Pretendo en este texto exponer la relación entre dos
corrientes sexuales aparentemente independientes cuyo crecimiento resulta
inquietante. Que estén relacionadas, es decir, que se puedan considerar
sumables y, por lo tanto, partes de una corriente aún mayor, puede resultar más
inquietante aún. Pero a la vez es posible que nos aproxime a su comprensión.
Por un lado tenemos a la comunidad asexual. Lo que voy a
decir de ella es sólo mi percepción de algunos de sus rasgos, que no pretende
ser exhaustiva ni extensible a cada individuo.
Hasta donde sé, es posible que esta
comunidad, de amable e inocua imagen pública, sólo me despierte inquietud a mí.
La comunidad asexual, resumiendo groseramente, está formada por personas que,
en alguna medida, no quieren tener sexo. Las diversas estigmatizaciones (más o
menos fundamentadas) del sexo hacen que su rechazo adquiera un cierto halo
romántico. Como el sexo, además, es para nuestra cultura un bien por el que se
compite, quien sale voluntariamente de la competición no es echado de menos en
ella hasta que el mercado descubre cómo reintegrarlo. La comunidad asexual nos parece,
por lo tanto, muy bien, y nos lo parece desde la más desacomplejada de las
condescendencias. Lxs asexuales son muy monxs, con sus orejas de gatx y sus
tartas de chocolate. No os metáis con ellxs, que ellxs no se meten con nadie.
Sin embargo, si asumimos la responsabilidad de mirar un poco
más allá de nuestra comodidad, nos encontraremos que esta comunidad se
caracteriza, como otras que cuestionamos, por un sospechoso “consentimiento”.
Lxs asexuales son quienes rechazan de muy buen grado aquello a lo que el resto
consideramos que no seríamos capaces de renunciar. Quedarnos tan contentxs con
esta conclusión dice, reconozcámoslo, muy poco de nuestra coherencia activista
y justiciera.
Un paralelismo económico nos dice que el mercado
intensamente competitivo del sexo debe necesariamente generar una gran masa de
perdedorxs, desposeídxs, parias y expulsadxs de esa competición. Un vistazo a
nuestra cultura sexual nos descubre, sin embargo, que esa gran masa humana no
aparece por ningún sitio. En su lugar surge una inesperada y muy creciente
comunidad de personas que rechazan al mercado del sexo, no porque se sientan
expulsadas de él, sino porque no les interesa. Y nadie sospecha.
El otro colectivo al que me quiero referir es el de las
personas sexualmente autosuficientes: aquellas cuya sexualidad no requiere de la
colaboración directa de ninguna otra persona para ser realizada satisfactoriamente.
Se trata de otro grupo creciente y de creciente visibilidad, aunque, como sus
características nos permiten inferir, no precisamente porque quienes lo forman
se hayan erigido en colectivo. Su fama tiene que ver con la preocupación que
genera la idea de un sexo deshumanizado, donde la persona-objeto sexual es
sustituida por herramientas sexuales o material pornográfico, y donde la
ausencia de interactuación humana real hace que los límites éticos queden
desdibujados.
Al llamar “sexualmente autosuficientes” a lxs viejxs y
estigmatizadxs “pajerxs” pretendo abundar en la imagen que de ellxs, y sobre
todo para ellxs, proyecta el mercado: desarrollar la vida sexual al margen de
compañía humana alguna es (de nuevo) una elección. Si eres demasiado cómodx,
estás demasiado ocupadx, o directamente te consideras demasiado por encima del
resto del mundo para molestarte en procurarte compañía sexual, no es que tengas
ningún problema. Simplemente perteneces a un nicho de mercado, equivalente a
cualquier otro, y cuya demanda debe ser satisfecha: enhorabuena, estás
integradx.
Puede verse ya que lo que ambos grupos tienen en común es
ser resultados inadaptados (todos lo son, en realidad, pero éstos lo son para
las exigencias mismas del sistema, aunque él los celebre) de la
sobresignificación sexual competitiva que es propia de nuestra cultura. En ella
el sexo no es sólo el mayor bien en sí (esto no es contradictorio con que lo
sea el amor, pues sabemos que el amor se caracteriza por dar a la posesión
sexual un envoltorio de apariencia ética), lo más deseable, lo que produce un
placer más definitivo y verdadero, sino que además es un bien escaso por el que
hay que luchar hasta extenuar las fuerzas y, en la mayoría de las ocasiones,
perder frente a adversarios más fuertes.
De las grandes masas de perdedorxs emergen dos estrategias
principales. La primera, propia de la comunidad asexual, es el abandono del
sexo. Dado que el sexo no es una necesidad primaria, esto se puede hacer sin
peligro inmediato para la vida. Dado que es una necesidad secundaria, tanto de
inclusión como de energización del desarrollo personal (así la hemos construido)
la libido y la pertenencia al mundo de la comunidad asexual se desploman. Sin
contacto con la realidad, y sin fuerza para volver a ella, lxs asexualxs se
convierten en una comunidad infantilizada y construida en torno a la libido
secundaria de la comida (dulces, “chuches”) y el amor por lxs animales. Así, su
capacidad para combatir su propia exclusión queda prácticamente extinguida.
La estrategia de lxs autosuficientes es la opuesta, y presenta
una coherencia perversa digna de tener en cuenta: dado que el sexo es, por
excelencia, el bien en sí que afirma nuestra cultura, y dado que lo es más que
las propias personas que construyen esta cultura, para seguir participando de
lo social se vuelve necesario renunciar a las personas y aferrarse al último
tablón flotante del sexo individual. Dicho de otro modo: si el sexo consiste en
tener sexo con personas (poseerlas sexualmente) pero no puedo “obtener”
personas, mi último recurso será elegir al sexo y abandonar a las personas,
pues dicen las personas que lo verdaderamente importante es el sexo. Por lo
demás, las personas, una vez que no pueden ser poseídas sexualmente, pierden
cualquier otro interés. Al carecer del símbolo que atesora la savia libidinal,
los vínculos sociales se marchitan. Lxs autosuficientes sexuales no se aíslan
activamente, sino que descubren, un día, que han quedado aisladxs. Pertenecen,
sin embargo, al sistema, y no lo combatirán. Al contrario: son sus
emprendedores más precarixs. Aquellxs que fantasean aún con realizar alguna vez
sus sueños sexuales, consistentes en ascender algún día en la escala
sociosexual y tener relaciones sexuales “verdaderas”.
Como se ve, todos estos inquietantes movimientos con
respecto al sexo no provienen tanto de una visión aberrante del sexo (término
que podríamos reservar para aquellos desplazamientos que busquen preservar la
dominación sobre sujetos reales cuando ésta resulte inaccesible en términos
convencionales, como sucede en la pederastia) como de la sobresignificación
misma del sexo que, siempre desde su binarismo de género (en el par descrito se
ve muy bien ese binarismo en el que más mujeres son asexuales y más hombres son
individualistas del sexo) deposita el sentido de la vida en él y obliga a
construir la vida en función de su satisfacción.
En mi opinión esto sólo lo resolvemos deshaciendo el conjuro
sexual y despojando al sexo de todo cuanto no le corresponde, para que la
libido pueda distribuirse por el resto de ámbitos de la vida. Y para eso
tenemos que pensar contra nuestro deseo, contra nuestra vanidad y contra
nuestra repulsión. Y actuar en consecuencia.
Tenemos, además, que pensar contra el gamos, que es la
fuente de esa sobresignificación.
Y tenemos, por supuesto, que pensar en colectivo. Porque ni
lxs asexualxs (un poco, o un mucho, todxs nosotrxs) van a recuperar su libido
regodeándose en su asexualidad, ni lxs autosuficientes (un poco, o un mucho,
todxs nosotrxs) van a recuperar sus vínculos sociales a base de buscar sexo.
¿Sabéis cómo hace Neo, antes de su desconexión, para cumplir
perfectamente con su función de pila, de alimento de Matrix, para la que ha
sido creado? ¿Sabéis a lo que se dedica día y noche, completamente aislado, en
su cápsula? Pues sólo y exclusivamente a hacerse pajas.
Y, de momento, ése es el destino que se nos aproxima.