El pasado 3 de Febrero saltó a la prensa la historia de la
niña Lucía, el caso de transexualidad más tempranamente oficializada hasta
ahora en España.
Lucía, nacida con cuerpo de varón, mostró, desde que empezó
a jugar, abundantes y consistentes “conductas femeninas”. Muy poco después empezó
a manifestar también su deseo de “ser una niña”. Lxs progenitores acudieron a
la Asociación de Familias de Menores Transexuales Chrysallis, donde se les
proveyó de la información que precisaban.
La decisión de lxs adlutxs, con plena aceptación de Lucía,
fue formalizar su cambio de género en el registro civil. Hoy, a todos los
efectos legales, Lucía es una niña. Tiene 5 años.
No pretendo con este texto emitir ni una sombra de juicio
sobre lxs tutores de Lucía. No entraré en el caso porque suficientemente
difícil lo tienen ellxs como para vivir con la espada de Damocles de ser
condenadxs por falta de la suficiente formación en teoría de género, vanguardia
intelectual y activismo queer. Mi única intención es usar la referencia para
hacer una reflexión muy breve, muy simple y muy general.
Si un niño de 4 años juega obsesivamente con coches,
¿debemos entender una precoz vocación que habremos de alimentar con la
asistencia a competiciones de automovilismo? ¿Y si le gustan los bomberos?
¿Haremos prácticas de apagado de fuegos? Si una niña nos pide disfraces de
princesa, ¿le conseguiremos las actas del caso Nóos y se las leeremos por la
noche?
Ya, ya sé que no es lo mismo. No lo es.
Pero la razón no es que unos roles sean mejores que otros,
porque de todos los mencionados, incluidos los de género, se podría hacer una
larga lista de perjuicios y amenazas para el desarrollo infantil. La razón es
que nuestra cultura de vida te da un tiempo para elegir tanto tu profesión como
tu papel en el mundo. Puedes jugar con ellos, puedes probar, cambiar,
descubrir, y esperar hasta que tu elección coincida, si no con tu madurez
psíquica, al menos con un momento en el que alguna se te atribuye.
Eso no pasa con el género. Lxs niñxs nacen con género. Antes
nacían con sexo, y ahora con sexo y género, pero con respecto al tiempo que
tienen para decidir, nada ha cambiado. Desde el momento en que adquieren
conciencia de que existe una diferencia entre mujeres y varones, se proyecta
sobre ellxs la pregunta de a cuál de los dos grupos pertenecen. Y deben
contestarla. Con tres años una niña ya sabe que no es doctora, aunque juegue a
las doctoras. Sin embargo no juega a ser una niña. Lo es. Y tal vez no sea ése
el juego que le esté apeteciendo.
El paso de un género a otro es un cambio de jaula. Si hay
una jaula que le va mejor a tus gustos, enhorabuena, pero no esperes que una
jaula haga funciones impropias de ella. Si no pensamos librarnos del género,
que espero que sí, al menos dejemos un tiempo razonable para que ese género se
elija. Abandonemos nuestra vocación de sexadores de niñxs. Abandonemos las
asquerosas ecografías para buscar la colita del feto, ya que no hacemos pruebas
para saber la forma de su nariz, y abandonemos el informar de su sexo a lxs
conocidxs como primera toma de contacto con la nueva persona. No empecemos
nuestra relación por sus genitales, sobre todo si después no vamos a saber qué
hacer con ellos y les vamos a educar en su ocultación y su vergüenza.
Sé que lo que propongo es una trampa. Porque cualquiera
puede ver que si no fuera hasta los 18 años que cada quien debiera elegir su
género de manera estable, llegada esta edad un creciente número de personas
dejarían de elegir un género u otro, o de darle importancia a esa elección, o
lo cambiarían cada poco, o dejarían que lo decidiera una moneda tirada al aire.
El vació de género sería irrecuperable. El género nunca sería ya la religión
que hoy es.
Pero entonces es que ese objetivo es doblemente deseable.
Entonces es que quizás sea por ahí por donde debemos empezar. No tanto por
deconstruir lo construido sino por no reconstruirlo generación tras generación.
El segundo problema viene ahora, claro: ¿Cómo?
Lxs tutores de Lucía oficializaron el nuevo género de la
niña con un gesto muy sencillo. Ella se comportaba como una niña, todo el
tiempo, y se lo llamaba a sí misma. Pero no lo era. Empezó a serlo cuando
cambió su nombre. Quién sabe si disponer del valor seguro del nombre le habrá
abierto la puerta a que pueda jugar con seguridad a ser un niño.
El nombre. Nuestro nombre. Mucho más que los genitales, el
nombre marca la condición de género desde el primer momento y a cada instante.
Yo soy un nombre que aparece sistemáticamente en una lista de nombres de
varones, y que cualquiera identificaría en una lista de nombres de mujeres como
un error. Yo, cada vez que digo o recibo mi nombre, me reafirmo en mi identidad
de género. O en mi conflicto contra ella.
Empecemos por el nombre. ¿Y si le quitamos el género al
nombre?
En castellano no todos los nombres tienen la misma fuerza de
género. Santiago no es igual que Lucas. María no es igual que Sol. Algunos
nombres dan más juego que otros. Busquemos esos nombres ambigüos y
comunalicemos su ambigüedad. Hagamos notorio que cuando unx de nuestrxs
tutorandos se llama Cris, por ejemplo, no es ni Cristina ni Cristobal, sino
sólo Cris. Leo no es Leopoldo ni Leonor, sino Leo. Y de ahí pasemos a otras
neutralizaciones más arriesgadas. Andrea es nombre de mujer en castellano, pero
en italiano es nombre de varón. ¿Qué es Andrea? Andrea es Andrea. Nada más. Y,
si encontramos un entorno favorable, produzcamos inversiones, con toda la
belleza y la sugerencia que a ello acompaña. La niña llamada Ismael. El niño
llamado Ana. Ismael, Ana. Nada más.
Acabemos con esa etiqueta que marca la infancia con una
identidad de género, y contra la que toda nuestra voluntad de educar de forma
igualitaria parece chocar de bruces. No tiene por qué ser absolutamente
sencillo, por supuesto. Pero recordemos que en el momento en que empecemos a
vislumbrar cualquier conflicto del/a pequeñx con su nombre postgénero, siempre
dispondremos del más poderoso y reforzador de los recursos: cambiar nuestro
propio nombre.