Me dice una amiga que por qué he publicado la comparación entre agamia y anarquía relacional, que qué ganas de forzar la distinción entre
dos cosas prácticamente iguales, que ella no ve diferencias. Que a la hora de
la verdad sólo cambia el nombre.
Le digo que yo no entiendo cómo puede confundirlas. Que por
más que he buscado, no encuentro en qué se parecen.
-¿Tú distingues a una persona ágama de una anarquista
relacional? -me pregunta.
-¿Quieres decir que si las distingo por la cara?
-No, por la cara no.
-¿Por la ropa? ¿Si una es más “alternativa” que la otra, o algo
así?
-Quiero decir que si distingues lo que hacen. Que al final
hacen lo mismo. Ves que se relacionan sin formar parejas y ya está.
-Ah! Quieres decir que no hay una marca social, una insignia,
como un anillo de matrimonio que diga “esta persona y yo somos pareja, así que
somos monógamxs”.
-¿Por qué no quieres entender lo que digo? A veces pienso
que la agamia se construye así, a base de no escuchar a nadie y creer que todo
lo descubrís vosotrxs.
-Lo estoy intentando. Y creo que hay una parte de lo que
dices que sí he entendido. Es eso de que no ves ninguna diferencia. Eso lo
entiendo, en un sentido empático. Puedo, digamos, ponerme en tu lugar, mirar
desde tus ojos, y coincidir contigo en que no aprecio diferencia alguna. Pero
hay otra parte que no llego a entender. Me refiero a qué diferencia buscas.
Intento descubrir, una vez en tu conciencia, ya que estoy ahí, de dónde viene
tu perplejidad. Qué echas de menos. Por qué esperas encontrar esa diferencia
perceptible a la vista. Es ahí donde fracaso. Y por eso te pregunto.
-Bueno, pues aunque no sea a simple vista, alguna diferencia
habrá, ¿no? Porque si no hay diferencia, es que son lo mismo. Lógica simple.
-Me gusta que hables de lógica.
-Ah, ¿sí?
-Si. Cuando lo haces me llega un eco lejano de la Grecia clásica, como un levísimo aroma, casi indistinguible.
-Pues muy bien.
-¿Oyes el ruido de fondo de la ciudad? Es como si tu
referencia a la lógica revelara en él restos de la voz de Aristóteles mientras
cantaba en el baño con su característica precisión.
-¡Genial! ¿Ese misógino?
-Ese misógino.
-Precioso. Pero no me contestas. ¿Cuál es la diferencia?
-Ya te lo he dicho. Todas. Casi diría que no hay posición
alguna de la agamia que la anarquía relacional comparta. Las personas ágamas no
formamos parejas.
-Las personas anarcorrelacionales tampoco, aunque, eso sí,
no las rechazamos. Yo no tengo pareja, por ejemplo. Como tú. Me relaciono
mediante una red de amores.
-Yo no me relaciono mediante una red de amores, te lo
aseguro.
-Pues algún tipo de red formarás. Por muy frío que seas
tendrás que relacionarte de algún modo, incluso estoy segura de que desarrollas
sentimientos hacia la gente. ¿Las personas ágamas estáis completamente
desconectadas de lxs demás?
-Veo que empiezas a establecer una cierta diferenciación por
ti misma.
-Sólo por lo que dices, que es que reprimís el amor. Sois
anarquistas relacionales sin amor. Anarquistas relacionales fríxs. Es como si
fuera una anarquía relacional emocionalmente mutilada, como diría Coral
Herrera. Bastante próxima al machismo, en ese sentido.
-No reprimimos el amor. Rechazamos el amor. Es muy
diferente.
-No entiendo en qué consiste rechazar el amor. El amor es un
sentimiento natural. Puedes intentar controlarlo, pero no negarlo. Siempre
estará ahí. Si lo rechazas lo reprimes.
-No entiendes el rechazo al amor y no encuentras diferencia
entre agamia y anarquía relacional. ¿Has pensando que esa diferencia que tanto
echas de menos puede estar en aquello que no entiendes?
-…
-Rechazar el amor no es reprimirlo, sino juzgarlo pernicioso.
Como además no somos psicópatas, trabajamos con la insólita idea de que no
existe una discontinuidad natural entre razón y emoción, y que las emociones
son mucho más susceptibles de alinearse con lo que es razonable que con lo que
no lo es. Por eso no reprimimos eso que tú llamas “amor”, sino que éste va
perdiendo relevancia entre nuestras emociones hasta que un día nos damos cuenta
de que ha dejado de tener ninguna. Encontramos, entonces, que nuestro sistema
emocional se ha desplegado en otros sentidos, más ajustados a la realidad,
proporcionados con lo verdadero, y adecuados para relacionarnos en armonía. Lo
llamamos “madurar”.
-Pues entonces no estoy de acuerdo. No creo que el amor deba
dejar de formar parte de nuestras vidas. No veo para nada que eso sea madurar.
Creo que madurar es, precisamente, desarrollar tu capacidad de dar amor.
-Da igual. En cualquier caso, el amor no es eso.
-El amor es muchas cosas. Cada persona tiene una definición.
Todas son válidas.
-Mira, eso sí es el amor.
-…?
-El amor es una ideología cuyo fin es la formación de
parejas mediante la exaltación emocional y el descrédito de la razón. Todas las
cosas a las que llamamos “amor” son epifenómenos de esa ideología. Uno de ellos
es la aceptación de todas esas cosas contradictorias entre sí como no lo
fueran.
-Eso es sólo una definición. Hay muchas más.
-El resto no son definiciones. Son ruido cuyo fin es
dificultar el contrastarlas para llegar a una definitiva, única y verdadera.
-¿Quién dice qué es verdadero? ¿Tú?
-La agamia.
-¿¡¡Perdón!!?
-De entre todas las ideologías relacionales, la agamia es la
única que se construye sobre las bases inalienables del discurso. Es la única
que reconoce las categorías “verdadero/falso”. Por eso es la única que puede
aspirar a establecer fundamentos verdaderos o a aproximarse progresivamente a
ellos.
-Fascismo patriarcal.
-No puedo refutarte. Al no reconocer la capacidad de
realizar afirmaciones verdaderas, tu afirmación no se ofrece a sí misma como
verdadera y, en esas condiciones, carece por completo de valor. No es, en
realidad, una afirmación. Es poco más que una sucesión aleatoria de palabras; una
construcción lingüística residual. No puedo refutarte porque no has dicho nada.
-¿Se supone, entonces, que no puedo hablar?
-Eso es. Al negar los principios inalienables del diálogo te
has salido de él. Desde fuera tus construcciones no constituyen participación.
Eres como una niña que jugara con piezas de ajedrez sin ponerlas en el tablero.
Dices, “me como el caballo”, pero eso no significa nada más allá de una
fantasía subjetiva y efímera. Ése es el sentido en el que no puedes hablar. No
porque yo te lo prohíba o te lo deje de prohibir, sino porque has renunciado a
tu voz. Careces de la facultad de hablar. A mí, en realidad, me gustaría que
hablaras. Pero tengo que resignarme, qué le voy a hacer.
-Puedes quedarte con tu diálogo porque, ¿sabes una cosa? Me
queda el amor.
-Yo diría más bien que eres tú lo que le quedas a él. Él es
el que se aprovecha de ti y él es el que te ha silenciado. A ti y a todos los
modelos relacionales que lo reconocen como guía. Pero, entre ellos, la anarquía
relacional es su hija predilecta, porque si todos los anteriores tenían alguna
limitación a la hora de integrar conductas, la anarquía relacional se
caracteriza, ante todo, porque cualquier cosa cabe en ella. A imitación del
capitalismo, es sólo una idea concebida para sobrevivir, para adaptarse con
flexibilidad indiscriminada a las demandas relacionales que surgen a su paso,
para no encontrar ningún obstáculo. Es, por lo tanto, el traje perfecto para el
amor y su infinita indefinición; el camuflaje definitivo. Por eso no encuentras
ninguna diferencia con la agamia. Tampoco la encontrarías con la monogamia ni
con el poliamor. La ar es el vestido consistente, sólo y exclusivamente, en la
sugestión continua de que hay un vestido. Dicho de otra manera, la anarquía
relacional sería el modelo nacido con la vocación única de tapar las vergüenzas
al amor. Pero el emperador está desnudo. Ésa es una afirmación típicamente
ágama. Y es verdadera.
-Podría contestarte, pero prefiero no hacerlo.
-Lo de la libertad de elección te lo cuento otro día. Te va a gustar, porque es un spin-off, y me consta que tú eres de series.