lunes, 30 de diciembre de 2013

48 horas (escasas)


2014 nos va a traer una puerta de salida al punto muerto en que se encuentran nuestras relaciones amorosas. Hace mucho que este laberinto nos confunde y nos aburre, y si lo seguimos recorriendo es porque intuimos que quedarnos quietos es todavía peor. El amor nos desespera, nos atrapa en la carrera tras una zanahoria que sólo probamos de vez en cuando y que no sirve ya para reponer todas las fuerzas desperdiciadas. El amor nos obnubila, nos atonta, nos animaliza, nos vuelve triviales y mezquinos, nos dedica a fines egoístas, vacíos, pequeños, que nos aíslan de todos porque sólo nos importan a nosotros. El amor nos agota y nos consume, sólo para conducirnos de nuevo al punto de inicio; para acabar diciendo “me equivoqué”, “no mereció la pena”, “estoy sola”.

Faltan 48 horas para que nos podamos quitar los cascos con forma de corazón y descubrir que nuestros pulmones ya están preparados para respirar en el exterior.

Cuando nos quitemos esos corazones de la cabeza, esas cabezas con forma de corazón, veremos que no quedamos decapitados, sino liberados para relacionarnos directamente con el entorno.

                Aparecerán nuestras cabezas verdaderas, con ojos verdaderos, verdaderas orejas, nariz y boca. La información llegará cristalina al cerebro y éste procesará un pensamiento que podrá expresarse sin necesidad de atravesar la membrana distorsionante del corazón. No serán ya esos mensajes ruidosos, oscuros y homogéneos los que nos enviemos, esos retumbes, esos ecos rebotantes y siniestros.

Dentro de 48 horas podremos empezar a balbucear el lenguaje de la comunicación. Eso que los cardiocéfalos llaman “el lenguaje del corazón”, porque para ellos todo es del corazón, y que, en realidad, es el lenguaje de todo.

Pensemos qué querremos decirnos. Preparémonos para decírnoslo todo, porque ahora nos lo vamos a poder decir.

 

 

miércoles, 25 de diciembre de 2013

propuesta erótica. II. EXPLORACIÓN DE LA SENSUALIDAD. 1_Tacto ciego (ii)

                La vista es el guardián del valor social de nuestra experiencia sexual. La vista nos dice si lo que sentimos en el tacto sexual es legítimo o ilegítimo, si debemos sentirnos bien o mal ante una misma experiencia táctil.

               Descubriremos el verdadero valor de cada una de estas experiencias cuando dejemos de follar con los ojos. A este descubrimiento acompañará la liberación con respecto a los patrones mediáticos de belleza inútil.

               Pero un mundo descubierto al tacto será un mundo completamente nuevo...



               Debemos entender que difícilmente alcanzaremos una paleta de primarios eróticos (valga el paralelismo cromático, ya que el fenómeno del color es, al menos según se conoce, irreductible a componentes del todo primarios) que conviertan el erotismo en una mecánica del placer sensual y, menos aún, del significado a través de dicho placer. Nuestro objetivo no será la reducción hasta lo irreductible, sino hasta lo manejable. Eliminadas las grandes placas de significado, y ejercitada la conciencia en descubrir las relaciones significantes, nos encontraremos en el terreno de un erotismo libre y consciente, es decir, el de una práctica erótica técnica y ética.

                Aceptando, por tanto, las limitaciones del modelo explicativo simplificado que persigue encontrar los elementos básicos del erotismo (las experiencias sensuales objetivamente placenteras), adelantamos una conclusión que se revela de sentido común y, sin embargo, resulta ya radicalmente transgresora. El placer erótico está estructurado en torno al tacto, y el placer erótico al que se accede a través del resto de los sentidos es sólo excepcionalmente elemental. Es decir, que la gran mayoría de los placeres eróticos no táctiles están, de algún modo, asociados al tacto o dependen directamente de él.
                Sólo desde esta afirmación queda en tela de juicio toda la funcionalidad erótica de la belleza y, especialmente, de la belleza física, del cuerpo bello, del atractivo erótico del cuerpo. Debemos, para empezar a manejarnos en el terreno de lo práctico, llevar a cabo una separación que, si en el futuro resultare haber sido provisional, hoy es urgente. Buscaremos la sensualidad elemental en el tacto, que es como decir en el cuerpo ciego, insensible al aspecto de aquello por lo que es tocado. La función del sentido de la vista es crucial en el reconocimiento, en la denominación específica de aquello indefinido que nos toca, y de lo que sólo recibiríamos un contacto anónimo. Así, podemos aventurar que la función de la vista es la lectura del valor sensual del contacto erótico a experimentar, del que el placer sensual táctil, en sí, es sólo una comprobación. Es la vista la que determina que dos caricias similares son muy diferentemente sensuales según quién posea la mano.
                Descubrir la verdadera capacidad de producirnos placer de un contacto, independientemente del valor social de ese contacto, debe ser nuestro objetivo como investigadores eróticos; eliminar este prejuicio, tan rígidamente aprendido que llega a eclipsar la realidad del placer mismo por más que intentemos centrarnos en él. La vista es, como digo, nuestro mecanismo clave de reconocimiento del valor erótico prejuzgado (muy por encima del oído, que actúa como reconocedor una vez que la vista ha atribuido un valor).
                Entendemos que, en gastronomía, el papel de la vista es el de anticipar el sabor, de adivinarlo, de reconocerlo en el momento previo a degustarlo a partir de las anteriores degustaciones. Mediante sucesivas experiencias, la vista corrige sus expectativas, ajustándolas cada vez más a la realidad de la experiencia gustativa. Del aspecto de la fruta se espera discernir su dulzor como una traducción entre los lenguajes de los distintos sentidos, y será la mirada más experta la que pueda establecer expectativas más realistas. No sucede así en el sexo. Un cuerpo musculoso o depilado no genera la expectativa de caricias más placenteras. La satisfacción sexual que se le atribuye es la de la posesión misma, es decir, la del acto simbólico, no sensorial, que la vista contribuye a determinar. La discrepancia entre la expectativa creada por la vista y el placer producido por el tacto no será siquiera interpretada como un error técnico en la atribución, sino como un defecto paralelo, de la misma categoría. Se es guapo pero torpe o feo pero hábil, como si la belleza de por sí tuviera alguna otra función erótica que no fuera la de determinar el valor social del triunfo obtenido mediante la posesión; como si la belleza no fuera el marketing del producto erótico, y la insatisfacción de la expectativa creada no fuera simplemente un fraude.

                Tendría sentido, aunque tal vez algo extravagante, que la capacidad de producir experiencias eróticas placenteras pudiera revestirse de indicadores visuales que se reconocieran como auténticas promesas de placer, o que la práctica nos proporcionara el descubrimiento de indicadores certeros. Mientras no sea así, la belleza nada tendrá que ver con el placer erógeno, y mucho, sin embargo, con el marketing del producto sexual. Nótese, por cierto, que, a medida que la gastronomía se esfuerza por convertir en objeto de consumo generalizado eso que llama “alta cocina”, los productos de la misma desarrollan un lenguaje visual publicitario que oculta la información gustativa más que la esclarece. El buen color del vino es sólo bueno porque se entiende que ese es el color de un vino que sabe bien. Si el buen color fuera sistemáticamente seguido de un mal sabor, se convertiría enseguida en color malo. Por otra parte, el color es inútil a la hora de generar, y sobre todo estructurar, una experiencia satisfactoria en la degustación del vino, y el crecimiento de su importancia tiene que ver con la generación de una “cultura-mercado del vino” que eleve artificialmente dicha importancia como experiencia sensible con fines comerciales mal-disfrazados de culturales.
                De nuevo, una simplificación nos permite meternos en faena. Ignoramos si sentidos que no sean el tacto tienen la capacidad de generar experiencias genuinamente sensuales (y no sólo placenteras). Pero sí sabemos que el tacto es depositario de la gran mayoría de ellas, dado que el tacto de por sí es tanto necesario como suficiente para lograr el orgasmo. Sabemos, asimismo, que la vista es depositaria de la gran mayoría de las etiquetas clasificatorias de valor sexual, de modo que, mucho más que una función de generación de placer, ejerce la de un filtro de placeres legítimos, admisibles por la conciencia, e ilegítimos (la vista no es necesaria ni suficiente para lograr el orgasmo, pero es plenamente suficiente para cohibir el placer sensual, es decir para impedirlo). Para nosotros, que estamos redeterminando la legitimidad e ilegitimidad de los placeres sensuales, la vista es sólo un obstáculo que representa al guardián de viejas clasificaciones o, por mejor decir, al jefe de la guardia (que lo es también porque su experiencia es mucho más socializable que la del tacto, pues se comparte de manera inmediata). El papel que jueguen otros sentidos, o incluso determinadas experiencias táctiles, debe ser reconocido y situado en función de su condición de experiencia o de reconocimiento prejudicativo.
                Porque los elementos básicos del erotismo serán mayoritariamente táctiles, y el contenido semántico será predominante visual, estableceremos esta diáfana, aunque permeable, barrera que dejará a la vista fuera del ámbito de lo genuinamente erótico. Nada cuantitativamente determinante habrá cambiado a la hora de ser excitados por lo que habitualmente entendemos como belleza física. La novedad que conducirá a ese cambio es el desplazamiento del centro de atención. Entenderemos que el placer que “nos llegue por los ojos” será mayoritariamente una atribución o predicción de placer, y no un placer directo. Sólo el actuar desde esa conciencia mermará progresivamente la presencia de la vista y su capacidad para sojuzgar lo que, verdaderamente, nos esté pasando.


jueves, 12 de diciembre de 2013

propuesta erótica. II. EXPLORACIÓN DE LA SENSUALIDAD. 1_Tacto ciego (i)

Las perspectivas del aprendizaje sobre una actividad que se caracteriza sustancialmente por la generación de placer son notablemente halagüeñas. Ese carácter tan prometedor nos pone sobre aviso contra su propensión a establecer condicionamientos, rutinas y adicciones. La ocultación de estas malformaciones será en la mayoría de los casos el objetivo de la trascendencia. En nuestro trato con el erotismo debemos apegarnos a él humildemente, “intrascendentemente”, de modo que nada nos distraiga gravemente de su comprensión. El placer se autotrasciende en aquello a lo que se asocia, pero nosotros pretendemos, precisamente, elegir libremente a qué lo asociamos. Necesitamos aprender a diferenciar el placer directo de placer asociado o trascendido. Necesitamos eliminar de nuestro catálogo de placeres todos aquellos que lo son hoy sólo porque un día se asociaron a otra cosa que en sí ya era un placer. Necesitamos, a su vez, incorporar a nuestro catálogo de placeres a todos aquellos que, similares a los que ya lo son, fueron reprimidos o ignorados al carecer de la trascendencia que los asociaba a la columna vertebral del placer sexual. Necesitamos, en resumen, aprender el vocabulario del placer erótico.

                Para recorrer el camino de ese descubrimiento, propongo algunas pautas:

1-El placer erótico es directamente táctil e indirectamente visual.

                Como he expresado más arriba, parto del supuesto de que existe un placer sensitivo último asociado a experiencias inmediatas carentes de interpretación. En otras palabras, algunas experiencias generan de por sí un placer sensitivo, del mismo modo que otras generan displacer. El contacto con algo fresco en un ambiente caluroso produce placer, salvo que interpretemos que esa frescura está acompañada de algún tipo de amenaza, del mismo modo que un golpe es doloroso siempre y cuando no vaya acompañado de una interpretación masoquista que lo haga aparecer como algo mediatamente atrayente.

                La designificación habría servido para eliminar las intermediaciones entre experiencia y placer, de modo que encontráramos para nuestra experiencia erótica los placeres originales y pudiéramos manejarlos de nuevo como creadores conscientes de placer y, en última instancia, incluso de nuevos mensajes.

                Se trata de una interpretación simplificada de la relación entre la experiencia y el placer sensorial. Es posible que la designificación, la eliminación de macrosignificados socioestructurales del sexo, conduzca al descubrimiento de significados sencillos también intermediarios entre la experiencia y el placer, incluso hasta llegar al nivel de microsignificados muy elementales o extremadamente primitivos. Pudiera ser que no cupiera alcanzar una pureza ni tan siquiera razonable en esta higiene semántica de lo sensual, o que dicha pureza nos dejara ante experiencias de placer tan exclusivamente fisiológicas que, al aislarse, se redujeran a la trivialidad.

                Pero la posibilidad de que un modelo explicativo más completo y más filtrado por la práctica nos pusiera ante alguna de estas tesituras no es un contratiempo; nos obligará sólo a modificar la relevancia de la resignificación, o la del erotismo mismo en nuestras vidas que, como se ha dicho ya, arranca en entredicho. Si no existen placeres elementales, o si todos los placeres que encontremos en una experiencia erótica perfectamente designficada no son elementales, tendremos que incluir significados en la experiencia erótica básica. Será nuestro cometido tener la precaución de seleccionar dichos significados de modo que no volvamos a construir el erotismo sobre motivaciones tan degradantes como aquéllas sobre las que hemos construido la sexualidad.

lunes, 9 de diciembre de 2013

el manifiesto de los 343, o la abyección del "canallismo" (III). comentarios a los comentarios. legalización

             Anónimo dijo:

¿Qué diferencia hay entre ganarse la vida masajeando la espalda o realizando los masajes en el pene (o vagina)? ¿Acaso existen partes nobles del cuerpo humano que son lícitas manipular por un profesional (por dinero, claro), y en cambio otras no lo son (los órganos sexuales)?

 
En mi opinión, la prostitución es una profesión tan honorable como otra cualquiera, y no hay nada que reprochar a su ejercicio siempre que no se realice en condiciones de explotación. Y no creo que exista inmoralidad en los clientes que usan ese servicio si respetan a la prostituta.

 
En vez de criminalizarla, habría que reivindicar que la prostitución se realizara como un oficio más, con libertad de empresa y el consiguiente pago de impuestos, y se le diera el reconocimiento social que merece subrayando su carácter de asistencia social, semejante al de un fisioterapeuta o un cuidador de enfermos de sida, por ejemplo.

 
Por supuesto, la existencia de mafias que esclavizan a mujeres es intolerable sin ninguna duda (¿90%?, no me lo creo), reprochable no sólo aquí, sino en cualquier actividad. Pero penalizar al cliente, aparte de ser injusto, agravará sensiblemente el problema; aumentará la clandestinidad y las mafias se harán cargo del negocio aún en mayor medida (basta recordar lo que supuso la ley seca o la prohibición de drogas). ¿Y qué haremos con los miles de paradas que conllevaría cualquier medida represora de gran calado, suponiendo que fuera efectiva, que lo dudo? ¿Acaso les vamos a dar una alternativa laboral? Va a ser que no.

 
Para proteger a las mujeres, propongo lo contrario: en vez de perseguir a clientes y prostitutas, que sea la misma Guardia Civil la que se encargue de su seguridad, y haga acto de presencia en los lugares de trabajo donde chulos y mafias quisieran hacerse los amos.

 
Se argumenta que la mayoría de las mujeres que ejercen la prostitución no tienen más remedio debido a su situación de exclusión social, nadie escogería profesión tan ”indigna”. Pero esto último se podría afirmar de cualquier trabajo servil (aunque honrado) como limpiar los excrementos de un enfermo o poner tornillos durante 10 horas en una fábrica, y nadie propone sanciones. Se asegura que las prostitutas  dejarían el oficio si se les ofreciera otra salida profesional. Muchas de ellas responden que para hacer de chachas por un mísero salario se quedan donde están. Su queja no es que su profesión sea ultrajante (para mí, que no he usado nunca este servicio, me parece noble), sino que preferirían mejores condiciones laborales, es decir, estar mejor pagadas, un lugar cómodo para trabajar, consideración social y, sobre todo, protección de los abusos causados en gran medida por la clandestinidad y el repudio social. Pero la opinión del colectivo afectado le importa un carajo al paternalismo “bien intencionado”.

 
Contra el amor, afirmas que “la existencia de la prostitución es una manifestación más, aunque no una cualquiera, del sistema opresivo patriarcal”. Totalmente de acuerdo, pero en un sentido completamente distinto al que pretendes. Lo que confirma la dominación masculina no es el desahogo sexual de los hombres con prostitutas, sino que las mujeres no puedan hacer lo mismo. Éstas demostrarían su liberación el día que contraten los servicios de gigolós siempre que les apetezca (ganas tienen, pero no se atreven), sin temor al reproche y burla social (así no tendrán que ir a Cuba, “a bailar”).

 
En definitiva, penalizar a los clientes de la prostitución sólo servirá para aliviar las conciencias ONG de algunos, y satisfacer los prejuicios sexuales moralistas de otros (sorprende esta comunión entre la derecha rancia y la izquierda intransigente). En lo que respecta a las afectadas, a seguir en lo de siempre, pero más difícil. Total, hágase “mi justicia”, aunque arda el mundo.

 
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Estoy de acuerdo prácticamente con todo lo que dices, de modo que sólo puedo aportar algunas matizaciones.

 
Existe algún tipo de legalización que es el futuro deseable para la prostitución. Es razón suficiente para aceptarlo, entre otras, la evidencia de que muchas personas necesitan de asistencia sexual porque a día de hoy no pueden tener una vida sexual satisfactoria mediante el libre intercambio. Coincido en que la condena feminista o progresista a la prostitución arrastra a veces resabios de condena a la libertad sexual misma.

 
En cuanto a las posibles consecuencias negativas de la prohibición, también parece que, si nos remitimos a antecedentes históricos, la medida puede resultar contraproducente.
 

Pero, como decía, maticemos. La esclavitud, en toda la gama que la prostitución ofrece, y en el porcentaje sea el que sea, siempre significativo, que actualmente presenta, es un problema de magnitud superior cuya solución no puede posponerse. Tanto la prohibición como la legalización pasan de largo por él. Ni la legalización garantiza el fin espontáneo del esclavismo ni la prohibición garantiza la disponibilidad de medios. Frente a una legalización que debería someterse a un estudio profundo en su implementación para lograr este resultado, la prohibición sitúa al comercio esclavista en el punto de mira de la acción inmediata de la justicia.

 
Se dirá que el esclavismo ya es delito, pero que no se persigue. Pero hay que añadir que, con la prohibición, es el consumidor de ese esclavismo el que está también amenazado. Y parece lógico que sea así. En la práctica no es plausible la idea de que dicho consumidor se informe previamente de las condiciones laborales y personales de la prostituta. Exigir que esto se hiciera bajo responsabilidad del consumidor sería una forma tácita de prohibición y equivaldría a la prohibición misma.

 
En cualquier caso, la reacción, o al menos mi reacción, no es en defensa de una ley que considere adecuada, sino de una sensibilización que considero adecuada, aunque sus consecuencias legales estén por verse. Y, sobre todo, reacciono a una insensibilidad gravísima, representada por los firmantes del manifiesto y actitudes afines, cuya única preocupación es la libertad de comercio sexual, que debe ser conservada a costa de cualesquiera que sean sus consecuencias. Lejos de aportar alternativas, como tú haces, las protestas contra la ley se han escudado exclusivamente en una supuesta demonización de la prostitución como representante de la disponibilidad libre del cuerpo. A la insensibilidad frente a la prostitución realizada en el marco de la esclavitud, se añade otra casi tan grave frente a la prostitución realizada en el marco del patriarcado, condición menos circunstancial, si es que la otra lo es algo. Lo que conlleva realmente el comercio de la prostitución es una vejación patriarcal más o menos consentida, más o menos aceptada, más o menos disfrutada, pero vejación en última instancia porque constituye la cosificación de un grupo social por parte de otro. Del mismo modo que un trabajo servil cosifica al trabajador (es decir, que no vale la excusa de que alguien tiene que hacerlo, porque eso condena a que lo hagan siempre los mismos, hasta entregar por ello su vida), la prostitución patriarcal cosifica al gremio de las prostitutas y al género femenino como conjunto, en tanto que sólo un género es prostituido, y la materialización de dicha prostitución va acompañada de una profunda carga simbólica que refuerza la cosificación. Recordemos que una relación sexual estándar obedece generalmente a patrones humillantes, ya sean tradicionales o pornográficos. La relación sexual tipo en el ámbito de la prostitución es una experiencia que implica humillación.

 
Todo esto no sólo no llegan a planteárselo los 343, sino que, abierto el debate, lo desprecian, y se permiten convertirse en opinión pública desde ese desprecio. Su actitud es coincidente al cien por cien con la actitud patriarcal frente a la opresión femenina. Es esa actitud la que convierte a la prostitución en lo que es, y la que los convierte a ellos en legítimo objeto de la más dura crítica. Sólo se manifiestan porque se toca a su puta, y de nada quieren oír hablar salvo de que se pueden quedar sin ella.
 

Es posible que la prohibición no vaya a cambar las cosas de manera radical. La legalización alemana tiene también sus detractores y datos chirriantes, aunque a juzgar por el conjunto de las opiniones es posible que se haya producido una mejora.
 

Por su parte, parece obvio que la legalización encubierta que pretende la nueva Reforma del Código Penal en España secunda una ideología que nada tiene que ver con la libertad sexual ni con la dignificación del trabajo.

 
Donde no nos equivocamos es transformando la cultura de la prostitución que hace gracia en la de la del patriarcado opresivo que se desfoga trágicamente en ella. La razón por la que las mujeres no reconocen su deseo de consumir prostitución no es un pudor o una hipocresía de género. Aquí, el hombre sólo reconoce que la consume allí donde no le perjudica. Y, como es sabido, cuando va al caribe, no se conforma con bailarinas hechas y derechas.

           

domingo, 8 de diciembre de 2013

propuesta erótica. II. EXPLORACIÓN DE LA SENSUALIDAD

Una vez que hemos liberado al trato entre personas de la intermediación necesaria del sexo, es el momento de ver si al sexo le queda algo que ofrecernos o debe quedar arrumbado por una nueva fase evolutiva.
 
No hace tanto que cazar es prácticamente privativo de grupos sociales reaccionarios. Hasta hace bien poco formaba parte de las habilidades necesarias que para la subsistencia del grupo debían poseer uno o varios de sus miembros. Los campesinos en occidente fueron hasta hace escasas décadas cazadores rudimentarios, y el producto de la caza era para ellos un complemento proteico que se convertía en esencial en circunstancias económicas adversas. Cazar nunca ha sido discutible, (como sacrificar al ganado del modo más rentable, esto es, con inobservancia completa del sufrimiento infligido), hasta nuestros días, en que la ausencia de su necesidad nos obliga a replantearnos su sentido. Hoy predomina una visión crítica o, al menos, aprensiva, sobre la actividad cinegética.
 
La caza ha ido acompañada tradicionalmente por el placer morboso de la muerte del otro que implicaba la supervivencia de uno mismo, la victoria temporal frente a una naturaleza que nos consume y cuyo medio de subsistencia disponible huye invitándonos a la empatía con su propio instinto de supervivencia. El hecho de cazar, de matar, de elegir la muerte del ser inferior frente a la muerte propia (en la guerra, también inevitable desde la perspectiva del sujeto hasta fechas bien recientes, se elige de modo igualmente necesario entre la supervivencia de iguales, por la supervivencia del grupo propio con vínculo afectivo, de modo que la paradoja emocional y el morbo que la acompaña es aún mayor) comporta la experiencia de un placer inquietante y extremo que estructura la vida de las sociedades que dependen de la técnica de la caza.
 
Pero, desaparecida esta necesidad, la del placer morboso de la muerte queda en bochornoso entredicho, y aquellos colectivos que la practican, desprovistos de argumentos con los que tapar sus vergüenzas. Lo que los mueve ahora es el placer de seguir matando, aprendido en tiempos de necesidad de que la muerte se produzca.
 
Si el sexo sólo puede producirse en un entorno emocional del morbo posesivo, entonces nuestro grado de desarrollo humano nos ofrece ya la perspectiva de una sociedad en la que debemos prescindir del sexo, en tanto que la reproducción (y, por supuesto, la comunicación) puede organizarse sin la opresión que las relaciones sexuales generan.
 
Es desde esta conciencia de que el sexo carece a priori de una función que para nosotros lo convierta en necesario, desde la que abordaremos la que puede ser una siguiente fase de transformación del sexo en erotismo o, simplemente, una segunda estrategia simultánea.
 
Nos hemos despojado de todo lo que había en el sexo, no sólo para disponer libre y críticamente de aquello que en él estaba hasta ahora implícito, sino para poder encontrarnos, en la medida de lo posible, con el “sexo en sí´: el sexo sin más objetivos que aquello que tenga la actividad sexual como consecuencia directa, propia o inevitable (y  ya sabemos que la procreación es perfectamente evitable).
 
Que nadie espere aquí demasiadas respuestas. Todo tendremos que aprenderlo porque de sexo designificado apenas se dice nada, y desafío a cualquiera a que localice la referencia bibliográfica donde el sexo, incluso el más científico, no sea explicado en el contexto de la pareja monógama fusional. El sexo es siempre explicado como motivación acompañante de la experiencia de la fusión gámica, y jamás como actividad capaz de motivar por sí misma y que merezca ser observada en sí. Sólo en la literatura pseudo-oriental encontramos un culto consciente al sexo mismo, no necesariamente apareado. Sin embargo, esta literatura acaba presentando al sexo como una actividad trascendente, es decir, vehículo de otra cosa, normalmente un despertar espiritual que es el sustitutivo de la fusión gámica occidental, y con el que comparte el carácter de profecía autocumplida.
 
Nosotros buscamos lo contrario; buscamos eliminar la trascendencia del sexo para conocerlo. Este acto de eliminación de la trascendencia lo convierte, ya de por sí, en actividad erótica, culminando su emancipación con respecto a la reproducción, origen del dimorfismo sexual y de la relación etimológica entre éste y el acto de unir ambos dimorfos.  Los individuos se unen ahora para investigar la trampa biológica del apetito sexual y del placer de los prolegómenos de la fecundación que coadyuvan a ella. Queremos saber qué es ese residuo biológico y si posee para nosotros, para cada uno de nosotros y para nosotros como grupo social, algún interés.
 
Tendremos que afrontar lo que, en toda regla, habrá de ser una educación erótica.

viernes, 6 de diciembre de 2013

propuesta erótica. I. DESIGNIFICACIÓN. (y xiv) ante una vida sin motivación sexual

            Tenemos relaciones sexuales para robar su valor simbólico. Una vez que designificamos este valor simbólico, el robo deja de tener atractivo. Nos quedamos solos ante el sexo; ante el sexo por el sexo. Pero el sexo nunca nos ha interesado, y ahora no sabemos qué hacer con él.

          Descubrimos una angustia contradictoria: ahora vemos que el sexo no tiene sentido, pero habíamos aprendido que la vida, sin él, tampoco.

          ¿Se trata de un bucle existencial que debe conducirnos al suicidio?

          No. Se trata de una liberación. Del primer encuentro libre con el sexo, al que ya no estamos obligados. De la primera ocasión en que podemos darle al sexo un uso no enajenado. Del momento cero del erotismo.



Éstos son nuestros “juegos sexuales”: Lamentablemente lejos de su pretensión de actividades lúdicas donde se aprende jugando, donde el juego crea, dinamiza, motiva y descubre; flagrantemente ajenos al juego colaborativo en el que los participantes se ayudan mutuamente a logar la satisfacción y el desarrollo. En nuestros verdaderos juegos sexuales, en los juegos sexuales que tienen lugar por debajo de nuestro discurso, y a las claras luces de nuestros actos, los participantes compiten entre ellos por el valor sexual, por el símbolo de la entrega gámica que especula con la esclavización.

Lxs participantes compiten entre sí y frente a la sociedad ausente, incrementando el valor subjetivo de ambos a la vez que lo depredan; generando una burbuja de valor que estallará en cuanto la realidad se aproxime con decisión a cualquiera de sus puntos débiles. Cuando descubran la falsedad del valor impostado del otro, la de la esclavización alcanzada del otro, que aspira, en realidad, a esclavizar; la del valor subjetivo de los otros, también hinchado hasta el límite de la resistencia del sentido de la realidad y, por tanto, próximo a estallar, pero también a adquirir dimensiones amenazantes; cuando descubran las trampas establecidas a medio plazo para atrapar el valor ganado hoy, que es siempre un préstamo a un interés tan alto que, salvo que logremos incrementar de nuevo nuestro valor, tendrá como resultado una operación con saldo negativo.

Follamos sin follar, porque lo hacemos para lograr de ello un resultado del que esperamos satisfacciones mucho mayores. Follamos como medio para haber follado, para dejar “bien folladxs”, que no es “satisfechos de follar”, sino con la despensa llena de follar en conserva, y segurxs de su valor como “follables”. “Dejar bien follado” es cerciorarse, a base de cantidad e intensidad, de que el deseo de follarnos no es impostado, es decir, carente de respaldo bancario, así como de que la miseria de nuestro valor como follables puede cubrirse razonablemente mediante una sola operación, gracias a un solo cliente, que consta ya en cartera.

Follamos sin follar y, al no follar, dejamos más y más de saber si queremos el follar para algo, o sólo participamos de su comercio porque no hay forma de socializarse fuera de él. Follamos con la ilusión de vernos crecer en el sexo, como hacemos un examen con la ilusión de convertirnos en personas tituladas. Si las condiciones de la realización de un examen fueran sensuales, si las notas se concedieran al azar, partiendo de un aprobado casi garantizado, si no hubiera que llegar a él tras un penoso esfuerzo cargado de estrés y renuncias, si examinarse fuera, no sólo agradable en su realización, sino garantizadamente rentable en sus resultados, entonces, simplemente, sería como follar.

Ésta es la razón por la que resulta especialmente difícil designificar el morbo del sexo. Es considerablemente complicado imaginar un sexo sin morbo, porque el morbo es tan sustancial a nuestra cultura sexual que, en muchas ocasiones, designificarlo conllevará vaciar el sexo por completo. Un sexo sin morbo no sólo carecerá de significado, de simbolismo, sino incluso de razón de ser y, por tanto, de intencionalidad. El sexo sin morbo es un sexo para nada.

La designificación del morbo será reconocible, normalmente, en este vacío. Por fin sucede aquello que parecía que sucedería con los significados anteriores: si no puedo poseer a la persona con la que realizo una actividad susceptible de procurarme placer sensual, dicho placer sensual, desnudo, no es capaz de motivarme ni, por supuesto, de hacerlo lo necesario como para superar la mayoría de los obstáculos que habitualmente me separan del acto sexual.

Efectivamente, dado el mundo en que vivimos, si no fuera por el morbo, no se follaría. El sexo dejaría de ser el nudo significativo en el que se enraíza el amor, y no habría potencia capaz de convertir a los individuos en proyectos monógamos susceptibles de adaptarse a la estructura familiar instituida. Como se ve, el desplazamiento de cualquiera de sus piezas claves afecta a la sustentación del edificio completo.

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Hemos llegado al final de la cebolla, y nos encontramos con las manos vacías. Si queremos recuperar el “sexo para algo” tendremos nosotrxs mismxs que desarrollar su “para qué”. Pero ¿para qué desarrollarlo? El sexo nos ofrece un medio, pero no un fin, de modo que difícilmente podremos abordarlo desde otra perspectiva que la curiosidad. Pero la curiosidad verdadera tiene que saber reconocerse a sí misma. Su fin es el descubrimiento de la materia sobre la que se proyecta; su ánimo, equilibrado y sereno. Deberemos, a partir de ahora, familiarizarnos con esta serenidad. El entusiasmo excesivo será, o indicio de que el morbo vuelve a abrirse paso entre nuestras motivaciones, o de que el placer sensual como fin en sí mismo nos atrae por encima de lo que corresponde a su propia trivialidad.

Evidentemente, no podemos proceder en la vida con el artificioso orden de una teoría, pero si pudiéramos, habríamos ya alcanzado el primer objetivo en la construcción de un sexo contra el amor, antipatriarcal y anticapitalista. Llegados a este punto estaríamos libres de cada una de las motivaciones insidiosas que el sexo tiene en nuestras vidas, aquellas que lo convierten en la trampa de la monogamia, en el vehículo para instrumentalizarnos como perpetuadores irracionales de la especie, en objeto y medio de una pandemia adictiva, sólo testimonialmente sacada a la luz, en mercancía estrella de la cultura del consumo, producto por el que vincular unos consumismos con otros para que todos sean deseados más allá de cualquier razón de ser de ese deseo, en pieza clave de la despolitización y el control sobre la ciudadanía, pulverizada en res familiar,  todos miembros de un inmenso rebaño de microformaciones independientes, pasivas y sin conciencia colectiva. Y, por ende, en seres enajenados de su placer sensual.

De todo eso nos hemos ya librado. Creíamos que carecer de deseo sexual era perder la razón de vivir, y sin embargo es perder la compulsión consumista de someter a lxs otrxs para adquirir valor social subjetivo y prestigio a nuestros propios ojos. Creíamos que el sexo daba sentido a la vida y, en realidad, no sabíamos qué era la vida porque estábamos enajenados por el trabajo sexual. Llamábamos “ilusión” a la adicción, y ahora, sin adicción, como a cualquier adictx, se nos viene encima el peso del sentido de una vida que se resolvería inmediatamente si volviéramos al viejo vicio.

Pero, si vamos a superar nuestra cultura adictiva debemos ser capaces de enfrentarnos a la transformación de las motivaciones mediante la superación de las que son irracionales y adictivas. Que la propia estupidez de la pregunta nos sirva de asidero: “¿Qué sentido tiene una vida sin sexo?” Si el sentido de la vida depende del sexo, entonces es evidente que el ser humano no ha encontrado sentido a su vida. El papel que el sexo vaya a tener en la vida tendrá que formar parte de una vida a la que él encuentre ya con sentido.

Con la designificación completa, si somos capaces de llevarla a fin, hemos dejado de vivir para el sexo. Deberíamos celebrarlo.

La designificación no es sólo una crítica. Es una práctica, y debe ser entendida, además de como la descripción de las líneas de significado que conforman la vida sexual que la condena del amor rechaza, como la primera propuesta conducente a la transformación de la vida sexual o, si se quiere, del sexo en erotismo.