AMOR. MICHAEL HANEKE
Termino de ver Amor y me
pregunto qué habrá encontrado el autor en su propia obra, una vez que se ha
enfrentado a ella terminada. Su historia, o tal vez su mensaje,
intolerablemente duros, obligan al espectador que los toma en serio a buscar
una alternativa al destino de los personajes cuando, en principio, parece que
la película nos quisiera mostrar y demostrar cuál es la única alternativa
posible. Me pregunto si Haneke también habrá sentido que la lucha de sus héroes
perdía sentido ante la parvedad de su tirunfo.
Entendemos desde el principio que la pareja está bendecida por la
fidelidad de su relación, y que gracias a que ésta existe, su final recupera
una dignidad de la que estarán privados la mayoría. Sin un compañero que asuma
como propio el destino de la parte débil, enferma y desvalida de la pareja,
comprendemos que Anne caería en una degradación inhumana de la que ninguna otra
persona alrededor estaría dispuesta a librarla. Es Georges, su compañero de
siempre, quien consigue que, dentro de lo posible, el final de ella conserve
algo de coherencia con el resto de su vida.
Pero nos es difícil dejar de pensar que la situación ha sido injusta
para ambos hasta un ensañamiento cruel. La vejez ha transformado de pronto a
estas dos personas en seres inmensamente desgraciados y esto, llegamos a
comprender cuando reflexionamos después, cuando comparamos su vida con la
previsión que hacemos de la nuestra, es lo mejor que les podría haber pasado.
Lejos de descubrirse inesperadamente ante una situación singular que requeriría
de individuos especiales para hacerle frente, los personajes se encuentran con
la más normal de las circunstancias frente a la que ni el esfuerzo más lúcido y
generoso consigue un éxito sustancial.
Ofreciéndonos una lección de dignidad, Haneke no nos dice cómo superar
el problema. Se diría que quiere concienciarnos sobre el difícil momento que a
todos se nos avecina y la prueba extrema que constituirá para nuestro
desarrollo moral. Pero el espectador se ve expulsado de esta victoria pírrica y
acaba coqueteando con los villanos: si la vida tiene un final indefectiblemente
miserable, tal vez merezca la pena cortar ese final de raíz, olvidarlo y
olvidar a quien lo padece, mientras no nos toque, y asumir el precio de
enfrentarnos a él en la más derrotada soledad.
Me cuesta creer que la película pueda tener esa intención. El foco está
tan centrado sobre la lucha de los protagonistas por conservar su condición
humana hasta el final que dudo mucho que ninguna solución alternativa sea la
verdadera propuesta. Pero es imposible no buscarla.
Amor tiene un título perfecto porque nos
enfrenta, como quizás no lo había hecho antes el cine, a una de las grandes
paradojas del amor: el peso de la venidera tercera edad a la hora de decidir
quién es la pareja más adecuada hoy; el amor como inversión de futuro, como
contratación de mano de obra en la vejez al precio de entregarnos como mano de
obra nosotros mismos.
El amor nunca dirá “te quiero porque creo en ti como enfermera entregada
a mis futuras discapacidades”, pero no podrá olvidar que, quien sigue sus
reglas decide, en el entusiasmo romántico de hoy, al reparador de sus
desarreglos mañana. Quien no convence hoy de comprometerse hasta el final será
necesariamente dejado al margen. Pero esa lógica debería aceptar también su
equivalente simétrico, por despiadado que suene: quien escapa mañana a la
expectativa creada hoy, podrá ser abandonado. Si esa expectativa era un
envejecimiento sin dependencia, la víctima será legítimamente repudiada por
incumplimiento de contrato.
El amor como proyecto de
envejecimiento en compañía.
Ésa es la forma más cruda que el desencanto llega a poner ante nuestros ojos
cuando la ambición de felicidad ha sufrido lo suficiente como para dejar de
eclipsar la realidad. Pero que el envejecimiento sigue siendo mucho peor que
amargo, y que sólo una de cada dos personas que entregan su vida a la pareja
lograrán el objetivo de no morir solas, eso no solemos tenerlo en cuenta, al
menos hasta que no vemos Amor.
Dejémonos de ilusiones y frivolidades juveniles y pensemos sólo y
exclusivamente en la vejez y la muerte, que es el momento donde se librará la
batalla más amarga y frente a cuyo fracaso todos los éxitos anteriores
parecerán burlas. Si ya sospechamos habitualmente que la efusión afectiva del
enamoramiento sirve para ocultar finalidades inasumibles desde un juicio frío,
ahora nos devora el pánico que sólo nos deja ocuparnos de cómo hacer el final
lo menos doloroso posible.
Así que nos preguntamos: ¿No hay otra forma de hacerlo? ¿No se pueden
organizar las relaciones de modo que el resultado no sea indefectiblemente
éste? Y ésa es la pregunta que debe permanecer con nosotros porque,
efectivamente, dedicar la vida a paliar el dolor de su final parece un mal
chiste existencialista.
¿Por qué aceptamos de manera tan dócil que la vejez es el destino del
amor? Nos parece natural que el compañero sentimental, el co-progenitor de
nuestros hijos, sea el último eslabón en la cadena de la soledad. Lo aceptamos
porque entendemos que, si no podemos esperar esa fidelidad del amor, que es la
mayor de las amistades, ¿de quién podemos esperarlo? Pagamos caro haber asumido
toda la vida esta jerarquía en las relaciones. Llegado el momento, todos tienen
demasiado trabajo consigo mismos o con sus propias parejas para que las
dificultades de la vejez se conviertan en un destino común, comunitario,
compartido, en el que ni cuidado ni cuidador caigan en la soledad y la
inhabilitación más devastadoras. La unión reproductiva arrastra consigo un
sinnúmero de otras uniones, claves en la vida de un ser humano como tal, pero
que nuestra cultura sigue considerando de relevancia secundaria,
suficientemente triviales como para improvisar su parcheo cuando se descubra
que nunca fueron objeto de verdadera ocupación. El amor, ahora se evidencia, no
se caracteriza por unirnos a otra persona, sino por separarnos del resto en esa
unión y condenarnos a una soledad compartida con otro ser inmensamente solo.
Pero la palabra “amor” ocupa hasta tal punto nuestro entorno cultural
que la evidencia de la infelicidad queda silenciada. El espectador vive la
angustia postproyección como un problema personal y, cual víctima del síndrome
de Estocolmo, cual maltratado crónico, vuelve la mirada al amor como única
esperanza. No comprende que esta esperanza no se fundamenta en la libertad y el
poder que el amor le da, sino en los que el amor detenta para sí,
convirtiéndolo a él en su esclavo.