A estas alturas ya hay bagaje para valorar si nos va bien
con el término “aliado”. Y parece que nos va mal.
Una vez agotada su novedad la comparación con el clásico “feminista”
no parece arrojar grandes ventajas. Por un lado sí, evita el borrado de las
mujeres y la usurpación. Por otro suena tan adulador y a la vez autoelogioso,
tan mezquino en definitiva, que parece justo el término que elegiría un
infiltrado.
El término “aliado” tiene dos graves defectos fundamentales
con respecto a “feminista”, aplicado este a un varón. El primero es que designa
una conducta. El feminismo es muchas cosas, unas teóricas y otras prácticas.
Quien es feminista, que nunca lo es ni deja de serlo del todo, dado que todxs
nos movemos en una franja de niveles de igualdad correspondiente a nuestro
contexto histórico y cultural, puede serlo de manera combinada, teórica y
práctica, pero también puede serlo de manera descompensada. Eso es propio de
cualquier ideología que vaya acompañada de un movimiento social o incluso de la
que, simplemente, pueda derivarse una práctica.
Si decimos que X es marxista no estamos concretando en qué
sentido lo es. X puede ser experta en marxismo, o puede llevar una vida que
Marx aprobaría, o puede, simplemente, autodesignarse así. X puede ser, incluso,
burguesa, es decir, enemiga de clase del marxismo. En tanto que no concretemos
en qué sentido es marxista la categorización no tiene por qué ser incorrecta.
Esa incertidumbre debe ser asumida en su uso. Es una limitación en el término
que sirve para disponer de su generalización. Si ser marxista fuera una cosa
muy concreta todos los sujetos que quedaran fuera caerían bajo la categoría “no
marxista” de un modo indiferenciado que aumentaría la confusión. Para que “marxista”
nos dé más información debemos seguir preguntándole y añadiéndole nuevos
términos.
Sin embargo, cuando decimos que Paco es aliado hemos
concretado mucho más. Paco no está necesariamente de acuerdo con la teoría,
aunque seguramente se lo atribuyamos. Lo que sabemos con certeza es que Paco ha
sellado una alianza, es decir, que está fiablemente comprometido con llevar a
cabo conductas coherentes con los postulados feministas.
“Aliado” es, por lo tanto, una categoría práctica y, por lo
tanto, moral. Nada en contra de las categorías morales, salvo, lógicamente,
cuando son a priori. Si Paco dijera de sí mismo que es generoso, prudente o
sincero lo único que sabríamos de Paco es que es alguien que exige de nosotrxs
una confianza que le beneficia. Paco pide que se le atribuya, a priori, la
categoría “bueno”. Paco es, al menos en este sentido, malo.
La autodesignación “aliado” es de esta naturaleza. Es, por
lo tanto, no un paso menos, si un paso más que la autodesignación “feminista”.
El feminista puede reducir su feminismo a una admiración intelectual. El aliado
va más allá: hace cosas. ¿Qué cosas? No lo sabemos, pero en tanto que las hace,
ya merece más compensación que el feminista.
El segundo defecto se deriva del primero; se trata de la
falsa modestia. Un aliado no solo se autodesigna como sujeto activo en el
movimiento feminista, sino que con ello efectúa también un supuesto gesto de
humildad que lo proyecta a una categoría superior a la del hombre feminista.
Ese menos-es-más no tiene, además, contraprestaciones. Fuera del feminismo lo mismo
da ser feminista que aliado. Dentro, un aliado es superior. ¿A cambio de qué?
De nada; de la autodesignación misma. Es esa autodesignación, y ninguna otra
cosa la que, a la postre, es valorada como el acto feminista que lo legitima: “Aunque
no haga nada más ya ha hecho algo: ha dado un paso atrás.” ¿Lo ha dado? No lo
sabemos, pero en tanto que se trata de una categoría práctica, es decir, que designa
una práctica, debemos entender que lo da realmente, que lo ha dado, que suele
darlo, que lo está dando ahora, lo parezca o no.
Aún hay un tercer problema con la designación “aliado”. No
me extenderé sobre él por razones de espacio y por conservar la fuerza
persuasiva del texto. Lo dejaré solo enunciado con vistas, o no, a ulteriores
desarrollos: distinguir feminista de aliado tiene como consecuencia la
subjetivización de la teoría feminista, dado que establece sujetos de
enunciación privilegiados cuyas posiciones prevalecen sobre la fuerza de los
argumentos. Frente a la tendencia naturalmente democrática de la racionalidad recogida
en la frase “la verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero”, la categorización
entre sujetos que teorizan tiene como consecuencia no que unos reciben
prioridad con respecto a otros (esto sería lo de menos) sino que cualquier idea
puede escudarse en la categoría del sujeto que la enuncia, o quedar indefensa
ante el que no lo hace. Pero mantengamos el foco en las dos críticas previas.
Lo que se ganaba con el término era, como decía al principio,
evitar la usurpación en el feminismo; evitar confundir tanto al sujeto del
feminismo (las feministas) como al objeto (las mujeres). El feminismo no debe
ser ni de los feministas ni para los feministas. Una vez que son llamados “aliados”
el peligro se disipa.
No creo que sea así. ¿Un feminista sustrae, conserva, en la
práctica, más privilegios que un aliado? Con respecto al uso de la palabra
entiendo que la autodesignación es indiferente, dado que se trata de distinguir
a hombres de mujeres, y la socialización de género hace que para ello no se
requiera terminología alguna. Un hombre feminista, en tanto que tal, no posee
grandes ventajas sobre un aliado a la hora de acaparar la palabra. Si hablamos
de otro tipo de interacciones, es notorio que el aliado se ha ganado, gracias a
su “humilde gesto del paso atrás”, un salvoconducto, convirtiéndose en el
hombre deconstruido, inocuo y seguro, de referencia.
En mi opinión “hombre feminista” es una designación (para las ocasiones en las que esta es necesaria, que son muy, muy pocas) más que
suficiente, como lo es la de “marxista burgués”, siempre que se lleve hasta las
últimas consecuencias y se deje atrás la traicionera tendencia a entenderlo
como un oxímoron asumiendo que, “dado que un hombre no puede ser feminista, si
es feminista será que no es hombre”. Nada debe asombrarnos de que los conflictos
generen tránsfugas, pero un tránsfuga ni está del todo en un lado ni lo está
del todo en el otro; el segundo transfuguismo siempre será más fácil que el
primero. Ser hombre, ya se sea feminista, pelirrojo o en cuclillas, significa
pertenecer al sujeto opresor del patriarcado, y la estructura opresora tendrá grandes
beneficios que reportarle y estará ahí para tentarlo siempre. Un hombre
feminista es un hombre, y debe llevar a todas horas y en todas partes su
designación completa. Esa que se ha apocopado, con tan inquietantes
consecuencias, en “aliado”.