¿Qué condiciones determinan la altura que cada uno ocupa en la pirámide?
La filosofía del amor romántico se llenará la boca sobre reglas morales que garantizan la conservación de la pareja. Si somos buenos a la manera que nos explica, si amamos, seremos amados por quien es digno de recibir ese amor. La coherencia del mercado del bien como principio. Un mercado que, como el del capitalismo salvaje, abandonado a su suerte se regula y perfecciona espontáneamente.
Para alcanzarla, sin embargo, nos ofrecerá traicioneros trucos persuasivos que nos saquen a bolsa en las condiciones más rentables para apuntar alto y capturar a la más valiosa presa posible. Mayoritariamente, engaños para conseguir pareja en forma de arte de seducción y, también mayoritariamente, una ética basada en la atención, el respeto y la tolerancia para consolidar lo logrado por malas artes. Ligar como sea y, cuando descubran nuestro verdadero valor, resultar, al menos, soportables.
Huelga recordar que la pirámide ignora todos estos afanes por violentar su forma primitiva, y que los convierte en poco más que un movimiento vibratorio, fundamentalmente horizontal. Nuestra posición en la pirámide sólo depende mínimamente del arte de la seducción y de nuestro cumplimiento de la moral del amor romántico. ¿Cuál es, entonces, su escala de valores?
¿De quién nos enamoramos? ¿Quién se enamorará de nosotros? Veamos cuáles son los valores que estructuran la pirámide.
El amor no es un sentimiento, ni una experiencia, ni un arte. El amor es la ideología que determina cómo deben ser nuestras relaciones. Y estamos contra él.
miércoles, 25 de enero de 2012
sábado, 21 de enero de 2012
CONTRALOVE FILMS presenta: homosexualidad ejemplar
CARRINGTON
Estamos ante una de esas rarísimas ocasiones en que las relaciones libres son retratadas en una película sin paternalismo ni condena. El hecho es tan insólito que nos conmina a la suspicacia.
Las limitaciones de Carrington como descripción del amor libre son notables, pero también lo son sus aciertos y esto es, al fin y al cabo, lo que la distingue y la trae a este blog. Recalquemos sus virtudes, pues es difícil encontrarlas en cualquier producto cultural en que el amor esté presente como contenido relevante. Adelanto que analizo la historia con independencia de si sus decisiones de guión provienen del libro en el que está basada o de la biografía de los personajes. Para poder centrarme en los aspectos más próximos el tema del blog la juzgaré, en todo momento, como si fuera una historia desarrollada desde la más absoluta libertad creativa.
Destacaré tres de esas virtudes, la primera de las cuales es difícil de entender como tal hasta para los más voluntariosos seguidores de las relaciones abiertas. Se trata de la ausencia de celos. Los individuos que establecen una relación abierta no sólo tiene la dificultad de enfrentarse a los celos hacia otras relaciones, dificultad que, al fin y al cabo, está en su mano resolver, pues de su inteligencia emocional depende. Deberán, además, enfrentarse a los celos que ellos provocan en terceros que, habitualmente, aceptarán la apertura más por conveniencia que por convicción, valorando que presionarán más eficazmente en detrimento de su adversario una vez que se encuentren bien afianzados en el afecto del objeto de deseo. La película es una buena herramienta para analizar la verdadera dinámica de los celos. Observaremos enseguida que, ante la ausencia de condena (la “comprensión” hacia el celoso que “no puede evitar serlo”) el individuo más conciliador, es decir, el que con mayor ecuanimidad reconoce los derechos de los otros a disfrutar del afecto de su compañero, será el más perjudicado. Dora se pasará el metraje completo procurando mitigar la angustia celopática de sus sucesivos compañeros de vocación monógama, a costa de perjudicar a Lytton, el único que, precisamente, tolera la presencia del resto. En el momento en que empezamos a echar de menos que algún personaje se indigne contra el egoísmo manipulador de los monógamos podemos considerar que la película ha realizado ya una tarea encomiable.
En segundo lugar, merece la pena reivindicar la tolerancia sobre la asimetría en la relación. No ya sólo de edad, que podría juzgarse como la razón de las restantes, sino intelectual y emocional. Salta a la vista que Lytton es (¿aún?) intelectualmente superior a Dora, pero eso no crea desazón en ninguno de los dos, y la admiración que ella experimenta no exige ser devuelta en forma de una admiración equivalente. Puede ser esta admiración el componente fundamental del consistente enamoramiento de ella, que tampoco será retribuido en la misma forma, sin que por ello se llegue a la incompatibilidad emocional a la que la filosofía del amor nos empuja en nuestra propia experiencia. Aquí no sirve la norma de buscar a alguien que esté enamorado de nosotros. Es mucho más importante que nosotros lo admiremos (sería discutible si ello debe llevar al enamoramiento irracional al que algunas veces llega Dora) y que él nos respete y nos permita disfrutar de las virtudes admiradas. El amante debe considerarse afortunado en tanto que alcanza su objeto, no en tanto que lo domina mediante el chantaje emocional de amenazar con retirarle su amor.
Por último, es también digna de elogio la indefinición de género de los dos personajes principales. Es evidente que es esta misma indefinición, y no sólo su desarrollo ético, lo que los encamina en la senda de las relaciones abiertas, pues difícilmente pueden, ni entender la que ellos mismos mantienen, ni encontrarle un hueco en la sociedad de su tiempo. Aún así (y a pesar de la lamentable caracterización de Emma Thompson como chica de marcado carácter masculino, en la que no parece sentirse del todo cómoda) la indefinición, especialmente cuando están juntos, resulta genuina, espontánea y estable, sin la tirantez interna a la que otros guionistas someten a sus personajes cada vez que deben presentarlos en condiciones eroticosentimentales que consideran discutibles o, al menos, poco firmes.
Debo decir, y lamentar, que no recuerdo otra película, no sólo que reúna estas tres virtudes, sino tan siquiera que haga alcanzar a alguna de ellas el desarrollo que alcanzan en ésta. Triste situación para quien querría poder explicar su propuesta de relaciones abiertas con algo más que teoría.
Deslizaré sólo un par de críticas perfectamente perdonables dado el punto de partida ideológico desde el que debe arrancar cualquier creador en nuestro contexto cultural. La primera es que el amor no deja de enturbiar la relación central, no permitiendo nunca que los dos personajes se hagan daño mutuamente, pero sí sometiéndolos a un sufrimiento evitable si no coquetearan con la asociación entre afecto y dolor tan propia de la filosofía del amor romántico. Pero esperar que un producto cultural exponga una teoría contraria al amor y que, a pesar de ello, encuentre la forma de ser sacada al mercado con ánimo de lucro es, de momento, cultura-ficción.
La segunda es que, a pesar de la relativa mezquindad de los personajes que rodean a la pareja protagonista, y de que ésta aparece bajo una luz siempre más dignificante, no se evita la ambigüedad ante una posible condena moral de su comportamiento y rol de género. La película no deja claro que no estemos ante las víctimas de una tragedia biológica, o de una decisión moral discutible, en vez de ante dos personas que, desde la más plena libertad, eligen oponerse a la sociedad de su tiempo (y del nuestro) acertando con ello. La moda de la suspensión del juicio por parte del autor podría ser llevada, si se atendiera a sus defensores, hasta el absurdo del no pronunciamiento con respecto a la ley de la gravedad (de modo que, cada vez que un objeto cayera, se sacara su caída del plano para no “condicionar” la interpretación del espectador que, según su criterio, decidiría si flota o impacta contra el suelo). En este caso parece que la valentía de Dora y Lytton está aún tan por encima de la de sus propios defensores que obliga a éstos a presentarlos como unos posibles discapacitados.
miércoles, 11 de enero de 2012
CONTRALOVE FILMS presenta: la fortaleza del perdedor
CLOSER
Podríamos conformarnos con ver closer como la historia de una lucha de amor donde una ingeniosa estrategia hace vencer al héroe sobre el villano. Pero demasiados aspectos de su estructura nos invitan a considerarla algo más que una película romántica y, sobre todo, la agudeza de los textos y acciones de sus personajes nos hacen pensar que en ella está presente un discurso profundo sobre la naturaleza del amor.
Y, si es profundo, difícilmente podrá ser positivo.
Si tuviéramos que contar la anécdota de la historia a alguien que no la haya visto, seguramente haríamos que la tomara por otro relato de amor: El bueno se queda con la chica cuando parecía que la perdía. El malo no sólo es castigado, sino que su propia chica lo abandona dejándolo descubierto y en una devastada situación sentimental. Y, además, te ríes con los diálogos. Entonces tendríamos que añadir que, en realidad, nunca nos ha quedado claro quién es el bueno y, ni siquiera, si los verdaderos protagonistas son los hombres, o tal vez las mujeres, o cuál de las parejas, o si es una historia con cuatro personajes de relevancia narrativa y altura moral equivalentes.
Tendríamos que decir que, aunque suene a final feliz, la historia deja al espectador con una desazón que las lágrimas finales de Anna subrayan evitando toda ambigüedad. Lo que se ha contado es una historia de dolor y, sí, acaba con la consolidación de una de las parejas. Pero el precio ha sido el amor mismo que, definitivamente, es ya imposible para cuatro personajes que, sin embargo, han estado apasionadamente enamorados durante la práctica totalidad del metraje.
Tras la primera media hora tendremos una idea general sobre la personalidad de cada una de las cuatro piezas que se moverán a lo largo de la partida, así como de cuáles van a ser sus propensiones sentimentales y el lugar que éstas les van a otorgar en la jerarquía del grupo. Una vez establecidas dichas reglas se da salida a un enfrentamiento de todos contra todos cuya crueldad nos irá resultando inesperada en individuos tan civilizados y cordiales.
Eso es lo que Closer nos quiere explicar. No hay ninguna guerra de fondo que convierta al amor en un dilema moral, como en Casablanca; ninguna desproporción social entre personajes que enfrente a alguno de ellos al vértigo de asomarse desde las verdaderas alturas asfixiantes del amor de élite, como en Eyes wide Shut o Lunas de Hiel. Aquí sólo hay cuatro personajes con mínimas diferencias de poder, sin más preocupación que conquistar a quien aman y sin más necesidad de ello que la de cualquier individuo en condiciones afectivas normales.
Y, sin embargo, se descuartizan.
Para que eso ocurra, como ocurre en la realidad, sólo es necesario dejar que vicios y virtudes se manifiesten, sin infectar a los personajes del virus de bondad con el que las historias de amor holiwudienses destruyen el realismo de sus personajes a medida que el final se acerca. Las debilidades de los personajes no sólo servirán para justificar su bis cómica. Serán, sobre todo, cargas con las que deberán enfrentarse a las sucesivas etapas de sus relaciones, y puntos débiles que los expondrán al ataque de sus contrincantes.
Lejos del irresponsable prejuicio de que nuestras relaciones son cosa de dos y a nadie más que a nuestra pareja-socio debemos rendir cuentas, la historia nos muestra cómo cada movimiento se transmite de personaje en personaje hasta afectar a todos, y cómo la victoria de cada uno implica siempre la derrota de su pareja y el contraataque del adversario.
Closer es una película de jugadas más que una metáfora general, salvo por lo que tiene de metafórico presentar al amor como un juego real en el que el perdedor lo pierde todo y el ganador pierde a los perdedores como compañeros. No hay espacio aquí para analizar la lógica de cada uno de los lances, pero quiero, al menos, resaltar algún aspecto de la estrategia general del autor.
Cometeríamos un error de simplificación si nos conformáramos con atribuir a Dan la condición de villano. Es cierto que gran parte de la responsabilidad del fracaso de las relaciones iniciadas en la película recae sobre sus acciones (sería interesante analizar cómo identificamos inconscientemente a los villanos por la cantidad de relaciones que hacen fracasar, mecánica que coincide con la intuición de que, en este caso, la villana en la sombra es esa Anna de rostro sufriente a la que nunca atribuiríamos maldad). Dan no es un elemento artificialmente insertado en el ecosistema de personajes para generar conflicto. Dan genera conflicto de modo natural porque es el más poderoso de los cuatro, y su tendencia espontánea es dominarlos a todos, del mismo modo que Larry, su antagonista, se conforma con que alguien, quien sea, acepte estar con él sin engañarle.
Y el acierto definitivo del guión es precisamente atribuir a Larry, depositario de la mínima cantidad de poder del grupo, una capacidad de análisis que le permite subvertir el orden. Al encarnar la racionalidad extrema (hábilmente ocultada por el guionista tras la fachada de un temperamento apasionado), Larry logra prevalecer sobre sus dominadores naturales. No habría logrado esto si la distancia entre los cuatro personajes no hubiera sido mínima, pero, sobre todo, jamás lo habría conseguido sin desenmascarar la impostura del amor. Cuando se ve derrotado por la debilidad que constituye su carácter, directo y sin sofisticación, decide explotar la debilidad de su adversario (la obsesividad) y la de su propia pareja (la mala conciencia) para subyugarlos. Lo que logrará enjaular, claro, no será ya el objeto de su enamoramiento, sino un ser fracasado y vencido, ahora por debajo de él e incapaz de despertar la genuina pasión original.
En este conformismo pragmático se opone a su vez a Alice, el otro personaje representante de la verdad del amor, cuya juventud le permite seguir apostando cada vez desde cero, y entregándose de forma completa en cada apuesta. Pero su condición de estríper en perpetuo cambio de residencia e identidad nos insinúa que su “honestidad” puede ser consecuencia de las circunstancias. Si es que no preferimos verla como un fantasma huidizo, representación del inasequible amor que, al enfrentarse al realismo de Larry, nos muestra, por fin, su rostro de puta.
viernes, 6 de enero de 2012
un amor, todos los amores
Nos van a decir que el amor del que hablamos no es el bueno.
Nos dirán que ya saben que lo que criticamos en las relaciones es así o peor, pero que todo eso se produce porque no amamos de verdad. Por supuesto, conocerán a alguna pareja cuyo verdadero amor sirva de ejemplo para demostrar que su propuesta es posible. Que nos la enseñen. Normalmente irá implícito que de esa pareja ellos podrían ser una mitad.
Quien se refiere al “amar mal” desde la conciencia de amar bien es el peor de los mercachifles, porque no sólo nos vende aquello que de modo menos disimuladamente le beneficia, sino que carece del más mínimo estudio de mercado con el que, al menos, hacer demagogia a un aceptable nivel. Es fácil demostrar a estas personas que son tan malos compañeros como cualquiera que les sirva de ejemplo para establecer una diferencia. Seguramente sólo haya que recordar alguno de esos fracasos sentimentales que atribuyen a la mala suerte en la elección (el contrasentido es mío), e imaginar qué diría la otra persona si tuviéramos la oportunidad de escucharla. Es un recurso cruel, pero es crueldad buena.
En otras ocasiones nos dirán que el auténtico problema es que el amor no debe ser entendido como amor de pareja, que siempre es posesivo y unívoco, sino como amor universal, a todos, al mundo. Nos dirán que, relacionándonos todos a través del amor, que de suyo es desinteresado, infinito y mucho más amplio como concepto que el amor romántico o el amor matrimonial, los conflictos, o no surgen, o acaban siempre por encontrar solución. De nuevo serán ellos mismos, normalmente, su mejor ejemplo, y la modestia (amorosa) les impedirá ilustrarnos con él. Insistamos. Pidamos que nos relaten los casos en que han actuado movidos por un amor más puro. Será fácil descubrir en ese sentimiento la búsqueda de realización personal, de autoafirmación ideológica, de legitimación frente a su o sus parejas o, simple y llanamente, de donación de favores como propuesta, legítima o fraudulenta, de intercambio de los mismos.
Y, por fin, habrá otros que nos digan que el amor no es de este mundo; que el hombre es imperfecto y que nos amamos defectuosamente porque nuestro amor dimana de dios y se deteriora a nuestro contacto. Aquí el tema de la demostración adquiere un carácter particular. Si estas personas aportaran la más minúscula prueba de sus palabras (digamos, el filamento de una pluma que, sometida a análisis genético, se determinara correspondiente al espíritu santo) estaríamos ante un hecho históricamente notable, incluso aunque tuviera que reconocer su condición de excepcionalidad de difícil aplicación universal (con esa escasez de espíritu santo es complicado imaginar que pueda fundamentarse un sistema de relaciones eficaz para todos).
Todas estas alternativas son socioculturalmente triviales. El amor no es todo esto porque, de forma inmensamente mayoritaria, no hablamos de todo esto cuando hablamos de amor amén de que, normalmente, hablamos de todo esto como derivación subordinada a que hablamos de lo otro.
Un análisis cuantitativo nos dará como resultado un porcentaje poco significativo de usos del término amor para referirnos a la leyenda urbana de la pareja feliz, o a la propuesta personal nunca concretada que pretende ser el aval de un individuo e particular. Si acumulamos todas las propuestas individuales tendremos un número respetable de referencias. Pero recordemos que, para que puedan competir por constituir el verdadero significado sociocultural del término “amor”, deberían hablar todas de la misma propuesta y, por definición, ellas se señalan a sí mismas como distintas (único rasgo que en realidad las define y que, paradójicamente, las hace iguales al resto). En cuanto a los otros usos, rarísimamente aparecerá para referirse al sentimiento de armonía cósmica (bueno rollo interestelar), y sólo unos pocos afortunados encontrarán aún quien les hable del amor de dios sin dedicarse profesionalmente o ser marginados sociales que se refugian en el afecto de ese amigo imaginario.
Dos críticas, por tanto, a los que desvían el discurso del amor para salvar su culto. En primer lugar, al abuso de la polisemia para eludir el problema. Quien nos dice que dios debe inspirarnos a la hora de resolver nuestras relaciones sentimentales, o que debemos respetar a nuestra pareja como se respeta un parque natural, o que mantiene un contacto lejano con alguien que conoce de oídas una pareja feliz de la que ha aprendido a hacer feliz a su pareja, todos éstos, están hablando de otras relaciones que, precisamente porque no están espontáneamente presentes en el discurso ciudadano, podemos deducir que, en comparación, sólo nos interesan testimonialmente. Ni quiero entenderme con dios, ni con los elementos, ni mucho menos contigo, podremos contestar. Quiero entenderme con unas personas determinadas que me importan más que las otras tres cosas juntas y de las que, sin embargo, estoy dramáticamente separado.
La segunda crítica no se refiere a la jerarquía sociocultural, sino a la ontológica. Yo ignoro si, en algún momento, el ser humano necesitó más amar a dios que a los otros seres humanos, o si alguna sociedad necesito o necesita más amar a la naturaleza que a sus congéneres (aunque dudo mucho ambas cosas). De lo que estoy seguro es de que hoy día la polisemia del amor brota del concepto de amor romántico-matrimonial, y la prueba cualitativa es que todos los amores no son, al final, otra cosa que afectos exaltados con la función de conducir al individuo a un acto de entrega insensata. Nuevos guiones ciegos, en definitiva. Eso sí, al lado de la gran película del amor, apenas cortometrajes chuscos.
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