Esto significa que su coeficiente de encefalización es poco más de la mitad que el nuestro. Significa, por tanto, que la mayor parte de esa masa cerebral está destinada a la coordinación de un cuerpo sobredesarrollado, y que poco queda para la conciencia reflexiva. Significa, por decirlo en términos coloquiales, que la diferencia de inteligencia entre una mujer y un hombre es aproximadamente la que existe entre un hombre y el más desarrollado de los primates. Efectivamente, queridas amigas, haced que los hombres den un solo paso atrás en el desarrollo evolutivo de su intelecto, y os los encontraréis de nuevo subidos a los árboles y jugando con sus heces. No lo olvidéis cuando porfiéis en argumentar con ellos, ni cuando tratéis de explicarles estos cálculos y sutilezas.

Aún os ofreceré una razón más, dado que es el lenguaje de las razones, y no el de las pasiones, aquél que nos caracteriza como mujeres. Muchas de vosotras estaréis al corriente de las investigaciones realizadas sobre la inteligencia social de los animales. Sabréis que, entre especies similares, son más inteligentes aquéllas que tienden a establecer comunidades más numerosas. Así, inteligencia y socialización van unidas. Y yo os pregunto: ¿cuál es el acto de socialización por excelencia, aquél que implica una unión más prolongada, íntima y completa entre seres diferentes? No cabe duda: la gestación. Nuestra capacidad para ser madres nos convierte de forma automática en seres intelectualmente mejor dotados. Hemos nacido maestras, psicólogas, doctoras y filósofas, porque en nuestras manos está la conservación de la especie y la transmisión de su cultura desde antes mismo del nacimiento. Si un grupo de mujeres y hombres fueran aisladas en una isla desierta y tuvieran que hacer surgir su organización social desde cero, la maternidad sería suficiente para convertir a las mujeres en líderes, y a los hombres en abnegados servidores dedicados a las tareas domésticas y elementales. Su estúpida fuerza caería de inmediato bajo el dominio de nuestra inventiva, como caería el uso del fuego o de un palo.

De modo que nada puede concebirse más forzado e insensato que esa supuesta igualdad latente en el seno de nuestras diferencias. ¿Imagináis que, por un inesperado capricho de la historia, los hombres lograran que se llevara a efecto en alguna de las dimensiones que sus delirantes discursos nos proponen?

¿Imagináis que los hombres pudieran redactar leyes? ¿O que fueran jueces? ¿O siquiera abogados? ¿En qué parodia se convertiría entonces un tribunal? ¿Serían capaces de refrenar sus impulsos musculares, su estúpida sensiblería, sus hormonas disparadas, la frustración al ver su raciocinio al límite de sus posibilidades, y fuera de sus habilidades naturales, o se echarían a llorar, como acostumbran, al primer fracaso? Es más, dado que su corta inteligencia les lleva tantas veces por las vías del delito, ¿cómo podrían juzgarse a sí mismos? ¿De cuál de sus músculos extraerían la necesaria objetividad? Y si no pueden juzgar, ¿qué diremos de dirigir? Una familia, una empresa, ¡un Estado! ¿Qué haría un hombre al frente de un Estado? ¿Convertirlo en un continuo espectáculo circense? ¿Cuál sería su industria? ¿La de barrer y fregar? ¿En qué consistiría un comercio dirigido por hombres? ¿Lavanderías? ¿Y una guerra donde pudieran ser otra cosa que soldados? ¿Imagináis un Estado Mayor compuesto por hombres? ¿Imagináis el tipo de estrategia que se pergeñaría allí? ¿Una guerra de besos, tal vez? No os burléis, amigas. No pretendo hacer escarnio de los hombres, sino reflexionar serena y objetivamente, ya que a ellos no les ha sido concedido ese don, y reprobar, en todo caso, a las que, como algunas de vosotras, habéis cedido a sus ruegos por una blandura de corazón que os es impropia.

Dejémoslos a ellos, esos brutos admirables, con las tareas propias de su sexo, entre las que se encuentra, no lo olvidemos, satisfacer nuestro apetito más primitivo. Y dediquémonos, con más ahínco si cabe, a aquello que mejor sabemos hacer, tal vez, seamos humildes, lo único para lo que estamos llamadas, pues ningún otro ser lo está tanto como nosotras: pensar, organizar y dirigir. 


lunes, 8 de mayo de 2017

el laboratorio erótico de Sofía: LA AMIGA DE SOFÍA


Recibo un inesperado wsp de Sofía: “ven. Quiero presentarte a alguien.”

“Inesperado”, unido a “de Sofía” es un pleonasmo. Un pleonasmo es una figura retórica consistente en añadir palabras innecesarias cuya función expresiva es el énfasis. Pero es que los mensajes que recibo de Sofía son inasequibles a la generalización. Incluso bajo la categoría de “inesperado”. Da igual que ya sepa que me van a sorprender. Aun así, siempre me sorprenden.

“Ok”, es mi insulsa respuesta. Si cualquier otra persona me dijera “quiero presentarte a alguien” le contestaría “¿por qué?” y, respondiera lo que respondiera, crearía un colchón de seguridad entre la petición y su satisfacción diciendo “hoy no puedo”. Pero si Sofía me propone algo todo lo que pueda retenerme se vuelve de papel. Una propuesta de Sofía cambia automáticamente mi disposición anímica como si se pulsara un botón. Son mis propias tareas las que parecen indicarme que la mejor manera de realizarlas es abandonándolas por algo de lo que sólo conozco la fuente.

Antes de comprometerme con ello, ya lo estoy haciendo.

“Ok”, le digo. Pero no hace falta. Eso sí que es un pleonasmo.
Cuando llego al lugar acordado Sofía ya está allí. Ella y Diego, un conocido de ambxs por quien no siento especial simpatía. Hay una cuarta persona, a la que me presenta como “Fredi”. De modo que Sofía va a aprovechar para que Diego también le conozca. Bueno.

Pero Fredi no es el objeto de nuestra cita. O eso nos cuenta Sofía, a saber con qué intención. Nos dice que Carla, una gran amiga suya, está a punto de aparecer, que hacía tiempo que no venía a Madrid, y que quería aprovechar para presentárnosla. “Sé que os va a gustar”, nos dice.

Apenas cinco minutos después aparece Carla. Está claro que es una mujer interesante y de carácter absolutamente encantador. Está claro, porque Sofía ha dicho que nos va a gustar, y es evidente que no podía referirse a su aspecto. No describiré ese aspecto, pero cuando toma asiento junto a la anfitriona, el contraste es extremo. No es que Carla me genere ningún tipo de repulsión. Es, simplemente, que, ante ella, el deseo se ausenta. Nada que ver con lo que me pasa cuando miro a Sofía.

Estoy seguro de que no soy el único que está pensando algo parecido. Y estoy seguro de que Sofía es consciente, porque de vez en cuando reorienta la atención del grupo sobre Carla. Efectivamente, no sólo es interesante y sensata, sino que combina la empatía con el protagonismo en dosis perfectas. Carla nos ha convencido sin esfuerzo de que valía la pena conocerla. Eso hace que la diferencia de atractivo destaque aún más, porque ahora es prácticamente la única diferencia.

Pero Carla tiene que irse. Es muy probable que haya más gente por la que tenga que ser conocida, de modo que se despide afectuosamente y lxs tres convocadxs nos quedamos solxs con Sofía. Lxs tres a solas con Sofía.

“Ofrezco sexo al primero que sienta deseo por Carla”, nos dice.

Nos lo ha comunicado como quien informa de que tiene que ir al servicio. En cualquier otra situación, con cualquier otra persona, habrían surgido risas nerviosas. Pero aquí, nosotrxs, con ella, nos hemos saltado esa fase y pasado directamente a mirarnos con mutua desconfianza.

Comprendemos que acaba de empezar la parte práctica del ejercicio. Y es una competición.

-¡Un momento! ¡Un momento! ¡Un momento! – interrumpo, sea lo que sea, aquello que está teniendo lugar - ¿Quieres decir que la condición para acostarte con nosotrxs es que nosotrxs nos acostemos con Carla?
-No.

Nos seguimos mirando lxs tres. No podemos dejar de mirarnos. Estamos atadxs a mirarnos, lxs unxs a lxs otrxs.

El idiota de Diego es el primero que salta:
-¡Ya está! ¡La deseo! – afirma con convicción.
-¿Por qué? – pregunta Sofía, como si hubiera estado esperando exactamente esa declaración.
¿Ahora qué, idiota? Vamos, Sofía. Machácalo.
-Porque es una mujer muy interesante. Siento deseo. En serio.

Diego sólo ha hablado para poder dejar de hacerlo. Ni siquiera buscaba convencer. Sólo escapar. Ningunx le ha contestado. Sofía ya lo había hecho. Su “¿por qué?” era más que suficiente.

Ahora nadie mira a nadie. Todo el mundo parece mirarse a sí mismx. Todo el mundo escarbando en el pozo de su deseo en busca de Carla, para poder encontrar detrás a Sofía. O construyendo algún tipo de engendro estratégico, allí, en el fondo de su pozo.

Entonces habla Fredi. Con mucha serenidad. Como si la serenidad fuera su verdadero mensaje.
-Deseo a Carla. Es normal que la desee. Lo he pensado despacio y, sí, por supuesto que su cuerpo no me llama la atención a primera vista. Pero sé que eso después me dará igual. Que ese cuerpo se llenará de significado porque el significado ya está en ella y se asociará poco a poco a su cuerpo. Así que sí: la deseo. Me parece lo más sencillo del mundo. Y si no nos lo hubieras propuesto en estas condiciones tarde o temprano la habría deseado.
-¡¡¡¡¡No, no, no, no, no!!!!! – vuelvo a interrumpir. – ¡Vamos a ver! Aquí se están produciendo cosas que… ¡No, no, no! Esto no es así. O sea, la idea está bien, pero esto no es así. ¿¡Dónde está la legitimidad de todo esto!? ¿Qué sentido tiene? Es que hay mil cosas… Se me ocurren mil cosas que decir. ¡Sofía, no lo has planteado bien! ¡…objeciones! ¡Eso es! ¡Tengo mil objeciones!
-Israel – dice, mirándome profundamente, y su mirada me calma como si yo fuera un cachorro al que cogen por la nuca. Me sonríe afectuosamente - Eres lento.

_
Regreso a casa con un desasosiego sexual parecido al de otras veces. No sé si siento indignación, sincera curiosidad intelectual, o simplemente estoy excitadísimo. Mi cabaza, eso sí lo sé, hierve con cada detalle de lo que acaba de pasar. Se encuentra en modo “Sofía”. “Velocidad Sofía”.

Y soy lento.

No entiendo cómo se puede correr más. Cómo se puede gestionar esa situación en unos minutos. Todavía me es imposible obtener una idea clara de las implicaciones éticas, no sólo para cada unx de lxs tres, sino para la propia Sofía. Y, por supuesto, para Carla. La había olvidado por completo. ¿En qué ha consistido esa presencia? ¿La había preparado con Sofía? ¿Era todo una actuación?

Busco en mi memoria pistas que me puedan dar una respuesta, y me retrotraigo al momento en el que ha llegado. Su aparición adquiere ahora un carácter perturbador, y tengo la sensación de estar mirándola más en mi recuerdo de lo que lo hice cuando el recuerdo se formó. Llego al momento en el que se sienta junto a Sofía y encuentro que algo ha cambiado con respecto a lo que esperaba. Ambas están unidas ahora por un vínculo nuevo. Aquella neta diferencia, entre alguien que atrae y alguien que no, ha desaparecido…

“Sin hacer trampas”, pienso, mientras me reclino contra la ventana del vagón, y dejo que la satisfacción me inunde. Mientras disfruto de la experiencia sexual que Sofía acaba de regalarme.


miércoles, 26 de octubre de 2016

sesión de GASTROGRAFÍA


Mi hora de la comida es sagrada. Para un buen rato que tengo al día, para un capricho que me doy… 

Así que no falla que a las 14:30 en punto tenga lista la mesa, con los cubiertos, el salero (siempre me gusta echarme un poco más), mi trozo de pan, mi agua del grifo y mi servilleta abundante.

Saco las lentejas del micro, enciendo el ordenador y me meto en GastroHub.

Desde que existe esta web, comer es mucho más fácil. Antes había que bajarse los vídeos del e-mule. Tardaban un montón y no sabías lo que te ibas a encontrar, así que te tocaba comer con ellos fueran de lo que fueran. A veces ni siquiera era gastrográficos. Incluso aparecían películas normales. Ahora se descargan más rápido. Encima, en GastroHub los encuentras todos juntos, y si uno no te convence, pues pasas al siguiente y listo.
Al principio iba directamente a “vídeos más vistos”, pero casi todo era comida de diseño, y la mayoría de los vídeos me resultaban falsos y artificiosos. Me costaba identificarme con esos ingredientes que no he probado en mi vida. Afortunadamente hay una enorme variedad de secciones, y he descubierto una de “comida popular” que me pone el estómago como una trituradora.

Escribo “lentejas” en el buscador y ahí están: una infinidad de posibilidades con las que disfrutar. Le doy a uno que se llama “puchero glorioso”, y aparece un tipo delante de un plato de lentejas que, ¡joder, no es tan distinto del mío!

Sólo la manera como las huele ya empieza a abrirme el apetito. En seguida coge unas pocas con la punta de la cuchara y se las mete en la boca, muy despacio. Las saborea un rato. Se ve que están buenas y que disfruta. Otra cucharadita pequeña, hmmm, aumentando la tensión… Y de pronto, ¡zas! 
¡Cucharadón! ¡Ya no podía aguantarse, el tío! Yo voy comiendo también, que me han entrado ganas.

El colega se ha animado rápido. ¡Vaya ritmo! No se da tiempo ni para tragar. Cuando abre la boca para meter más casi se le salen las que tiene dentro. Yo tampoco me estoy portando mal. Además, esta vez tenían un buen punto de calor. Así es como me gustan.

Ahora empieza con el pan. Eso me encanta. Es una de las cosas que he aprendido con estos vídeos. A jugar, a inventar, a dejarme llevar por la imaginación. Yo antes tomaba una cucharada y le daba un mordisco al pan. Cucharada, mordisco al pan. Cucharada, pan. Pero ahora me abandono, como la gente de los vídeos. Y a lo mejor lo mojo en las lentejas y lo muerdo, o echo un trozo y me lo como, o lo dejo ahí y que se empape y ya me lo encontraré. Lo que sea. El caso es disfrutar. Tengo eso que agradecer, la verdad. Ahora como con ansia. Con verdadera ansia. Por eso necesito servilletas, porque me pongo perdido. Pero ni mucho menos como la gente de los vídeos, claro. Esa lo deja todo como si hubieran pasado los hunos. Son la hostia. No quiero ni pensar lo buenas que tienen que estar sus lentejas.

Y ya está. Cuando me quiero dar cuenta el plato vacío y el estómago lleno. En menos de diez minutos he terminado de comer. Otra cosa hecha.

En fin, menos mal que tengo GastroHub. Porque si no, no habría quien se tragara esta mierda de lentejas.