La isla de las tentaciones, el reality de Cuarzo Producciones basado en Temptation Island (2001), ha acabado convirtiéndose en poliédrico escaparate de la llamada “guerra de sexos”. Como en el poema homérico, dos poderosos ejércitos chocan en el campo de batalla mediante enfrentamientos singulares; siempre una contra uno. Y, como en el poema, la guerra se prolonga interminable en historias individuales de las que es difícil extraer una visión general. El feminismo, sin embargo, nos dice que la guerra de sexos es la guerra de sometimiento patriarcal, y que la diferente significación de cada bando es clara. Si esto es así puede que estemos ante una oportunidad de oro para mostrarle al mundo toda la violencia psicológica que siempre hemos dicho que la pareja oculta y cultiva.
primer acto: el programa
Hace un par de semanas que terminó la segunda edición de La isla de las tentaciones y lamenté entonces no haber escrito más sobre el asunto.
No se trata ya de que el programa nos interese porque nos
interesa todo aquello que da pie a reflexionar sobre relaciones, ni se trata
solo de que haya disfrutado de una audiencia tan masiva que, como fenómeno
sociológico y socialmente influyente merece ser analizado. Se trata de que es
información verdaderamente relevante sobre una cuestión fundamental. Apelo,
como se ve, al viejo argumento del experimento social.
Estos programas, ya lo sabemos, están lejos de ser
experimentos en términos empíricamente estrictos. Pero algunos de ellos contienen
un importante grado de objetividad que rescatar. Este es uno de esos, y uno que
pone el foco en el sexo y la fidelidad, corazón, alma, núcleo duro de la
cultura relacional. Es un asunto, además, recordémoslo, del que todo, o casi
todo, lo conocemos de oídas. Por eso la información que obtenemos aquí se
vuelve extraordinariamente valiosa.
Una vez concluidas las dos primeras ediciones tengo la
sensación de haber asistido a una historia épica y asombrosa. Tengo la sensación,
también, de que, a medida que esa historia ha ido tomando cuerpo, su cuerpo, su
memoria, han ido quedando sepultadxs por la actualidad de las anécdotas. Lo que
estaba pasando en La Isla se volvía invisible por lo que cada día pasaba en La
Isla, hasta que, al final, todo lo que había pasado era poco más que lo que
había pasado el último día. Así, en realidad, construimos nuestras historias
cuando lo hacemos sin historia. Así nos contamos las cosas, así aprendemos,
cuando vivimos fuera del tiempo. Es esa no historia la historia de nuestra vida
y, por supuesto, de nuestras relaciones. Pero sigamos.
segundo acto: la guerra
La primera parte de la historia contiene una presentación
prometedora. Cinco parejas heterosexuales se preparan para poner a prueba su
amor exponiéndose a poderosas y constantes tentaciones sexoafectivas. Difícilmente
podrán engañarnos en esas circunstancias. Así que vamos a ver de qué está hecho el amor. Vamos a
ver si teníamos razón cuando decíamos que era sometimiento patriarcal, alienación
y engaño. Vamos a ver dónde radica esa insuperable diferencia de género que
arrastramos en una sociedad en la que el género está formalmente igualado. Comprobaremos
si, efectivamente, las mujeres son engañadas, maltratadas y subyugadas por la
ideología amorosa. Vamos, por fin, a ver a los hombres ponerse en evidencia.
Una gran parte de la audiencia no lo sabe, porque ni es feminista ni suspicaz
con las relaciones. Lo sabemos nosotrxs. En eso consiste el atractivo de esta
historia: en que por fin va a salir a la luz todo el submundo al que llevábamos
toda la vida anunciando. Por fin.
Esta es la presentación, el planteamiento, el primer acto.
Pero entonces llega el desarrollo, eso que llaman “nudo”. Y todo se tuerce.
Somos capaces de reconocer a los chicos en su papel de
maquinadores de la infidelidad: la tensión, los ojos fuera de las órbitas, la
verborrea vacía que pretende corregir la realidad y convencer de que no vemos
lo que vemos, la necesidad de recuperar algo el aliento mediante pequeñas
retiradas y concesiones; de encontrar un bastión de fidelidad en el que hacerse
fuertes: “Vale, me las follaría a todas, pero no me voy a follar a ninguna,
porque estoy enamorado”. Y somos capaces, por supuesto, de anticipar la caída.
¿Lograrán aguantar? ¿Conseguirán ocultarse? ¿Alcanzarán su objetivo de poner
los cuernos sin que las cámaras lo reflejen, tal vez bajo algún edredón, tal
vez terminado el programa, tal vez en su fantasía, cuando les toque volver?
Pero a las chicas no las reconocemos. No se trata ya de que
sospechemos enseguida que van a ser ellas las que ofrecerán el espectáculo de
caer en las tentaciones. Esto puede explicarse a través de la alienación y la
crítica al amor: el amor sirve tanto para someterlas a su pareja como a su
amante. Con la herramienta del amor siempre están expuestas, siempre obedecen.
Sin embargo, el sometimiento que observamos no es el que nos habían contado.
Estas mujeres no tiemblan ante la voz de su amo, ni se arrepienten por la
mañana de haber pecado, ni olvidan sus intereses cuando se las entierra en una
montaña de palabras. Estas mujeres no parecen esclavas. Es más, parece que
ellos fueran unos amos impostados, de puerta trasera, de día carnaval. Todo
recuerda mucho, está demasiado cerca, de la versión machista de las relaciones; demasiado cerca de que
tengamos que decir que el discurso machista no lo era.
Nuestra forma de interpretar el mundo empieza a tambalearse.
¿Qué está pasando? ¿Quién o qué va a sacarnos de esta?
Es entonces cuando llega la caballería. Menos mal. Y, a su
vanguardia, Roy Galán.
Se muy poco de Roy Galán. Solo lo que veo de él. Pero todo
lo que veo es igual. Un día explicaré en detalle lo que creo que hace Roy
Galán. Muchxs ya lo habéis concluido por vuestra cuenta. No es muy sofisticado.
Pero igual viene bien intentar exponerlo de forma ordenada. Quizás así demos un
paso hacia la superación de tantos roygalanes como nos toca sufrir.
Llega, como decía, Roy Galán, encabezando el feminismo al
rescate. Roy hace de Roy, y nos explica, básicamente, que tenemos que fijarnos
en una parte de lo que vemos, que es la que coincide con el relato que
esperábamos. Lo dice muy fuerte y muy sentidamente, casi al borde del llanto,
casi rogándolo de rodillas, como un buen hombre deconstruido que siente mucho,
y que está dispuesto a llorar y arrodillarse. Y a nosotrxs no nos importa
fijarnos en esas cosas que nos señala Roy Galán, en las que tiene razón. El
problema es que no nos da una versión integral de lo que está pasando. Y lo que
está pasando está pasando delante de nuestros ojos. El llanto de Roy también,
pero una cosa no borra la otra.
Mientras Roy llora y nos recuerda que no debemos hacerle
caso, ni escucharle siquiera, porque él es solo un hombre, en Villa Playa las
chicas no solo están poniendo los cuernos a saco, sino criticando con mucho
desprecio y poca coherencia los avances sexuales, bastante más pobres (si
exceptuamos, permítaseme por el momento, al famoso Tom) de sus parejas de la
otra villa.
Otras voces menos sospechosas, pero igual de desacertadas
que la de Roy, intensifican el fuego contra el resurgir del discurso machista.
Devermut nos habla de gaslithing, Irantzu Varela de heteronorma, Todo es cierto, pero todo es incompleto y, por
eso, impotente frente a la hegemonía. Sabemos que estamos produciendo
propaganda, argumentario de campaña para fieles que deberán enfrentarse a una
mayoría que dispone, al menos esta vez, de mejores armas. La bonita historia en
la que grandes grupos de población comprobaban que el feminismo tenía razón
cuando denunciaba que las mujeres eran víctimas de opresión en el espacio
privado, ese momento emocionante de la masa crítica, cuando la mayoría, la
hegemonía, la fuerza, cambia de bando, se estaba transformando en la historia
inversa, aquella en la que la rebelión es aplastada y parece no ir a ser capaz
de sobrevivir ni siquiera en el recuerdo. Ya no solo eran las concursantes,
ahora las invencibles influencers y periodistas feministas eran ridiculizadas
por defender lo indefendible; por demostrar, en definitiva, que nunca fueron
razonables. El programa estaba a tope de audiencia, pero nosotrxs nos
encontrábamos en pleno anticlímax.
No puedo extenderme lo que quisiera, pero creo que estos
refuerzos fracasaron porque llegaron demasiado pronto. Ante la evidencia de que
las mujeres no estaban quedando tan bien como se esperaba, se aprestaron a
corregir la realidad de un modo apenas distinto a como sistemáticamente hace el
machismo.
Pero el problema no podía ser que el feminismo se estuviera
equivocando porque el patriarcado, contra todo pronóstico, hubiera ya
desaparecido. El patriarcado tenía que estar allí aunque no lo viéramos. Creo
que el verdadero problema fue que nuestra incapacidad para explicar lo que
sucedía nos causó demasiada perplejidad. Eso no puede ser. No puede volver a
ser. No podemos creernos en la obligación de disponer de respuesta para
cualquier cosa. Había que confiar en que las conductas observadas, aunque
parecieran injustas por parte de ellas, debían ser consistentes con la teoría
feminista. Dado que solo teníamos la pregunta, lo suyo era indicar la pregunta,
no adelantar la respuesta. Había que confiar en el feminismo y no se confió.
Cuando el feminismo acudió en nuestra ayuda pareció una
legión infinita que sepultaría a la crítica machista en un tsunami de
argumentos bien trabados. Pero no lo era, porque La isla es un reality, y no se
podían dedicar grandes recursos a un reality. Así que solo nos habían enviado
un destacamento; un pequeño apoyo que había sucumbido por el camino. Y eso iba
a ser todo. Estábamos solxs.
Pienso que lo que se nos estaba escapando tenía que ver con
los bastidores del programa. Se han publicado análisis de interés que los incluían en
la ecuación, pero no he leído ninguno en el que se les atribuyera algo más que
una estrategia patriarcal plana: por un lado unos concursantes que procuran
engañar a la cámara apareciendo como buenos chicos igualitaristas. Por otro
unos productores entregados abiertamente al escarnio de las mujeres. Casi un
guión de serie mala; uno de esos productos de relleno elaborado por un equipo
de producción al que se le ha dicho: “chicos, el target son las mujeres. Tenéis
una semana”.
Y quizás esa forma de elaborar guiones era la que podía
darnos la clave.
tercer acto: el mito
Es posible que sea desde la necesidad de la producción,
asumida a regañadientes, de cumplir con ciertos estándares feministas legal o
culturalmente impuestos, desde donde se explique este resultado. Creo, por
concretar mucho más, que la necesidad de mostrar conflicto, combinada con la
necesidad de no mostrar machismo, tiene como consecuencia un casting sesgado en
favor de la conflictividad de las mujeres. Por eso nuestra primera impresión es
la de que ellos son chicos muy normales, muy majos, como cabe esperar, quizá
incluso un poco faltos de personalidad, pero perfectamente inocuos. Ellas, sin
embargo, están locas, son histéricas, agresivas, maleducadas, patológicamente
celosas y, por supuesto, infieles. Todos los problemas que en televisión
provoque una mujer entran dentro de los márgenes de seguridad que el
patriarcado ofrece a sus privilegiados. Un hombre conflictivo, sin embargo, uno
solo (el Yoyas, por ejemplo), destapa todo el pastel patriarcal. Mediante este
procedimiento la producción, por un lado, se somete a las exigencias de la
audiencia femenina y, por otro, ofrece una versión de la realidad perfectamente
funcional a la narración machista.
¿Recordáis a Daenerys? Es lo mismo.
Pero Daenerys es un personaje de ficción. Esa es la
diferencia que albergaba la sorpresa. Eso es lo que el patriarcado no iba a
poder controlar. Como en la mejor historia épica, el desenlace feliz, el clímax,
llegó desde donde ya no se esperaba, y en condiciones mucho más lógicas y
completas de lo que se esperaba. Fueron ellas, las propias concursantes, sumidas
ya para la audiencia en el papel de villanas infieles, violentas, egoístas y
despechadas, hijas sanas del feminazismo, las que consiguieron, unas más que
otras y cada una a su modo, desenterrar una verdad que ya empezaba a parecer
pura fantasía. El problema no era un problema en la pareja; el problema no era
una relación concreta de pareja. Las relaciones de pareja son el problema: “No
has hecho nada malo. No has sido infiel. Has cumplido con tu palabra. Pero, de
todos modos, te dejo”. Así dio voz Melody a la gran mayoría de sus compañeras,
de una y otra edición. Todo había estado perdido para ellos desde el principio,
porque una vez que las mujeres podían aislarse, reflexionar, comparar, observar
desde fuera y reforzarse entre sí, la pareja, cualquier pareja, el engaño de la
pareja, era imposible. Así que los hombres, como en la primera edición, como en
una película de zombis en la que se descubre que los monstruos solo pueden
sobrevivir 48 horas, fueron cayendo abandonados uno a tras otro sin que,
aparentemente, nada hubiera pasado. Algunos se lo esperaban, porque o sabían
(Tom, ahora sí) que su engaño era demasiado burdo para no ser revelado por las
cámaras, o habían constatado (Pablo) que su oferta era demasiado pobre para no
ser relegada en favor de una experiencia excitante. Pero otros, como Cristian,
la pareja de Melody, o Gonzalo antes que él, no podían entender que, habiendo
cumplido la misión de mantenerse fieles y enamorados, no obtuvieran como premio
la consagración de su relación. Igual que en la Ilíada, tras años de combates
confusos e inciertos, todo termina como desde un principio se sabía que debía
terminar porque, aunque Héctor era perfecto, Aquiles era invencible, y todxs
sabían, desde mucho antes de que las primeras naves aqueas atracaran en las
playas de Ilión, que lxs diosxs le habían concedido la victoria. Todo dependía
de que Aquiles, aquí la realidad, despertara.
Y, una tras otra, fueron poniendo en palabras, a veces en
falta de palabras, como pudieron, la evidencia adquirida de que la vida en
pareja, al menos la que estaban viviendo, era un agujero por el que se les
escapaba la vida. Y que no la querían. Y que querían hacer algo para salir de
allí, para asegurarse no volver, para no dejar la más mínima posibilidad de que
aquellas sí mismas que tanto tiempo habían caído en la trampa resurgieran y las
atraparan de nuevo. Unas se fueron solas, otras acompañadas, pero todas, casi
todas, sin el hombre con el que habían llegado, fuera este el que fuese, y hubiera
hecho ante las cámaras lo que hubiera hecho. La realidad había así respondido a
la ideología alienante; esta solo podía triunfar en la medida en que ocultara a
la otra, a la verdadera. Pero una vez que la realidad salía a la luz el juego
estaba perdido. El reality invertía la trampa: la pareja iba a someter a las
mujeres, daba igual la forma que adoptase. Pero la realidad las liberaría, daba
igual cuántos adornos tuviera la jaula.
En las palabras, y en las no palabras, de Melody, de Marta,
de Susana, de Melyssa, de Andrea, de Mayca o de Avelina, podemos intuir,
todavía hoy, el problema que no tiene nombre (), el papel de la esposa,
secundaria, sin vida ni identidad, maltratada (creo que el maltrato físico es
lo que se esconde tras los constantes ruegos de Marta para que Lester reconozca
que ha hecho “cosas”), absurdamente subalternizada a un sujeto dependiente e
inmaduro, tiránico desde su dependencia e inmadurez, caprichoso y trivial, que
regala chuches, hace tests de afinidad, o dedica su vida a certámenes de
bodybuilding. Esas mujeres, a veces nada reivindicables en otros sentidos, no
escapan a la marca de la feminidad, y esa marca aflora tarde o temprano, si se
le da ocasión, representando lo que tienen en común, lo que sufren en común,
con las otras.
En el programa la feminidad sometida y (al menos
parcialmente) liberada, la versión que el feminismo nos ofrece de la realidad y
de la pareja, afloraron espléndidas y triunfantes. Pero la historia, que
peligró por momentos, fue compleja, llena de artificios narrativos y trucos de
atrezzo. Para que luzca en toda su gloria es necesario que la ayudemos un poco.
Que la ordenemos. Que la limpiemos y recordemos.
Que la contemos.