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lunes, 27 de mayo de 2019

El problema no es el sexismo. Son los dragones.


Hace unos días, y tras habernos salvado por los pelos de un gobierno del Estado en España sostenido por un partido de extrema derecha, escribí en Facebook que tratar una serie de mierda como si fuera alta cultura también alimenta el fascismo, y la cosa no sentó bien. Se me tachó, por supuesto, de elitista.

Siempre me ha parecido que perder el sentido crítico hacia la cultura es algo que la izquierda, es decir, la sociedad, no se puede permitir si aspira al poder político. Una generación sin referentes culturales es una generación sin herramientas para el pensamiento estructurado y profundo, es decir, una generación manipulable que será manipulada. Y me ha parecido desde hace tiempo que el neoliberalismo ha logrado implantar un poderoso relativismo cultural que ha eclipsado la antigua distinción entre cultura popular sin pretensiones y alta cultura elitista y pedante. Pero con la excusa de la reivindicación de la dignidad popular y la crítica a la pedantería elitista hemos perdido la distinción cultural entre lo bueno y lo malo, regalándole la última palabra al mercado. Para que la cultura no nos ofenda con su clasismo le hemos dado la espalda. Hemos hecho, por lo tanto, el peor de los negocios. ¿En qué consiste desarrollar nuestra cultura? Ya no lo sabemos.

Hoy, que es un día aciago para Madrid, me parece también uno adecuado para reflexionar sobre cómo esta ausencia de criterio cultural mina nuestro desarrollo como sociedad y nuestra cultura política. Creo que Juego de Tronos es el ejemplo perfecto de un producto mediocre que adquiere la categoría de referente cultural incontrovertible gracias a la deslegitimación padecida por todos los criterios de calidad desde hace décadas. Sabemos que algún líder de izquierdas ha hecho repetidamente el ridículo recomendándolo a troche y moche como si de una clase magistral de política se tratara y validando con ello la posición de la serie en el canon audiovisual contemporáneo. Felipe González fue (y es) un personaje siniestro que hizo (y sigue haciendo) muchas cosas mal, pero no nos lo imaginamos recomendando Falcon Crest por las televisiones porque fuera una serie donde podía aprenderse de política. Lo que cogerá desprevenidxs a muchxs es saber que de Juego de Tronos no puede extraerse más reflexión política que de Falcon Crest. Se ha insistido en que la política es el contenido de peso de Juego de Tronos, y que su éxito en el fondo se debe a su fuerte carga política. Mi opinión es que el éxito de Juego de Tronos se debe a causas muy distintas, y que creer que estamos viendo una serie de contenido político o de calidad artística despolitiza a la sociedad y alimenta, por consiguiente, el fascismo. El caso de Juego de Tronos tiene una particularidad, y es que incide de manera especialmente dramática sobre el feminismo y, por lo tanto, sobre la despolitización del feminismo.

Intentaré persuadir de ello.

Durante la celebración de la muerte del Señor de la Noche, Sir Sandor Clegane, “El Perro”, se muestra, como siempre, taciturno y esquivo. Ni siquiera la victoria de las victorias logra arrancar una sonrisa a este personaje atormentado para siempre por una infancia torturante al lado de su hermano psicópata.

Una prostituta se le insinúa, entonces, pero él la rechaza con desprecio. Si algo sabe Sir Sandor es que el afecto leal y verdadero no es fácil de obtener, y el que puede ofrecer una puta es más falso y efímero que ningún otro. “Podría haberte hecho feliz”, le anima con cariño Sansa, su Reina en el Norte.

Es uno de los momentos de dramatismo más amargo de la serie, porque comprendemos en él que este personaje a veces despreciable, a veces noble, que oculta su herida sensibilidad tras una correosa coraza de escepticismo, no encontrará jamás la paz.
Y sin embargo no es la alegría, sino la sorpresa, lo que más se echa de menos en la secuencia. A pesar de la devastación llevada a cabo por el Señor de la Noche y su dragón poseído; a pesar de esas escenas en las que veíamos a los últimos héroes y heroínas representar el advenimiento definitivo del holocausto zombi al defenderse ya solxs contra enjambres de muertxs; a pesar de que solo un giro in extremis evitó que la historia diera ese último pequeñísimo paso que la separaba ya de la representación del exterminio de la humanidad, hay algo con lo que el Señor de la Noche parece que estuvo aún inesperadamente lejos de acabar: las putas.

Hagamos un pequeño esfuerzo de empatía: hace pocas horas ibas a ser asesinada por un ejército de cadáveres. Con tu muerte terminaría, además, el mundo tal y como lo conoces. Pero os habéis salvado, el mundo y tú. Es un milagro. Es lo más grande y feliz que te ha sucedido jamás. ¿Tu celebración? Volver inmediatamente al servicio de chupar pollas y de ser despreciada por ello. No eres una persona ni un personaje, sino parte del entorno natural que completa a quienes sí lo son. Eres una prostituta. Eres una mujer.

Juego de Tronos ha sido así desde el primer minuto, y se ha conservado así hasta el último. Se ha dicho que el sexismo de la serie era más que evidente: era impúdico. Y, sin embargo, ha triunfado en todas partes, entre todas las sensibilidades ideológicas, incluido el feminismo.

¿Cómo ha obtenido este salvoconducto? ¿Con qué nos ha callado la boca Juego de Tronos? ¿Qué nos ha dado a cambio de que nos hayamos pasado ocho temporadas mirando para otro lado? ¿Qué ha logrado que nos sentemos todxs, amigxs y enemigxs, a la misma mesa? ¿Habrá sido su extraordinaria calidad como obra de arte? No. ¿Entonces?

El placer.
Y fue así desde la primera secuencia. Juego de Tronos no ocultó jamás sus cartas, así que no tenemos excusa. Lo primero que se nos mostró fue la combinación que, de momento, permanece infalible como generadora de expectativas favorables y fidelidades audiovisuales capaces de sobreponerse a cualquier presentación tediosa: fantasía y terror. Unas cuantas espadas mugrientas que evoquen un mundo donde la magia gana verosimilitud sumadas a un crimen de violencia insoportable. Si se empieza con eso la gran mayoría de la audiencia aguantará, se cuente después lo que se cuente, hasta el próximo capítulo; hasta el próximo crimen o hasta el próximo hechizo. Mientras tanto se presentarán o insinuarán mitos que generen en lxs espectadorxs el anhelo de algo más dulce, más fácil, más infantil, más seguro. Y un día, a quienes hayan aguantado se les premiará con la aparición justificada de tres dragones. Adiós espectadorxs críticos. Hola, audiencia fidelizada.

Otra secuencia. En su antepenúltima aparición tras muchos capítulos ausente, Bronn, ese superviviente vividor y alegre con el que nos identificamos todxs, es interrumpido por un emisario de la Reina que reclama su presencia para encargarle el asesinato de dos de sus, de él, amigos. Lo que le interrumpe es, por supuesto, una orgía con prostitutas, pues esa es su actividad por defecto.

Sabemos que la ética de Bronn es la falta de ética, y que su nobleza y previsibilidad propias están depositadas ahí. Bronn, como Juego de Tronos, no es un traidor, sino todo lo contrario: es un personaje leal a una moral que no oculta y en función de la cual todo el mundo puede tratar con él con la mayor campechanía y cordialidad. Su único principio es hacer aquello que es mejor para él. Mientras seas buenx para Bronn él lo será para ti, porque carece por completo de mala voluntad. Jamás te procurará un daño por el gusto de procurártelo, por una herida interna, por una amargura, por un rencor. Solo lo mueve el interés personal más transparente y saludable. Por eso, cuando la Reina le encarga la muerte de sus dos, de él, amigos, a un precio que no puede rechazar, él se apresta inmediatamente.

Su siguiente aparición es esa tan graciosa en la que los dos amigos improvisan una mejor oferta mientras Bronn les apunta con una ballesta. Lo divertido de la escena es esa nobleza, esa coherencia, esa obligación de seguir un juego cuyas reglas sabíamos pero que no hemos previsto con la claridad con la que es capaz de hacerlo quien vive inmerso en ellas. Los amigos se salvan, porque uno de ellos es muy listo y tiene mucho que ofrecer, y todo acaba en un susto que no sirve ni por asomo para cuestionar la nobleza de Bronn ni la sinceridad de su amistad.

Todo esto lo cuento porque cuando todo es ya feliz y el Reino ha renacido de la mano del sabia y democráticamente designado Bran el Tullido, Bronn está sentado a la mesa de gobierno, nombrado uno de los tres consejeros del Rey; el de la moneda, concretamente. Bronn ha sido considerado, parece ser, una edificante influencia para la política de Poniente. Y lo que más nos divierte de esta escena es que, de todas las cosas que en Desembarco necesitan ser atendidas tras la furia de Daenerys, Bronn considera, como si se tratara de un guionista de Juego de Tronos que se enfrenta a una nueva temporada, que lo más importante son los burdeles. Así comienza, por lo tanto, la nueva era: reconstruyendo su civilización desde sus pilares más básicos. Nada que no hayamos visto a lo largo de cada minuto de la serie. Solo que esta vez el descaro es tan extremo que nos invita a pensar en una audiencia definitivamente abotargada.

La furia de Daenerys.
No conozco a nadie que no haya escrito sobre esta secuencia. Y no recuerdo a nadie que no haya elegido entre reprochar a la serie el haber traicionado el espíritu altruista de su personaje político central o alinearse con Daenerys como representación de la ira incontenible y justa de las mujeres. En ambos casos la secuencia es juzgada como incoherente y fallida. Se diría que la gente se ha sentido traicionada, o por lo que ha hecho Daenerys o por lo que se ha hecho de Daenerys. Parece que todo el mundo confiaba en Daenerys.

Estoy muy a favor de esa secuencia y es, sin duda, mi secuencia favorita de toda la serie. Creo que, tras verla, estuve casi una semana sin criticar Juego de Tronos. He pasado, eso sí, mis bochornos leyendo a voces influyentes, como Irantzu Varela, elegir a su nuevo personaje femenino favorito, como si ese personaje fuera una persona, y no el resultado del trabajo de los mismos que crearon a Daenerys y su inolvidable genocidio. Ella se ha quedado con Sansa, por diversas razones, por ejemplo cómo ha convertido las violaciones sufridas en motivación para la sororidad. Sansa es, recuerdo, esa que animaba a El Perro a “ser feliz” violando a una puta pocas horas después de que esa misma puta hubiera estado a punto de ser asesinada por una horda de cadáveres enloquecidos.

La secuencia de la furia de Daenerys me conmueve por su franqueza. Desde el principio resultó evidente que el personaje no era, ni este ni ningún otro, un referente feminista. En Juego de Tronos las mujeres están representando cuota, y reciben atributos y poder al azar allí donde su condición de mujer no incomoda demasiado al desarrollo de la historia o emerge la necesidad de reconciliación con la audiencia femenina: por cada personaje femenino maltratado, violado o humillado, una nueva reina. Juego de Tronos es uno de esos productos culturales que resultan aparentemente vanguardistas en cuanto al papel de las mujeres solo y exclusivamente porque intentan adaptarse al signo de los tiempos. Satisfacer a los hombres y a las mujeres desde sus intereses enfrentados se ha realizado en la serie mediante la fórmula femdom de significar a las mujeres para violarlas con más placer. Los supuestos grandes personajes femeninos emancipados, como Brienne o Arya, son caricaturas de feminidad frustrada que la última temporada ha tratado con crueldad. Las otras, las verdaderamente femeninas, lo pagan siempre. Daenerys es otra caricatura, pero en este caso la de la feminidad triunfante, incombustible, muy mujer y a la vez muy políticamente igual a los hombres. Esa feminidad triunfante es la que ha servido de atrapamoscas para muchas sensibilidades feministas, y en ella han quedado pegadas tanto a las lacras de la feminidad preservada como a los estigmas de la mujer poderosa. Daenerys, es decir, el feminismo triunfante según la mirada de los guionistas de Juego de Tronos, con todo su discurso emancipador y sus grandes gestos políticos, no es más que una loca peligrosa con delirios de grandeza, y su reinado no puede ser otra cosa que un nuevo y desconocido nivel de terror. Frente a ella Jon es el representante de la legitimidad moral, el Rey por defecto, el que todo el mundo querría si hubiera elecciones, porque España, se nos dice, y cualquier sociedad, en realidad, es de centro. Frente a Daenerys, cuya conducta, como en el caso de Cersei, es pura traslación de lo personal a lo político, pura emergencia del carácter y por lo tanto, en el fondo, pura inestabilidad, Jon es pura política de la carencia de lo personal y, por lo tanto, pura estabilidad. Nada malo cabe esperar de Jon, porque Jon, más que Jon Nieve, es Jon Nadie. Jon está ahí como la sal de la tierra, como los valores profundos y sencillos, siempre reconocibles. Jon no te puede fallar, porque no hay ningún Jon. Jon es el ser humano mismo y su bondad natural. Juego de Tronos es la epopeya individual del más vacío de sus personajes, narrada por Tyrion, su alter ego.

Por eso pensé siempre que la historia elegiría entre dos soluciones igual de mezquinas: o un desplazamiento discreto del peso del poder hacia Jon Nieve, haciendo confluir por fin sobre él la legitimidad y el poder, o un triunfo total de Daenerys que tuviera como resultado un gobierno del bien, infantilizado y políticamente trivial, como expresión misógina de la condición de mujer.

Y por eso el ataque de sinceridad me ha sorprendido tan gratamente. Harto de Darth Vaders o Jaimes Lannister cuyo buen fondo se nos mete con calzador en cuanto su encarnación de la maldad nos resulta interesante o atractiva, he agradecido el paso del bien al mal sin fisuras, sin miedo a reconocer el desprecio hacia lo que el personaje representa. Daenerys a lomos de su dragón y arrasando el mundo es la imagen que para los guionistas tiene la mujer poderosa, que será siempre demasiado poderosa, no por su poder interior, su fuerza de voluntad o su autocuidado, sino poderosa porque acumula mil veces más poder, y puede acabar contigo con el movimiento de un dedo, del mismo modo que los hombres han podido siempre. Es el mal injustificable que, por serlo, da sentido y presencia a la misoginia de la que rebosa la serie. Es el enemigo desatado contra el que, ahora sí, puede despertar la audiencia feminista y, con un poco de suerte, evitar la adopción de otro peluche favorito. Daeerys ha sido siempre una feminazi, pero ahora lo es abiertamente, y es ahora, por ello, cuando se libera nuestra capacidad para reapropiárnosla. Si algo hay que agradecerle a Juego de Tronos es el trauma de ver que Daenerys, nuestra gran esperanza, es, en realidad, una iluminada demente. Pocas generaciones podrán compartir una experiencia común tan universal de las nefastas consecuencias de equivocar el referente.

Pero es posible que eso no sea suficiente, porque quedan los dragones. Eso es lo que realmente necesitamos aprender: no hemos sido capaces de resistirnos a la misoginia cuando esta ha llegado montada sobre dragones. Independientemente de cual sea la razón por la que los dragones nos provocan placer, el problema de los dragones es, precisamente, que nos provocan placer, y no sabemos que disponemos de una capacidad de resistirnos al placer que conlleva la responsabilidad de resistirnos al placer allí donde el placer no sea legítimo. Resistirnos al placer es, además, algo que hacemos en favor de un bien mayor, de modo que el placer al que nos resistimos es, normalmente, aparente, y solo triunfa sobre nuestra voluntad por su proximidad. Dejarnos llevar por él es, en realidad, una reducción de placer.

Pero estamos lejos de distinguir la calidad de un producto cultural del placer que nos provoca. Hemos aprendido activamente a identificar ambas cosas y a guiarnos, como en el amor, por la brújula única del placer inmediato. Pasó el tiempo en el que se hablaba del remordimiento de consumir un mal producto cultural. Hoy el producto es bueno si existe deseo de consumirlo. Lo que en otro tiempo fue el conflicto intelectual entre la crítica pedante favorable hacia un producto cultural y nuestra incomprensión o nuestra crítica a la crítica, hoy se tiene lugar entre nuestro deseo de consumirlo, que conlleva una atribución espontánea de calidad, y la decepción que la obra nos produce. “Tengo que verla otra vez”, nos decimos ante la perplejidad de que no nos haya gustado el nuevo episodio de Star Wars, como si el deseo primero fuera incontrovertible.

Así, el método para sobreponerse a un bloqueo por razones ideológicas es ofrecer un placer fácil y evidente: habrá machismo a raudales, pero habrá dragones, y si eres feminista, pero te gustan los dragones, el dilema en términos morales queda resuelto, porque el placer es en sí mismo moral, se solapa a lo moral y es síntoma de moralidad. El placer que me provoquen los dragones se entiende como el sumatorio de todos mis juicios morales. Mi placer es el indicador de la calidad moral de la historia que se me cuenta. No es algo nuevo. Siempre ha existido el chantaje por placer. Lo verdaderamente nuevo es que nos hemos olvidado de su posibilidad. Si hay dragones es mi revolución.

Y, mientras tanto, mientras nosotrxs dejábamos pasar con la misma generosidad la falta de calidad narrativa y los evidentes conflictos morales a cambio de nuestra dosis de dragones, el enemigo político disfrutaba con el espectáculo de la violencia sexual. Como acertadísimamente dijo Jason Momoa: “Es genial trabajar en una serie como Juego de Tronos, porque puedes violar a mujeres hermosas”.

Quiero mencionar una secuencia más. Se trata, no por casualidad, del desenlace político: la coronación de Bran. Si nada en esa secuencia os llamó la atención en su momento repasadla ahora. Es el gran triunfo del feminismo: al igual que la democracia propuesta por Samwell, la guerra solo ha tenido como resultado un progreso parcial. No habrá urnas por los pueblos, pero tampoco se heredará el trono. No habrá matriarcado Targaryen, pero el Rey no será un paradigma de virilidad, las mujeres están mucho más representadas, con Brienne, Arya y Yara, y habrá una Reina en el Norte. Casi el Consejo de Ministras de Pedro Sánchez. La lucha ha sido dura y se ha perdido a muchos grandes personajes femeninos por el camino, de modo que podemos darnos por satisfechxs.
Pero, ¿es esta configuración la representación de una sensibilidad feminista que se adelanta a su tiempo, o justo lo contrario, aquello con lo que no se puede dejar de comulgar si no se quiere arriesgar el éxito del producto?

Recordad la composición de personajes de nuevo. Volved a mirar. También está Bran, y Davos, y el tío tonto Stark, y Tyrion, por supuesto. Empate. Paridad.
Y luego están el resto. Todos esos actores casi extras que han tenido el honor de representar por un día al señor de alguno de los otros reinos. Actores todos, sí. Todos tíos. ¿Por qué? Sencillísimo: para estar en ese consejo, si eres mujer, tendrás que haber vivido la puñetera serie completa. Eso es lo único que te otorgará los méritos suficientes. Porque aunque lo que se ha contado es una historia donde los personajes emergían en proporciones igualitarias y entendíamos, por tanto, que la historia la hacían tanto mujeres como hombres, cuando de lo que se trata es de representar el contexto se sobreentiende que las mujeres no tienen papel, o que solo lo tienen si son excepcionales. El mensaje, expresado de otro modo, es que estamos, en ese plano, ante todas las mujeres realmente excepcionales de Poniente y son, literalmente, cuatro. Ya se ve que cuando una mujer se lo gana obtiene una silla. Las otras están ocupadas por hombres, porque ninguna mujer se lo ha ganado. O dicho de otro modo más: todo aquello que no está especificado en las cuotas es para los hombres. Paridad en la superficie, patriarcado en todo lo demás.

Algo tan grande y evidente que solo puede ser ocultado por un dragón.


miércoles, 27 de junio de 2018

terrorismo machista para niñas.


Con la mayoría del cine de mierda tenemos la sensación de estar ante un producto fabricado en serie cuyos defectos ideológicos son consecuencia de la reproducción automática de lugares comunes.

Es lo que Bill Hicks llamó “piece of shit” (trozo de mierda) en su “quick review” (crítica rápida) de Instinto Básico, y me parece un análisis de una síntesis admirable y, casi siempre, utilísimo.

Pero en algunas otras se diría que tras la historia hay una cabeza que ha seguido un plan conscientemente concebido contra el interés general. Así sucede con el de las mujeres y, especialmente, el de las niñas, en esta película de mierda.

No esperéis que os sirvan frente ella vuestras envejecidas armas feministas. Aquí hemos dejado de ser vanguardia. Quien haya ideado esta mezquindad conocía nuestros recursos y los ha desbaratado dejándonos humilladxs a lxs adultxs y vete a saber consumada qué carnicería en la cabeza da las pequeñas. Como veréis, cada línea de guión en El Príncipe Encantador es siniestra.

El protagonista es el Príncipe Azul de los cuentos, esa indeterminación de masculinidad salvadora que aparece en las historias de princesas y que tanto esfuerzo nos está costando desterrar. Esa es, ojo a esto, su “maldición”: Le es imposible evitar que las mujeres, todas, caigan rendidas a sus pies. Esta condición de macho superalfa impide que pueda disfrutar del amor porque, como bien nos enseña la lógica patriarcal de la seducción, una mujer que se muestra accesible es de usar y tirar.

Así, el personajucho vive en la perpetua agonía existencial de no poder hallar el amor. Pero no penséis que se trata de un melancólico misántropo entregado a la meditación. No, no. Es un follarín, por supuesto, que vive de juerga en juerga y que sufre de infantilismo crónico y bajón mañanero. Hay que compadecerlo: No hay peor desgracia que el privilegio sin medida.

Las tres novias del príncipe antes de saber que están siendo engañadas.

Es importante mencionar que el príncipe está comprometido. A pesar de su vida disipada, las responsabilidades del reino le han llevado a precipitar la decisión para la que su corazón no está preparado. Esa misma precipitación, así son las prisas, ha hecho que sean tres, y no una, las princesas de cuento que están ya dedicadas a los preparativos de boda. Ni Blancanieves, ni Cenicienta, ni La Bella Durmiente, trío de perfectas frívolas gilipollas que tenemos la obligación de odiar como representantes del amor Disney carca y machista, saben que sus dos amigas van a casarse con el mismo hombre que ellas, aunque todas se refieran a su prometido como El Príncipe. La verosimilitud no se ve amenazada porque, como digo, son mujeres gilipollas, son románticas antiguas, y sabemos que nuestra obligación de personas modernas y feministas es despreciarlas.

Las mismas, ¿tras saber que han sido engañadas? No. Tras saber que va a ser ejecutado por ello.

Los otros dos personajes femeninos importantes del entorno narrativo de nuestro protagonista son La Bruja y La Reina, ya fallecida. No os voy a hablar de estas dos elaboraciones. Os las dejo para que las descubráis. Tened a mano algo que podáis romper.

Pero es del lado opuesto del que nos encontramos la verdadera gran canallada. El personaje femenino destinado a protagonizar esta comedia romántica es una mujer ejemplarmente empoderada: Inteligente, autónoma, fuerte, madura, y feliz. Su poder demuestra alcanzar también el nivel de superpoder cuando se cruza con el príncipe y, oh, milagro, ella es insensible al hechizo. Primera mujer en su difícil vida que, en vez de responder favorablemente a su acoso, le revienta los huevos de un rodillazo.

Sería un gran final, ¿verdad?

Y tanto, pero ahí es donde empieza la película porque, como no podía suceder de otra manera, nuestro rey de Tinder descubre el amor con su primer rechazo, y el resto del metraje consiste en convencernos de que es normal, natural, esperable y deseable que esa mujer ejemplar renuncie a su vida ejemplar para entregarse a servir a un parásito narcisista.

El guión dedica una hora de reloj a poner trampas a nuestra lógica y a acosar a su propia protagonista haciendo nacer la inseguridad, la falta de autoestima, la necesidad y la dependencia donde originalmente no las había.

El espectáculo es verdaderamente repugnante. En esta película para niñes, y sobre todo para niñas, se nos muestra, merece la pena enfatizarlo, que una mujer empoderada es una enferma emocional, y que cuanto antes escuche las señales y les preste la atención debida, más posibilidades tendrá de librarse de un miserable destino, así como de acceder a la felicidad completa de, esto es literal y podemos disfrutar de ello en el plano final, tejer patucos durante el embarazo.

No quiero dejar de mencionar el alucinante momento cumbre en la transformación del personaje, que emula el memorable Let It Go de Frozen, en el que Elsa se entrega, literalmente, a su poder, es decir, se hace definitivamente dueña de sí misma, transformación que era expresada mediante un (discutible en la elección) cambio de vestido. En El Principe Encantador la protagonista también simboliza su evolución mediante ese mismo cambio narrado a través de un número musical. Pero en este caso no hay símbolo de empoderamiento. El personaje, para estupor de la platea, abandona sus ropas, ahora entendidas como frustrantemente hombrunas, por su primer vestido para seducir, su primera prenda de mujer “mujer”. Y al ponérselo descubre que ahora es verdaderamente “ella”.
Arriba, el príncipe en el momento de recibir un rodillazo por acosar a Lenore.
Abajo, Lenore en el momento de ser feminizada y sometida al amor como castigo.

Esa es la mierda de dimensiones cósmicas en la que se nos, se les, alecciona aquí.

La misma, por cierto, en la que algunas referentes del feminismo amoroso (postromántico) aleccionan a sus seguidoras.

O sea que a lo mejor esta puñalada en el corazón de la incipiente emancipación de las niñas no es otra cosa, ya ves tú, que fuego amigo.

El mismo, amigo o enemigo, que merece la película.



lunes, 12 de junio de 2017

daños amorosos colaterales


Me he portado muy bien y me he tragado esta película de principio a fin, sólo para contárosla. Se llama No es mi tipo. No la veáis.

Tomé la decisión cuando llegué al minuto 40, más o menos. Me lo propuse porque empezaban a pasar cosas raras, de ésas que considero propias de esta sección. Los sentimientos amorosos y monógamos empezaban a buscar asociaciones nuevas. Se sentía la fuerza de la mutación evolutiva. El patriarcado amoroso transformándose para introducirse en nuestra conciencia por la última grieta descubierta.

Pero a partir de ese momento me quedé pegado a la pantalla. Así que no tiene ningún mérito. Nunca lo habría tenido, pero así menos… Ya veis que ni yendo sobre aviso se está protegidx frente a estas películas.

Os invito a que perdáis el tiempo leyendo la crítica de Javier Ocaña en El País, sólo para comprobar el éxito del artefacto a la hora de disimular sus seguramente inconscientes propósitos. “La película no juzga y deja preguntas abiertas”, dice. Javier, si no tienes respuestas para las preguntas que “abre” esta película, míratelo con lupa.

En esta sección no caben, literalmente, espoliers, porque me impongo brevedad. Pero me da igual destriparla, así que alguna víscera veremos relucir.

El punto de partida es una pareja con evidente desequilibrio en su valor sociosexual: él, profe de filosofía guapo y metropolitano; ella, peluquera guapa y de provincias (podría decirse que la diferencia, en realidad, está en el capital cultural, pero analizar la relación entre los dos conceptos aquí es imposible. Digamos, simplemente, que se aprecia desde el primer momento la superioridad de él).
Una pareja al estilo convencional (monógama y amorosa) con diferente vss constituye un conflicto latente que debe estallar por algún sitio. Así que te quedas ahí, esperando a que estalle, porque entiendes que lo que el director (es un hombre, aunque no hacía falta ni decirlo) pretende contarte es cómo estalla, cómo se gestiona, qué implica, etc, etc… Y piensas “seguro que aparece en el minuto 30, como punto de giro de la presentación al desarrollo”. Entonces miras la barra de tiempo y descubres que estás ya en el 40, y que lxs tortolitxs siguen arrullándose, y que ella le corta el pelo y lo lleva al karaoke, y que él le lee poesía y le regala libros de Dostoievski. Y es entonces cuando te preguntas qué demonios es lo que quiere contar este tío, por qué no salta ya la liebre, de qué cabeza retorcida habrá salido esto, y, por supuesto, qué es exactamente lo que vas a contar tú en el post que ya no te queda más remedio que escribir sobre la peli.

Pues lo que la peli nos cuenta es la vieja historia del hombre culto y arrogante, incapaz de experimentar amor real, frente a la “muchacha” sencilla y transparente, llena de vitalidad, verdadero sentido de la vida, a quien el hombre demasiado complejo ha perdido la capacidad de amar.

Es de nuevo el mito del corazoncito bueno y sintiente, maltratado por el cerebro pensante y malo. Pero en este caso el cerebro es un auténtico encanto. Amable, respetuoso, tranquilo, sonriente, detallista, sereno… ¡y sincero! Un cielo de chico. ¿Por qué no es esto suficiente para que la relación sea presentada como exitosa? Pues porque el pensamiento no está tratado en la película como una obsesión, sino como un virus. El problema de él no es que sea un obseso del autocontrol y el discurso racionalizador. El problema es que está contagiado por la enfermedad del pensar, y a lo primero que eso afecta es a la facultad de amar.

Así que, como no podía ser menos, ella (recuérdese que es un “ella” construido por un hombre, cuyo parecido físico con el protagonista es, además, sonrojante) como buena experta en amor por obra de la ciencia infusa de lo femenino, descubrirá un par de síntomas de tibieza invisibles a personajes menos maravillosos. De estos síntomas se seguirán los correspondientes pollos, en los que reforzará sus conclusiones con otras pruebas incontrovertibles, como no sentir celos (“todas mis parejas han sido celosas. Antes me parecían pesados, pero ahora lo echo de menos”) y, por último, comprobaremos que su vida queda devastada con toda naturalidad.

En definitiva, que un señor intelectual nos cuenta la historia de un señor intelectual que se enrolla con una chica “sencilla”, a la que no deja de elogiar en ningún minuto del metraje, y a la que, debido a una patología incurable (llamada “consciencia”) no puede seguir en su justificadísimo desbarro amoroso, porque ya sabemos que una mujer sana y telúrica como dios manda se va de la pinza con el amor que es una gloria.

Y luego llega otro señor intelectual y nos dice que la peli “deja preguntas abiertas”.

imagen de la repugnante escena final, donde ella canta I will survive para dejar claro que una verdadera chica sencilla supera cualquier trauma amoroso, de modo que no debemos sentir remordimientos por el que le causemos.

¿Sabéis cuáles son las preguntas verdaderamente abiertas? El nombre de las verdaderas peluqueras, y qué es lo que piensan realmente de esta peli de mierda con la que se ha hipertrofiado el discurso autoexculpatorio masculino para la seducción y la invitación al amor abusivo como tecnología de extracción de vss. El “no eres tú, soy yo”. La verdadera peluquera del director, pero también la del crítico. Las damnificadas, en definitiva, y cómo contarían ellas esto mismo.

Otra vez me he alargado…


martes, 28 de marzo de 2017

si os queréis, ¡respetaos!


NUNCA ENTRE AMIGOS

Las películas como Nunca Entre Amigos me encantan. Me gustan muchísimo.

Hay películas que se plantean cómo colarle un mensaje rancio a la población progre y se inventan un artefacto que pinta bien casi todo el tiempo. Pintan bien y huelen mal, como el barco de Benito Cereno.

Y cuando descubres el truco piensas “¡Vaya! ¡Buena táctica! Mejor suerte para la próxima”. Y las mandas a la mierda.

Y luego están las películas que van directamente dedicadas a la gente rancia. Esto es muy importante, y solemos olvidarlo. La gente rancia existe, tiene una vida, y también consume cine. Es más, nos equivocamos profundamente si creemos que lo único que ven es Fast & Furious. La gente rancia también tiene mantita, y también se aovilla el domingo por la tarde a disfrutar del placer “intrascendente” de que le cuenten una historia “intrascendente” de ese género completamente inocuo por “intrascendente” que es la comedia romántica.

Y vaya si se la cuentan.

Lo bueno de contarle una historia de amor a una persona rancia es que puedes dejarte llevar abiertamente por la psicopatía. No necesitas cumplir ciertos códigos éticos, como, por ejemplo, que la historia parezca igualitaria. Puedes perfectamente convertir en pareja de una actriz de físico estereotipado a un actor con la presencia de un Jim Carrey rural, como el tal Jason Sudeikis. A todo el mundo le va a parecer lo más natural, porque el Jim Carrey rural es un tío sano, y una chica que merezca la pena no debe fijarse en otra cosa, por muy buena que esté.
La lógica también se transforma en un espacio de libertad para ti, como narrador/a (éste es un gran atractivo de la narrativa rancia, tengamos cuidado). Por ejemplo, supervisar una fiesta de cumpleaños infantil hasta arriba de éxtasis no es algo que unx tenga que presentar desde una perspectiva crítica o contracultural. No es necesario. Puedes mostrarlo como situación normal con final feliz. Incluso si la fiesta se celebra en un chalet con piscina que cubre. ¡Y es tan divertido!

Alegría. El mejor cine de mierda.

Y gracias a él vamos sabiendo de las nuevas tesis que se van sembrando en la cabeza de lxs otrxs, y que difícilmente seríamos capaces de descubrir por simple deducción sociocultural.

En este caso, la moraleja de Nunca Entre Amigos es digna de un Frankenstein becado en Princeton.

Lo que nos viene a contar, como resultado del más delirante patchwork neoliberal, es que el nuevo amor perfecto, el ideal, la pareja modelo que tiene todas las cartas para petarlo, es la que se forma entre adictxs al sexo. Sí, sí… tomaos vuestro tiempo. Asimilad.

¡Claro! ¿No lo entendéis? Os lo voy a explicar, desnaturalizadxs: Lo que pasa es que ser adictx al sexo es no haber encontrado aún a La Persona. ¡Y buscarla con muchas ganas!

Incluso puede ser el resultado de algo más bonito todavía, como les pasa a lxs protagonistas de esta película de mierda. Puede ser que hayáis perdido la viriginidad juntxs, y que después las circunstancias os hayan separado (ella era más guapa y se fue, pero mira, ¡mira cómo vuelve, la muy soberbia!). Y desde entonces os devore ese comecome que es la nostalgia del amor verdadero, el de la primera vez.

el cine de mierda suele recordarnos que una de las mejores estrategias para formar una pareja feliz es ser muy imbécil.

Y, claro, cuando os encontráis de nuevo, os respetáis, aunque sois adictxs al sexo, porque os queréis de verdad, no como al resto de la gente, que es toda tan sucia. Y cuando por fin el amor se cae de maduro, en cuanto os lo declaráis, pues, por supuesto, inmediatamente, esa misma mañana, os casáis.

Eso sí, antes de la boda, como no se aguantan las ganas, un polvito. Porque lo que tiene que quedar claro aquí es que cuando dos verdaderxs enamoradxs se unen para siempre, si son verdaderxs, verdaderxs de verdad, es decir, si son adictxs al sexo, entonces se lo van a pasar genial, porque no se van a bajar de la cama ya ni para sacar la basura. ¿¡No es fantástico!?

Pues esto, por estrambótico y degenerado que os parezca, es lo que les están contando a vuestrxs vecinxs. Y seguramente muchxs se lo estén creyendo.
Así que id con cuidado ahí fuera.


miércoles, 30 de noviembre de 2016

el "empoderamiento" en Juego de Tronos


Hay productos culturales cuyo debate se agota, en parte, porque se agota la repercusión social del producto, y él, sin repercusión social, carece de interés.

Y hay otros que no se agotan porque, aunque parecen más que agotados desde el principio, la continuidad de su repercusión social los actualiza continuamente como fuente de reflexión.

Juego de Tronos, lógicamente, es de los segundos. Se ha escrito de todo, pero mientras siga siendo una inmensa máquina de construir conciencias me temo que habrá que analizar la serie, como analizamos el resto de los grandes hitos de la cultura popular, nos gusten o no.

Hay gente por ahí haciendo análisis de la serie que justifican con su gran calidad artística, y con el aval de sus premios, y con mil pamplinas semejantes. Y luego ya está Pablo Iglesias, que dice que es un manual de política. Pero en fin, Pablo Iglesias (a quien voto), es para echar de comer aparte, sobre todo cuando se le juntan delante cultura y tetas, que al pobre le estalla la cabeza.

Y luego, al final tal vez, está la gente que, sin intelectualismo ni pedantería a lo Boyero, decimos que salta a la vista que Juego de Tronos es mediocre. Lo que pasa es que la mayoría de esas personas, con buen criterio, no la han visto y, por lo tanto, no hablan de ella. Yo, sin embargo, me encuentro entre lxs privilegiadxs que, juzgándola mediocre, lo han hecho. ¿Por qué decir “tontxs” pudiendo decir “privilegiadxs”?
La pregunta que yo le planteaba a Juego de Tronos al ponerme a verla es “¿eres o no sexista?” Porque, claro, había oído ya muchas veces lo de las protagonistas fuertes y empoderadas, pero también me las encontraba reiteradamente desnudas, y la cosa me olía mal.

Tras 60 horazas en las que empecé bostezando y acabé tan enganchado como los más rastreros trucos de fidelización, más alguna aceptable idea narrativa, pueden garantizar, tengo que decir que me quedé prácticamente con la misma sensación con la que me acerqué a la serie.

Todo me mosquea. Sí, había menos violencia gratuita contra las mujeres y menos cultura de la violación de la que pensaba (es que pensaba que apenas habría otra cosa, sinceramente. No contaba con la condición de producto generalista que tiene que servir para sensibilidades encontradas) y sí, había muchas mujeres protagonistas, y con mucho poder. Incluso se podría decir, y esto no es cualquier cosa, que ellas tienen más poder y más presencia en la serie que los varones.

Pero, claro, todo lo demás… Violencia gratuita contra las mujeres hay (sí, en la boda roja tiene que morir todo el mundo, pero lo de Joffrey y la ballesta, perfectamente innecesario), cultura de la violación, para qué entrar en detalles… Luego, la mitad de las secuencias transcurren en prostíbulos con los personajes rodeados de mujeres desnudas, que es una Edad Media que no me imaginaba yo. 

Y en cuanto a lo de la presencia femenina, pues lo típico de la cuota: mitad y mitad en la superficie, pero el resto de la estructura casi íntegramente masculina desde el primer capitán hasta el último soldado o monstruo. Y las protagonistas, ellas, con motivaciones, se ha dicho mucho, abusivamente maternales. De hecho, cuando la cagan, son justificadas con lo del amor materno.

Pero todo esto está ya más que contado, y entre que me extiendo y que no aporto nada, incumplo las normas autoimpuestas en esta sección.

El caso es que este montón de críticas y elogios al feminismo o no de Juego de Tronos nos deja con la sensación de que, bueno, tampoco está tan mal: Las mujeres están presentadas con cierta dignidad, al fin y al cabo. Peores son otras series. Y fíjate tú que eso es justamente lo que me parece que no pasa: Lo de la dignidad y lo de la superioridad al promedio. Así que dándole algunas vueltas he caído en lo siguiente.

Está claro que si eres mujer y te contratan en Juego de Tronos, tienes muchas bazas para que te toque desnudarte. Eso va de suyo. Con los varones no ocurre, claro. Podríamos decir que, en fin… que es uno de sus defectos. Nada más. Que no es más humillante que el traje sexy de Scarlett Johanson cuando se disfraza de viuda negra.

Pero creo que es algo más. Y lo creo porque, pensados de uno en uno, resulta que los desnudos de las protagonistas de Juego de Tronos me parecen más que significativos. No están simplemente para pagar el impuesto patriarcal de que mujer pública es mujer desnudada, y de que sin enseñar las tetas una mujer tiene complicado alcanzar el éxito. No.

Fijaos en Sansa. Se desnuda para ser violada. Ella, que es el personaje feminizado por excelencia, la chica guapa y pasiva con ansias de casarse con un Rey. La modelo, la deseable, la objeto. Su desnudo es el momento en que es entregada a la mirada del espectador (masculino aquí). Sansa se nos entrega tal y como la mirada pornográfica la desea. A Sansa le pasa lo que al espectador (masculino, perdón por repetirme) quiere que le pase para excitarse. Vale, Sansa no se desnuda. He forzado el ejemplo. Tengamos en cuenta que no hay un equipo detrás utilizando literalmente mi teoría y aplicándola caso por caso. Pero sigamos.

La inquietante Melisandre sí que se desnuda. Ella, que atenaza con su magia y con su sexo a los varones que se encuentra. Ella, que es el personaje sexualmente empoderado, en ese sentido de empoderamiento sexual que entiende el empoderamiento sexual como uso de la desventaja de género como ventaja. El momento culminante, en el que nos la revelan, en el que “nos la entregan” en su verdadera condición sobre la que saciar nuestra ira de machos humillados, nos ofrecen su cuerpo “despreciable” de anciana por la que sentir asco. Y nos quedamos satisfechos. A Jon Snow sí, pero a nosotros no nos engaña. Qué asco nos da la bruja. Ya la tenemos. Ahí, desnuda.

Y, por supuesto, Daennerys. Cada vez que el personaje más poderoso de toda la serie tiene que incrementar su poder le toca enseñarnos “sus encantos”. Vale que a ella no la torea nadie (uy, perdón, ya había olvidado que está enamorada para siempre de su violador, y que es la ausencia de éste lo que la convierte en la virgen sagrada capacitada para conquistar los Nueve Reinos), pero el precio de ser mujer sigue pagándose en forma de registro carcelario: Venga, en pelotas, que toca evolución del personaje. Lo que le pase verdaderamente relevante le pasará desnuda.

Pero mi desnudo favorito, obviamente, es el de Cersei. Pensaba ella que como reina consorte, y reina madre, y reina misma a lo largo de toda la serie, se libraría de nuestra ira desnudadora. Pero no. Para eso están los gorriones. Para despojar su cuerpo de toda vanidad (ya se sabe que las mujeres van por ahí vanagloriándose de que tienen cuerpo y de que nos gusta) y hacerle el paseíllo. Ese paseíllo, esa humillación infinita, acordaos, amigos espectadores varones, es un gran momento de resarcimiento de nuestro odio frustrado y acumulado temporada tras temporada. Luego ella que haga estallar el Septo si quiere, con todos los gorriones y la fauna que encuentre dentro. A nosotros ya no se nos olvida que no es más que una rapada, vilipendiada y escupida con cuya desnudez nos hemos regocijado durante la que seguramente sea la secuencia de desnudo más larga de toda la serie.

Y así, me temo, más o menos con todas.

Y están, claro, las que no se desnudan. Sabéis cuáles son las que no se desnudan, ¿verdad? Pensadlo, pensadlo. Sí, ésas. Las que no queremos ver porque no hemos deseado. Realismo, lo llaman. Y tanto.

Así que, ¿sabéis lo que pienso? Pues eso de que “es más de lo mismo”. Pero no de lo mismo de Esteso y Pajares. Eso es lo de antes. “Lo mismo” es lo de ahora, lo nuestro, lo que se va llevando cada vez más y que las grandes obras de arte de la industria audiovisual saben interpretar y ofrecernos a modo de vanguardia.

“Lo mismo” es la lucha pornográfica contra el empoderamiento de las mujeres. Su vejación sistemática como reacción a sus reivindicaciones. Su aparición como falsas dóminas, estrellas del porno o heroínas medievales para que veamos que en la realidad se nos está poniendo la cosa difícil, pero en la pantalla, en la fábrica de sueños, allí les damos lo que se merecen. Y se merecen mucho, porque son muy soberbias y se están portando muy mal con eso de no dejarse follar como caballerosamente les exigimos.

Las mujeres en Juego de Tronos reciben su esencia de su desnudez (del mismo modo que Jamie, por ejemplo, la recibe en la escena en la que le amputan la mano. Varón: mano. Mujer: desnudo) y están para ser desnudadas. Es la otra parte del cine porno. Ésa que decimos que en el cine porno no está. La de la presentación de la historia. La que le da miga.

¿Sabéis cuál es la escena clave de la serie? La traición a Ned. Aquélla en la que el rey de las putas pone un cuchillo en el cuello del viejo patriarca y le recuerda “te dije que no te fiaras de nadie”. Es Cristian Grey diciéndole a Esteso “se acabó tu tiempo. Empieza el mío”.


miércoles, 21 de septiembre de 2016

nueva sección: CINE DE MIERDA.


Sería mejor que existiera tanto cine interesante y de calidad, y que fuera tan accesible, que nos perdiéramos en él y pudiéramos despreciar el resto.

También sería bueno que los medios no estuvieran tan vendidos a cualquier producción pesetera, y que no acaben llevándonos de los pelos a tragarnos memeces incluso cuando hacemos lo posible por resistirnos a ellas.

Lo que no sería nada bueno es que nos pusiéramos dignxs y despreciáramos la experiencia (anti)cultural de nuestro entorno como si no fuera nuestro entorno y como si ésa fuera una manera razonable de relacionarse con él.

A veces hay que mirar algo. Casi siempre hay que mirar mucho. Y en ocasiones llega el momento de buscarle salida a tanta mierda machista y mononormativa como nos tenemos que comer. Así que de eso irá esta sección.

Como no tiene sentido que sea un desahogo personal, y como no soy un crítico cinematográfico que pueda ofrecer amplios, precisos y definitivos análisis sobre cada obra, procuraré atenerme a dos reglas. La primera, brevedad. La segunda, extraer de cada abominación comentada alguna reflexión que nos pueda servir de algo, especialmente para entender cómo funcionan estas abominaciones al tratar los temas amorosos, y cómo evolucionan unas sobre otras con el fin de seducirnos camino del infierno.

Ah! Con respecto a los espoilers la regla es que, si puedo, os ahorro la peli.

Voy con la primera.


SEXO FÁCIL, PELÍCULAS TRISTES.

-¿Qué te ha parecido el guión? Aún estoy buscando un título.
-Me parece una película fácil de sexo triste.
-Pero así no puedo llamarla.
-Pues no sé… ¡dale la vuelta!
Las comedias románticas suelen reunir dos características que adoro (amén de la recientemente señalada por Vigalondo: “Son una apología del acoso”. Viene él con una. Veremos).
La primera es que no te ríes ni aunque te paguen. En ésta sale Areces, que no necesita texto para satirizar situaciones. Menos mal…

La segunda es que todas empiezan con un ganchito que te está diciendo “las comedias románticas son una mierda, pero ésta es distinta. Ésta es de verdad, es actual, y es sobre ti”. Todas. Y luego, por supuesto, son cine de mierda.

Ese gancho lo utilizan, lógicamente, para sobreponerse a la sensación que dejó en la/el espectador/a el último bodrio graciosoamoroso que le tocó tragarse. Pero cumple, de paso, la encomiable función sistémica de resignificar la mononorma y la amatonorma. Vamos, que el cuestionamiento amoroso y monógamo que hayas hecho o tenido la suerte de encontrar desde el último soponcio, viene la peli y te lo cuestiona a ti. ¿Qué te has creído?

La película que nos ocupa es cinematográficamente mala; sólo mala. Su mensaje, sin embargo, sí merece un lugar de honor en el panteón de los horrores. La ingeniosa estrategia que lo vehicula es la de meter una historia dentro de otra historia. ¿De qué modo? ¡Gran idea! Un guionista sentimentalmente jodido y especializado en comedias románticas ultraconvencionales escribe a lo largo de la película el guión de una comedia romántica ultraconvencional. ¿Qué mayor cuestionamiento que ése? ¿Y qué mejor planteamiento para escribir desde la autoridad que concede la experiencia? Hay bombillas que se encienden para dentro.

Lo malo de la historia no son los mil tópicos machistas y mononormativos en los que era de prever que cayera y cae (por ejemplo, eso de que nos presenten a las dos novias como dos mujeres con su correspondiente habilidad artística, correspondientemente despreciada por los correspondientes novios, y correspondientemente despreciada por los creadores de esta obra maestra, que deciden mostrar planos reales de esa habilidad que las correspondientes actrices sólo poseen a un nivel como mucho amateur, pero que, claro, será correspondientemente valorado por unos espectadores que entenderán que, para ser mujeres, ya les va bien con bailar un poquito y con tocar un poquito el piano).

algunxs de sus responsables, se diría que orgullosxs.
Lo malo no son las patéticas tentativas de darle profundidad al recurso de la historia dentro de la historia (¡Uau! ¡Tanto el escritor como su creación engañan –perdón, son seducidos, pero es que el párrafo sobre los tópicos machistas era el anterior- a sus novias con ¡el mismo personaje! –del que, por cierto, no volvemos a saber nada, el artificio por el artificio-. Me pierdo en tan rico arabesco diegético…).

Lo malo ni siquiera es que la comedia romántica estrictamente convencional (hasta el sonrojo) ocupe inútilmente la mitad del metraje, lo que nos aboca a escuchar a Quim Gutiérrez su enésimo monólogo final abriendo el corazón de un personaje mediocre y mezquino para explicar que va a seguir siendo mediocre y mezquino, pero mediocre y mezquino enamorado, con un encanto tan idéntico al de todos sus monólogos anteriores que resulta, no ya previsible, sino absolutamente estomagante.

                                                                                           os dejo el monólogo de Quim, que me gusta regalaros cosas.

Lo verdaderamente malo de morir es la moraleja. Porque, ojo aquí, este escritor, que previamente nos había explicado que no quiere escribir historias reales porque la realidad es una mierda (¡como la peli! Casualidad…), descubre que, si quiere ser feliz en el amor, atención, ¡debe seguir los pasos de sus propios personajes! Vamos (perdón por la aclaración) que esto es metacomediromanticismo: el fallo de la comedia romántica es que nos la tomamos demasiado a la ligera cuando ¡Es la Biblia!

Si no fuera todo tan tonto diríamos que es retorcidamente manipulador. Pero es que los sistemas se defienden así a veces: generando mil respuestas estúpidas y desesperadas y confiando en que alguna posea una cierta eficacia.

Mierda pura.