Observo con algo más que preocupación cómo la liberación sexoafectiva buscada con los nuevos modelos de relaciones adquiere una deriva neoliberal. Podría parecer que no hay nada de lo que sorprenderse, y podría pensarse, incluso, y con buenas razones, que ese giro no es tal, sino el espíritu mismo que habitaba en el origen de estos modelos.
Me abstendré de hacer una valoración en firme sobre la
existencia o no de ese origen neoliberal. Sólo recordaré, porque se olvida, que
en 1969 Shulamith Firestone nos advertía contra la trama de la liberación
sexual, cuya verdadero objetivo era poner el cuerpo de las mujeres a libre
disposición de la hermandad masculina.
La importancia cobrada por el tema del libre consentimiento en estos nuevos modelos es uno de los síntomas donde esta deriva
se aprecia en estado más puro. Desde el feminismo, el problema del libre
consentimiento gira en torno a la discriminación entre sexo voluntario y
agresión sexual. En ese ámbito, la pregunta es: ¿Qué condiciones son necesarias
para que una relación sexual se considere libremente consentida? Todo el peso
recae, lógicamente, en el análisis de estas condiciones, y en descubrir cuáles
de ellas han sido históricamente consideradas suficientes cuando, en realidad,
no lo eran. Se trata de un uso restrictivo del concepto de “consentimiento” que
se centra sobre la persona que consiente, y su corolario es: “No todas las
relaciones sexuales que hasta ahora se han considerado legítimas lo son en
realidad, incluso cuando aparentemente existe libre consentimiento”.
Pero en su modalidad neorromántica el peso del debate se ha
desplazado hacia otra perspectiva radicalmente distinta. La pregunta se enfoca
ahora sobre las nuevas sexualidades, y busca el modo de que éstas se lleven a
término, para lo cual necesitan, lógicamente, del consentimiento. La pregunta
pasa a ser: “¿Cómo debo plantear un deseo sexual para que éste logre el
consentimiento?”. No se trata ya, como se ve, de una pregunta restrictiva, sino
expansiva, cuyo fin deja de ser reducir el espacio de consentimiento al
consentimiento verdadero, y pasa a ser aumentarlo.
Esto encaja bien con la advertencia de Firestone. El libre
consentimiento del feminismo se trataba desde la persona que debe darlo (las
mujeres), y profundizaba en el análisis de sus derechos. El consentimiento
desde la sexopositividad (a la que me he referido antes, con toda intención,
como “neorromanticismo”) es el de quien debe obtenerlo. Por el camino se ha
perdido el adjetivo “libre”, porque una vez puesto fuera de la persona que lo
da, el consentimiento se convierte en un contrato vinculante, cuya virtud para
el contratista es que la libertad se dé por hecha. Poco importa que yo intuya
que esa libertad no existe, o que ha dejado de existir, o que en el futuro será
entendida como inexistente. Yo dispongo de la firma llamada “consentimiento”, y
esa firma me permite tratar al contrato con la categoría de ley.
Esta distinción nos permite entender el problema ético con
el que nos está enfrentando el tema del consentimiento, y sobre todo el
problema con el que se enfrentan lxs “contratadxs” (especialmente las mujeres)
en los entornos de las nuevos modelos de relación sexosentimental. Lejos de
restringirse la degradación entre personas que se lleva a cabo a través del sexo,
las fantasías han adquirido una herramienta de legitimación universal. Todo es
legítimo si va acompañado del consentimiento (lo cual deja fuera a niñxs,
discapacitadxs psíquicos y animales). El sexo se convierte, por lo tanto, en un
espacio amoral, donde nada es moralmente juzgable porque todos los significados
son reinventados en él desde la libertad y madurez de lxs participantes.
O eso, que podría ser, u otra cosa, a las claras mucho más
verosímil, que es que la liberación sexual llevaba, en su seno, el espíritu del
neoliberalismo, y ha conseguido dar un paso más hacia la creación de
desigualdad, encontrando el medio de crear esclavxs sexuales y venderlos como
si fuera desarrollo.
“Decir que una persona que da su consentimiento no lo hace
libremente es machismo”, nos dirán, “paternalismo, e implica que las mujeres no
pueden decidir por sí mismas”. Por supuesto que no pueden, cabe contestar. Ni
nosotros tampoco. La prueba son las barbaridades a las que queremos someterlas
y con las que estamos construyendo una cultura aberrante de la sexualidad
alternativa.
También podemos remitirlos, por ejemplo, a la XII Escuela de Feminismo
Rosario Acuña, donde algunas de las principales autoridades intelectuales
del feminismo en castellano hablan sobre el tema. Ésas que, como los buenos
economistas cuando se habla de “economía real”, brillan por su ausencia en los
argumentarios de lxs apologetas del
consentimiento.