Simetría.
Sabemos que nuestro cuerpo esta dividido por un eje vertical imaginario a cada
uno de cuyos lados debería aparecer más o menos lo mismo. Cada vez que la
simetría desaparezca de manera sensible leeremos el mensaje “cuerpo
defectuoso”, que lo hará entrar en la categoría de “feo”. Poco importará que
dicha fealdad conlleve alguna limitación o pérdida de utilidad, y menos aún que
contenga algún significado moral, ya que entenderemos que la asimetría es
indicio de que los conlleva y, sobre todo, de que es percibido por otros como
conllevándolos. Esta condición para la belleza ve refutada su necesidad en
aquellos rasgos que no entendemos que deban ser biológicamente simétricos, como
los lunares o la colocación del pelo.
Es necesario que la boca sea simétrica y no que lo sea el peinado, y la única razón para ello es que atribuimos defecto a lo primero y no a lo segundo.
Analicemos la conclusión a extraer. Si la causa de percibir la falta de
simetría como fealdad es el defecto que atribuimos, entonces no nos queda más
remedio que determinar la importancia de dicho defecto (que puede no existir)
para juzgar la pérdida de belleza consecuente con la pérdida de simetría. Si la
razón, sin embargo, es la eficacia formal de la simetría, la belleza en sí de
la misma, entonces todo deberá ser simétrico, especialmente aquello cuya simetría depende de nosotros (pues a
ésta irá añadido como valor extra el buen gusto de que la busquemos allí donde
nos es posible hacerlo). Si, por último, lo ideal es una combinación entre lo
simétrico y lo irregular, ¿qué importa cual sea el rasgo irregular? ¿No deberá,
quien tiene una mancha de pigmentación asimétrica, utilizarla como generadora de
ritmos formales en combinación con elementos simétricos, en vez de ocultar su
existencia?
Con respecto a los rasgos
faciales, nadie duda de que los principales a la hora de determinar la
belleza son la boca y los ojos. Nos importan las orejas, pero mucho menos, y es
siempre opinable en qué consiste una hermosa nariz. Sin embargo, los ojos y la
boca deberán ser grandes y llenos de vida. No hay más razón para ello que el
hecho sencillo de que son los encargados de generar lenguaje. Nada en todo
nuestro rostro tiene la capacidad de emitir mensajes que poseen estos dos
rasgos, convertidos así en los embajadores de nuestra personalidad, de nuestro
trato con los otros, y es según la predisposición y la eficacia de ambos que
seremos considerados guapos o feos.
Los defectos de cualquier
clase son en sí el significado de un fallo en la calidad del producto, y
juzgamos poco si el fallo implica una verdadera pérdida de prestaciones o sólo
su apariencia. No conocemos el producto en sí, y nos conformamos con no aceptar
la imperfección de fábrica. Fallo es fallo, y es feo, ya sea una mancha de
pigmentación, una infrecuente cantidad de pelo o una discapacidad intelectual,
porque siempre será peor que ausencia de fallo. Entre ellos he destacado el
adquirido de la obesidad y el sobrevenido de la vejez. Que el primero es
íntegramente dependiente de los significados “salud” y “opulencia” es un hecho
ya conocido. Allí donde la opulencia se sobreentiende, la salud como generadora
de cuerpos atléticos desplaza la belleza hacia una minimización extrema de la
grasa corporal. Pero, donde no está claro que se pueda comer siempre, el margen
de tolerancia estético se amplia hasta una presencia de grasa notablemente
mayor. En cuanto a la vejez, nuestra cultura no oculta el paralelismo entre
fertilidad y belleza. Hoy, que la edad fértil de la mujer ha aumentado en
algunos años, también lo ha hecho la consideración hacia lo que se valora como
un aspecto físico bello. Carecemos de la capacidad de apreciar belleza allí
donde la pérdida de aptitudes físicas, entre las que la fertilidad es clave, ha
tenido, gracias a la madurez, la oportunidad de ser remplazada por experiencia
y evoluciones del carácter que permiten una mejora sustancial de las
relaciones. Si no apreciamos belleza allí donde deberíamos apreciar capacidad
para hacernos felices es porque el cánon de la fertilidad, es decir, la cultura
de la pareja como estructura cuya finalidad es la procreación, ha perdurado
hasta hoy desde el principio de los tiempos.
En cuanto a la belleza de género,
resulta obvio el vínculo entre su atribución y el rol de género que se espera
que el individuo desempeñe. El hombre será fuerte y grande, porque en una
cultura patriarcal debe dominar y dar protección. La mujer tendrá como
atributos más atractivos aquellos cuyo acceso ha sido prohibido y que
representan su condición de madre.
Encontramos, me temo, pocas casualidades en la formación del canon de
belleza. No hay en él otra cosa que la representación visual de un conjunto de
expectativas sobre la pareja de la que esperamos disponer. Pero nuestras
expectativas son prácticamente inconscientes y asumidas de modo acrítico.
Aceptamos apreciar el aspecto que refleja un deseo no coincidente con lo que
desearíamos si nos planteáramos qué nos es más favorable desear. Y apreciándolo
así alimentamos, en mayor o menos medida, nuestra entrega a un modelo que
rechazaríamos si dispusiéramos de libertad para elegirlo. Obligamos, además, a
que otros constituyan ese modelo si quieren ser elegidos por nosotros.
El caso es que esa libertad para elegir el modelo que queremos sentir
como bello no parece tan lejana cuando distinguimos el vínculo entre la belleza
y sus funciones. Sólo nos distancia de ver belleza en otro lugar tener una idea
sobre qué nos gustaría que ejerciera sobre nosotros el atractivo de lo bello,
en vez de aquello que, hoy, nos ata a virtudes tan destructivas. Eso, y ver
reforzada nuestra opinión mediante el reconocimiento de la misma belleza en
nosotros. En menos palabras: intercambiar amor por bien.