miércoles, 27 de junio de 2018

terrorismo machista para niñas.


Con la mayoría del cine de mierda tenemos la sensación de estar ante un producto fabricado en serie cuyos defectos ideológicos son consecuencia de la reproducción automática de lugares comunes.

Es lo que Bill Hicks llamó “piece of shit” (trozo de mierda) en su “quick review” (crítica rápida) de Instinto Básico, y me parece un análisis de una síntesis admirable y, casi siempre, utilísimo.

Pero en algunas otras se diría que tras la historia hay una cabeza que ha seguido un plan conscientemente concebido contra el interés general. Así sucede con el de las mujeres y, especialmente, el de las niñas, en esta película de mierda.

No esperéis que os sirvan frente ella vuestras envejecidas armas feministas. Aquí hemos dejado de ser vanguardia. Quien haya ideado esta mezquindad conocía nuestros recursos y los ha desbaratado dejándonos humilladxs a lxs adultxs y vete a saber consumada qué carnicería en la cabeza da las pequeñas. Como veréis, cada línea de guión en El Príncipe Encantador es siniestra.

El protagonista es el Príncipe Azul de los cuentos, esa indeterminación de masculinidad salvadora que aparece en las historias de princesas y que tanto esfuerzo nos está costando desterrar. Esa es, ojo a esto, su “maldición”: Le es imposible evitar que las mujeres, todas, caigan rendidas a sus pies. Esta condición de macho superalfa impide que pueda disfrutar del amor porque, como bien nos enseña la lógica patriarcal de la seducción, una mujer que se muestra accesible es de usar y tirar.

Así, el personajucho vive en la perpetua agonía existencial de no poder hallar el amor. Pero no penséis que se trata de un melancólico misántropo entregado a la meditación. No, no. Es un follarín, por supuesto, que vive de juerga en juerga y que sufre de infantilismo crónico y bajón mañanero. Hay que compadecerlo: No hay peor desgracia que el privilegio sin medida.

Las tres novias del príncipe antes de saber que están siendo engañadas.

Es importante mencionar que el príncipe está comprometido. A pesar de su vida disipada, las responsabilidades del reino le han llevado a precipitar la decisión para la que su corazón no está preparado. Esa misma precipitación, así son las prisas, ha hecho que sean tres, y no una, las princesas de cuento que están ya dedicadas a los preparativos de boda. Ni Blancanieves, ni Cenicienta, ni La Bella Durmiente, trío de perfectas frívolas gilipollas que tenemos la obligación de odiar como representantes del amor Disney carca y machista, saben que sus dos amigas van a casarse con el mismo hombre que ellas, aunque todas se refieran a su prometido como El Príncipe. La verosimilitud no se ve amenazada porque, como digo, son mujeres gilipollas, son románticas antiguas, y sabemos que nuestra obligación de personas modernas y feministas es despreciarlas.

Las mismas, ¿tras saber que han sido engañadas? No. Tras saber que va a ser ejecutado por ello.

Los otros dos personajes femeninos importantes del entorno narrativo de nuestro protagonista son La Bruja y La Reina, ya fallecida. No os voy a hablar de estas dos elaboraciones. Os las dejo para que las descubráis. Tened a mano algo que podáis romper.

Pero es del lado opuesto del que nos encontramos la verdadera gran canallada. El personaje femenino destinado a protagonizar esta comedia romántica es una mujer ejemplarmente empoderada: Inteligente, autónoma, fuerte, madura, y feliz. Su poder demuestra alcanzar también el nivel de superpoder cuando se cruza con el príncipe y, oh, milagro, ella es insensible al hechizo. Primera mujer en su difícil vida que, en vez de responder favorablemente a su acoso, le revienta los huevos de un rodillazo.

Sería un gran final, ¿verdad?

Y tanto, pero ahí es donde empieza la película porque, como no podía suceder de otra manera, nuestro rey de Tinder descubre el amor con su primer rechazo, y el resto del metraje consiste en convencernos de que es normal, natural, esperable y deseable que esa mujer ejemplar renuncie a su vida ejemplar para entregarse a servir a un parásito narcisista.

El guión dedica una hora de reloj a poner trampas a nuestra lógica y a acosar a su propia protagonista haciendo nacer la inseguridad, la falta de autoestima, la necesidad y la dependencia donde originalmente no las había.

El espectáculo es verdaderamente repugnante. En esta película para niñes, y sobre todo para niñas, se nos muestra, merece la pena enfatizarlo, que una mujer empoderada es una enferma emocional, y que cuanto antes escuche las señales y les preste la atención debida, más posibilidades tendrá de librarse de un miserable destino, así como de acceder a la felicidad completa de, esto es literal y podemos disfrutar de ello en el plano final, tejer patucos durante el embarazo.

No quiero dejar de mencionar el alucinante momento cumbre en la transformación del personaje, que emula el memorable Let It Go de Frozen, en el que Elsa se entrega, literalmente, a su poder, es decir, se hace definitivamente dueña de sí misma, transformación que era expresada mediante un (discutible en la elección) cambio de vestido. En El Principe Encantador la protagonista también simboliza su evolución mediante ese mismo cambio narrado a través de un número musical. Pero en este caso no hay símbolo de empoderamiento. El personaje, para estupor de la platea, abandona sus ropas, ahora entendidas como frustrantemente hombrunas, por su primer vestido para seducir, su primera prenda de mujer “mujer”. Y al ponérselo descubre que ahora es verdaderamente “ella”.
Arriba, el príncipe en el momento de recibir un rodillazo por acosar a Lenore.
Abajo, Lenore en el momento de ser feminizada y sometida al amor como castigo.

Esa es la mierda de dimensiones cósmicas en la que se nos, se les, alecciona aquí.

La misma, por cierto, en la que algunas referentes del feminismo amoroso (postromántico) aleccionan a sus seguidoras.

O sea que a lo mejor esta puñalada en el corazón de la incipiente emancipación de las niñas no es otra cosa, ya ves tú, que fuego amigo.

El mismo, amigo o enemigo, que merece la película.



miércoles, 20 de junio de 2018

ligar desde la DISCRIMINACIÓN SEXUAL POSITIVA. la propuesta de Antiseductor.


Quizás porque lleva una temporada en segundo plano nos encontremos con distancia y frescura suficientes como para abordar una revisión del tema del ligue (seducción) a la luz de los nuevos debates sobre consentimiento y de la propuesta de discriminación sexual positiva que aquí se está planteando.

Sabemos que hasta ahora el tratamiento de la cuestión había sido estéril en el plano teórico. El único logro definitivo fue hacernos comprender que ligar es una práctica anegada en machismo y que prácticamente cualquier recorte le puede venir bien.

Pero, ¿hasta dónde llevar ese recorte? El “no es no” sacaba del tablero la insistencia y la idea de que los primeros rechazos son protocolarios. La interacción con mujeres desconocidas caía también bajo la lupa feminista y nos hacía plantearnos si es de recibo considerar “abordable” a una mujer por el hecho de serlo o por el de no estar acompañada de un hombre. Hemos llegado a plantearnos si la perpetua amenaza de requerimiento sexual no crea tal atmósfera de ahogo y falsedad para una mujer que incluso las iniciativas con fines sexuales o sexosentimentales llevadas a cabo por hombres situados dentro de su círculo de confianza quedan más allá de los límites del buen trato. Imposible construir vínculos afectivos heterosexuales si una mujer debe saber que tras cada amigo se esconde una propuesta sexual postergada pero inminente.
Se diría que el tema es un pozo sin fondo, y que no hay respuesta generalizable que no sea la de confiar en el sentido común y en la sensibilidad feminista de los hombres. O, al menos, esa es la desesperada situación hasta la fecha.

La solución se encontraba, sin embargo, en una entrada de agosto del 2015 del blog antiseductor.com: “Cómo ligar con mujeres sin molestar: No ligues”. Fin. Limpio y elegante. Cualquier otro discurso alienta el acoso, no excepcional, sino sistemático. Como decía, no existe norma posible que se pueda generalizar, así que la única alternativa es zanjar el tema.

La propuesta de antiseductor seduce, qué duda cabe, pero tiene un notable defecto: es inviable. Y no por argumentos forococheros tipo “la humanidad se extinguiría” o “que liguemos es lo que ellas esperan”.

Lo es por una cuestión política elemental: no es un trato que el enemigo vaya a aceptar. Se dirá: ¿por qué hay que preguntar al enemigo? Obliguémosle. Y será entonces cuando descubramos que no disponemos de la fuerza necesaria para hacerlo. Nos encontramos de vuelta en el mundo real, sobre el que la propuesta de antiseductor realizó su aterrizaje forzoso hace ya tiempo.

La idea tiene una importante carga de legitimidad, pero no tanta como para poner de su parte al necesario porcentaje de sujetos implicados. ¿Qué es lo que le falta a este plan para aglutinar fuerza suficiente o, traducido a términos sociales, apoyo suficiente?

Opino que el problema está en la estrategia misma. Su autor se sirvió del poderoso truco de expresar la propuesta de máximos del bando silenciado y adversario, haciéndola resonar en el bando opresor y propio. “No liguéis”, “dejadnos en paz”, “olvidadnos”, “iros definitivamente a la mierda” es un deseo que las mujeres han manifestado infinito número de veces con razón sobrada y que ahora era expresado por un hombre produciendo efectos de empatía y atención digamos, por ahorrarnos esta sangre, distintos.

Pero resultaba tan inasumible como siempre porque para los hombres seguía implicando, al menos bajo esta fórmula, el sacrificio de aquello que no es socialmente percibido como un privilegio, sino como una necesidad inalienable: (luchar por) establecer relaciones sexosentimentales.

El enemigo va a decirle a las mujeres que no tiene intención de acosar, pero que qué herramienta sustitutoria le están ofreciendo, porque tiene derecho a una. Les va a preguntar, además, si eso que quieren ellas imponer va a funcionar universalmente o solo cuando les apetezca, favoreciendo a unos hombres y desfavoreciendo a otros. Y les va a decir, por último, que si le están ofreciendo un trato igualitario o solo quieren desposeerle del privilegio para apropiárselo ellas. Lo que el enemigo va a preguntar, en definitiva, es si en esta propuesta de convivencia se ha tenido en cuenta su inclusión. Y lo cierto es que no se ha hecho.

Con la gran mayoría de los hombres en contra solo hay tres caminos, todos ellos colectivamente cerrados y todos ellos llevados a la práctica individualmente para converger en un estancamiento que condena a las mujeres a seguir soportando esa forma de acoso a la que llamamos “ligar”. La primera propuesta es la patriarcal; la inmovilista propuesta del enemigo: “ligar no es tan grave en la forma en la que hoy se lleva a cabo”. La segunda es la propuesta de máximos de antiseductor: “no ligues”. Es la inversa, desde el punto de vista de la confrontación. El sujeto oprimido se muestra sordo a las razones y necesidades del opresor y expresa su deseo sin restricciones. El opresor queda reducido a opresor atemporal sin capacidad para dejar de serlo; es, por lo tanto, simbólica y marginalmente deshumanizado; el poder hegemónico, sin embargo, sigue siendo suyo. Por último tenemos un abanico de soluciones más o menos individuales, más o menos aspiracionales, que constituyen los puntos juzgados por cada sujeto o colectivo como “justo medio” y que, como sabemos, con frecuencia son injustos para los hombres y sistemáticamente son injustos para las mujeres. Este continuo no es inocente ni ingenuamente bienintencionado, porque está íntimamente relacionado con el valor sociosexual. Pero no tocaré ese tema aquí.

Creo, sin embargo, que la propuesta de antiseductor es rescatable desde el marco de la discriminación sexual positiva, porque la masa social susceptible de identificase con ella se vuelve crítica.

No ligar como una medida de discriminación sexual positiva implica la conciencia de que no solo se reivindica un derecho por parte del sujeto oprimido, sino que se pide un esfuerzo, medido y provisional, por parte del opresor. Las necesidades del opresor son escuchadas, valoradas y postergadas, pero no ignoradas o despreciadas. Se reconoce el hecho de que, en alguna medida, el propio opresor es víctima del sistema que le privilegia, pero que su condición de víctima no es comparable a la del sujeto oprimido. Se entiende el solapamiento entre necesidad y derecho, de modo que un sistema opresor hace al sujeto dominador dependiente de conculcar los derechos del dominado. Se incorporan las necesidades del opresor a un baremo único de necesidades, en el que, debido a su magnitud, no ocupan posiciones destacadas. En definitiva, se fuerza al oprimido a responsabilizarse de su empoderamiento, limitando la posibilidad del uso despótico del mismo.

Este sacrificio, por lo demás justo, enfrenta al opresor con una propuesta que ya no puede rechazar y que es, o está muy cerca de ser, coincidente con la reivindicación de máximos.

Creo que podemos empezar no solo a debatirla sino, ya, sobre la marcha, a llevarla a cabo.

Hombre: ¿te apuntas a no acosar? No ligues.



lunes, 11 de junio de 2018

discriminación sexual positiva.


El problema del consentimiento se ha convertido en un símbolo en sí mismo.

No solo porque es el Jerusalén de la guerra de género, lugar de enfrentamiento entre facciones feministas y entre feminismo y machismo, sino, sobre todo, porque es el paradigma de un problema teórico mucho más amplio.

Que no terminemos de encontrar el protocolo adecuado a la hora de valorar si determinadas relaciones (hetero)sexuales son legítimas es la punta del iceberg que representa nuestra impotencia a la hora de determinar qué interacciones son legítimas entre mujeres y hombres.

Ser capaces de resolver el dilema del consentimiento se percibe como la rosetta que daría respuesta al resto del conflicto. No lograr pasar de ahí desalienta para abordar cualquier otra cuestión relacionada.

Vamos con un ejemplo para entender la naturaleza de este punto muerto.

Los variados derroteros recorridos por los debates surgidos a raíz del juicio y sentencia a La Manada han servido, entre otras muchas cosas, para generalizar la idea de que una mujer ebria no está en condiciones de dar un consentimiento sexual válido y, por lo tanto, las relaciones sexuales con ella deben considerarse violación. Esa idea ha alcanzado hoy, y desde esos debates, la categoría de ley social: la sabe y respeta, ahora sí, la suficiente cantidad de gente como para que quien no la sepa o no la respete deba caer en alguna forma de ocultamiento o marginalidad.

Hasta ahí todo bien. Un avance.

Y entonces nos encontramos con esta imagen:
Me da igual si el dilema que plantea está resuelto a nivel legal. Lo que me interesa es la perplejidad, silencio y negación que suscitó. Nadie, yo por supuesto tampoco, se había planteado esto. Y nadie supo qué contestar.

Ante una buena jugada del enemigo la táctica adecuada puede ser el silencio. Tal vez la jugada se extinga. Pero si no es así necesitamos el tiempo que el silencio nos concede para elaborar una respuesta mejor con la que contraatacar cuando el silencio deje de ser suiciente. No podemos conformarnos con negar el dilema. Necesitamos resolverlo si no queremos correr el riesgo de que el dilema se convierta en el ariete con el que se nos derrote.

Es evidente que el consentimiento de una mujer con determinado nivel de embriaguez no es válido. Lo es también que lo que propone la imagen podría llevar a la cárcel a un quizás sorprendente número de mujeres. Y que eso sería, en la inmensa mayoría de los casos, injusto.

Se diría que no nos queda más remedio que elegir entre dos injusticias. Se podría decir también que nos faltan las herramientas teóricas para diferenciar de verdad lo que es justo de lo que no lo es, y que ésta, la de invalidar el consentimiento en estado de embriaguez ha encontrado aquí su límite y debe ser superada por otra mejor.

Pero esa herramienta nueva es esquiva. ¿Cuál es el siguiente nivel de finura en el hilo que estamos confeccionando? ¿Cómo enunciamos la diferencia entre lo legítimo y lo ilegítimo de modo que pueda realmente aplicarse a todos los casos?

En mi opinión el problema está, precisamente, en esa aspiración.

Cuando hablamos de consentimiento, y cuando hablamos, en general, de interacción entre mujeres y hombres, presuponemos que debemos buscar una norma igualitaria. Pero sabemos que eso es justo lo que no hace la normativa en materia de igualdad. Cuando se habla de violencia de género, o de regulación del mercado laboral, se persigue la igualdad a partir de una norma, precisamente, no igualitaria.

Esta discriminación positiva, y no la igualdad, ha sido la respuesta cuando la igualdad formal se ha encontrado con cada correspondiente techo de cristal. A partir de determinado momento no hay forma de seguir avanzando porque la ley que pretende superar una desventaja de las mujeres se convierte en nueva fuente de ventaja para los hombres. En esas condiciones, y alcanzada una adecuada comprensión de la situación, la urgencia social hace que se legisle directamente en contra de esa ventaja, sacrificando la igualdad.

Así, la discriminación positiva hace una diferenciación en el tiempo. Distingue entre el tiempo de la igualdad, futuro, y el tiempo de la desigualdad, presente, otorgando a cada uno de esos tiempos la ley que le corresponde, y adquiriendo conciencia de la transitoriedad de esa ley.

Bien, pues este es el paradigma desde el que entiendo que debe resolverse el dilema de la imagen, el dilema del consentimiento y el dilema, en general, de la interacción heterosexual.

Cuando digo que “debe resolverse” quiero decir que debe llegarse mucho más lejos que el punto al que hoy lo llevan la intuición y el sentido común individuales porque, como no podría ser de otra manera, ese paradigma está instalado oficiosa y preconscientemente en nuestra práctica. Pasémoslo a la oficialidad, a la conciencia, al debate y a la ley:

El consentimiento de un hombre ebrio no es igual de inválido que el de una mujer ebria, porque en nuestra sociedad se trata de dos consentimientos de naturaleza distinta cuyas transgresiones tienen consecuencias distintas que deben traducirse en distintas consecuencias penales.
Pero la extensión de la discriminación positiva hasta una discriminación sexual positiva debe dar un segundo salto porque, como sabemos, la vida sexual tiene, por su privacidad, particulares dificultades para ser legislada y regulada. La discriminación sexual positiva no puede restringirse a la ley, sino que debe ocupar el espacio de la norma social. La interacción heterosexual no puede ser igual para ambos géneros, y esta desigualdad debe alcanzar a la conducta cotidiana.

Se dirá que siempre ha existido esa diferencia, y que no ha traído la igualdad. Se nos hablará de la “galantería”. Sabemos que la galantería tiene como fin la infantilización y el desempoderamiento de las mujeres, y no alcanzar la igualdad real. Sabemos que se aplica a cuestiones menores, como los pequeños favores físicos, para ocultar las mayores, como la legitimación del abuso de la fuerza. Sabemos, entonces, que podemos diferenciar sin problema alguno la galantería de la discriminación sexual positiva, del mismo modo que diferenciamos la discriminación laboral positiva del hecho de que las modelos de pasarela cobren más que los hombres.

Lo que necesitaremos, eso sí, será paciencia para concretar con acierto en qué debe consistir esa discriminación sexual positiva. Y necesitaremos madurez política para entender que la norma extraordinaria implica la asunción de responsabilidades por parte de quien es objeto de la ventaja que comporta. Y necesitaremos, por supuesto, pronunciamientos en favor de la discriminación sexual positiva.

Por lo que a mí respecta digo ya que, en mi opinión, la agamia solo puede moverse en el ámbito de la discriminación sexual positiva, y que es responsabilidad de las personas ágamas incorporar esa discriminación a su reflexión y a su conducta.