El amor no es un sentimiento, ni una experiencia, ni un arte. El amor es la ideología que determina cómo deben ser nuestras relaciones. Y estamos contra él.
2014 nos va a traer una puerta de
salida al punto muerto en que se encuentran nuestras relaciones amorosas. Hace
mucho que este laberinto nos confunde y nos aburre, y si lo seguimos
recorriendo es porque intuimos que quedarnos quietos es todavía peor. El amor
nos desespera, nos atrapa en la carrera tras una zanahoria que sólo probamos de
vez en cuando y que no sirve ya para reponer todas las fuerzas desperdiciadas.
El amor nos obnubila, nos atonta, nos animaliza, nos vuelve triviales y
mezquinos, nos dedica a fines egoístas, vacíos, pequeños, que nos aíslan de
todos porque sólo nos importan a nosotros. El amor nos agota y nos consume,
sólo para conducirnos de nuevo al punto de inicio; para acabar diciendo “me
equivoqué”, “no mereció la pena”, “estoy sola”.
Faltan 48 horas para que nos
podamos quitar los cascos con forma de corazón y descubrir que nuestros
pulmones ya están preparados para respirar en el exterior.
Cuando nos quitemos esos
corazones de la cabeza, esas cabezas con forma de corazón, veremos que no
quedamos decapitados, sino liberados para relacionarnos directamente con el
entorno.
Aparecerán nuestras cabezas
verdaderas, con ojos verdaderos, verdaderas orejas, nariz y boca. La
información llegará cristalina al cerebro y éste procesará un pensamiento que
podrá expresarse sin necesidad de atravesar la membrana distorsionante del
corazón. No serán ya esos mensajes ruidosos, oscuros y homogéneos los que nos
enviemos, esos retumbes, esos ecos rebotantes y siniestros.
Dentro de 48 horas podremos
empezar a balbucear el lenguaje de la comunicación. Eso que los cardiocéfalos
llaman “el lenguaje del corazón”, porque para ellos todo es del corazón, y que,
en realidad, es el lenguaje de todo.
Pensemos qué querremos decirnos.
Preparémonos para decírnoslo todo, porque ahora nos lo vamos a poder decir.
La vista es el guardián del valor social de nuestra experiencia sexual. La vista nos dice si lo que sentimos en el tacto sexual es legítimo o ilegítimo, si debemos sentirnos bien o mal ante una misma experiencia táctil. Descubriremos el verdadero valor de cada una de estas experiencias cuando dejemos de follar con los ojos. A este descubrimiento acompañará la liberación con respecto a los patrones mediáticos de belleza inútil. Pero un mundo descubierto al tacto será un mundo completamente nuevo...
Debemos entender que difícilmente alcanzaremos una paleta de primarios eróticos (valga el paralelismo cromático, ya que el fenómeno del color es, al menos según se conoce, irreductible a componentes del todo primarios) que conviertan el erotismo en una mecánica del placer sensual y, menos aún, del significado a través de dicho placer. Nuestro objetivo no será la reducción hasta lo irreductible, sino hasta lo manejable. Eliminadas las grandes placas de significado, y ejercitada la conciencia en descubrir las relaciones significantes, nos encontraremos en el terreno de un erotismo libre y consciente, es decir, el de una práctica erótica técnica y ética.
Aceptando, por tanto, las limitaciones del modelo explicativo simplificado que persigue encontrar los elementos básicos del erotismo (las experiencias sensuales objetivamente placenteras), adelantamos una conclusión que se revela de sentido común y, sin embargo, resulta ya radicalmente transgresora. El placer erótico está estructurado en torno al tacto, y el placer erótico al que se accede a través del resto de los sentidos es sólo excepcionalmente elemental. Es decir, que la gran mayoría de los placeres eróticos no táctiles están, de algún modo, asociados al tacto o dependen directamente de él.
Sólo desde esta afirmación queda en tela de juicio toda la funcionalidad erótica de la belleza y, especialmente, de la belleza física, del cuerpo bello, del atractivo erótico del cuerpo. Debemos, para empezar a manejarnos en el terreno de lo práctico, llevar a cabo una separación que, si en el futuro resultare haber sido provisional, hoy es urgente. Buscaremos la sensualidad elemental en el tacto, que es como decir en el cuerpo ciego, insensible al aspecto de aquello por lo que es tocado. La función del sentido de la vista es crucial en el reconocimiento, en la denominación específica de aquello indefinido que nos toca, y de lo que sólo recibiríamos un contacto anónimo. Así, podemos aventurar que la función de la vista es la lectura del valor sensual del contacto erótico a experimentar, del que el placer sensual táctil, en sí, es sólo una comprobación. Es la vista la que determina que dos caricias similares son muy diferentemente sensuales según quién posea la mano.
Descubrir la verdadera capacidad de producirnos placer de un contacto, independientemente del valor social de ese contacto, debe ser nuestro objetivo como investigadores eróticos; eliminar este prejuicio, tan rígidamente aprendido que llega a eclipsar la realidad del placer mismo por más que intentemos centrarnos en él. La vista es, como digo, nuestro mecanismo clave de reconocimiento del valor erótico prejuzgado (muy por encima del oído, que actúa como reconocedor una vez que la vista ha atribuido un valor).
Entendemos que, en gastronomía, el papel de la vista es el de anticipar el sabor, de adivinarlo, de reconocerlo en el momento previo a degustarlo a partir de las anteriores degustaciones. Mediante sucesivas experiencias, la vista corrige sus expectativas, ajustándolas cada vez más a la realidad de la experiencia gustativa. Del aspecto de la fruta se espera discernir su dulzor como una traducción entre los lenguajes de los distintos sentidos, y será la mirada más experta la que pueda establecer expectativas más realistas. No sucede así en el sexo. Un cuerpo musculoso o depilado no genera la expectativa de caricias más placenteras. La satisfacción sexual que se le atribuye es la de la posesión misma, es decir, la del acto simbólico, no sensorial, que la vista contribuye a determinar. La discrepancia entre la expectativa creada por la vista y el placer producido por el tacto no será siquiera interpretada como un error técnico en la atribución, sino como un defecto paralelo, de la misma categoría. Se es guapo pero torpe o feo pero hábil, como si la belleza de por sí tuviera alguna otra función erótica que no fuera la de determinar el valor social del triunfo obtenido mediante la posesión; como si la belleza no fuera el marketing del producto erótico, y la insatisfacción de la expectativa creada no fuera simplemente un fraude.
Tendría sentido, aunque tal vez algo extravagante, que la capacidad de producir experiencias eróticas placenteras pudiera revestirse de indicadores visuales que se reconocieran como auténticas promesas de placer, o que la práctica nos proporcionara el descubrimiento de indicadores certeros. Mientras no sea así, la belleza nada tendrá que ver con el placer erógeno, y mucho, sin embargo, con el marketing del producto sexual. Nótese, por cierto, que, a medida que la gastronomía se esfuerza por convertir en objeto de consumo generalizado eso que llama “alta cocina”, los productos de la misma desarrollan un lenguaje visual publicitario que oculta la información gustativa más que la esclarece. El buen color del vino es sólo bueno porque se entiende que ese es el color de un vino que sabe bien. Si el buen color fuera sistemáticamente seguido de un mal sabor, se convertiría enseguida en color malo. Por otra parte, el color es inútil a la hora de generar, y sobre todo estructurar, una experiencia satisfactoria en la degustación del vino, y el crecimiento de su importancia tiene que ver con la generación de una “cultura-mercado del vino” que eleve artificialmente dicha importancia como experiencia sensible con fines comerciales mal-disfrazados de culturales.
De nuevo, una simplificación nos permite meternos en faena. Ignoramos si sentidos que no sean el tacto tienen la capacidad de generar experiencias genuinamente sensuales (y no sólo placenteras). Pero sí sabemos que el tacto es depositario de la gran mayoría de ellas, dado que el tacto de por sí es tanto necesario como suficiente para lograr el orgasmo. Sabemos, asimismo, que la vista es depositaria de la gran mayoría de las etiquetas clasificatorias de valor sexual, de modo que, mucho más que una función de generación de placer, ejerce la de un filtro de placeres legítimos, admisibles por la conciencia, e ilegítimos (la vista no es necesaria ni suficiente para lograr el orgasmo, pero es plenamente suficiente para cohibir el placer sensual, es decir para impedirlo). Para nosotros, que estamos redeterminando la legitimidad e ilegitimidad de los placeres sensuales, la vista es sólo un obstáculo que representa al guardián de viejas clasificaciones o, por mejor decir, al jefe de la guardia (que lo es también porque su experiencia es mucho más socializable que la del tacto, pues se comparte de manera inmediata). El papel que jueguen otros sentidos, o incluso determinadas experiencias táctiles, debe ser reconocido y situado en función de su condición de experiencia o de reconocimiento prejudicativo.
Porque los elementos básicos del erotismo serán mayoritariamente táctiles, y el contenido semántico será predominante visual, estableceremos esta diáfana, aunque permeable, barrera que dejará a la vista fuera del ámbito de lo genuinamente erótico. Nada cuantitativamente determinante habrá cambiado a la hora de ser excitados por lo que habitualmente entendemos como belleza física. La novedad que conducirá a ese cambio es el desplazamiento del centro de atención. Entenderemos que el placer que “nos llegue por los ojos” será mayoritariamente una atribución o predicción de placer, y no un placer directo. Sólo el actuar desde esa conciencia mermará progresivamente la presencia de la vista y su capacidad para sojuzgar lo que, verdaderamente, nos esté pasando.
Las perspectivas del aprendizaje sobre una actividad que se caracteriza sustancialmente por la generación de placer son notablemente halagüeñas. Ese carácter tan prometedor nos pone sobre aviso contra su propensión a establecer condicionamientos, rutinas y adicciones. La ocultación de estas malformaciones será en la mayoría de los casos el objetivo de la trascendencia. En nuestro trato con el erotismo debemos apegarnos a él humildemente, “intrascendentemente”, de modo que nada nos distraiga gravemente de su comprensión. El placer se autotrasciende en aquello a lo que se asocia, pero nosotros pretendemos, precisamente, elegir libremente a qué lo asociamos. Necesitamos aprender a diferenciar el placer directo de placer asociado o trascendido. Necesitamos eliminar de nuestro catálogo de placeres todos aquellos que lo son hoy sólo porque un día se asociaron a otra cosa que en sí ya era un placer. Necesitamos, a su vez, incorporar a nuestro catálogo de placeres a todos aquellos que, similares a los que ya lo son, fueron reprimidos o ignorados al carecer de la trascendencia que los asociaba a la columna vertebral del placer sexual. Necesitamos, en resumen, aprender el vocabulario del placer erótico.
Para recorrer el camino de ese descubrimiento, propongo algunas pautas:
1-El placer erótico es directamente táctil e indirectamente visual.
Como he expresado más arriba, parto del supuesto de que existe un placer sensitivo último asociado a experiencias inmediatas carentes de interpretación. En otras palabras, algunas experiencias generan de por sí un placer sensitivo, del mismo modo que otras generan displacer. El contacto con algo fresco en un ambiente caluroso produce placer, salvo que interpretemos que esa frescura está acompañada de algún tipo de amenaza, del mismo modo que un golpe es doloroso siempre y cuando no vaya acompañado de una interpretación masoquista que lo haga aparecer como algo mediatamente atrayente.
La designificación habría servido para eliminar las intermediaciones entre experiencia y placer, de modo que encontráramos para nuestra experiencia erótica los placeres originales y pudiéramos manejarlos de nuevo como creadores conscientes de placer y, en última instancia, incluso de nuevos mensajes.
Se trata de una interpretación simplificada de la relación entre la experiencia y el placer sensorial. Es posible que la designificación, la eliminación de macrosignificados socioestructurales del sexo, conduzca al descubrimiento de significados sencillos también intermediarios entre la experiencia y el placer, incluso hasta llegar al nivel de microsignificados muy elementales o extremadamente primitivos. Pudiera ser que no cupiera alcanzar una pureza ni tan siquiera razonable en esta higiene semántica de lo sensual, o que dicha pureza nos dejara ante experiencias de placer tan exclusivamente fisiológicas que, al aislarse, se redujeran a la trivialidad.
Pero la posibilidad de que un modelo explicativo más completo y más filtrado por la práctica nos pusiera ante alguna de estas tesituras no es un contratiempo; nos obligará sólo a modificar la relevancia de la resignificación, o la del erotismo mismo en nuestras vidas que, como se ha dicho ya, arranca en entredicho. Si no existen placeres elementales, o si todos los placeres que encontremos en una experiencia erótica perfectamente designficada no son elementales, tendremos que incluir significados en la experiencia erótica básica. Será nuestro cometido tener la precaución de seleccionar dichos significados de modo que no volvamos a construir el erotismo sobre motivaciones tan degradantes como aquéllas sobre las que hemos construido la sexualidad.
¿Qué
diferencia hay entre ganarse la vida masajeando la espalda o realizando los
masajes en el pene (o vagina)? ¿Acaso existen partes nobles del cuerpo humano
que son lícitas manipular por un profesional (por dinero, claro), y en cambio
otras no lo son (los órganos sexuales)?
En
mi opinión, la prostitución es una profesión tan honorable como otra cualquiera,
y no hay nada que reprochar a su ejercicio siempre que no se realice en
condiciones de explotación. Y no creo que exista inmoralidad en los clientes
que usan ese servicio si respetan a la prostituta.
En
vez de criminalizarla, habría que reivindicar que la prostitución se realizara como
un oficio más, con libertad de empresa y el consiguiente pago de impuestos, y
se le diera el reconocimiento social que merece subrayando su carácter de
asistencia social, semejante al de un fisioterapeuta o un cuidador de enfermos
de sida, por ejemplo.
Por
supuesto, la existencia de mafias que esclavizan a mujeres es intolerable sin
ninguna duda (¿90%?, no me lo creo), reprochable no sólo aquí, sino en
cualquier actividad. Pero penalizar al cliente, aparte de ser injusto, agravará
sensiblemente el problema; aumentará la clandestinidad y las mafias se harán
cargo del negocio aún en mayor medida (basta recordar lo que supuso la ley seca
o la prohibición de drogas). ¿Y qué haremos con los miles de paradas que
conllevaría cualquier medida represora de gran calado, suponiendo que fuera
efectiva, que lo dudo? ¿Acaso les vamos a dar una alternativa laboral? Va a ser
que no.
Para
proteger a las mujeres, propongo lo contrario: en vez de perseguir a clientes y
prostitutas, que sea la misma Guardia Civil la que se encargue de su seguridad,
y haga acto de presencia en los lugares de trabajo donde chulos y mafias
quisieran hacerse los amos.
Se
argumenta que la mayoría de las mujeres que ejercen la prostitución no tienen
más remedio debido a su situación de exclusión social, nadie escogería
profesión tan ”indigna”. Pero esto último se podría afirmar de cualquier
trabajo servil (aunque honrado) como limpiar los excrementos de un enfermo o
poner tornillos durante 10 horas en una fábrica, y nadie propone sanciones. Se
asegura que las prostitutas dejarían el
oficio si se les ofreciera otra salida profesional. Muchas de ellas responden
que para hacer de chachas por un mísero salario se quedan donde están. Su queja
no es que su profesión sea ultrajante (para mí, que no he usado nunca este servicio,
me parece noble), sino que preferirían mejores condiciones laborales, es decir,
estar mejor pagadas, un lugar cómodo para trabajar, consideración social y,
sobre todo, protección de los abusos causados en gran medida por la
clandestinidad y el repudio social. Pero la opinión del colectivo afectado le
importa un carajo al paternalismo “bien intencionado”.
Contra
el amor, afirmas que “la existencia de la prostitución es una manifestación
más, aunque no una cualquiera, del sistema opresivo patriarcal”. Totalmente de
acuerdo, pero en un sentido completamente distinto al que pretendes. Lo que confirma
la dominación masculina no es el desahogo sexual de los hombres con
prostitutas, sino que las mujeres no puedan hacer lo mismo. Éstas demostrarían
su liberación el día que contraten los servicios de gigolós siempre que les apetezca
(ganas tienen, pero no se atreven), sin temor al reproche y burla social (así
no tendrán que ir a Cuba, “a bailar”).
En
definitiva, penalizar a los clientes de la prostitución sólo servirá para
aliviar las conciencias ONG de algunos, y satisfacer los prejuicios sexuales
moralistas de otros (sorprende esta comunión entre la derecha rancia y la
izquierda intransigente). En lo que respecta a las afectadas, a seguir en lo de
siempre, pero más difícil. Total, hágase “mi justicia”, aunque arda el mundo.
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Estoy de acuerdo prácticamente con todo lo
que dices, de modo que sólo puedo aportar algunas matizaciones.
Existe algún tipo de legalización que es el
futuro deseable para la prostitución. Es razón suficiente para aceptarlo, entre
otras, la evidencia de que muchas personas necesitan de asistencia sexual
porque a día de hoy no pueden tener una vida sexual satisfactoria mediante el
libre intercambio. Coincido en que la condena feminista o progresista a la
prostitución arrastra a veces resabios de condena a la libertad sexual misma.
En cuanto a las posibles consecuencias negativas
de la prohibición, también parece que, si nos remitimos a antecedentes
históricos, la medida puede resultar contraproducente.
Pero, como decía, maticemos. La esclavitud,
en toda la gama que la prostitución ofrece, y en el porcentaje sea el que sea,
siempre significativo, que actualmente presenta, es un problema de magnitud
superior cuya solución no puede posponerse. Tanto la prohibición como la
legalización pasan de largo por él. Ni la legalización garantiza el fin
espontáneo del esclavismo ni la prohibición garantiza la disponibilidad de
medios. Frente a una legalización que debería someterse a un estudio profundo
en su implementación para lograr este resultado, la prohibición sitúa al
comercio esclavista en el punto de mira de la acción inmediata de la justicia.
Se dirá que el esclavismo ya es delito, pero
que no se persigue. Pero hay que añadir que, con la prohibición, es el
consumidor de ese esclavismo el que está también amenazado. Y parece lógico que
sea así. En la práctica no es plausible la idea de que dicho consumidor se
informe previamente de las condiciones laborales y personales de la prostituta.
Exigir que esto se hiciera bajo responsabilidad del consumidor sería una forma
tácita de prohibición y equivaldría a la prohibición misma.
En cualquier caso, la reacción, o al menos mi
reacción, no es en defensa de una ley que considere adecuada, sino de una
sensibilización que considero adecuada, aunque sus consecuencias legales estén
por verse. Y, sobre todo, reacciono a una insensibilidad gravísima,
representada por los firmantes del manifiesto y actitudes afines, cuya única
preocupación es la libertad de comercio sexual, que debe ser conservada a costa
de cualesquiera que sean sus consecuencias. Lejos de aportar alternativas, como
tú haces, las protestas contra la ley se han escudado exclusivamente en una
supuesta demonización de la prostitución como representante de la
disponibilidad libre del cuerpo. A la insensibilidad frente a la prostitución
realizada en el marco de la esclavitud, se añade otra casi tan grave frente a
la prostitución realizada en el marco del patriarcado, condición menos
circunstancial, si es que la otra lo es algo. Lo que conlleva realmente el
comercio de la prostitución es una vejación patriarcal más o menos consentida,
más o menos aceptada, más o menos disfrutada, pero vejación en última instancia
porque constituye la cosificación de un grupo social por parte de otro. Del
mismo modo que un trabajo servil cosifica al trabajador (es decir, que no vale
la excusa de que alguien tiene que hacerlo, porque eso condena a que lo hagan siempre
los mismos, hasta entregar por ello su vida), la prostitución patriarcal
cosifica al gremio de las prostitutas y al género femenino como conjunto, en
tanto que sólo un género es prostituido, y la materialización de dicha
prostitución va acompañada de una profunda carga simbólica que refuerza la
cosificación. Recordemos que una relación sexual estándar obedece generalmente
a patrones humillantes, ya sean tradicionales o pornográficos. La relación
sexual tipo en el ámbito de la prostitución es una experiencia que implica
humillación.
Todo esto no sólo no llegan a planteárselo
los 343, sino que, abierto el debate, lo desprecian, y se permiten convertirse
en opinión pública desde ese desprecio. Su actitud es coincidente al cien por
cien con la actitud patriarcal frente a la opresión femenina. Es esa actitud la
que convierte a la prostitución en lo que es, y la que los convierte a ellos en
legítimo objeto de la más dura crítica. Sólo se manifiestan porque se toca a su
puta, y de nada quieren oír hablar salvo de que se pueden quedar sin ella.
Es posible que la prohibición no vaya a
cambar las cosas de manera radical. La
legalización alemana tiene también sus detractores y datos chirriantes,
aunque a juzgar por el conjunto de las opiniones es posible que se haya
producido una mejora.
Por su parte, parece obvio que la
legalización encubierta que pretende la nueva Reforma
del Código Penal en España secunda una ideología que nada tiene que ver con
la libertad sexual ni con la dignificación del trabajo.
Donde no nos equivocamos es transformando la
cultura de la prostitución que hace gracia en la de la del patriarcado opresivo
que se desfoga trágicamente en ella. La razón por la que las mujeres no
reconocen su deseo de consumir prostitución no es un pudor o una hipocresía de
género. Aquí, el hombre sólo reconoce que la consume allí donde no le
perjudica. Y, como es sabido, cuando va al caribe, no se conforma con bailarinas
hechas y derechas.
Una vez que hemos liberado al trato entre personas de la intermediación necesaria del sexo, es el momento de ver si al sexo le queda algo que ofrecernos o debe quedar arrumbado por una nueva fase evolutiva.
No hace tanto que cazar es prácticamente privativo de grupos sociales reaccionarios. Hasta hace bien poco formaba parte de las habilidades necesarias que para la subsistencia del grupo debían poseer uno o varios de sus miembros. Los campesinos en occidente fueron hasta hace escasas décadas cazadores rudimentarios, y el producto de la caza era para ellos un complemento proteico que se convertía en esencial en circunstancias económicas adversas. Cazar nunca ha sido discutible, (como sacrificar al ganado del modo más rentable, esto es, con inobservancia completa del sufrimiento infligido), hasta nuestros días, en que la ausencia de su necesidad nos obliga a replantearnos su sentido. Hoy predomina una visión crítica o, al menos, aprensiva, sobre la actividad cinegética.
La caza ha ido acompañada tradicionalmente por el placer morboso de la muerte del otro que implicaba la supervivencia de uno mismo, la victoria temporal frente a una naturaleza que nos consume y cuyo medio de subsistencia disponible huye invitándonos a la empatía con su propio instinto de supervivencia. El hecho de cazar, de matar, de elegir la muerte del ser inferior frente a la muerte propia (en la guerra, también inevitable desde la perspectiva del sujeto hasta fechas bien recientes, se elige de modo igualmente necesario entre la supervivencia de iguales, por la supervivencia del grupo propio con vínculo afectivo, de modo que la paradoja emocional y el morbo que la acompaña es aún mayor) comporta la experiencia de un placer inquietante y extremo que estructura la vida de las sociedades que dependen de la técnica de la caza.
Pero, desaparecida esta necesidad, la del placer morboso de la muerte queda en bochornoso entredicho, y aquellos colectivos que la practican, desprovistos de argumentos con los que tapar sus vergüenzas. Lo que los mueve ahora es el placer de seguir matando, aprendido en tiempos de necesidad de que la muerte se produzca.
Si el sexo sólo puede producirse en un entorno emocional del morbo posesivo, entonces nuestro grado de desarrollo humano nos ofrece ya la perspectiva de una sociedad en la que debemos prescindir del sexo, en tanto que la reproducción (y, por supuesto, la comunicación) puede organizarse sin la opresión que las relaciones sexuales generan.
Es desde esta conciencia de que el sexo carece a priori de una función que para nosotros lo convierta en necesario, desde la que abordaremos la que puede ser una siguiente fase de transformación del sexo en erotismo o, simplemente, una segunda estrategia simultánea.
Nos hemos despojado de todo lo que había en el sexo, no sólo para disponer libre y críticamente de aquello que en él estaba hasta ahora implícito, sino para poder encontrarnos, en la medida de lo posible, con el “sexo en sí´: el sexo sin más objetivos que aquello que tenga la actividad sexual como consecuencia directa, propia o inevitable (y ya sabemos que la procreación es perfectamente evitable).
Que nadie espere aquí demasiadas respuestas. Todo tendremos que aprenderlo porque de sexo designificado apenas se dice nada, y desafío a cualquiera a que localice la referencia bibliográfica donde el sexo, incluso el más científico, no sea explicado en el contexto de la pareja monógama fusional. El sexo es siempre explicado como motivación acompañante de la experiencia de la fusión gámica, y jamás como actividad capaz de motivar por sí misma y que merezca ser observada en sí. Sólo en la literatura pseudo-oriental encontramos un culto consciente al sexo mismo, no necesariamente apareado. Sin embargo, esta literatura acaba presentando al sexo como una actividad trascendente, es decir, vehículo de otra cosa, normalmente un despertar espiritual que es el sustitutivo de la fusión gámica occidental, y con el que comparte el carácter de profecía autocumplida.
Nosotros buscamos lo contrario; buscamos eliminar la trascendencia del sexo para conocerlo. Este acto de eliminación de la trascendencia lo convierte, ya de por sí, en actividad erótica, culminando su emancipación con respecto a la reproducción, origen del dimorfismo sexual y de la relación etimológica entre éste y el acto de unir ambos dimorfos. Los individuos se unen ahora para investigar la trampa biológica del apetito sexual y del placer de los prolegómenos de la fecundación que coadyuvan a ella. Queremos saber qué es ese residuo biológico y si posee para nosotros, para cada uno de nosotros y para nosotros como grupo social, algún interés.
Tendremos que afrontar lo que, en toda regla, habrá de ser una educación erótica.
Tenemos relaciones sexuales para robar su valor simbólico. Una vez que designificamos este valor simbólico, el robo deja de tener atractivo. Nos quedamos solos ante el sexo; ante el sexo por el sexo. Pero el sexo nunca nos ha interesado, y ahora no sabemos qué hacer con él. Descubrimos una angustia contradictoria: ahora vemos que el sexo no tiene sentido, pero habíamos aprendido que la vida, sin él, tampoco. ¿Se trata de un bucle existencial que debe conducirnos al suicidio? No. Se trata de una liberación. Del primer encuentro libre con el sexo, al que ya no estamos obligados. De la primera ocasión en que podemos darle al sexo un uso no enajenado. Del momento cero del erotismo.
Éstos son nuestros “juegos sexuales”: Lamentablemente
lejos de su pretensión de actividades lúdicas donde se aprende jugando, donde
el juego crea, dinamiza, motiva y descubre; flagrantemente ajenos al juego
colaborativo en el que los participantes se ayudan mutuamente a logar la
satisfacción y el desarrollo. En nuestros verdaderos juegos sexuales, en los
juegos sexuales que tienen lugar por debajo de nuestro discurso, y a las claras
luces de nuestros actos, los participantes compiten entre ellos por el valor
sexual, por el símbolo de la entrega gámica que especula con la esclavización.
Lxs participantes compiten entre sí y frente a la
sociedad ausente, incrementando el valor subjetivo de ambos a la vez que lo
depredan; generando una burbuja de valor que estallará en cuanto la realidad se
aproxime con decisión a cualquiera de sus puntos débiles. Cuando descubran la
falsedad del valor impostado del otro, la de la esclavización alcanzada del
otro, que aspira, en realidad, a esclavizar; la del valor subjetivo de los
otros, también hinchado hasta el límite de la resistencia del sentido de la
realidad y, por tanto, próximo a estallar, pero también a adquirir dimensiones
amenazantes; cuando descubran las trampas establecidas a medio plazo para
atrapar el valor ganado hoy, que es siempre un préstamo a un interés tan alto
que, salvo que logremos incrementar de nuevo nuestro valor, tendrá como
resultado una operación con saldo negativo.
Follamos sin follar, porque lo hacemos para lograr de
ello un resultado del que esperamos satisfacciones mucho mayores. Follamos como
medio para haber follado, para dejar “bien folladxs”, que no es “satisfechos de
follar”, sino con la despensa llena de follar en conserva, y segurxs de su
valor como “follables”. “Dejar bien follado” es cerciorarse, a base de cantidad
e intensidad, de que el deseo de follarnos no es impostado, es decir, carente
de respaldo bancario, así como de que la miseria de nuestro valor como
follables puede cubrirse razonablemente mediante una sola operación, gracias a
un solo cliente, que consta ya en cartera.
Follamos sin follar y, al no follar, dejamos más y más de
saber si queremos el follar para algo, o sólo participamos de su comercio
porque no hay forma de socializarse fuera de él. Follamos con la ilusión de
vernos crecer en el sexo, como hacemos un examen con la ilusión de convertirnos
en personas tituladas. Si las condiciones de la realización de un examen fueran
sensuales, si las notas se concedieran al azar, partiendo de un aprobado casi
garantizado, si no hubiera que llegar a él tras un penoso esfuerzo cargado de
estrés y renuncias, si examinarse fuera, no sólo agradable en su realización,
sino garantizadamente rentable en sus resultados, entonces, simplemente, sería
como follar.
Ésta es la razón por la que resulta especialmente difícil
designificar el morbo del sexo. Es considerablemente complicado imaginar un
sexo sin morbo, porque el morbo es tan sustancial a nuestra cultura sexual que,
en muchas ocasiones, designificarlo conllevará vaciar el sexo por completo. Un
sexo sin morbo no sólo carecerá de significado, de simbolismo, sino incluso de
razón de ser y, por tanto, de intencionalidad. El sexo sin morbo es un sexo
para nada.
La designificación del morbo será reconocible,
normalmente, en este vacío. Por fin sucede aquello que parecía que sucedería
con los significados anteriores: si no puedo poseer a la persona con la que
realizo una actividad susceptible de procurarme placer sensual, dicho placer
sensual, desnudo, no es capaz de motivarme ni, por supuesto, de hacerlo lo
necesario como para superar la mayoría de los obstáculos que habitualmente me
separan del acto sexual.
Efectivamente, dado el mundo en que vivimos, si no fuera
por el morbo, no se follaría. El sexo dejaría de ser el nudo significativo en
el que se enraíza el amor, y no habría potencia capaz de convertir a los
individuos en proyectos monógamos susceptibles de adaptarse a la estructura
familiar instituida. Como se ve, el desplazamiento de cualquiera de sus piezas
claves afecta a la sustentación del edificio completo.
__
Hemos llegado al final de la cebolla, y nos encontramos
con las manos vacías. Si queremos recuperar el “sexo para algo” tendremos
nosotrxs mismxs que desarrollar su “para qué”. Pero ¿para qué desarrollarlo? El
sexo nos ofrece un medio, pero no un fin, de modo que difícilmente podremos
abordarlo desde otra perspectiva que la curiosidad. Pero la curiosidad
verdadera tiene que saber reconocerse a sí misma. Su fin es el descubrimiento
de la materia sobre la que se proyecta; su ánimo, equilibrado y sereno.
Deberemos, a partir de ahora, familiarizarnos con esta serenidad. El entusiasmo
excesivo será, o indicio de que el morbo vuelve a abrirse paso entre nuestras
motivaciones, o de que el placer sensual como fin en sí mismo nos atrae por
encima de lo que corresponde a su propia trivialidad.
Evidentemente, no podemos proceder en la vida con el
artificioso orden de una teoría, pero si pudiéramos, habríamos ya alcanzado el
primer objetivo en la construcción de un sexo contra el amor, antipatriarcal y
anticapitalista. Llegados a este punto estaríamos libres de cada una de las
motivaciones insidiosas que el sexo tiene en nuestras vidas, aquellas que lo
convierten en la trampa de la monogamia, en el vehículo para
instrumentalizarnos como perpetuadores irracionales de la especie, en objeto y
medio de una pandemia adictiva, sólo testimonialmente sacada a la luz, en
mercancía estrella de la cultura del consumo, producto por el que vincular unos
consumismos con otros para que todos sean deseados más allá de cualquier razón
de ser de ese deseo, en pieza clave de la despolitización y el control sobre la
ciudadanía, pulverizada en res familiar, todos miembros de un inmenso
rebaño de microformaciones independientes, pasivas y sin conciencia colectiva.
Y, por ende, en seres enajenados de su placer sensual.
De todo eso nos hemos ya librado. Creíamos que carecer de
deseo sexual era perder la razón de vivir, y sin embargo es perder la
compulsión consumista de someter a lxs otrxs para adquirir valor social
subjetivo y prestigio a nuestros propios ojos. Creíamos que el sexo daba
sentido a la vida y, en realidad, no sabíamos qué era la vida porque estábamos
enajenados por el trabajo sexual. Llamábamos “ilusión” a la adicción, y ahora,
sin adicción, como a cualquier adictx, se nos viene encima el peso del sentido
de una vida que se resolvería inmediatamente si volviéramos al viejo vicio.
Pero, si vamos a superar nuestra cultura adictiva debemos
ser capaces de enfrentarnos a la transformación de las motivaciones mediante la
superación de las que son irracionales y adictivas. Que la propia estupidez de
la pregunta nos sirva de asidero: “¿Qué sentido tiene una vida sin sexo?” Si el
sentido de la vida depende del sexo, entonces es evidente que el ser humano no
ha encontrado sentido a su vida. El papel que el sexo vaya a tener en la vida
tendrá que formar parte de una vida a la que él encuentre ya con sentido.
Con la designificación completa, si somos capaces de
llevarla a fin, hemos dejado de vivir para el sexo. Deberíamos celebrarlo.
La designificación no es sólo una crítica. Es una
práctica, y debe ser entendida, además de como la descripción de las líneas de
significado que conforman la vida sexual que la condena del amor rechaza, como
la primera propuesta conducente a la transformación de la vida sexual o, si se
quiere, del sexo en erotismo.
Hola. He
leído (a veces en diagonal) diversas entradas de este blog. Tengo muchísimas
cuestiones que plantear y temas que abrir. Por lo menos hemos de agradecer este
blog, que trata el tema de una manera diferente (no digo que acertada) e
intenta arrojar un poco de luz en medio de tanta oscuridad.
Vamos a mis temas/cuestiones:
1º El amor no es solamente de pareja. Entiendo que aquello de lo que está en
contra este discurso es en contra del amor de pareja y el amor monógamo.
Dejamos a parte el paterno/maternofilial, ¿no? ¿Qué ocurre con ese amor?
2º ¿Se han dado cuenta de que Platón define el amor como privación? Pero no por
eso renuncia al amor. Comte-Sponville (libro: ''Ni el sexo ni la muerte'')
reflexiona sobre eso, y aclara ''que no hay amor feliz'' (citando a A. Bretón)
pero al mismo tiempo concluye que ''no hay felicidad sin amor''. ¿Qué pasa con
eso?
3º En un libro, Francesco Alberoni (no era gran cosa de libro, terminé
tirándolo, pero merece la pena rescatar alguna idea) señala que el amor no es
continuo. Nace y muere, y con cada nacimiento y muerte, con cada ruptura el
amante aprende a amar mejor y a amarse mejor, en una especie de construcción
permanente del propio yo emocional.
4º Occidente, gracias al divorcio, ha sustituído la monogamia vitalicia por la
monogamia sucesiva socialmente tolerada. ¿Es una etapa de transición hacia una
nueva concepción de las relaciones emocionales/sexuales, la entesala del
poliamor socialmente tolerado, el prólogo a las relaciones abiertas
generalizadas?
5º Los celos, la monogamia, la exclusividad sexual, ¿pertenecen a nuestra
socialización primaria, a la estructura cultural de nuestra psique... a qué?
Saludos!
Muchas
gracias por un comentario tan elaborado y articulado, más aún por tener la
paciencia de leer entradas del blog y, sobre todo, enhorabuena por lograr
hacerlo en diagonal, que debe de ser, dado lo farragosa que muchas veces es mi
prosa, como esquiar sobre un canchal.
El modelo que
propongo en “contra el amor” requiere de todo este trabajo de especificación,
de aclaraciones, de ejemplos y de propuestas, de modo que avanzamos un poco
más, y lo hacemos un poco más coherente, con cada una de estas aportaciones.
Voy a
contestar lo mejor que pueda punto por punto:
1_El rasgo
psicoemocional sustancial del amor es el narcisismo idealizante, es decir, el
mirar por los propios intereses, por la propia satisfacción, como si ésta fuera
posible gracias a él, y como si de ese modo se lograra también la satisfacción
de los demás. Para aceptar este disparate requiere de un irracionalismo salvaje
y abierto que es su principal rasgo ideológico. Así pues, encontramos que la
sustancia del amor de pareja no es sólo la sustancia de todos los amores, sino
que el amor de pareja es el amor en el que dicha sustancia aparece de manera
más perfecta. De ello podemos entender que este amor “logrado” inspira al resto
y que su erradicación implica la erradicación de los demás. Eso, por supuesto,
no significa que las relaciones entre las personas queden desprovistas de
afecto y del necesario cuidado. Quiere decir, simplemente, que dejan de ser
dominadas por el afecto irracional narcisista.
2_Platón entiende que el amor es la fuerza que nos impulsa
hacia lo bueno, y que en tanto que nos impulsa implica que lo bueno no ha sido
alcanzado, es decir, que carecemos de ello. Hablar de que “amor es carencia”
sería casi un juego de palabras. Podría también decirse que es “presencia del
deseo de lo bueno”. Nuestro amor, sin embargo, relativiza la bondad de nuestro
objetivo, aceptando cualquiera siempre que sea el que hemos decidido. Así, se
convierte simplemente en “motivación”, sin carácter moral. A ello se le añade
el carácter inmoral del objeto inducido por la cultura social, que es de finalidad
fundamentalmente ostentosa. Una motivación educada convertiría al amor en un
fenómeno deseable. Pero la funcionalidad sistémica del amor impide esa
conversión, de modo que la alternativa debe ser definida al margen del concepto
de amor.
Comte-Sponville
hace un uso vacío de la contradicción platónica y demuestra poco interés por su
solución. No explica, por ejemplo, por qué el amor no desaparece, como
ocurriría en Platón, justo cuando el objeto es alcanzado (que desaparezca con
el tiempo es una constatación insuficiente).
3_No conozco
a este autor, pero entiendo que su afirmación se aprovecha de una obviedad, y
es que las experiencias enseñan, especialmente si generan problemas que deben
ser resueltos. Nadie concibe el amor como una sucesión de problemas a resolver.
De hecho, dicha resolución, que según el texto que citas es la separación,
constituye el fin del amor, es decir, su fracaso. La adaptación de la ideología
del amor a la idea de que éste debe acabar con el tiempo no sólo es una derivación
del sustrato principal, sino una solución poco menos mala que la otra, porque
entiende las relaciones como entusiasmos fraudulentos y estériles que no
construyen vínculos con el entorno, sino que mantienen al individuo en un
aislamiento sucesivo.
4_Es cierto
que esta situación genera una contradicción, como queda de manifiesto en el
punto anterior. No tengo una opinión formada sobre si la sociedad camina hacia
algo mejor gracias a dicha contradicción. En todo caso puedo decir que
considero deseable que los individuos conserven, al menos, su capacidad para
salir de la relación una vez que comprenden que es opresiva. Este progreso en
la libertad, que permite, por acumulación y refresco de experiencias, una
formación mayor, está, sin embargo, amenazado por otras fuerzas ideológicas que
dificultan, al menos para mí, la previsión. No nos queda más remedio que pensar
que el futuro, en alguna medida, depende de lo que hagamos con el presente.
5_El
individuo comprende la funcionalidad de sus vínculos sociales a medida que
descubre y comprende su entorno. Este principio podría hacer pensar que los
celos son antes que la liberalidad. Pero incluso el egoísmo primigenio está
atravesado de cultura, esta expresado en forma de unos determinados usos e
ideas, que determinan si el comportamiento tendrá como resultado la opresión o
la socialización edificante. Sólo porque la angustia del individuo se encauza
por el camino de la posesión de la pareja es posible que los celos sean un
elemento estructural de las relaciones. Mucho más poderoso que cualquier factor
primigenio, hoy día, es el bombardeo informativo contradictorio que condena los
celos con una mano y los promueve con mil.
Diecisiete párrafos
para que toda su argumentación se resuma en 3 lineas " La otra
consecuencia es que una reducción drástica del consumo de prostitución
asequible repercutirá directamente en la franja correspondiente a la esclavitud
y, por lo tanto, la medida es un golpe poderoso a dicho sector del mercado.
Seguirá habiendo prostitución, pero habrá menos esclavas (medida, por lo tanto,
netísimamente de izquierdas)."
la única razón para
escribir tanto a favor de una medida ¿es una premisa falsa?
Penalizar a una
persona por llegar a un acuerdo comercial en el que ambas partes están de
acuerdo porque se den otros delitos en ese ámbito es de lelos, lo que hay que
hacer es perseguir los delitos, no crear unos nuevos. La medida sólo añadirá un
componente extra de marginalidad a un colectivo, haciendolo más susceptible a
la entrada y control de las mafias, pero supongo que es más fácil hacer como
que hacemos algo que reconocer que lo qeu teníamos que hacer no se está
haciendo.
Curioso que tanto
artículo como primer comentario hagan tanto énfasis en las heces para alguien
que opina diferente...
__
Seguro que me he explicado mal. Mi intención no era tanto
escribir a favor de la medida, que lo era, sino en contra de los argumentos
esgrimidos para reprobarla. Expuestos sintéticamente, son los siguientes:
1-cada uno tiene derecho a establecer con su cuerpo libres
relaciones contractuales.
2-cada uno tiene derecho a ser satisfecho en sus necesidades
sexuales.
3-la prostitución es una salida laboral para personas en
situación de exclusión social.
4-la medida es ineficaz porque prohibir algo siempre lleva
al aumento de su demanda y clandestinidad.
5-la medida es ineficaz porque no se puede hacer desaparecer
algo que siempre ha existido.
6-la medida es injusta e ineficaz porque no se dirige sobre
el problema mismo sino sobre la parte más débil del problema, perjudicando a
practicantes inocentes de dicha actividad.
Los argumentos 1, 2 y 3 son rebatidos por la importancia del
problema perseguido. Dado que la esclavitud es un daño que, en estas
circunstancias, está llevado a mayor gravedad que la pérdida de la libertad
sexual y el deterioro de la exclusión social, e infinitamente mayor que la
pérdida de la libertad contractual indiscriminada (que, por otro lado, ni
existe ni ha existido jamás), resulta que los argumentos 1, 2 y 3 pasan a la
consideración de males menores.
Los argumentos 4 y 5 son generalizaciones falaces que, si
bien no se pueden generalizar en sus contrarios (“la medida es eficaz porque se
puede hacer desaparecer algo que siempre ha existido”, por ejemplo) encuentran
rápido contraejemplo a poco que se los tome mínimamente en serio.
En cuanto al argumento 6, que entiendo que es el utilizado
por tyfus, hermana guapa de las dos anteriores y víctima de la misma genética
defectuosa, diré simplemente que la política y la legislación no son actividades
asépticas, sino noble o innoblemente sucias, según el caso, pues dependen
siempre, para valorar su justicia, de un cálculo no redondo de sus
consecuencias. Las legislaciones están plagadas de prohibiciones sobre acciones
que, realizadas sin ánimo de daño, no tendrían por qué ser prohibidas, pero que
constituyen una oportunidad difícilmente controlable para realizar un daño (por
ejemplo, la prohibición de venta de tabaco a menores, que no implica consumo,
pero que da una facilidad incontrolable para realizarlo).
La medida francesa puede acabar resultando ineficaz (sobre
todo si no se ponen los medios para ejercerla), pero pocas pueden ser las voces
autorizadas a afirmar con rotundidad su inadecuación. Sin embargo, las voces
han sido muchas, estruendosas y estridentes, desesperadas, se diría, como si
denunciaran una obviedad que en modo alguno, como se ve, puede serlo. Contra
ellas, como ya estaba escrito, va el artículo; contra quienes siguen obviando
que, ante todo, estamos hablando de esclavitud, secuestro, violación y muerte.
Es duro asumir la idea: “me he aprovechado sexualmente de la esclavitud de una
persona”. El incentivo para hacerlo es pensar que se ha evitado la reincidencia
en una culpa tan difícil de soportar.
Sí concedo, sin embargo, la afirmación de que el texto está
compuesto de 17 párrafos. No lo he comprobado personalmente pero, en este punto,
confío en el buen criterio del comentarista.
Escribo este texto para constatar mi desconcierto.
Siempre
resulta chocante encontrar a colectivos conservadores adoptar actitudes
reivindicativas propias de la izquierda. Las manifestaciones contra el aborto,
o las celebraciones de los triunfos electorales del pp son comportamientos
copiados e impostados que despiertan espontáneamente aprensión. Al ver a la
clase alta comportarse como si fueran la chusma a la que desprecian, es decir,
nosotros, intuimos una aberración oculta que puede adoptar muchas formas en
nuestra fantasía: Tal vez se trate de una derecha paria, que hace méritos
frente a la derecha noble aviniéndose a actuar como su proletariado propio,
aunque el verdadero proletariado, el que tiene conciencia de serlo, les resulte
demoníaco. Tal vez sea la derecha noble misma, aceptando cambiar la cara durante
unas horas por responsabilidad de clase, para desquitarse después frente a un
menú de 150 euros. Tal vez ellos mismos se han convencido de que esto es bueno,
aunque haya sido siempre malo, y sienten por dentro un desagarro torturante que
convierte su gesto de alegría en una mueca cerúlea.
Yo qué sé. El caso es que no hay
cosa más grotesca que un manifiesto de derechas. Los 343 “sinvergüenzas” que
firman el texto por el que se pide al estado francés que no sancione a los
usuarios de la prostitución se convierten en 343 payasos que parecen haber sido
empujados a escena por sus superiores de una patada en el culo. “Haceos los
indignados”, da la impresión de que les hubieran ordenado, a pesar de sus
súplicas por evitar la personificación de la patochada. Y ellos, obedientes, se
enfundan el traje raído, ensayan una mirada indefensa, y se ponen al frente de
una imaginaria masa social que no pudiera por más tiempo soportar el acoso de
las instituciones y que, muda hasta hoy, decide por fin lanzarse a la calle a
luchar por su dignidad.
Los últimos tiempos han puesto a
prueba nuestra capacidad para respetar opiniones discrepantes, y la mía se ha
acabado ante determinados excesos. Por supuesto, el hecho se califica por sí
solo. Que esta panda de desequilibrados parafrasee el manifiesto a favor del
derecho al aborto que en 1971 firmaron 343 francesas entre las que se encontraban
Simone de Beauvoir, Marguerite Duras o Monique Wittig deja ya claro hasta qué
punto se están tomando en serio a sí mismos. Se diría, por lo alto de sus
miras, que son, en realidad, conscientes de su insignificancia, de su condición
de karaoke de borrachos. Pero es que ante el dato, que yo no puedo contrastar,
de que el 90% de la prostitución se desarrolla en condiciones de esclavitud, la
prosa vacía del manifiesto, reivindicando el derecho de cada uno a utilizar su
cuerpo como desee, invita al insulto arrollador y a la humillación
pormenorizada; a la descripción cristalina, pública y en detalle de lo que
implica, desde el punto de vista, moral firmar esa cosa.
Pero mi estupor no es
consecuencia de haber tenido noticia de la anécdota estrafalaria del día. En
realidad, ha llegado cuando he intentado encontrar eco a mis impresiones en los
comentarios que la acompañaban, y he descubierto que el raro era yo. El
argumento predominante es ése de la libertad, y las referencias a la esclavitud
se hacen como constatación de que, sí, la esclavitud existe, pero la
prostitución voluntaria también, y que no hay que confundir una cosa con la
otra, a riesgo de mermar el desarrollo social. “¡Salvemos la prostitución
humanista!” parecía ser el eslogan subyacente.
Le habrá pasado a cualquiera. En
esos momentos te preguntas si has comprobado qué medio estás leyendo, porque
claro, en internet, de vínculo en vínculo, enseguida olvidas dónde vas a caer.
Le doy velozmente a la ruedita para que me muestre el encabezado y ¡no hay
error!: Diario Público. Es decir, o hay una campaña de troles, que parece una
posibilidad remota pero a considerar, o así piensa la izquierda. He volado a
facebook para ver si la edición aquí había corrido mejor suerte, y qué va.
“Cada uno que haga lo que quiera”, “A los que hay que perseguir es a los
tratantes de personas”, “Es imposible abolir la prostitución” “¿Y qué pasa con
la prostitución masculina?”
Me saca de quicio la agresividad
feminista (expresándose con rigor habría que decir “la agresividad de ciertos
feministas o de cierto feminismo, que alimentan, irresponsablemente, el odio
entre géneros con la consecuencia de acentuar sus diferencias”, pero la
realidad es que el receptor normalmente no distingue, y sólo ve que quienes más
enarbolan la bandera del feminismo son quienes más le insultan a él por cosas
que, a veces, ni siquiera ha escuchado jamás ni ha tenido la oportunidad de
plantearse). Pero, ante situaciones como ésta, comprendo que la sensibilidad
debe de estar a flor de piel, y la paciencia lejos ya de su última gota.
En fin, puestos ya los 343
capirotes, serenemos los ánimos y hablemos los demás, hijos todos de dios.
Es evidente, y siempre viene bien
asentarse sobre lo evidente, por evidente que resulte, que el tema de la
prostitución es complejo. La perspectiva feminista nos ayuda a comprender su
orientación de género y nos ahorra mucho esfuerzo a la hora de buscar, ordenar
y aburrir con datos. La existencia de la prostitución es una manifestación más,
aunque no una cualquiera, del sistema opresivo patriarcal. Es su sexualidad
extra del hombre, concedida básicamente por dos razones; la primera, porque el
hombre, como institución, manda y hace lo que le da la santa gana, de modo que
si quiere sexo debe disponer de él a granel, y si eso implica que la mujer
(como institución) no lo tenga, pues se inventa la puta, que me permite dejar a
mi mujer en casa e irme a follar yo mientras ella me cría a los hijos con la
ropa cosida a la piel. La segunda razón es que la represión sexual necesaria
para constreñir la vida sexual en vida reproductiva, a la que se añade la
necesaria para convertir al individuo en consumidor compulsivo de la sociedad
de mercado, genera tal ansiedad sexual que no hay liberación sexual que haga
carrera de ella. Vamos que, sin prostitución, no sólo el hombre como género
opresor rechazaría el matrimonio por demasiado igualitario, sino que como
género sexualmente compulsivo desarrollaría un comportamiento sexualmente aún
más patológico, si es que eso cabe, que es discutible.
El hombre crea este mercado
movido por las consecuencias que tendría el no crearlo. Las consecuencias, sin
embargo, de su creación, le importan lo justo. Hoy por hoy, repito, esas
consecuencias son, o dicen que son, un 90% prostitutas en situación de
esclavitud. Francamente, si el dato es una gran mentira pergeñada por una logia
feminazi me importa lo que la imagen pública de un firmante del manifiesto. Si
es el 60%, o el 40, o el 16, cualquier otra consideración palidece, incluso la
que le sigue inmediatamente en importancia, que es la función de la
prostitución como salida laboral para colectivos marginales.
Existe un problema de extremada
gravedad y urgencia: el mercado del sexo tiene lugar en condiciones de
esclavitud en dimensiones que le son sustanciales: el mercado del sexo es, por
lo tanto, sustancialmente esclavista. Esta frase debe grabarse a fuego en nuestra
sociedad, para que todos actuemos en consecuencia, incluso ese colectivo
psicótico llamado “clase alta”.
Buscando responder de algún modo
a este problema, en Francia se va a proceder por las bravas prohibiendo su
consumo bajo multas de hasta 1500 euros. A mí me da igual si esto es
oportunismo político o la gran aportación de Hollande a la historia de la
socialdemocracia. Lo que debemos plantearnos es si la medida es una buena idea.
Está claro que si el “servicio”
que estoy pagando, pongamos por 50€, me hace correr el riesgo de una multa de
1500, es decir, de un encarecimiento del 3000%, me va a disuadir con mucha más
eficacia que si dicho “servicio” me cuesta 10.000€ y me arriesgo, por lo tanto,
a pagar un 15% más (algo así como si tuviera que hacer factura y, por lo tanto,
pagar el IVA). También salta a la vista que quien recibe 50€ por realizar dicho
“trabajo”, descontado la leonina parte, sea cual sea, que de dicha cantidad
sustraiga el ”empresario”, se encuentra en mucho mayor riesgo de exclusión
social y esclavismo que quien recibe 10.000€ de los que “sólo” acaba viendo,
pongamos por caso, 2.000.
Es decir, que esta medida va a
hacer que la prostitución deje de ser un privilegio escalonado para convertirse
en un privilegio completo. En Francia, si la aplicación es eficaz, ya no habrá
usuarios que consuman prostitución en función de su poder adquisitivo, sino
usuarios que no la consuman y unos pocos que sigan consumiéndola del mismo modo
que siempre lo han hecho. Vamos, que se abundará en la discriminación clasista
(medida, por lo tanto, netamente de derechas). La otra consecuencia es que una
reducción drástica del consumo de prostitución asequible repercutirá
directamente en la franja correspondiente a la esclavitud y, por lo tanto, la
medida es un golpe poderoso a dicho sector del mercado. Seguirá habiendo prostitución,
pero habrá menos esclavas (medida, por lo tanto, netísimamente de izquierdas).
A falta de la posibilidad real e
inmediata de multar en función del nivel adquisitivo (pero de verdad, no con
oscilaciones simbólicas), y a falta de la posibilidad real e inmediata de
controlar el esclavismo en la prostitución, he aquí una chapuza para salir del
paso. En las circunstancias actuales, es difícil argumentar contra la necesidad
de, al menos, una chapuza. Las costrosas razones aducidas por sus detractores
son la prueba. Bienvenida sea. Bienvenidísima. Pero que no sirva para olvidar
todo lo que deja sin hacer.
__
Mi perplejidad reciente se ha
completado con el descubrimiento de este hermoso artículo de Arturo
Pérez-Reverte, antiguo él, pero, por misterios de la viralidad, revitalizado en
mis redes sociales.
Convengo en que la mejor medida
contra la completa mierda es ignorarla. Pero a veces merece la pena rescatar
una muestra sólo para tener bien localizado el culo que la produjo, no vaya a
ser que luego abarrotemos las librerías y las salas de cine heridos de
desinformación; no vaya a ser que tengan repercusión y prestigio las voces
menos adecuadas (y Pérez-Reverte obedece mucho al estereotipo de “intelectual
independiente y outsider” que de todo opina, con nadie se casa y en todas
partes acaba haciéndose soportar).
Para qué comentarlo. Yo lo dejo
aquí. Sólo decir que, leyéndolo, me vienen a la cabeza los 343 papanatas, y me
los imagino a todos con su cara.
Somos 1000 de modo que, a falta
de que trámites y gestiones tediosas permitan aún celebrarlo de manera más
memorable, hagamos una repaso general de qué es esto en lo que nos estamos
metiendo. El blog es a veces un medio tan inadecuado para la exposición del
proyecto que una vista de pájaro puede resultar muy renovadora.
¿Por qué contra el amor?
Negar la conveniencia del amor es
una cuestión de calado y su justificación no se puede resumir en unas pocas
frases. Algunos de los argumentos principales están desarrollados aquí
y aquí.
Pero el espacio sideral entre el
prestigio del amor y su inconveniencia radical tiene que cubrirse de alguna
manera para no resultar extravagantes. Cuando me preguntan (a veces todavía
desde el escándalo) cómo se me ocurre esta aberración (pregunta que suele adoptar
una forma personalizada, algo así como “¿qué te ha hecho a ti el amor?”) mi
respuesta ha acabado reduciéndose a un par de argumentos tan contundentes y
obvios que, si no siembran la duda en el interlocutor es porque el interlocutor
no es terreno fértil para gran cosa.
En primer lugar, una ojeada al
amor como forma de vida, y no sólo a la relación amorosa a que da nombre, nos
muestra un panorama de desolación emocional, en el que la inmensa mayoría de
las relaciones (y no hablo, como se pretende a veces, de relaciones sexuales,
sino precisamente de relaciones afectivas) están reprimidas. En el más utópico
e inédito caso de que las relaciones amorosas tuvieran un resultado deseable,
lo que dejan tras de sí es un rosario de relaciones no formadas o destruidas
para proteger al amor. Amistades, exparejas, familiares y, por supuesto,
desconocidos, salen perjudicados de nuestra isla amorosa hasta deshumanizar
nuestra moral afectiva. Las relaciones que desatendemos, que dejamos morir, que
no forjamos, de las que nos consideramos ajenos pese a que otros nos necesiten
con urgencia, que convertimos en una parodia de relación compuesta
exclusivamente de formalismos, que destruimos en otros, etc,… constituyen un
perjuicio social y personal que un amor exitoso no puede jamás compensar. Es
evidente que el amor nos condena a una vida afectiva no sólo simplista, sino
profundamente desconectada del entorno. El amor, así, se convierte,
literalmente, en una fuente de odio. Amar es odiar. Amar aquí es odiar más en
otro sitio, y tal vez no necesito otra cosa que dicho odio para que mi amor se
dé por probado. La confusión entre el amor y el odio, la contaminación del
concepto con su contrario, nos obliga a replantearnos el concepto mismo, por
contradictorio y disfuncional.
La segunda gran obviedad es que
el sistema amoroso condena a una masa ingente de población la inanidad
eroticosentimental, no por casualidad parecida a aquélla a la que los condena
el capitalismo en materia económica. Nuestra pobreza afectiva de clase media
baja, a la que nos resignamos a cambio de la promesa siempre incumplida del
amor, nos cobra el precio de negar la existencia de un ejército de desposeídos
totales, de absolutos desgraciados del amor cuyas carencias afectivas están
enquistadas en una situación crítica. Como esta pobreza es relativamente
transversal, no necesitamos irnos muy lejos para encontrarla. Todos podemos
mirar a nuestro alrededor, bien cerca, si no a nosotros mismos, para descubrir
a aquéllos por los que no sólo no nos cambiaríamos jamás en materia afectiva,
sino cuya vida ni siquiera nos vemos capacitados para soportar. Un sistema que
admite, como parte de su lógica, bolsas (monstruosas) de desposesión, es un
sistema injusto y debe ser transformado.
¿Qué hacer?
Sin duda, renunciar al amor. El
pánico que esta renuncia suscita es un espejismo. El amor no es el dueño de
todo aquello a lo que va culturalmente asociado, y muy bien podríamos seguir
disponiendo de medios para satisfacer las necesidades que él se atribuye como
exclusivas.
¿Cómo?
El amor no es un sentimiento,
sino un guión
de actuaciones irracionales dirigido por una sucesión de sentimientos
exaltados. Cuanto más exaltados son estos sentimientos, más eficaz se vuelve el
amor en su función social represivo-reproductiva. Es necesario comprender ese
guión para detectarlo y rechazarlo, tanto en sus aspectos más evidentes y
proactivos como en aquellos cuya implantación es más sutil y su efecto más
sordo.
La primera gran actuación, la que
debe constituir un giro radical a nuestra vida eróticosentimental, es la
renuncia a las relaciones de pareja. La abolición del sistema pareja, y del
lazo sagrado (matrimonial o no) que la convierte en la relación por excelencia
a la que se subordinarán todas las restantes, liberará el crecimiento
espontáneo del resto de las relaciones hasta ocupar de modo adaptativo los
espacios dejados por el amor (y que éste, más que ocupar y satisfacer, poseía y
prohibía). Dejaremos de tener relaciones de pareja, pasando así a tener sólo
“relaciones”, por lo que el término mismo “relación” se vaciará de sentido,
pues abarcará cualquier forma de trato o ausencia del mismo entre personas. A
diferencia de las relaciones de pareja, cuya estructura y función predeterminadas
obligan a los individuos a adaptarse a ellas, las “relaciones” no tienen una
función y estructura a priori, sino que son creadas y adaptadas por las
personas que las establecen. El amor moldea personas para que encajen en las
necesidades de las relaciones, mientras que la renuncia al amor moldea
relaciones para que encajen en las necesidades de las personas.
Esta idea principal requiere de
un cierto impulso, de apoyos sobre los que construirse, o de parapetos mediante
los que defenderse de los ataques a los que el fuertemente armado sistema del
amor la someterá. Apuntaré aquí tres de ellos que han sido ya ampliamente
desarrollados a lo largo del blog.
Los celos son la policía del amor.
Mientras pensemos que podemos ser sus víctimas nos aterrorizarán y disuadirán
de cualquier proyecto alternativo. Estamos atados por ellos y nuestro primer
movimiento debe ser perderles el miedo.
Como se explica en estos textos,
esta sustitución nos ayudará no sólo a entender por qué nos sirve de tan poco
el rechazo a los celos, el desear no ser celoso, el no considerarse posesivo.
Además, nos legitimará a la hora de reivindicar aquello a lo que sí tenemos
derecho, asimilando los derechos eróticosentimentales al resto de nuestros
derechos ciudadanos.
2-Igualitarismo radical.
El amor es un subsistema que
forma parte del sistema capitalista patriarcal y con el que es coherente y
afín. Es, por lo tanto, clasista y machista. Para construir su clasismo utiliza
los conceptos de belleza
y atractivo, y para construir su sexismo el concepto de complementaridad de
los géneros.
Más allá de cualquier igualación
relativa de los géneros, renunciar al amor significa renunciar al concepto
mismo de género, o reducirlo a la trivialidad, a una idea que no forma parte de
los factores que determinan las relaciones entre las personas. Asimismo, los
conceptos de belleza y atractivo, puras construcciones culturales cuya función
es hacer visible el valor social del individuo a través de la pareja que lo
acompaña, deben ser devueltos a la trivialidad y ser sustituidos por aquellas
virtudes que sean directamente influyentes en las relaciones.
Para que el sexo no sea el nudo
gordiano que desemboca necesariamente en la relación matrionial-amorosa, debe
ser sometido a una limpieza a fondo. En primer lugar se designificará de su
condición reproductiva, de su carácter afectivo, de su símbolo fusional y de su
condición de moneda generadora de morbo.
En segundo lugar, se redescubrirá
el funcionamiento erógeno liberado de significación y trascendencia alguna y,
por último, se recuperará un uso y significación libres de dicho
funcionamiento.
Estos principios no se adoptan de
modo repentino y traumático, sino que se aprenden mediante la comprensión y el
uso. No se convierten en cargas morales, sino en estrategias cuyo
perfeccionamiento progresivo nos libera, nos expresa y nos acerca a los demás.
Recordaremos que el rechazo al
amor constituye una actitud pionera que debe proceder por ensayo y error, que
evolucionará lentamente y que lo hará, las más de las veces, desde una
considerable marginalidad e incomprensión. De la soledad no debemos
preocuparnos, porque siempre es mayor la de quien se cree acompañado que la de
quien se sabe solo.
De todos modos, ahora lo estamos
mucho menos, porque ya somos 1000.