lunes, 8 de enero de 2018

no te contesto porque no quiero.


Me dice una amiga que por qué he publicado la comparación entre agamia y anarquía relacional, que qué ganas de forzar la distinción entre dos cosas prácticamente iguales, que ella no ve diferencias. Que a la hora de la verdad sólo cambia el nombre.

Le digo que yo no entiendo cómo puede confundirlas. Que por más que he buscado, no encuentro en qué se parecen.

-¿Tú distingues a una persona ágama de una anarquista relacional? -me pregunta.

-¿Quieres decir que si las distingo por la cara?

-No, por la cara no.

-¿Por la ropa? ¿Si una es más “alternativa” que la otra, o algo así?

-Quiero decir que si distingues lo que hacen. Que al final hacen lo mismo. Ves que se relacionan sin formar parejas y ya está.

-Ah! Quieres decir que no hay una marca social, una insignia, como un anillo de matrimonio que diga “esta persona y yo somos pareja, así que somos monógamxs”.

-¿Por qué no quieres entender lo que digo? A veces pienso que la agamia se construye así, a base de no escuchar a nadie y creer que todo lo descubrís vosotrxs.

-Lo estoy intentando. Y creo que hay una parte de lo que dices que sí he entendido. Es eso de que no ves ninguna diferencia. Eso lo entiendo, en un sentido empático. Puedo, digamos, ponerme en tu lugar, mirar desde tus ojos, y coincidir contigo en que no aprecio diferencia alguna. Pero hay otra parte que no llego a entender. Me refiero a qué diferencia buscas. Intento descubrir, una vez en tu conciencia, ya que estoy ahí, de dónde viene tu perplejidad. Qué echas de menos. Por qué esperas encontrar esa diferencia perceptible a la vista. Es ahí donde fracaso. Y por eso te pregunto.

-Bueno, pues aunque no sea a simple vista, alguna diferencia habrá, ¿no? Porque si no hay diferencia, es que son lo mismo. Lógica simple.

-Me gusta que hables de lógica.

-Ah, ¿sí?

-Si. Cuando lo haces me llega un eco lejano de la Grecia clásica, como un levísimo aroma, casi indistinguible.

-Pues muy bien.

-¿Oyes el ruido de fondo de la ciudad? Es como si tu referencia a la lógica revelara en él restos de la voz de Aristóteles mientras cantaba en el baño con su característica precisión.

-¡Genial! ¿Ese misógino?

-Ese misógino.

-Precioso. Pero no me contestas. ¿Cuál es la diferencia?

-Ya te lo he dicho. Todas. Casi diría que no hay posición alguna de la agamia que la anarquía relacional comparta. Las personas ágamas no formamos parejas.

-Las personas anarcorrelacionales tampoco, aunque, eso sí, no las rechazamos. Yo no tengo pareja, por ejemplo. Como tú. Me relaciono mediante una red de amores.

-Yo no me relaciono mediante una red de amores, te lo aseguro.

-Pues algún tipo de red formarás. Por muy frío que seas tendrás que relacionarte de algún modo, incluso estoy segura de que desarrollas sentimientos hacia la gente. ¿Las personas ágamas estáis completamente desconectadas de lxs demás?

-Veo que empiezas a establecer una cierta diferenciación por ti misma.

-Sólo por lo que dices, que es que reprimís el amor. Sois anarquistas relacionales sin amor. Anarquistas relacionales fríxs. Es como si fuera una anarquía relacional emocionalmente mutilada, como diría Coral Herrera. Bastante próxima al machismo, en ese sentido.

-No reprimimos el amor. Rechazamos el amor. Es muy diferente.

-No entiendo en qué consiste rechazar el amor. El amor es un sentimiento natural. Puedes intentar controlarlo, pero no negarlo. Siempre estará ahí. Si lo rechazas lo reprimes.

-No entiendes el rechazo al amor y no encuentras diferencia entre agamia y anarquía relacional. ¿Has pensando que esa diferencia que tanto echas de menos puede estar en aquello que no entiendes?

-…

-Rechazar el amor no es reprimirlo, sino juzgarlo pernicioso. Como además no somos psicópatas, trabajamos con la insólita idea de que no existe una discontinuidad natural entre razón y emoción, y que las emociones son mucho más susceptibles de alinearse con lo que es razonable que con lo que no lo es. Por eso no reprimimos eso que tú llamas “amor”, sino que éste va perdiendo relevancia entre nuestras emociones hasta que un día nos damos cuenta de que ha dejado de tener ninguna. Encontramos, entonces, que nuestro sistema emocional se ha desplegado en otros sentidos, más ajustados a la realidad, proporcionados con lo verdadero, y adecuados para relacionarnos en armonía. Lo llamamos “madurar”.

-Pues entonces no estoy de acuerdo. No creo que el amor deba dejar de formar parte de nuestras vidas. No veo para nada que eso sea madurar. Creo que madurar es, precisamente, desarrollar tu capacidad de dar amor.

-Da igual. En cualquier caso, el amor no es eso.

-El amor es muchas cosas. Cada persona tiene una definición. Todas son válidas.

-Mira, eso sí es el amor.

-…?

-El amor es una ideología cuyo fin es la formación de parejas mediante la exaltación emocional y el descrédito de la razón. Todas las cosas a las que llamamos “amor” son epifenómenos de esa ideología. Uno de ellos es la aceptación de todas esas cosas contradictorias entre sí como no lo fueran.

-Eso es sólo una definición. Hay muchas más.

-El resto no son definiciones. Son ruido cuyo fin es dificultar el contrastarlas para llegar a una definitiva, única y verdadera.

-¿Quién dice qué es verdadero? ¿Tú?

-La agamia.

-¿¡¡Perdón!!?

-De entre todas las ideologías relacionales, la agamia es la única que se construye sobre las bases inalienables del discurso. Es la única que reconoce las categorías “verdadero/falso”. Por eso es la única que puede aspirar a establecer fundamentos verdaderos o a aproximarse progresivamente a ellos.

-Fascismo patriarcal.

-No puedo refutarte. Al no reconocer la capacidad de realizar afirmaciones verdaderas, tu afirmación no se ofrece a sí misma como verdadera y, en esas condiciones, carece por completo de valor. No es, en realidad, una afirmación. Es poco más que una sucesión aleatoria de palabras; una construcción lingüística residual. No puedo refutarte porque no has dicho nada.

-¿Se supone, entonces, que no puedo hablar?

-Eso es. Al negar los principios inalienables del diálogo te has salido de él. Desde fuera tus construcciones no constituyen participación. Eres como una niña que jugara con piezas de ajedrez sin ponerlas en el tablero. Dices, “me como el caballo”, pero eso no significa nada más allá de una fantasía subjetiva y efímera. Ése es el sentido en el que no puedes hablar. No porque yo te lo prohíba o te lo deje de prohibir, sino porque has renunciado a tu voz. Careces de la facultad de hablar. A mí, en realidad, me gustaría que hablaras. Pero tengo que resignarme, qué le voy a hacer.
-Puedes quedarte con tu diálogo porque, ¿sabes una cosa? Me queda el amor.

-Yo diría más bien que eres tú lo que le quedas a él. Él es el que se aprovecha de ti y él es el que te ha silenciado. A ti y a todos los modelos relacionales que lo reconocen como guía. Pero, entre ellos, la anarquía relacional es su hija predilecta, porque si todos los anteriores tenían alguna limitación a la hora de integrar conductas, la anarquía relacional se caracteriza, ante todo, porque cualquier cosa cabe en ella. A imitación del capitalismo, es sólo una idea concebida para sobrevivir, para adaptarse con flexibilidad indiscriminada a las demandas relacionales que surgen a su paso, para no encontrar ningún obstáculo. Es, por lo tanto, el traje perfecto para el amor y su infinita indefinición; el camuflaje definitivo. Por eso no encuentras ninguna diferencia con la agamia. Tampoco la encontrarías con la monogamia ni con el poliamor. La ar es el vestido consistente, sólo y exclusivamente, en la sugestión continua de que hay un vestido. Dicho de otra manera, la anarquía relacional sería el modelo nacido con la vocación única de tapar las vergüenzas al amor. Pero el emperador está desnudo. Ésa es una afirmación típicamente ágama. Y es verdadera.

-Podría contestarte, pero prefiero no hacerlo.

-Lo de la libertad de elección te lo cuento otro día. Te va a gustar, porque es un spin-off, y me consta que tú eres de series.




martes, 2 de enero de 2018

CONTRALOVE FILMS presenta: poseer por anticipado.


No recuerdo una sola animación de Bill Plympton que no merezca la pena en algún sentido, pero cuando supe que su “técnica” era ponerse delante de una enorme pila de hojas en blanco e ir dibujando un fotograma tras otro hasta dar vida a una historia, mi admiración por él se disparó. 

Plympton ha realizado así largometrajes completos, con evidentes defectos pero con deslumbrantes virtudes, mucho más interesantes, sin duda, que la inmensa mayoría de los blockbusters de cualquier saga.


HOW TO KISS (cómo besar)

How to Kiss ni siquiera es un largometraje, pero en sus seis minutos y medio encontramos irreverencia suficiente como para ganarse sobrada cabida en esta sección. Vedlo antes, si queréis, porque vais a pasar un buen rato. Después hablamos.

pincha en la imagen para ver el vídeo

Decimos que el sexo es el sacramento del gamos. El sexo “completo”, de formato reproductivo, es el que realiza la pertenencia recíproca con herencia patriarcal (es decir, que ambxs sujetos pasan a pertenecerse mutuamente, pero una pertenece mucho más que el otro). Comprobamos esto al constatar la carga transformadora que una relación sexual tiene para una relación. Tras el sexo ha pasado algo que no puede haber sido el sexo mismo sino que tiene que haber sido aquello que el sexo significa.

Pero la ceremonia sexual no está aislada, sino rodeada de protocolos que encauzan su validez. Y, entre ellos, el beso ocupa un lugar destacado. El primer beso de la pareja, se entiende.

Si la penetración equivale al matrimonio, el beso corresponde al compromiso. Un compromiso constituye una cuenta atrás para el matrimonio, lo implica, salvo que algo inesperado sobrevenga, y lo adelanta en muchas de sus formas (conductas, derechos, obligaciones…). De ese mismo modo un beso es una cuenta atrás para el coito. El beso cruza la barrera de la aceptación sexual completa, no quedando entre una y otra nada que no sean preparativos y el tiempo necesario para ellos. Es, literalmente, in ticket para follar, a consumirse en una fecha que, normalmente, viene ya dada por las circunstancias.

Es por esta razón que el sometimiento sexual se desplaza de una manera muy significativa hacia el beso. El adelanto de la objetualización sexual es objetualización por adelantado. Si el sexo conlleva sometimiento, el beso conllevará sometimiento también, con todo el absurdo que implica realizarlo como si fuera una acción que produce placer sensible cuando, en realidad, está produciendo placer de logro.

En la acción de besar, por lo tanto, el pacer está subordinado a la posesión, si es que existe en absoluto.

Y aquí es donde How to Kiss se convierte en la ilustración que muchas veces necesitamos para terminar de ver hasta qué punto esto que hacemos con el sexo es algo que sobrepasa sobradamente el ridículo para caer, por lo menos, en lo siniestro.

Mientras oímos el almibarado texto de un catálogo pretendidamente instructivo sobre las modalidades de beso más características, las imágenes nos muestran la realización aspiracional, e imposible, de esos besos. El texto, erótico-romántico, deambula estereotipadamente entre lo contradictorio, lo tierno y lo prohibido. En paralelo, las imágenes nos muestran el símbolo posesivo realizado en todo su esplendor. Con resultados, claro, espeluznantes.

Son nueve las formas de besar de cuya realización perfecta y acabada podemos disfrutar en las imágenes. Todas ellas constituyen, como no podía ser de otra manera, una estrategia de objetualización que pasa por placentera y que, en la mayoría de los casos, nos sonará familiar. En las manos de Plympton esa estrategia se lleva a sus últimas consecuencias, y el sueño cumplido se revela como una pesadilla infinitamente lejana del discurso con que la acompañamos para justificarla ante nuestros propios ojos.