Sabíamos que la monogamia indisoluble no molaba.
Se contaban historias de parejas que fueron felices para
siempre, lxs abuelxs de no sé quién que viven en el pueblo ése, por ahí, al
lado del monte, con la estufa. Pero ni lo habíamos visto nosotrxs, ni nos había
pasado jamás, ni nos terminaba de seducir, ya ves tú, la historia de la boina y
la calceta.
Así que decidimos que bueno, que si se acababa el amor, que
se acabara. Que ni íbamos a elegir soltería ni a meternos en la mazmorra matrimonial
con la bola encadenada al tobillo.
Entonces vimos que se acababa, vaya si se acababa. Se
acababa siempre, daba igual si tenía buena o mala pinta, si duraba un poquito
más o un poquito menos, si todo iba bien o todo iba mal.
Pero la idea no nos pareció tan loca, porque al fin y al
cabo ya sabíamos de antes que lo chachi era el principio, y que luego venía lo
del trabajo diario, y el arte de amar, y lo de pensar en un desayuno nuevo para
que sea siempre nuevo el amor. Eso en el mejor de los casos.
Así que decidimos que ése sería el plan: El aislamiento de
esa fase de esplendor. Hasta que se acabaran los desayunos que nos sabíamos.
Hasta repetir desayuno. El asunto era sustituir con agilidad y sin duelo. Había
que aprender a vivir amores, sin lo amargo de los amores. La puntita del
espárrago, lo más tierno. Lo gourmet.
Entonces descubrimos que la sucesión de amores no era tal,
sino sucesión de tentativas de amor, y quien dice sucesión dice de vez en
cuando, y como se puede, y sin matar el hambre. Y parecía muy fácil lo del duelo,
pero era menos fácil ponerse de acuerdo en cuándo acababa el amor y empezaba el
duelo, y así no había manera. Y además esto era ya veda abierta para gente que
venía a follar e irse, y para locxs, y para indeseables. Y, lo peor de todo,
siempre solxs, siempre empezando de cero, siempre a cero.
Así que aquí estamos, recién llegadxs de la fantasía del
viejo amor a la fantasía del amor nuevo. Sin querer volver atrás pero sin saber
cómo ir hacia delante. Mordiendo los espárragos por culo.
Bienvenidxs a la distopía de la monogamia secuencial.
Se dirá que para responder a esto están las no monogamias.
Pues tengo una mala noticia. Las no monogamias también quieren la puntita del
espárrago y se han centrado sobre todo, en el acceso a muchas puntitas. Y, como
es lógico, si todo el mundo quiere la puntita, al final lo que queda es mucho
tallo y mucho tronco, que alguien se lo tendrá que comer. Las no monogamias han
pisado el acelerador, pero igual la dirección venía ya mal tomada.
Mientras entendamos las relaciones como un encuentro
explosivo que pierde poco a poco fogosidad hasta que se convierte en una
sombra, lo mismo nos da muchas que pocas, largas que cortas, abiertas que
cerradas.
Eso que llamamos “enamoramiento”, y que en su momento fue
simplemente “amor” o “pasión”, ha sido siempre el uso del calentón para otros
fines. En nuestra cultura, concretamente, crear parejas. Por eso es la puntita.
El enamoramiento es el cebo de la pareja. Tras el cebo viene el anzuelo, y tras
él el sedal, la caña y la cesta. En definitiva, todo lo correoso.
Pero nuestra idea feliz de sacar el cebo del anzuelo y
comérnoslo a gusto es un error. Lo que nos gusta del cebo, ésta es la gran
tesis, no es el cebo. Es el pescador. Lo que mola de comernos el gusanito
cimbreante no es el mezquino e insignificante gusanito tan abundante ya en el
limo del río. Es comernos ése, que el pescador nos propone como un duelo, y
vencer.
En román paladino: el sexo, o la pasión, o el enamoramiento,
o la NRE, todo eso no es nada de eso, sino un símbolo de otra cosa. Ésa otra
cosa es la persona misma, su posesión (por vía amorosa), su reconocimiento de
nuestra excelencia, su dominación, si se quiere. Vamos que, por extender el
símil, no hay punta de espárrago posible, porque la punta del espárrago se
llama “punta” porque va acompañada de un espárrago completo. Y si nos quedamos
con la punta, entonces querremos sólo la punta de la punta, y volveremos a la
misma vieja contradicción.
El sexo nos excita por lo que representa, y es lo mismo por
lo que nos apasiona el amor o nos revoluciona la NRE. La bioquímica de
mercadillo podrá decir que es la serotonina la que activa la dopamina, y que es
la dopamina de la epinefrina la que elige a la epinefrina de la oxitocina. Pero
todo eso es filfa. La gracia de la punta es que es la punta, y que significa
que somos tan irresistiblemente guays que mordemos la punta y tiramos el resto.
Y eso es muy excitante. Es más mezquino aún, pero excitante lo es y mucho.
Quiere esto decir, en definitiva, que la punta nos da igual. Que
nos da igual el sexo, que nos da igual el enamoramiento y que nos da igual todo
en sí mismo, porque esas cosas no nos atraen de por sí, sino como símbolos de
la relación máxima y extrema que se puede tener con alguien: su dominación. Y
quiero decir, que es a lo que voy, y a lo que iba en el
texto anterior, que
nuestras puntas son cortas porque las tratamos como puntas, porque asumimos el
modelo de la punta y el tallo, y porque nos hemos lanzado como morlacxs al
capote colorado de la relación, su fase placentera, su pasión, sin cuestionar
cómo estaba construido ese placer ni por qué nos lo proporcionaba. Y, claro, el
capote es sólo tela, es aire, no es nada. De eso va ser capote rojo e
irresistible.
Cuando se acaba el sexo, cuando se acaba el deseo, cuando se
acaba la pasión, cuando se acaba toda esa mierda absoluta, no se acaba nada. Lo
que ha pasado, simple y llanamente, es que una de las dos personas, ésa que
dice que se le acaba la cosa, considera, siente, intuye, casi siempre inconscientemente,
que ya se ha comido la punta, que ya se ha consumido a la otra persona y que
por tanto es ontológicamente imposible que a esa otra persona le quede nada que
ofrecer.
Así que, sabido esto, y si queremos salir del absurdo
secuencial y de sus locos seguidores tenemos dos caminitos. O seguimos saltando
a la arena del amor con la guadaña lista para cortar puntas sin que nos corten
la nuestra, y conformándonos no sólo con el daño que hacemos sino con el poco
que vamos a ser capaces de hacer, o transformamos nuestra manera de desear a la
gente, y en vez de consumirla la vivimos, la experimentamos, la aprendemos, y,
por el camino, que nos vaya pasando lo que nos pase, a veces más divertido, a
veces menos, pero siempre apasionante porque pertenece a un proyecto
apasionante, y no a un rato apasionante en un proyecto de mierda.
Y luego tenemos la tercera vía, que es un poco la que nos
toca queramos o no, por cuestionamiento del modelo o por adaptación a él,
aunque lo segundo nos hunde y lo primero nos libera. Consiste en reconocer que
hemos aprendido a disfrutar dominando, inflándonos el ego, anotando victorias y
puntuando por orgasmos. Y manejarlo, agarrarlo, soltarlo, evitarlo, buscarlo,
todo eso un poco, y cada vez más consciente y coordinadamente, de modo que
podamos construir la cuerda con la que escapar de la cárcel con las propias
sábanas con las que querían amortajarnos. Por eso es útil reírnos de nuestro
enamoramiento, y de nuestros celos, y de nuestro deseo, y de nuestra falta de
deseo. Porque son piececitas relativas en un juego complejo, y si las movemos
con habilidad y sentido común podemos hacer que la partida dure hasta que deje
de ser un juego de competición y se convierta en uno cooperativo que nos enseñe
a vivir en una vida buena.