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jueves, 12 de abril de 2012

amor. APÉNDICE. los extremos de la pirámide (II). extremo inferior: lxs parias


             La existencia del estrato que me dispongo a describir es seguramente el mejor argumento posible en contra de la filosofía del amor. Mientras dicha filosofía tenga complicidad en su reproducción, cualquier defensa de la misma en virtud de razones éticas no merecerá ser contestada.

             Por “paria del amor” se ententederá a quienes representan el antimodelo amoroso, tanto en sus valores reconocidos de carácter y belleza, como en el no reconocido del poder. Convenida la objetividad del valor eróticosentimental de cada individuo, localizamos en ellos a quienes se aproximan a un valor cero, despreciable, constituyendo así la última opción. El paria está, por tanto, en el límite de la elegibilidad, viviendo la experiencia de no ser preferido nunca o sólo en situaciones de precariedad extrema, y siempre que no haya otro individuo por el que optar, salvo si se trata de otro paria. El paria vive las relaciones, si es que las vive, cualesquiera que sean, como acontecimientos determinantes en su vida en torno a los que debe girar el resto de la misma. Mucho más allá de lo que considera un enamorado que el amor le condiciona, para el paria no hay elección posible, y cualquier relación debe ser tratada como definitiva. El paria carece de todo lo que nuestra cultura abandona al control del amor. Como privación directa, en su vida no hay afecto íntimo, ni vida sexual, ni más familia que la construida a la desesperada. De estas privaciones se derivan otras muchas: la pérdida profunda de la autoestima, la de la energía sexual (si es que existe como algo más que una consecuencia de la autoestima), el prestigio derivado de la exhibición de la pareja, y las posibilidades de desplazamiento de clase a que da acceso el valor eróticosentimental propio. A esta gravísima situación personal, que debe ser entendida como marginación, hay que añadir la falta de identificación de dicha marginación. El paria del amor no es reconocido como tal en su entorno, ni siquiera si él lo exige, ni son, por supuesto, entendidas sus miserias. Lo más frecuente es que él mismo no sea capaz de identificar su situación como marginal, aumentando la exposición a interpretaciones perjudiciales y autodestructivas, así como a somatizaciones patológicas.

             Si el amor es competencia por la mejor pareja eróticosentimental posible con el fin socioestructural de formar una familia y condicionar su situación económica para anular su militancia ciudadana, necesariamente habrá, por debajo de aquellos individuos que alcanzan el exiguo éxito de quedar así atados, un cuerpo de rechazados cuya función será aportar al piso proletario, objeto principal de la filosofía del amor, un triunfo comparativo. Gracias a éste piso de parias, el proletario se verá motivado a conservar el sistema y sentirse satisfactoriamente engañado por la filosofía del amor. Se resignará así, dentro de ella, a una suerte mediocre.

             Cada uno de los obreros monógamos podrá conformarse ante su fracaso en el acceso al verdadero objeto de deseo al mirar atrás y constatar el cuerpo de rechazados que queda a sus espaldas. Tan vivamente necesitan de lo que parece un trivial consuelo, que devienen incapaces de apreciar las condiciones existenciales de este grupo. Esta paradoja puede adquirir realce si se compara con la sensibilización que producen las diferencias económicas. Para cualquier sociedad ha constituido una fuente de remordimiento la existencia de la mendicidad. Junto con cierta atribución de culpa, el mendigo siempre ha sido objeto de empatía y despertado diversas formas más o menos honestas de solidaridad que el resto de la sociedad ha considerado su obligación. Nada ha ocultado nunca la condición desgraciada del indigente.

             Sin embargo, los parias del amor son vistos sólo desde la perspectiva del objeto de rechazo y, por añadidura, del triunfo personal frente a, al manos, alguien. El principio fundamental de la filosofía del amor según el cual las personas se unen a partir de razones incognoscibles que garantizan la correspondencia amorosa por parte de alguien para cada cual, resumido en la imagen de la media naranja, ejerce de refugio para el natural conflicto moral que constituye el disfrute de un bien necesario allí donde otros carecen de él. Imaginemos lo grotesco que sería aplicar el mismo principio a la indigencia. Debería adoptar enunciados tan inconsistentes como “el indigente lo es porque todavía no ha encontrado su riqueza” o “es su forma personal de riqueza la que le hace feliz”. Y, a pesar de todo, no vivimos en alerta contra su exclusión. ¿Cómo podríamos soportarla? ¿Cómo podríamos vivir en pareja recordando, gracias a la marginación que ejercemos sobre los parias, la que los estratos superiores ejercen sobre nosotros? ¿Cómo soportaríamos la idea de que sólo nos quiere quien ha sido despreciado por el resto? ¿Cómo podríamos hacer soportar esa misma idea a nuestra pareja?

martes, 3 de abril de 2012

amor. APÉNDICE. los extremos de la pirámide (I). extremo superior: lo(x?)s dioses.


La pirámide del amor está formada por cuatro grandes plantas básicas, pero sólo dos de ellas, las centrales, son reconocidas por la cultura del amor. Las otras dos, aquellas que constituyen su base y su cúspide, son negadas.

En ellas se pone de manifiesto la tragedia que implica el amor como sistema, y éste encontraría graves dificultades para conservar su poder de convicción si todxs supiéramos qué se esconde tras el bosque.

Los dos pisos visibles, ya descritos, aquellos que corresponden respectivamente a la masa trabajadora del amor y al cuerpo de individuos que la somete, (al que llamaré, desde ahora, “planta policial” en virtud de que hace el trabajo sucio de mantener al cuerpo principal de obreros vigilado y sometido), bajo el eufemismo de “afortunadxs” y “desafortunadxs” en el amor, son el objetivo de la ideología y lxs protagonistas de la película que nos cuenta. Los otros dos son, respectivamente, su razón de ser y su principal víctima.

Es difícil determinar en qué consiste habitar la cúspide de la pirámide. Nosotrxs no habitamos la cúspide, y ya resulta complicado recabar información sobre la planta policial, inmediatamente superior a la nuestra. Tendremos que formarnos una idea deduciendo a partir de las pocas cosas que sabemos sobre ella.

En primer lugar, sabemos quién la habita. Entendido el amor como un bien prioritario, la cúspide de su poder debe estar ocupada por la élite del sistema, es decir, la de la pirámide social, y por la élite del amor, lxs especialistas, los iconos del amor, su representación máxima, que, carentes del poder social de los primeros, son equiparables a ellos si actúan en el terreno que dominan. Si la pirámide del amor es tal, estos individuos lo pueden todo, es decir, tienen acceso a todos los demás miembros de la pirámide o, por decirlo en términos que hagan más hincapié sobre la estratificación, su derecho de pernada es universal.
Podemos aventurar varias conclusiones de la combinación entre esta composición social y su encuentro con el supuesto paraíso del amor. En primer lugar, entendemos que, cuantitativa y cualitativamente, el consumo que hacen del amor será similar al que hacen del resto de las mercancías disponibles en un sistema de fuerte diferencia de clases. En tanto que tienen acceso a todo, usan todo y disponen de todo en la realización de sus deseos y fantasías (Eyes Wide Shut). La prostitución de élite constituye el objeto paradigmático de ese consumo, no siempre bajo la forma de prostitución sino, incluso, de simple sometimiento al poderoso con el objetivo de obtener de él parte de su poder. La prostitución de élite es la mercantilización del objeto universal de deseo, es decir, la conversión del amor platónico en mercancía reconocida. Podemos entender, debido a la subyugadora estructura de la pirámide, que ésta tiende poderosamente a convertir al objeto de nuestro amor platónico en profesionales de la prostitución al servicio de detentadores de los poderes fácticos. Las supuestas verdaderas profesiones de estos modelos de amor serán la tapadera de una prostitución encubierta o, incluso, un medio para su realce como objeto de deseo prostituido. La estrella de la pantalla no se convierte en prostituta; es la gran prostituta la que se convierte en estrella de la pantalla aumentando así su caché como profesional del sexo.

En segundo lugar, podemos suponer que, dado que es aquí donde se produce el encuentro con el objeto original del deseo, es decir, con el amor perfecto (pues son ellOs los que tienen acceso a él), éste rebela por fin todas sus carencias, el vacío sobre el que fue edificado, produciendo distintas formas de frustración y consumo insatisfactorio convulsivo, sólo mitigados por la compensación del triunfo comparativo. El lugar del encuentro del deseo con su satisfacción es propenso a todo tipo de adicciones y sobredosis, pues el amor no sólo es un producto fraudulento cuyo consumo es frustrante cuando se siguen sus instrucciones de uso, sino que se ofrece según las reglas de un mercado estricto y jerarquizante en el que no se accede a lo que se necesita, sino a lo que se puede pagar. La represión es liberada en este nivel de la pirámide, y el individuo se convierte en víctima de la furia de dicha liberación.

Por último, el amor en la cumbre ofrece a la autoestima la tentación de dar sentido a la vida, no sólo en tanto que amor, sino también en tanto que cumbre misma. La confusión entre el negocio de la pareja perfecta y envidiada, y la creencia de la pareja perfecta y envidiada de que son perfectxs y envidiables genera una adicción a la condición de modelo no acorde con la satisfacción que dicha experiencia proporciona. Así, los individuos que habitan la cumbre de la pirámide del amor encuentran en su triunfo amoroso un refugio afectivo distinto al que el amor en teoría ofrece, consistente en la admiración recibida por parte de lxs sometidxs, refugio que los conduce a diversas formas de exhibicionismo, como el sainete amoroso o la novela rosa.

Vemos que los habitantes del olimpo del amor sólo son sus dioses en tanto que inductores de la buena salud de esta ideología, pero no en tanto que paradigma de su bondad. El papel socioestructural del amor, que sirve a sus intereses de clase, los hace también víctimas, privilegiadas, pero amenazadas por peligros a veces más poderosos que los que acechan al resto. Como no podía ser menos, en un sistema social injusto y discriminatorio, el triunfo conlleva la maldición del triunfador como condena que envenena el sabor de la victoria. Esta maldición tiene como forma más universal el descubrimiento del fraude en el objeto de deseo por el que se luchó y sacrificó a los adversarios.

El habitante de la cúspide de la pirámide del amor será presa del vacío que se esconde tras el máximo triunfo en una contienda cuyo contenido era simbólico, es decir, carecía de consecuencias prácticas de eficacia. Presumiblemente desposeído de las herramientas intelectuales necesarias para deconstruir la ideología que ha formado su deseo, se entregará a la persecución desordenada de un verdadero objeto amoroso, inalcanzable ya por inexistente, bajo el aspecto de todo tipo de deformaciones, más o menos monstruosas, del original.


lunes, 26 de marzo de 2012

amor. SPIN-OFF. la gran pirámide VIII: el interior (3er valor). y PARTE 2

 
             ¿Qué rasgos de la personalidad no constituyen carácter de clase? Es decir, ¿qué comportamientos no son símbolos económicos cuya función es presentar públicamente la posición del individuo en la escala social para que sea reconocido y elegido sólo por sus iguales? Uno de los rasgos del carácter más reivindicados a la hora de elegir pareja, (junto con el famoso “que me haga reír” del que trataré más adelante) es “que tenga cultura”. Sospechoso requisito en una sociedad como la nuestra, en la que ni el trabajo ni el ocio son considerados espacios para el crecimiento cultural y, por tanto, éste queda desterrado.

             La cultura, a diferencia del dinero, no se exige a granel, sino de modo muy específico, como cultura de clase. Se hablará de “una cierta cultura” (no saber necesariamente muchísimo, pero conocer lo que se aprendió en bachillerato) entre la clase obrera con formación universitaria, “estar al día” (adaptación al mercado, para la clase media), “ser despierto” (la clase obrera con formación elemental debe demostrar que es capaz de aprender un nuevo oficio cada vez que se agote el mercado laboral del anterior) o “tener mundo” (los rasgos culturales exigidos por la clase alta no van a tener el precio de una edición de bolsillo de La Montaña Mágica. Lo clave será haber estado en un determinado lugar, a ser posible en un momento muy concreto y, para resultar realmente interesante, consumiendo lo que pocos tenían posibilidades de consumir).

             A éste y otros rasgos, identificativos de la posición en la pirámide social, podemos añadir los rasgos del carácter generados por los valores específicos de la pirámide del amor, es decir, los generados por el atractivo erótico, habitualmente en forma de masculinidad y femineidad. Aquél que ha disfrutado de una mejora en el nivel social de partida gracias a su coincidencia con el arquetipo erótico, es incentivado así a reafirmar tanto su rol de género como el de quienes le rodean, además de a convertirse él mismo en modelo de activación. La mujer y el hombre de éxito eróticosentimental se convierten, dentro de su grupo social, en mujer muy mujer y hombre muy hombre, objetivo natural de ambición del resto de los miembros y, por ello, modelo a imitar por quien se procura un desarrollo forzado de su femineidad u hombría. De estas personas se dirá que “tienen lo que tienen que tener” como síntesis de la idea de que en cuerpo y personalidad se presentan como quien se considera a sí mismo objeto de elección. Los demás, por comparación, serán vistos como personalidades de género inmaduro y, por tanto, defectuoso e insatisfactorio.

             Despojado el interior de estas dos capas, poco le queda de útil a la hora de triunfar en el amor. El carácter, sin embargo, puede ser descrito según múltiples cualidades no tan directamente relacionables con la clase social o el atractivo eróticosentimental. Existe un humor de clase, no hay duda, pero todos los individuos de una misma clase no lo desarrollan en igual medida. Y, sin embargo, diríamos que hacer reír es una de las cualidades más universalmente valoradas. Es más, ya lo habíamos dicho. Entonces, ¿no será suficiente, para enamorarnos, con que nos hagan reír?

             Es evidente que el humor no está tan institucionalizado como para sugerirnos que alberga en sí la clave de esa preocupación social de primera magnitud que es la seducción o la formación de pareja. Del tiempo que dedicamos al día a potenciar nuestro atractivo, ¿cuánto es, concretamente, a aprender a contar chistes? Por cada centro de estética, ¿cuántas escuelas de la risa?  Esta falta de inversión refleja incontrovertiblemente que el poder del humor tiene un reconocimiento limitado y, por tanto, la afirmación “lo importante es que me haga reír” debe significar alguna otra cosa.

             Localizar el papel del carácter requiere recordar el proceso de elección de pareja y la condición de la misma como objetivo existencial, en el cual se reflejarán los valores que nos gobiernan. Precisamente porque el carácter carece de importancia y toda la gama posible es razonablemente accesible; precisamente porque apenas implica sino un desplazamiento horizontal en las pirámides sexual y eróticosentimental, precisamente por eso, se convierte en nuestra coartada moral.

             ¿Qué hay en “el interior” que pueda interesarnos? El poder en la pareja nos pone su poder a nuestra disposición, e incluso nos hace detentadores del mismo. El atractivo nos compensa la frustración por la ausencia de poder social con poder local en la forma de posesión del objeto erótico que otros quieren poseer. Ambas funciones influyen en el carecer más allá de lo que el juicio social logra reconocer, pues no sólo la influencia es evidente, sino que lo es también la falta de conciencia de dicha influencia. No parece verosímil que los individuos de una sociedad cuyos dos primeros criterios electivos son el poder y el atractivo salten súbitamente a una elección ética. Más bien habremos de buscar cómo el poder, que ya se había travestido en atractivo romántico en el primer rebaje, se traviste ahora en bondad de carácter.

             Una vez hechas las cuentas, una vez elegido presupuesto y prestaciones, ante ese puñado de modelos casi similares con diferencias que no nos importarían si no fuera porque nuestra proximidad hace crecer su tamaño proporcional, debemos empezar a pensar en el día a día. En ese momento echamos de menos disponer de un mes para probar cada uno de los productos, hasta el punto de estimar si su valor de uso será incompatible con su valor simbólico. Porque, para amarga sorpresa de románticos, a la pareja hay que vivirla.

             Originalmente, en el primer contacto con el romanticismo, no existe eso que se llama “el interior”. Todo es poder y atractivo. Será el contacto personal el que empezará a descubrirnos el conflicto de la incompatibilidad. La filosofía del amor romántico aprovechará estos primeros desencuentros para abundar en la idea de las medias naranjas y el carácter democrático del amor, que a todo roto encuentra su descosido y a todo santo su demonio oculto. Sin embargo, cuando reflexionamos desde una posición externa a esa filosofía, todos entendemos que hay caracteres agradables y desagradables, y que el agradable alimenta relaciones donde el desagradable es rechazado.

             Lejos de ser una escuela de ética, bondad o espiritualidad, la práctica de la vida en pareja desarrolla la detección de inviabilidades para la misma, es decir, de elecciones fallidas que lo son porque el individuo elegido es ineficaz para esa práctica (y que caerán bajo la categoría de “pareja tóxica”: lo es aquella persona que, por resultar perniciosa en pareja, tiene la obligación de transformar su carácter si desea no vivir en soledad, independientemente de la categoría ética de dicho carácter). El grueso de la experiencia, una vez localizada nuestra posición en la pirámide, tendrá lugar en esa búsqueda de viabilidad entre iguales, por lo que, a la larga, nuestro conocimiento del amor tendrá que ver fundamentalmente con la detección de la viabilidad de la pareja.

             Es a esta viabilidad a lo que llamaremos “el interior”, y no tiene más relación con la ética que la que tiene la pareja monógama en sí misma, pues consiste en seguir su modelo a pies juntillas. La calificación de buena persona, tan traída y llevada como valor que legitima nuestra resignación a la pareja que nos toca, y que pretende destacarla no sólo sobre sus iguales sino sobre la especulación que hacemos acerca de los diferentes e inaccesibles, no se ajusta a ningún concepto referente de bien ético, sino al de buena salud de la pareja.

             El “buen interior” será aquél carácter que, enfrentado a las duras pruebas de convivencia a la que la pareja lo somete, dará como resultado la subsistencia voluntaria de la misma, pase lo que pase en ella. Por ello, a diferencia del poder y la belleza, valores graduables, en “el interior” prevalece la clasificación entre lo viable y lo inviable, siendo lo último próximo a lo deleznable y lo primero confundido con lo excelente.

             Es necesario destacar que las virtudes del buen interior sólo coincidirán parcialmente con las de una ética estándar, y esto allí donde constituyan pilares para la facilidad de trato. El buen interior no implica valentía, justicia o integridad (más bien éstas tres virtudes universales se engloban bajo la categoría de “inflexibilidad”, un defecto fatal para la pareja). Sin embargo, son altamente valoradas la tolerancia, la paciencia, la confianza o la humildad. Esta selección a la carta refleja que no hay un verdadero discurso ético subyacente, sino una adaptación del comportamiento más eficaz a la necesidad de justificarlo éticamente para conservar el valor cultural del amor como bien máximo.

             Ciertamente, la convivencia de por sí es una escuela ética, y el trato cotidiano con la pareja, o con una pareja tras otra, o con múltiples tentativas de pareja, forma nuestro criterio ético y, con él, nuestra capacidad para distinguir aquello que es bueno de manera universal. El individuo experimentado encontrará razones verdaderas para relativizar el valor de uso de la belleza e, incluso, del poder. Descubrirá, además, que la inviabilidad de la convivencia puede aparecer en cualquier nivel social, y que el poco relevante “interior”, sin un mínimo de virtud, es a veces suficiente para hacer del más poderoso una pareja inadecuada. Pero el progreso de su conciencia estará siempre condicionado por la necesidad de reconocerse feliz en la pareja, de modo que sólo en tanto que descubre argumentos que refuercen su posición logrará introducir en su conciencia criterios verdaderos. La pareja no es una escuela ética privilegiada, sino una escuela ética, como lo es cualquier otra forma de convivencia privada o pública, de modo que no es atribuible a su mérito la madurez que, en este terreno, adquiere el individuo que la adopta como forma de vida. Lo que se descubre en el amor contra el amor no es que el amor nos lo descubra, sino que no logra ocultárnoslo. Y lo que él valora en nosotros no son nuestras virtudes de hombres libres, sino nuestras prestaciones de súbditos.

             
             Se concluye así la ordenación de los valores del amor, que la filosofía del amor romántico presenta invertidos con el fin de convertir al amor en la esperanza frente a lo otro que es el sistema social, y animar con ello al individuo a que caiga en la trampa de su opresión completa. El amor nos dirá que el mundo no premiará nuestra docilidad, pero que tarde o temprano vendrá el amor a hacerlo. Sin embargo, cuando llegue, no será lo que se nos prometió. Aprender a sobrellevarlo será la prueba de amor definitiva. La tautología existencial de ganarnos la felicidad mediante una prueba de autosugestión cuyo éxito produce esa felicidad misma, implica un poder persuasivo inaccesible al sistema si éste no dispusiera del dispositivo ideológico del amor, persistentemente alimentado en todo aquello que constituye su nube ideológica; todo lo que es ideología sin constituir el espacio propio de la ideología: infestando el ocio más ligero, frívolo, indefenso, del discurso del amor.

martes, 13 de marzo de 2012

amor. SPIN-OFF. la gran pirámide VII: el interior (3er valor). PARTE 1

             Y, por fin, llegamos a “el interior”. Pero ¿qué queda para él? Si nuestra capacidad de elección se limitaba a la posición social que ocupamos, y, dentro de ella, la belleza nos jerarquizaba de nuevo, apenas hay margen para que el carácter conserve la más mínima relevancia. Ésa es la situación, en efecto. Y precisamente esta falta de relevancia es la que lo convierte en el factor protagonista.

             Paguemos, con nuestro valor eróticosentimental, un coche en vez de una persona. A la hora de decidirnos por uno u otro modelo no llegamos a tomar en consideración aquél que queda por encima de nuestro patrimonio. No venderemos nuestra casa, no robaremos, no empeñaremos nuestra vida, para acumular la astronómica cantidad que se exige por el modelo que nos gustaba recortar y pegar en nuestra carpeta de secundaria. Tampoco tomamos en consideración aquéllos que, de tan económicos, no llegan a desempeñar las funciones que tenemos previstas. No compraremos el coche que, de tan barato, nos salga caro. A rechazar estos dos grupos no dedicamos ningún acto de reflexión, ningún tiempo ni esfuerzo. Es un punto del que partimos, una decisión que traemos puesta porque forma parte de la idiosincrasia de nuestra socialización; de los fundamentos de nuestra identidad social.

             La reflexión arranca en la siguiente disyuntiva, cuando decidimos cuánto de nuestro patrimonio nos merece la pena convertir en auto, sacrificando con ello la adquisición de otros bienes. Rechazaremos de nuevo un grupo productos que, aunque dentro del rango de precios que podríamos pagar si tuviéramos que hacerlo, implica un desembolso poco práctico para nuestro nivel de vida. ¿De qué nos serviré ese magnífico modelo si su mantenimiento pondrá en jaque nuestra tranquilidad? Podemos tener un coche mejor, sí, pero a costa de una calidad de vida peor; a costa de ser los ridículos siervos de un bien insensatamente adquirido. Nuestro coche será mayor que nosotros mismos, y pronto dejará siquiera de constituir fuente de satisfacción o prestigio. Pero habrá, eso sí, un determinado nivel de satisfacción y prestigio a los que no renunciaremos, porque podremos extraer de ellos el máximo provecho, ya sea material o simbólico, desde nuestro poder adquisitivo.

             A estas alturas sólo nos queda elegir entre cuatro o cinco modelos. La diferencia entre ellos llega a resultarnos casi inapreciable y, si pudiéramos, resolveríamos el dilema con cualquier modelo de la categoría inmediatamente superior. Pero será a esta fase a la que dediquemos la gran mayoría del tiempo que nos lleve la decisión. Y cuando, en el futuro, construyamos la narración de la misma, éste será el episodio épico: Aquél en el que tuvimos nuestro genial acierto. Aquél en el que descubrimos, gracias a nuestra perspicacia, que uno de los modelos era infinitamente superior al resto de los posibles. Que uno de ellos, y no los otros, nos ofrecía, en realidad, todo lo que necesitábamos y, por consiguiente, merecía nuestro amor.

             Así, la elección entre caracteres constituye un movimiento prácticamente horizontal, tanto en la pirámide social como, incluso, en la del amor. Su importancia es mínima, pero la ocultación de todas las decisiones previas la convierte en un aparente ejercicio de libertad que al pertenecer precisamente al ámbito del amor, deviene en el paradigma de la libertad misma. Decimos que elegimos con el corazón queriendo decir que elegimos hoy con la misma espontaneidad con que lo hacíamos originariamente, sin restricciones, para convencernos así de que, al menos en el amor, nada limita nuestra felicidad; para persuadirnos de que nuestra elección desempeñará eficazmente las funciones imposibles que sólo el objeto de enamoramiento puede y está destinado a desempeñar, las cuales le asignamos en un momento ya remoto de nuestra evolución sentimental.

             Ésa es la decepcionante relevancia de “el interior” en nuestra elección de pareja. “El interior”: ese noble componente de nuestro ser, digno de todas las atenciones y paciente ante todos los desprecios. Eso tan bueno, lo más importante, lo mejor, pero… ¿de qué se compone “el interior”?

             Seguramente, de poco más que las refracciones remotas de un espejismo. En teoría, una manera peor que vulgar de referirse a la idea religiosa del espíritu: aquello que es lo otro del cuerpo, y donde se deposita el carácter; el verdadero ser del individuo. Es curioso que el espíritu sea perseverantemente entendido como habitando el interior del cuerpo, tan macizo, por otra parte, que nos obliga a imaginar un espíritu casi microscópico. Es curioso que no lo imaginemos nunca como un aura que envuelva al cuerpo o como un duende encaramado en su hombro. El espíritu está infaliblemente dentro, síntoma éste de que hasta los más supersticiosos intuyen su coincidencia con el sistema nervioso.

             Sin embargo, cuando “el interior” pasa a jugar su papel en el guión del amor, raramente es reconocible como espíritu, o alma, o esencia humana, o incluso carácter. De hecho, si empezamos a quitar de “el interior” aquello que no es espíritu, corremos el riesgo de encontrarnos con las manos vacías. Pero el amor ya sabe que la razón es la peor de sus enemigas.

martes, 6 de marzo de 2012

amor. SPIN-OFF. la gran pirámide VI: belleza y atractivo (2do valor). PARTE 2


Con la belleza nos encontramos una nueva paradoja. Inseguros ante la necesidad o no de incluir en su valoración un gesto, un movimiento o un peinado, procuramos, para diferenciarla del atractivo, reducirla a una abstracción de la forma del cuerpo y el rostro, desnuda e inmóvil. Desde esa abstracción imposible (pues no es posible separar la imagen del conjunto completo de sus contenidos expresivos, los cuales influyen en el valor de belleza del cuerpo), desde esa especie de ideal desnudo griego arcaico, realizamos una comparación con un supuesto modelo del que, en realidad, carecemos. El star system, apoyado por el medio fotográfico, nos echa una mano condenándonos definitivamente a la fantasía de la abstracción de la belleza. Acostumbrados a valorar un rostro popular mediante la ficción que constituye una fotografía de marketing, y representando dicha imagen a quien ocupa la cima de la pirámide, el ideal eroticosentimental, reforzamos la fe en la abstracción. Afirmamos de alguien que es o no guapo y, preguntados por lo que queremos decir, matizamos: “Guapo no, atractivo”, porque es al ser forzados a la coherencia cuando el concepto coloquial de belleza se cierra estrictamente sobre la forma estática, perdiendo interés.

La belleza estática no nos es accesible; somos ciegos a ella. Las personas nunca nos relacionamos estáticamente y sólo dispondríamos de la capacidad de abstraer los rasgos estáticos de todos los movimientos a los que van asociados a través de un preciso y prolongado entrenamiento. Por lo tanto, cada vez que juzgamos la belleza estática se filtran en nuestra valoración los movimientos a los que sus rasgos van asociados, y esto de manera, esta vez sí, estrictamente biográfica e individual, pues los movimientos que nosotros “vemos” en determinados rasgos estáticos no tienen por qué ser los que ve el otro, ya que el otro ha conocido a otras personas, en otras situaciones, con esos mismos rasgos.

Si decidiéramos incluir la gesticulación en la valoración abstracta de la belleza no estaríamos en mejor situación. Los gestos nos conducirían a acciones, éstas a mensajes, y todo, en definitiva, a un juicio involuntariamente integral del valor eroticosentimental del individuo hasta acabar, de nuevo, en la determinación de su posición social. Nos encontraríamos, sin quererlo, solapando el espacio reservado al concepto de atractivo.

Resulta que la belleza es el atractivo, y el atractivo es la posición social. Tres términos para los que sólo hemos localizado dos conceptos: podemos prescindir de uno de ellos. Ad líbitum.

Pero la belleza como virtud tiene un carácter no ético tan notorio, que su prestigio moral es muy inferior al valor que realmente realmente le concedemos. Involuntariamente ocultamos su relevancia a través de la abstracción hasta el absurdo, por un lado,  y de la revalorización del resto de las propiedades mediante la recuperación hipócrita del concepto de atractivo en la forma, no ya de síntesis de poder social y sex-appeal, sino de maremagnum subjetivo en el que se puede colar cualquier característica escogida con el interés de volver lo atractivo accesible (se produce una típicamente irracional polarización entre un concepto superaconcreto y otro superindefinido, que convierte al último en comodín y le otorga todo el prestigio). Así, hablaremos de “ser atractivo, pero no guapo” cada vez que veamos la oportunidad de meterle un gol al inaccesible valor de oro eroticosentimental. Nos desahogará saber que esa belleza, de cuya posesión no podemos disfrutar, no prevalece siempre frente a la suma de las otras propiedades y, ligeramente más libres de la ansiedad que provoca saber que no tendremos lo que deseamos, volveremos a elucubrar sobre ella con entrega incondicional del deseo reprimido que encuentra una vía de escape.

En realidad, nada que nuestra ética nos permita juzgar como valioso es tan atractivo como ser guapo (o estar bueno, o ser bello). Pero si aceptáramos este principio estaríamos concediendo que elegimos a nuestras parejas por su aspecto, y entraríamos en contradicción, no ya con la más básica sensatez (pues no parece sensato elegir por su aspecto a quien debe acompañarnos diariamente), sino con la filosofía del amor, que enuncia de modo inequívoco que lo importante es “el interior”. Antes de humillaros hasta la elección según ese lúgubre valor al que llamamos “el interior”, decidimos con frecuencia refugiarnos en el razonable consuelo que nos ofrece elegir en función del atractivo, cuya flexibilidad lo hace infinitamente más accesible al necesario autoengaño.

El atractivo sexual o belleza nacen relegados al atractivo en sentido general o posición social. La movilidad que la pirámide del amor proporciona a la pirámide social queda limitada, por lo tanto, y el mito del amor que no conoce barreras sociales persiste gracias a la tensión entre ambas pirámides, no a que ésta se resuelva mayoritariamente en favor del atractivo. A grandes rasgos podríamos decir que, si la posición social determina el piso de la pirámide en el que nos aventuraremos a generar expectativas, la belleza, como principal valor estrictamente romántico, determinará las subcategorías dentro de dicho piso. Todo ello debemos entenderlo como un esquema de posiciones jerarquizadas pero permeables, donde una belleza destacada permite aspirar a una pareja de posición social superior y una fuerte posición social garantiza una pareja con atractivo sexual siempre que se esté dispuesto a sacrificar una parte de la posición social que nuestra equivalente nos reporta.

Como vemos, el amor valora exactamente aquello que dice que no debe ser valorado. Es su propio demonio.

martes, 28 de febrero de 2012

amor. SPIN-OFF. la gran pirámide V: belleza y atractivo (2do valor). PARTE 1


             La segunda familia es específica de la pirámide del amor, y constituye la influencia que el amor ejerce en la movilidad social. Se trata de las características del individuo que, a su condición de objeto de posesión, le confieren valor exclusivamente romántico-amoroso. Los nombres que con más frecuencia reciben las agrupaciones de estas características son los de belleza  y atractivo y, aunque coloquialmente se aplican con intenciones diferentes, veremos que apenas puede afirmarse que se refieran a diferentes realidades.

             En el lenguaje coloquial, procuramos utilizar el término belleza para referirnos al nivel de adecuación del individuo a un supuesto canon físico en el que la cara tiene una relevancia privilegiada. La guapa o el guapo poseen belleza en la medida en que presentan determinadas características físicas cuya especificación queda más o menos en el aire y que responden, en realidad, a varios patrones coexistentes con un puñado de rasgos comunes (altura, presencia de pelo, ausencia de grasa…). La falta de concreción de estos modelos hace que la búsqueda de la belleza extrema, ya sea perfecta si es perfectible o máxima si no lo es, constituya una disquisición vacía. La belleza humana usada en sentido coloquial carece de relación con función alguna, y por tanto su concreción es imposible más allá de ciertas normas generales. Una boca grande aumenta la expresividad y esa propiedad convierte el rostro en más capaz de comunicar, especialmente en el terreno emocional, pero, ¿cómo de grande? ¿la más grande posible? ¿”bastante” grande? Imposible precisar. Esta elección sólo se vuelve precisa a partir del gusto personal, es decir, de una valoración cuyo carácter puramente individual le resta toda verdad. Como dije en amor. NUDO. ¡no volveré a pasar hambre!, el gusto personal se construye a partir de las asociaciones entre rasgos y experiencias positivas acumuladas a lo largo de la vida; es, por consiguiente, un producto arbitrario, ajeno a cualquier objetividad. He apuntado ya que no hay belleza sin función, y podríamos concluir a partir de este principio que el gusto personal es favorable a las formas que han desempeñado alguna función satisfactoria en la biografía del individuo (“como he tenido mejores relaciones con los rubios, me gustan los rubios”, o precisamente, y según el temperamento “me gustan los rubios porque nunca he tenido relaciones con  ellos). Lógicamente, la consciencia de esta asociación debilita la rotundidad del gusto, pero merece la pena señalar que, en tanto que no sabemos para qué nos sirve la belleza en su forma de gusto colectivo y razonablemente universal, es decir, que ignoramos su asociación a funciones, resulta tan arbitraria como el gusto personal asociado a los rasgos más peregrinos e, incluso, opuestos.

             En cuanto al concepto de atractivo,  el uso coloquial pretende algo aún más complicado. Íntimamente relacionado con el interés de un individuo como potencial pareja, con su posición, podríamos decir, dentro de la pirámide del amor, seguramente lograríamos cierto quórum si afirmáramos que, a diferencia de la belleza, que analiza una familia particular de rasgos, aquellos que componen la estructura física, visible y estática del individuo, el atractivo es el promedio de todos las facetas que entran en juego al determinar la calidad del individuo como objeto de deseo amoroso. Una categoría, por lo tanto, más amplia.

             Sin embargo, como en tantas otras ocasiones en las que nos enfrentamos a un concepto fundamental de la filosofía del amor romántico, un breve análisis nos revelará que el uso que hacemos de ambos términos es notablemente diferente de la definición que después les aplicamos.

             Para que el concepto de atractivo tuviera validez según la forma en que ingenuamente entendemos que lo usamos, tendríamos que realizar una precisa distinción entre aquellas virtudes que atraen en el terreno erótico-sentimental, es decir, las privativas de la pirámide del amor, y aquellas que atraen en general, es decir, las que estructuran la pirámide social. Pero ambas aparecen indiferenciadas en nuestro juicio. El uso coloquial no distingue entre dos atractivos de naturaleza tan distante como la influencia en el entorno laboral y la calidad de la voz, por ejemplo. Sin embargo, la equiparación de ambas propiedades ofrece dos contradicciones que deberían generar alguna suspicacia espontánea. En primer lugar, la influencia en el entorno laboral pertenece a un terreno que, a priori, no consideraríamos dentro de las propiedades valoradas como atractivo (y, sin embargo, descubriríamos que lo constituye en sí misma a medida que nos aproximamos al campo de acción del individuo que la posee). La segunda contradicción es que, al comparar atractivos, no solemos disponer de la misma cantidad de información para los distintos individuos comparados, siendo las dos propiedades del ejemplo un par que aparece separado con frecuencia (la directiva con la que hemos compartido impresiones un par de veces, comparada con el locutor de un programa de radio, por ejemplo).

             No existe un mínimo de consistencia en la valoración del atractivo. Su pretensión de resumir el interés que un individuo puede despertar como pareja eroritcosentimental, y nada más que como pareja eroticosentimental, se ve frustrado por nuestro desconocimiento de cuál sea el conjunto de propiedades que debiéramos conocer para emitir dicho juicio. Pero no es sólo un problema de inapropiada aplicación del concepto. En el caso de que conociéramos estas propiedades, encontraríamos que, al incluir como propiedades principales aquellas que determinan su posición en la pirámide social, el valor de su atractivo coincidiría, de forma aproximada (no exacta porque, recordemos, hay algunas propiedades que la pirámide del amor privilegia con respecto a la social) con su posición en la pirámide social. El concepto de atractivo sería entonces redundante con el de posición social, y su conservación carecería de sentido.

miércoles, 8 de febrero de 2012

amor. SPIN-OFF. la gran pirámide IV: el poder (1er valor)

             Podemos hablar de tres familias de valores que organizan y estructuran esa dimensión de la pirámide social que es la pirámide del amor.

             La familia del poder es la prioritaria. En tanto que la pirámide del amor está implantada armónicamente en la pirámide social, en tanto que es, en realidad, parte constituyente de la misma, su ley de oro sólo puede ser la que rige a la estructura global. Quien tiene más poder está más arriba. La regla está, en realidad, próxima a la redundancia, pues el poder se define como la capacidad de actuar, y ésta es la realización misma de la humanidad del hombre. Así, tener poder es lo mismo que ser hombre, y al ejercerse en sociedad depende de la sociedad para ser ejercido, de modo que tener poder es tener poder social. No es poder, por tanto, ser capaz de alinear conchas en la playa, se haga a la velocidad que se haga, y sin embargo sí lo es disponer a las tropas para la batalla, y lo es mayor cuanto más rápida y perfectamente se efectúe esta acción. La alineación de conchas es invisible a la sociedad (si dejara de serlo, claro, empezaría a constituir poder) mientras que la disposición de tropas tiene consecuencias evidentes que hacen esta facultad visible.

             Hablaremos, por tanto, de “poder” en sentido general dentro de un marco social determinado: el nuestro. Cualquier poder social (o ejercible en sociedad, o aplicable a la sociedad) mejora nuestra posición en la pirámide social. La suma de nuestros poderes determina dicha posición. Diremos que, a grandes rasgos, la pirámide del amor coincide con su madre, la social, y que el lugar en el que nos encontramos en ella prefigura nuestras posibilidades eroticosentimentales.

             Sería necesario hablar de poder social visible y poder social invisible para determinar la percepción que de la posición de cada uno en la pirámide social tiene el otro o los otros. Esta cuestión es vital con respecto a la pirámide del amor, pues la determinación del objeto de enamoramiento depende de nuestra percepción del otro como digno de amor y, por tanto, sólo al detectar su poder empezamos a enamorarnos en la medida en que corresponde a su posición.

             El poder casi invisible de un gran banquero hace que su posición con respecto a la pirámide del amor sea a priori poco relevante comparada, por ejemplo, con la de un actor. Sin embargo, al ser testigos de su poder, al volverse éste visible, (relacionándonos con él en cualquier modo en que su influencia se vuelva perceptible), su posición se vuelve correspondiente con el mismo (y, normalmente, muy superior a la del actor).

miércoles, 25 de enero de 2012

amor. SPIN-OFF. la gran pirámide III: el amor como fingimiento de una ética

             ¿Qué condiciones determinan la altura que cada uno ocupa en la pirámide?            

             La filosofía del amor romántico se llenará la boca sobre reglas morales que garantizan la conservación de la pareja. Si somos buenos a la manera que nos explica, si amamos, seremos amados por quien es digno de recibir ese amor. La coherencia del mercado del bien como principio. Un mercado que, como el del capitalismo salvaje, abandonado a su suerte se regula y perfecciona espontáneamente.

             Para alcanzarla, sin embargo, nos ofrecerá traicioneros trucos persuasivos que nos saquen a bolsa en las condiciones más rentables para apuntar alto y capturar a la más valiosa presa posible. Mayoritariamente, engaños para conseguir pareja en forma de arte de seducción y, también mayoritariamente, una ética basada en la atención, el respeto y la tolerancia para consolidar lo logrado por malas artes. Ligar como sea y, cuando descubran nuestro verdadero valor, resultar, al menos, soportables.

             Huelga recordar que la pirámide ignora todos estos afanes por violentar su forma primitiva, y que los convierte en poco más que un movimiento vibratorio, fundamentalmente horizontal. Nuestra posición en la pirámide sólo depende mínimamente del arte de la seducción y de nuestro cumplimiento de la moral del amor romántico. ¿Cuál es, entonces, su escala de valores?

             ¿De quién nos enamoramos? ¿Quién se enamorará de nosotros? Veamos cuáles son los valores que estructuran la pirámide.

martes, 27 de diciembre de 2011

amor. SPIN-OFF. la gran pirámide II

             Es evidente que en todas partes no se vive igual. Con independencia de las razones particulares que puedan modificar las condiciones de felicidad en cada individuo, su posición en la pirámide determina la satisfacción eroticosentimental a la que puede aspirar en sus relaciones.
             La gran mayoría de los individuos aparecen, por pura norma estructural de la pirámide, o, si se quiere, por pura ley de orferta-demanda, en posiciones que no los convierten en objeto de aspiración inicial para el resto. Esta gran mayoría de individuos rechazados a priori son la fuerza que convierte a la pirámide en el mecanismo eficaz de perpetuación del sistema, el caso paradigmático, podríamos decir; aquellos para los que la pirámide está diseñada. Aprenden en la frustración a adaptarse a aspiraciones muy inferiores a las iniciales, y ceden resignadamente a emparejarse con individuos de su propio nivel sólo cuando pierden la esperanza de lograr verdadera satisfacción. La desesperación y pérdida de autoestima con la que llegan a la pareja aporta a ésta un ansia de compromiso que se traducirá en la tríada matrimonio-piso-hijos constitutiva de la finalización del ciclo vital que el sistema les asigna, tras el cual su vida erotico-sentimental queda en un limbo que invita a la extinción, salvo en lo que es sustituida por ese brusco desplazamiento del amor romántico que es el amor a los hijos, el cual conserva en forma perversa numerosos rasgos que delatan su origen.
             En dicho limbo se encontrarán, tal vez, con los otros olvidados: aquellos que quedaron por debajo de la norma de calidad mínima para ser elegidos y cuyas posibilidades de satisfacción son tan reducidas que apenas pierden jamás conciencia de su infelicidad. Hablaremos en otro lugar de este grupo masivo e invisible. Si los anteriores eran la base de la pirámide, seguramente éstos sean los sótanos, o los cimientos o, quizás, las catacumbas.
             Por encima de ambos pisos, el aire empieza a ser más fresco y el número de habitantes más reducido. Sin entrar en mayores subdivisiones distinguiremos la altura a partir de la cual el individuo obtiene tanta satisfacción eroticosentimental en sus relaciones que deja, mayoritariamente, de formar parejas estables (o las forma por razones no eroticosentimentales, reservando consolidadamente sus posibilidades de satisfacción fuera de la pareja). Estos individuos no se han educado en el fracaso sentimental, sino en un razonable éxito (que a los demás parece mucho, sin duda, pero a ellos no tanto en la medida en que la ideología romántica les lleva a idealizar sus fracasos). Su sentido crítico se mantiene razonablemente intacto. Siguen identificando la rutina y la frustración, y pueden permitirse rechazarla en favor de la renovación del placer a través de una nueva pareja. Su posición en la pirámide podrá evolucionar con la edad, y descender, lógicamente, llegado el declive físico, pero su conciencia ha madurado según unos referentes que difícilmente les harán perder la perspectiva de lo que están logrando en cada ocasión, optimizando así sus herramientas sea cual sea el piso en el que les toque desenvolverse. Cuando su mentalidad es suficientemente conservadora como para forzarles a entrar en el ciclo de reproducción del sistema, forman las parejas que habitualmente representan el ejemplo de felicidad para las del piso mayoritario, no siendo dicha felicidad otra cosa que la identificación por parte de los de arriba con la proyección de felicidad emanada desde abajo. La pareja feliz lo es en la medida en que puede seguir comparándose con las que no lo son, pero nunca por razones endógenas, que les llevarían al hastío y la búsqueda de la renovación del enamoramiento fuera de la pareja.
             Culminando la pirámide, sobre esta zona noble de individuos no sustancialmente perjudicados por la pirámide, se encuentran dioses y reyes. Aquéllos son las verdaderas princesas y caballeros, los que elegimos originalmente cuando todo el mercado estaba a la disposición de nuestra ficticia omnimpotencia. Éstos son los verdaderos dueños del sistema, los que acumulan tanto poder que tienen la pirámide a su disposición. Los poderes fácticos que subsumen la pirámide del amor como subsumen el resto de las escalas sociales en tanto que ellos son la cumbre del sistema mismo, la expresión máxima de su poder, del que el amor es sólo uno de sus pilares. Ambos recibirán también atención en otro texto. De momento quede dicho, o recordado, que tienen derecho de pernada.

jueves, 15 de diciembre de 2011

amor. SPIN-OFF. la gran pirámide I

             No todos los hóbbits empiezan desde el mismo sitio. Algunos están más cerca de Mórdor que otros, y esto les permite ahorrarse una parte del trabajo de autoengaño. Llegan antes y, menos doblegada su conciencia por el prolongado fracaso, también se vuelven críticos antes. Su vida sentimental se parece más a su propio modelo porque la distancia que los separa de él es más reducida. La falta de avance los frustrará también, pero obtendrán para desahogarse mejores satisfacciones que las de aquellos que empezaron rezagados.
             El camino intransitable al objetivo tiene una disposición vertical, no horizontal, porque cada inavanzable paso nos pone en una situación mejor y más deseable. Y como, además, se trata de una posición más exclusiva, la forma de esta estructura será la pirámide (cónica, si se quiere, pero “pirámide” en sentido arquitectónico), con la princesa prisionera en su cumbre.
             No estamos ante otra cosa que la pirámide social, la de siempre, la que jerarquiza a los miembros de la sociedad según los valores a los que en esa sociedad se atribuye poder o, dicho de modo más directo, según el poder que cada individuo tiene. En tanto que todos quieren más poder y luchan con todas sus fuerzas por obtenerlo, la pirámide será inmóvil (“inmóvil vibrante” podemos llamarla, porque en ella se producen tensiones y movimientos continuos, pero no significativos cambios de nivel si atendemos a las fuerzas que dependen de cada individuo). En tanto que pirámide, será jerarquizante, incluso en el caso imaginario de que amplios movimientos que involucren a una gran parte de sus componentes se produzcan en ella: la pirámide conservará la diferencia por su inmovilidad, pero también por su propia estructura. Todo ascenso de uno es injusto en ella, porque implica el descenso de otro.
             Llegamos al amor perteneciendo a uno de sus niveles, como pertenecemos a un nivel social particular, a una exactísima subclase social, desde la cuna a la sepultura. El amor, o la pareja a la que podemos aspirar, no es sino uno más de los indicadores objetivos de nuestro nivel social, traducido en nuestro nivel de vida, y a esa objetividad nos somete. Como sucede con los restantes indicadores, nuestra capacidad de elegir será de carácter horizontal, es decir, podremos realizar aquellos desplazamientos que no impliquen movilidad, que no impliquen subida o bajada, que no impliquen subversión de la fuerza de gravedad que conforma la pirámide.
             Estos movimientos horizontales, sin gasto de energía significativo, entre individuos que habitan la misma planta de la pirámide y que poseen un similar valor social, serán en los que fundamentemos el espejismo de la libertad de elección. Poco a poco nos volveremos ciegos al movimiento vertical, mediante ese proceso perverso que se llama “formación del gusto”. Nada bajo nuestro nivel será digno de atención, pues su aceptación como pareja implicaría una renuncia objetiva hacia parte de la calidad a la que podemos aspirar. Nada por encima de nosotros conserva tampoco su visibilidad, pues hemos aprendido que conservar el deseo de lo inaccesible dificulta el disfrute de lo poseído. El placebo del gusto personal contribuirá al éxito de estas dos ocultaciones de la realidad en su vertiginosa dimensión vertical. En tanto que nos convencemos de estar eligiendo algo, logramos convencernos de que rechazamos lo que no elegimos (si elijo a mi pareja de entre varias posibles, me es fácil convencerme de que la habría elegido entre todas, si todas fueran posibles), es decir, de que no queremos una pareja superior. Como el objeto de nuestra elección presenta elementos perceptiblemente defectuosos, logramos convencernos de que elegimos mediante el componente arbitrario del gusto personal, que no atiende a factores objetivos, de modo que quienes son rechazados por nosotros, sean del estrato social que sean, encontrarán a otros de nuestro propio estrato que los acepten (si mi pareja imperfecta es perfecta para mí, aquella que yo rechazo por imperfecciones que me resultan insoportables será vista como perfecta por otra), es decir, logramos convencernos de que no segregamos.
             ¿Qué hay de nuevo? Todo esto no es más que clasismo de toda la vida. Estamos hablando del amor como sabemos que debemos hablar de nuestra posición social en cualquier otra dimensión. La novedad es, precisamente, que ahora se trata del amor. Como dije en x, el amor desempeña el ignominioso papel de compensarnos del resto de las insatisfacciones que la sociedad jerarquizada nos causa: “Mi vida es deleznable, pero un día conoceré a alguien cuyo amor por mí me hará olvidar el resto hasta hacerme alcanzar la felicidad”. Es sobre el amor donde se concentra el principal esfuerzo que el sistema realiza para ocultar su propia injusticia. Aunque comprendamos que el sistema es injusto, éste no nos permitirá descubrir que el amor forma parte de él; concentrará su energía en convencernos de que el amor se le escapa. A él, precisamente, que nos habla incesantemente de amor.
             Que, precisamente nos habla, sobre todo, de amor. Porque todo habla de amor. En cada rincón de nuestra vida, especialmente en los más cotidianos y triviales, el discurso del amor aparece siempre de nuevo como por casualidad. Cuando el telediario ha terminado, cuando hemos silenciado la publicidad apagando el televisor, cuando hemos dejado de hacer números para cuadrar el presupuesto de las vacaciones, cuando el sistema ha dejado de someter nuestra atención a sus engranajes más crudos, entonces sólo queda esa cancioncilla, tal vez apenas audible en nuestra cabeza, que vuelve a hablarnos de amor. Y si retornamos  a los números, y a la publicidad, y al telediario, encontraremos por todas partes que esa, y otras mil cancioncillas, imágenes, historias, siembran concienzudamente en nuestro pensamiento la idea de que la alternativa es el amor, que el amor es otra cosa.
             Con cada una de sus amarguras, el sistema nos ofrece un pequeño dulce, “para que todo no sea malo” nos dice. Y gracias a ese momento de placer inspirado por una esperanza que el sistema puede acuñar sin coste, gracias a la aceptación de que el sistema que nos somete nos deja la puerta abierta a algo que escapa a él, se asegura que el conjunto queda engrasado y listo para seguir funcionando. El amor es la parte sagrada del sistema, que el sistema no debe mancillar jamás con su presencia para que el sistema pueda, precisamente, perpetuarse.
             Del capitalismo podríamos decir que es un sistema económico esclavizador cuyo poder de subyugación se fundamenta en la recompensa de un paraíso llamado “amor”.