lunes, 23 de abril de 2012

¿qué es un guapo? y PARTE II



Simetría. Sabemos que nuestro cuerpo esta dividido por un eje vertical imaginario a cada uno de cuyos lados debería aparecer más o menos lo mismo. Cada vez que la simetría desaparezca de manera sensible leeremos el mensaje “cuerpo defectuoso”, que lo hará entrar en la categoría de “feo”. Poco importará que dicha fealdad conlleve alguna limitación o pérdida de utilidad, y menos aún que contenga algún significado moral, ya que entenderemos que la asimetría es indicio de que los conlleva y, sobre todo, de que es percibido por otros como conllevándolos. Esta condición para la belleza ve refutada su necesidad en aquellos rasgos que no entendemos que deban ser biológicamente simétricos, como los lunares o la colocación del pelo.

             Es necesario que la boca sea simétrica y no que lo sea el peinado, y la única razón para ello es que         atribuimos defecto a lo primero y no a lo segundo.

Analicemos la conclusión a extraer. Si la causa de percibir la falta de simetría como fealdad es el defecto que atribuimos, entonces no nos queda más remedio que determinar la importancia de dicho defecto (que puede no existir) para juzgar la pérdida de belleza consecuente con la pérdida de simetría. Si la razón, sin embargo, es la eficacia formal de la simetría, la belleza en sí de la misma, entonces todo deberá ser simétrico, especialmente aquello cuya simetría depende de nosotros (pues a ésta irá añadido como valor extra el buen gusto de que la busquemos allí donde nos es posible hacerlo). Si, por último, lo ideal es una combinación entre lo simétrico y lo irregular, ¿qué importa cual sea el rasgo irregular? ¿No deberá, quien tiene una mancha de pigmentación asimétrica, utilizarla como generadora de ritmos formales en combinación con elementos simétricos, en vez de ocultar su existencia?

Con respecto a los rasgos faciales, nadie duda de que los principales a la hora de determinar la belleza son la boca y los ojos. Nos importan las orejas, pero mucho menos, y es siempre opinable en qué consiste una hermosa nariz. Sin embargo, los ojos y la boca deberán ser grandes y llenos de vida. No hay más razón para ello que el hecho sencillo de que son los encargados de generar lenguaje. Nada en todo nuestro rostro tiene la capacidad de emitir mensajes que poseen estos dos rasgos, convertidos así en los embajadores de nuestra personalidad, de nuestro trato con los otros, y es según la predisposición y la eficacia de ambos que seremos considerados guapos o feos.

Los defectos de cualquier clase son en sí el significado de un fallo en la calidad del producto, y juzgamos poco si el fallo implica una verdadera pérdida de prestaciones o sólo su apariencia. No conocemos el producto en sí, y nos conformamos con no aceptar la imperfección de fábrica. Fallo es fallo, y es feo, ya sea una mancha de pigmentación, una infrecuente cantidad de pelo o una discapacidad intelectual, porque siempre será peor que ausencia de fallo. Entre ellos he destacado el adquirido de la obesidad y el sobrevenido de la vejez. Que el primero es íntegramente dependiente de los significados “salud” y “opulencia” es un hecho ya conocido. Allí donde la opulencia se sobreentiende, la salud como generadora de cuerpos atléticos desplaza la belleza hacia una minimización extrema de la grasa corporal. Pero, donde no está claro que se pueda comer siempre, el margen de tolerancia estético se amplia hasta una presencia de grasa notablemente mayor. En cuanto a la vejez, nuestra cultura no oculta el paralelismo entre fertilidad y belleza. Hoy, que la edad fértil de la mujer ha aumentado en algunos años, también lo ha hecho la consideración hacia lo que se valora como un aspecto físico bello. Carecemos de la capacidad de apreciar belleza allí donde la pérdida de aptitudes físicas, entre las que la fertilidad es clave, ha tenido, gracias a la madurez, la oportunidad de ser remplazada por experiencia y evoluciones del carácter que permiten una mejora sustancial de las relaciones. Si no apreciamos belleza allí donde deberíamos apreciar capacidad para hacernos felices es porque el cánon de la fertilidad, es decir, la cultura de la pareja como estructura cuya finalidad es la procreación, ha perdurado hasta hoy desde el principio de los tiempos.

En cuanto a la belleza de género, resulta obvio el vínculo entre su atribución y el rol de género que se espera que el individuo desempeñe. El hombre será fuerte y grande, porque en una cultura patriarcal debe dominar y dar protección. La mujer tendrá como atributos más atractivos aquellos cuyo acceso ha sido prohibido y que representan su condición de madre.
Encontramos, me temo, pocas casualidades en la formación del canon de belleza. No hay en él otra cosa que la representación visual de un conjunto de expectativas sobre la pareja de la que esperamos disponer. Pero nuestras expectativas son prácticamente inconscientes y asumidas de modo acrítico. Aceptamos apreciar el aspecto que refleja un deseo no coincidente con lo que desearíamos si nos planteáramos qué nos es más favorable desear. Y apreciándolo así alimentamos, en mayor o menos medida, nuestra entrega a un modelo que rechazaríamos si dispusiéramos de libertad para elegirlo. Obligamos, además, a que otros constituyan ese modelo si quieren ser elegidos por nosotros.

El caso es que esa libertad para elegir el modelo que queremos sentir como bello no parece tan lejana cuando distinguimos el vínculo entre la belleza y sus funciones. Sólo nos distancia de ver belleza en otro lugar tener una idea sobre qué nos gustaría que ejerciera sobre nosotros el atractivo de lo bello, en vez de aquello que, hoy, nos ata a virtudes tan destructivas. Eso, y ver reforzada nuestra opinión mediante el reconocimiento de la misma belleza en nosotros. En menos palabras: intercambiar amor por bien.

jueves, 12 de abril de 2012

amor. APÉNDICE. los extremos de la pirámide (II). extremo inferior: lxs parias


             La existencia del estrato que me dispongo a describir es seguramente el mejor argumento posible en contra de la filosofía del amor. Mientras dicha filosofía tenga complicidad en su reproducción, cualquier defensa de la misma en virtud de razones éticas no merecerá ser contestada.

             Por “paria del amor” se ententederá a quienes representan el antimodelo amoroso, tanto en sus valores reconocidos de carácter y belleza, como en el no reconocido del poder. Convenida la objetividad del valor eróticosentimental de cada individuo, localizamos en ellos a quienes se aproximan a un valor cero, despreciable, constituyendo así la última opción. El paria está, por tanto, en el límite de la elegibilidad, viviendo la experiencia de no ser preferido nunca o sólo en situaciones de precariedad extrema, y siempre que no haya otro individuo por el que optar, salvo si se trata de otro paria. El paria vive las relaciones, si es que las vive, cualesquiera que sean, como acontecimientos determinantes en su vida en torno a los que debe girar el resto de la misma. Mucho más allá de lo que considera un enamorado que el amor le condiciona, para el paria no hay elección posible, y cualquier relación debe ser tratada como definitiva. El paria carece de todo lo que nuestra cultura abandona al control del amor. Como privación directa, en su vida no hay afecto íntimo, ni vida sexual, ni más familia que la construida a la desesperada. De estas privaciones se derivan otras muchas: la pérdida profunda de la autoestima, la de la energía sexual (si es que existe como algo más que una consecuencia de la autoestima), el prestigio derivado de la exhibición de la pareja, y las posibilidades de desplazamiento de clase a que da acceso el valor eróticosentimental propio. A esta gravísima situación personal, que debe ser entendida como marginación, hay que añadir la falta de identificación de dicha marginación. El paria del amor no es reconocido como tal en su entorno, ni siquiera si él lo exige, ni son, por supuesto, entendidas sus miserias. Lo más frecuente es que él mismo no sea capaz de identificar su situación como marginal, aumentando la exposición a interpretaciones perjudiciales y autodestructivas, así como a somatizaciones patológicas.

             Si el amor es competencia por la mejor pareja eróticosentimental posible con el fin socioestructural de formar una familia y condicionar su situación económica para anular su militancia ciudadana, necesariamente habrá, por debajo de aquellos individuos que alcanzan el exiguo éxito de quedar así atados, un cuerpo de rechazados cuya función será aportar al piso proletario, objeto principal de la filosofía del amor, un triunfo comparativo. Gracias a éste piso de parias, el proletario se verá motivado a conservar el sistema y sentirse satisfactoriamente engañado por la filosofía del amor. Se resignará así, dentro de ella, a una suerte mediocre.

             Cada uno de los obreros monógamos podrá conformarse ante su fracaso en el acceso al verdadero objeto de deseo al mirar atrás y constatar el cuerpo de rechazados que queda a sus espaldas. Tan vivamente necesitan de lo que parece un trivial consuelo, que devienen incapaces de apreciar las condiciones existenciales de este grupo. Esta paradoja puede adquirir realce si se compara con la sensibilización que producen las diferencias económicas. Para cualquier sociedad ha constituido una fuente de remordimiento la existencia de la mendicidad. Junto con cierta atribución de culpa, el mendigo siempre ha sido objeto de empatía y despertado diversas formas más o menos honestas de solidaridad que el resto de la sociedad ha considerado su obligación. Nada ha ocultado nunca la condición desgraciada del indigente.

             Sin embargo, los parias del amor son vistos sólo desde la perspectiva del objeto de rechazo y, por añadidura, del triunfo personal frente a, al manos, alguien. El principio fundamental de la filosofía del amor según el cual las personas se unen a partir de razones incognoscibles que garantizan la correspondencia amorosa por parte de alguien para cada cual, resumido en la imagen de la media naranja, ejerce de refugio para el natural conflicto moral que constituye el disfrute de un bien necesario allí donde otros carecen de él. Imaginemos lo grotesco que sería aplicar el mismo principio a la indigencia. Debería adoptar enunciados tan inconsistentes como “el indigente lo es porque todavía no ha encontrado su riqueza” o “es su forma personal de riqueza la que le hace feliz”. Y, a pesar de todo, no vivimos en alerta contra su exclusión. ¿Cómo podríamos soportarla? ¿Cómo podríamos vivir en pareja recordando, gracias a la marginación que ejercemos sobre los parias, la que los estratos superiores ejercen sobre nosotros? ¿Cómo soportaríamos la idea de que sólo nos quiere quien ha sido despreciado por el resto? ¿Cómo podríamos hacer soportar esa misma idea a nuestra pareja?

domingo, 8 de abril de 2012

¿qué es un guapo? PARTE I

 

Es una fastidiosa noticia descubrir que tenemos que responsabilizarnos de nuestros sentimientos amorosos, nosotrxs, que pensábamos que la naturaleza nos lo daba todo juzgado. Queremos a quien tiene poder, en su defecto a quien es guapx y, en el lamentable extremo de que también falte esto, a quien pueda unx soportar. Eso significa que, lejos de ser una fuente de integración social, el amor acentúa las diferencias dando protección afectiva a quien ya está protegidx, y desprotegiendo a quien partía de no tener nada. Amar sin más significa, por tanto, aumentar la injusticia. Vaya panorama.



             Pero, ¿qué se puede hacer? Amamos a quien amamos y suficientes problemas nos provoca a nosotros como para, además, encargarnos de los que les provoque a terceros. Amar es físico, o químico, o místico o energético y, sea bueno o malo, pocas medidas podemos tomar para evitarlo o provocarlo. Como es bien sabido, lo único que se puede hacer con el amor es aprender a detectarlo, porque si entendemos bien el mensaje de nuestro corazón y nos dejamos llevar por él, todo lo demás funcionará solo. Es duro, ahora lo comprendemos, marginar sistemáticamente. Es cruel querer a quien ha nacido con la estrella de ser queridx sin mérito alguno más, sí, e ignorar a quien en realidad merece nuestro afecto. Pero esto no cambia nada. Si pudiera cambiarse algo… pero no.

             Anda que si se pudiera…




             Esta entrada no tiene como objetivo exponer en toda su amplitud una teoría del gusto alternativa a la que el amor postula para sí mismo, pero sí enunciarla (aunque mejor sería decir “recordarla”) y justificarla mediante un ejemplo urgente. Ya hemos visto que el aprecio por la belleza nos conduce al afecto del amor y, con él, casi irremisiblemente a la atribución de virtudes éticas. Pero a la hora de determinar qué es lo bello podríamos sustituir la idea de que existe un canon universal con matices personales por la idea de que el gusto es educado según la ideología predominante, y que distinguimos como bello aquello a lo que atribuimos consciente o inconcientemente algún tipo de virtud.

             ¿Cabe analizar nuestro canon de belleza desde la perspectiva de la utilidad? ¿Es posible que quien nos parezca guapo y, por tanto, digno de entrar en consideración para ser amado, nos lo esté resultando por presentar algún tipo de virtud que entendemos fundamental para convertirse en pareja? ¿Es posible que juzgando el significado de los rasgos, y no su belleza, quepa no sólo redefinir el canon sino experimentar su atractivo sensible? Procedamos paso a paso.

             Para descomponer el canon debemos distinguir aquellos rasgos que son comunes a la construcción de ambos géneros de los que construyen cada uno por separado. Entre los primeros se encuentran la simetría general, junto con otras virtudes formales simples, el tamaño mediano o grande de las facciones expresivas, la ausencia de defectos, carencias, ya sean congénitxs o adquiridxs (entre los que se encuentran la obesidad y la vejez), y, por último, la presentación de todo ello como atractivo, virtud que propongo denominar “enfoque”.

             Entre los rasgos de género existe apenas consenso, salvo en aquellos que hacen destacar de modo más elemental el rol de género, esto es, pronunciamiento de los órganos maternales en la mujer y rasgos que reflejan poder físico en el hombre, como estatura y fuerza muscular. En un segundo plano de importancia (y también de consenso) se situarían aquellos rasgos que refuerzan la diferenciación (angulosidad masculina, redondez femenina, etc.).

             La segunda parte de esta entrada estará dedicada a analizar el significado cuya atribución a cada uno de dichos rasgos determina la atracción que ejercen sobre nosotrxs.


viernes, 6 de abril de 2012

CONTRALOVE FILMS presenta: con decirlo ya es verdad.

             LA RODILLA DE CLARA

             Los personajes que estructuran los guiones de Rohmer constituyen en su conjunto un catálogo de imposturas eróticosentimentales fruto de la necesidad de sobrevivir a la inmersión en una cultura amorosa que conduce al individuo a la insatisfacción crónica. Criticado por regodearse en una actitud frívolamente burguesa ante el amor, por mostrarnos una tras otra las formas en que una clase notablemente acomodada esquilma los medios por los que el amor puede ofrecerles algún nuevo y cada vez menos satisfactorio placer, Röhmer ha sufrido, como otros críticos de los pilares que sostienen la cultura familiar, las consecuencias de una interpretación sesgada de su obra cuyo objetivo es la ocultación y desactivación del componente ideológico más desestabilizador de entre los que nos aporta su discurso. Si una simplificación grosera del mensaje del director francés podría enunciarse así: “esta cultura amorosa sólo puede aportar una cierta felicidad en la medida en que se construya sobre la mentira”, el tendencioso enfoque al que nos tienen acostumbrados los críticos más agresivos diría más bien: “el autor ensalza a, y es cómplice de una ociosa clase social cuyo afán por acumular placeres sensuales acaba por convertirlos en defensores y víctimas de un amor degenerado”.

             El mediocre donjuán Jerome aprovecha un encuentro con su vieja amiga escritora para comunicarle sus planes matrimoniales. Ella, consciente de la incompatibilidad de esa decisión con el carácter de él, decide proponerle un juego que él se ve obligado a aceptar si no quiere ser atrapado en una contradicción. ¿Son sus sentimientos lo suficientemente estables y coherentes como para no ser afectados por un juego amoroso? Jerome, que presume de haber resuelto su vida sentimental sin dejar fisura alguna, deberá aceptar la propuesta de intentar seducir a las jóvenes hermanas Laura y Clara, si no quiere delatar, ante su amiga y, sobre todo, ante sí mismo, la fragilidad del amor por su futura esposa.
             En el empeño saldrán a relucir las dos grandes amenazas que el plan de Jerome pretende exorcizar. La interesante Laura, poco más que una niña, pero con una asombrosa madurez, es capaz de alcanzar con Jerome un grado de intimidad y comunicación que entendemos casi inaccesible a su prometida. Clara, más mayor, pero mucho más convencional, despierta en Jerome un deseo sexual mucho más gestionable, pero humillante, en tanto que Clara, sólo una superficial adolescente, ni siquiera se fija en él.


             Laura, enamorada de Jerome, representará el sinsentido sentimental de la monogamia; la perpetua posibilidad del surgimiento de nuevos encuentros plenos de sentido emocional que delaten el absurdo de obligar a nuestra vida sentimental a reducirse a una sola persona. Clara, a quien Jerome desagrada casi hasta la repugnancia (y a quien, debido a su resistencia, conquistará por el dolor, podríamos decir, en oposición a Laura, a quien ha conquistado por el amor), le recordará la amenaza de frustración a la que vive expuesto aquél que no se oculta al mundo mediante el refugio del amor.


             A ambos conflictos dará Jerome tratamiento con un infatigable esfuerzo discursivo mediante el que deformará la realidad hasta el absurdo con el fin de que ésta acabe siempre corroborando el acierto de su opción personal.

             Secuencia tras secuencia vemos a Jerome sentirse morbosamente atraído por todas las mujeres, forzando la sexualización en cada situación, incluidos los encuentros que mantiene con su amiga escritora, mientras pretende convencer a todas ellas, no sólo de que está felizmente retirado, sino de que cualquiera de sus acercamientos está tácitamente consentido por su prometida desde la conciencia de que, en realidad, carecen del profundo significado del amor verdadero.
             A pesar de tanta contradicción, el juego se resolverá a favor de Jerome, experto en engañarse a sí mismo y a quien quiera prestarle oídos, constituyendo con su frágil triunfo la alternativa adulta, única eficaz, al laberinto que el amor nos ofrece. Ésta es, en efecto, según Röhmer, la diferencia entre el adulto y el joven. Éste último no ignora el contenido de la filosofía del amor, accesible al individuo desde la más temprana edad y, en realidad, razonablemente sencillo. El adolescente sabe ya qué es el amor y no se caracterizará por un conocimiento menos exhaustivo de sus reglas. La diferencia estriba en que aún pretenderá resolverlo siguiendo sus normas, y cayendo así preso en las redes de la infelicidad. “Sé que he nacido para ser infeliz, aunque no me lo sienta”, dice la lúcida y coherente Laura, que no ve forma de que un carácter como el suyo, es decir, lúcido y coherente, encuentre jamás solución al conflicto sentimental. Clara, más sencilla e inmersa en las redes del amor sin reflexión abstracta alguna, cae ante los ojos del espectador en diversas desazones sentimentales de las que sólo escapa enganchándose cada vez a un engaño mayor. Ambas viven el amor tal y como éste les pide ser vivido, y carecen aún del agotamiento que ha llevado a Jerome a inventar una quimérica teoría desde la que disponer de alguna esperanza de paz.

             Lejos de invitar a esta pobre solución, Röhmer nos muestra lo humillante de adoptarla. Me arriesgo a afirmar que la última secuencia es el texto en el que, definitivamente, el director se posiciona del lado de la crítica. Apenas Jerome ha concluido su enrevesada explicación de por qué todo lo que ha ocurrido no viene sino a corroborar el acierto de su opción de vida y, triunfante, sale de escena, Clara, fuera ya de la atención de Jerome, cae en un nuevo engaño que desmonta el edificio explicativo de aquél. Pero él está ya lejos, ignorante de cómo la realidad le persigue sin dar respiro a su forzada y fantasiosa verborrea.

martes, 3 de abril de 2012

amor. APÉNDICE. los extremos de la pirámide (I). extremo superior: lo(x?)s dioses.


La pirámide del amor está formada por cuatro grandes plantas básicas, pero sólo dos de ellas, las centrales, son reconocidas por la cultura del amor. Las otras dos, aquellas que constituyen su base y su cúspide, son negadas.

En ellas se pone de manifiesto la tragedia que implica el amor como sistema, y éste encontraría graves dificultades para conservar su poder de convicción si todxs supiéramos qué se esconde tras el bosque.

Los dos pisos visibles, ya descritos, aquellos que corresponden respectivamente a la masa trabajadora del amor y al cuerpo de individuos que la somete, (al que llamaré, desde ahora, “planta policial” en virtud de que hace el trabajo sucio de mantener al cuerpo principal de obreros vigilado y sometido), bajo el eufemismo de “afortunadxs” y “desafortunadxs” en el amor, son el objetivo de la ideología y lxs protagonistas de la película que nos cuenta. Los otros dos son, respectivamente, su razón de ser y su principal víctima.

Es difícil determinar en qué consiste habitar la cúspide de la pirámide. Nosotrxs no habitamos la cúspide, y ya resulta complicado recabar información sobre la planta policial, inmediatamente superior a la nuestra. Tendremos que formarnos una idea deduciendo a partir de las pocas cosas que sabemos sobre ella.

En primer lugar, sabemos quién la habita. Entendido el amor como un bien prioritario, la cúspide de su poder debe estar ocupada por la élite del sistema, es decir, la de la pirámide social, y por la élite del amor, lxs especialistas, los iconos del amor, su representación máxima, que, carentes del poder social de los primeros, son equiparables a ellos si actúan en el terreno que dominan. Si la pirámide del amor es tal, estos individuos lo pueden todo, es decir, tienen acceso a todos los demás miembros de la pirámide o, por decirlo en términos que hagan más hincapié sobre la estratificación, su derecho de pernada es universal.
Podemos aventurar varias conclusiones de la combinación entre esta composición social y su encuentro con el supuesto paraíso del amor. En primer lugar, entendemos que, cuantitativa y cualitativamente, el consumo que hacen del amor será similar al que hacen del resto de las mercancías disponibles en un sistema de fuerte diferencia de clases. En tanto que tienen acceso a todo, usan todo y disponen de todo en la realización de sus deseos y fantasías (Eyes Wide Shut). La prostitución de élite constituye el objeto paradigmático de ese consumo, no siempre bajo la forma de prostitución sino, incluso, de simple sometimiento al poderoso con el objetivo de obtener de él parte de su poder. La prostitución de élite es la mercantilización del objeto universal de deseo, es decir, la conversión del amor platónico en mercancía reconocida. Podemos entender, debido a la subyugadora estructura de la pirámide, que ésta tiende poderosamente a convertir al objeto de nuestro amor platónico en profesionales de la prostitución al servicio de detentadores de los poderes fácticos. Las supuestas verdaderas profesiones de estos modelos de amor serán la tapadera de una prostitución encubierta o, incluso, un medio para su realce como objeto de deseo prostituido. La estrella de la pantalla no se convierte en prostituta; es la gran prostituta la que se convierte en estrella de la pantalla aumentando así su caché como profesional del sexo.

En segundo lugar, podemos suponer que, dado que es aquí donde se produce el encuentro con el objeto original del deseo, es decir, con el amor perfecto (pues son ellOs los que tienen acceso a él), éste rebela por fin todas sus carencias, el vacío sobre el que fue edificado, produciendo distintas formas de frustración y consumo insatisfactorio convulsivo, sólo mitigados por la compensación del triunfo comparativo. El lugar del encuentro del deseo con su satisfacción es propenso a todo tipo de adicciones y sobredosis, pues el amor no sólo es un producto fraudulento cuyo consumo es frustrante cuando se siguen sus instrucciones de uso, sino que se ofrece según las reglas de un mercado estricto y jerarquizante en el que no se accede a lo que se necesita, sino a lo que se puede pagar. La represión es liberada en este nivel de la pirámide, y el individuo se convierte en víctima de la furia de dicha liberación.

Por último, el amor en la cumbre ofrece a la autoestima la tentación de dar sentido a la vida, no sólo en tanto que amor, sino también en tanto que cumbre misma. La confusión entre el negocio de la pareja perfecta y envidiada, y la creencia de la pareja perfecta y envidiada de que son perfectxs y envidiables genera una adicción a la condición de modelo no acorde con la satisfacción que dicha experiencia proporciona. Así, los individuos que habitan la cumbre de la pirámide del amor encuentran en su triunfo amoroso un refugio afectivo distinto al que el amor en teoría ofrece, consistente en la admiración recibida por parte de lxs sometidxs, refugio que los conduce a diversas formas de exhibicionismo, como el sainete amoroso o la novela rosa.

Vemos que los habitantes del olimpo del amor sólo son sus dioses en tanto que inductores de la buena salud de esta ideología, pero no en tanto que paradigma de su bondad. El papel socioestructural del amor, que sirve a sus intereses de clase, los hace también víctimas, privilegiadas, pero amenazadas por peligros a veces más poderosos que los que acechan al resto. Como no podía ser menos, en un sistema social injusto y discriminatorio, el triunfo conlleva la maldición del triunfador como condena que envenena el sabor de la victoria. Esta maldición tiene como forma más universal el descubrimiento del fraude en el objeto de deseo por el que se luchó y sacrificó a los adversarios.

El habitante de la cúspide de la pirámide del amor será presa del vacío que se esconde tras el máximo triunfo en una contienda cuyo contenido era simbólico, es decir, carecía de consecuencias prácticas de eficacia. Presumiblemente desposeído de las herramientas intelectuales necesarias para deconstruir la ideología que ha formado su deseo, se entregará a la persecución desordenada de un verdadero objeto amoroso, inalcanzable ya por inexistente, bajo el aspecto de todo tipo de deformaciones, más o menos monstruosas, del original.