DRÁCULA, DE BRAM STOKER
El final feliz romántico tiene un
poder del que un guión apenas puede
escapar. La extinción de la historia sin amor es, en nuestra cultura, una grave
condena moral. Identificarnos con un personaje y acabar viendo cómo sucumbe, y
nosotros con él, a la desgracia sentimental es, además, veneno para la taquilla,
por lo que tiene en sí mismo de desagradable como experiencia narrativa. Sólo
un/a espectador/a adultx y profundamente concienciadx del problema que la historia
trate está dispuestx a aceptar el desasosiego de verse advertidx, precisamente
en su espacio de ocio, de que algunos caminos, no lejanos, conducen a la
soledad.
Nos han dicho que somos demasiado
tontos como para ir al cine a pensar; que nuestro cerebro no está capacitado
para ser sometido al estrés de hacer otra cosa que flotar en una nube de soma
durante todo el tiempo que dure nuestro ocio. Nosotrxs, como nos regalaban los
sentidos, lo hemos creído. Tenemos la obligación de actuar como si no fuera demasiado
tarde, pero eso no garantiza nada.
El caso es que, hoy, rara es la
producción que puede permitirse escapar a esta norma autoimpuesta por la
industria cinematográfica. Para que toleremos que el personaje que nos acompaña
dos horas, y al que a veces incluso dedicamos nuestra sagrada tarde del sábado,
va a acabar como nosotrxs no podemos soportar pensar que acabaremos, es
necesario que antes hayamos concedido que, encantador/a como es, encarna un vicio
que la película nos va a ilustrar en detalle y del que nos va a enseñar a
escapar. No le queremos mal, pero entendemos que, en el fondo, lo merecía.
Nosotros no seremos como él/ella.
Entonces, ¿qué sentido tiene
contar la historia del hombre que, enamorado como dios manda, acaba condenado? Y,
¿cómo es posible que sea un éxito? ¿No es justo ésta la historia que no nos
apetece encontrarnos?
Al primer golpe de vista, ni a mí
me cae bien Drácula, ni creo que la intención sea que lo haga. Demasiadas cosas
responden en él al cliché del villano como para que nos identifiquemos con su
desgracia amorosa. Tanto los rasgos físicos (cara angulosa, bigote, mirada
extraviada), como los caracterológicos (exaltación, violencia, crueldad), nos
presentan al tipo de personaje a quien estamos habituadxs a odiar. Pero su
segunda aparición, ya como vampiro, es definitiva. Lejos, lejísimos, de
Cristopher Lee, o incluso de Bela Lugosi, Oldman se vuelve, no sólo odioso,
sino generosamente repugnante. Esa especie de viejo afeminado, macilento y
libidinoso es, seguramente, lo más lejos que Coppola ha sido capaz de llevar al
personaje en su deseo por que nos inspire asco y, través del asco, aversión. Se
diría que, mientras Reeves se encuentra en su mansión, más que los peligros que
se ciernen sobre él, nos preocupan las interminables secreciones a las que
parece ir a quedarse pegado.
Por eso tenemos claro que la
historia debe favorecer al amor de los personajes vivos, y que el no-muerto
debe, tarde o temprano, encontrar la horma de su zapato y sucumbir al final
feliz. Lo constatamos, además, con cada uno de sus actos. El asesinato, la
promiscuidad, el acoso, son casi el estereotipo del maltratador.
Sin embargo, todos sus
movimientos lo aproximan al amor de Mina. Creemos que ella vive un engaño, que
despertará cuando descubra toda la maldad que yace escondida bajo el proceso de
seducción de Drácula. Esa esperanza se desvanece ante dos frases de Mina, la
una pronunciada sin solución de continuidad con la otra, sin reflexión entre
ellas, como si la barrera que debería separarlas fuera sobrepasada por la
anegadora fuerza del amor.
-Has matado a Lucy. Te amo.
Muchxs espectadorxs caemos en ese
momento en que lxs engañadxs éramos nosotrxs. La declaración, la toma de
partido, el contrato verbal, invierte el orden de valores de la narración. Nos
habíamos equivocado de bando: el bueno era Drácula. Toca dejar las estacas, los
ajos y los crucifijos, y desplegar nuestras alas de murciélago para no ser
alcanzadxs por el fundamentalismo plebeyo y terrenal de Van Helsing. De hecho,
será éste el primer momento en el que Drácula se encuentre amenazado y en
inferioridad de condiciones y, como buen héroe, escape por los pelos.
El amor establece unas reglas de
comportamiento que deben ser seguidas para triunfar en el amor. Quien se aferra
a ellas es buenx en el amor, y debe esperar que el amor sea bueno con él/ella; quien
las abandona sufrirá el castigo de la soledad. Pero el amor no necesita de sus
feligresxs para romperlas. Así, su camino sacramental es un viacrucis a lo
largo del que se descubre la contradictoriedad de las reglas, y que culmina en
el descreimiento total. Normalmente, el descreimiento llega demasiado tarde,
cuando el mundo del amor nos ha considerado desechables. Entendemos entonces
que no había tal moral, sino que era una zanahoria para que tiráramos de ese
carro llamado familia, o llamado sistema, que considerábamos lo otro del amor y
que era, en realidad, su razón de ser.
El amor nos la juega bien, el
cabrón. Entran ganas de vengarse. Drácula, por ejemplo, lo hace.
A él no le salen las cuentas. Ha
sido escrupulosamente obediente a todos los dioses sentimentales y, sin embargo, éstos le traicionan. Su
decisión es clara, y experimentaríamos su lógica como un humillante desprecio a
nuestra mezquina resignación vulgo-romántica si no fuera porque estamos
tentadxs de seguirle en su furia vengadora. El amor ya no es dios, puesto que
falla. Ahora es un igual, y le debe algo, que se cobrará, aunque sea del propio
amor.
Así, Drácula es el cobrador del
frac del amor: la deuda incondonable que esa filosofía fraudulenta adquiere con
nosotrxs en cada una de nuestras relaciones. Más allá de ser el espectro de la
relación pasada, se trata del presente mismo de esa relación, convertido en
eternidad inexcusable. El amor nos dijo que si obedecíamos nos ofrecería la
felicidad. Y mira lo que nos da: no sólo ella muere, no sólo se nos dice que no
nos espera más allá de nuestra propia muerte. Es que, para más burla hacia todo
aquello que da sentido a nuestra existencia, resucita con otro. El fiel
Drácula, que se atuvo al pie de la letra de sus promesas amorosas, se encuentra
a Mina convertida en una monógama secuencial.
El amor no nos predispuso para
esto de la secuencialidad. Lo que nos dijo es que era un sentimiento tan fuerte
que nos cambiaría la vida entera; que nos ligaría a alguien de manera tan profunda
que no podríamos jamás separarnos; que todo lo que hiciéramos inspirados por él
tenía más valor que la vida y que la muerte; que dejáramos el alma, porque
estaba bien segura. ¿Qué pinta, entonces, el advenedizo y profanador Jonathan
Harker?
Drácula, como único y verdadero
seguidor fiel de los preceptos amorosos, reencarnará la monogamia indisoluble,
pese al futuro novio al que pese, y tenga el concepto de “ex” la prensa que
tenga. En su siniestra condición de ex que no reconoce ese estatus, adquirirá
rasgos absolutamente singulares y, a la vez, profundamente arraigados en
nuestro inconsciente, tanto privado como colectivo. Es un murciélago, porque su
capacidad para desplazarse, aparecer y desaparecer es la propia de quien no
tiene otra ocupación que la obsesiva persecución de su amada. Es un lobo,
porque su deseo sexual frustrado y arcaicamente romántico debe saciarse
frecuentemente con seres inferiores, a los que devasta. Es un anciano
repugnante, porque viene de un pasado que se abandonó y del que se quiere
escapar por corrupto y vergonzante. Es un príncipe seductor, porque sabe todo
de su amada, hasta sus sentimientos más íntimos, que convierte en debilidades
emocionales por las que acceder a su corazón. Es un superhombre, más fuerte que
cualquier hombre normal, porque en realidad es el único hombre entero, que se
enfrenta a otros que son menos que hombres porque sus fuerzas están
sensatamente repartidas entre diversos amores y ocupaciones en lxs que no les
va la vida. Y es, ante todo, un vampiro, porque sólo él dispone del poder de
inocular, con su mordedura, el veneno incurable del amor verdadero. Es este
veneno el que contamina al convencionalmente secuencial Harker desde el momento
en el que empieza a luchar por Mina, porque la lucha es, en sí, consecuencia
del seguimiento literal de los preceptos del amor, que no concibe la
sustitución del objeto del amor. Es el que empodera sexualmente a la casta
Mina, dispuesta a seducir a Van Helsing como medio, pues la fidelidad real
expulsa del reino del amor, hacia los territorios vírgenes donde machismo y
feminismo, conservadurismo y progresismo, se confunden (y caen ambos, tal vez,
bajo el calificativo peyorativo de “extremismos”).
Salvo el orgullo, salvo la
dignidad de quien exige a hombres y dioses que cumplan su palabra, todo en
Drácula es odioso. Pero todxs reconocemos al odioso Dracúla que, dentro de
nosotrxs, permanece desgarrado por la traición que lo destruyó, lo corrompió y lo
convirtió en un monstruo que clama por salir a la fatal luz del día. Nos
resulta tan sensual encontrar la oportunidad de identificarnos con ello, de
reconocernos en las formas antisociales del amor, de entregarnos libremente a
la amoralidad de la lucha amorosa, donde el bien y el mal han sido
definitivamente relegados, que aceptamos jugar durante dos horas al monstruo maldito,
a sabiendas de que, al final, tendremos que aceptar la muerte, y quitarnos el
disfraz de carnaval que, en realidad, encarnaba nuestro yo íntimo.
Nada en Drácula nos es ajeno, salvo
que él tuvo la valentía de enfrentarse hasta la muerte con el traicionero dios
del Amor. Su derrota estaba predestinada desde el instante mismo en que acepto
sus reglas.