La razón de ser del sexo, es decir, la posesión, sólo puede experimentase como un mal. Recibimos continuamente el mensaje contradictorio de que es malo poseer y poseer sexualmente, así como de que debemos hacerlo para conservar nuestra identidad, nuestra existencia, nuestro ser.
Del mismo modo que calificamos a la naturaleza de cruel porque hace que sus criaturas se despedacen entre sí para poder sobrevivir, la cultura sexual afirma que sólo quien posee y deja tras de sí un poseído, puede decir de sí mismo que "es".
El placer del sexo es el de lograr la supervivencia mediante la realización de un mal reprobado con fiereza y, a la vez, consentido. Entendemos el sexo sólo a través del morbo, de la prohibición, de la condena moral por destruir el ser del otro, porque sin esta contradicción tendríamos que reaprender el sexo.
Ni queremos que nuestro ser se consuma en la inanición sexual, ni queremos dejar de sentir el placer convulso y furioso de matar con el sexo para alimentarnos de la vida de nuestra víctima.
¿Qué sería de nuestra vida, nos preguntamos angustiados, sin el reducto del sexo como lugar donde experimentar el placer de matar?
Fuerzo el significado de “morbo” como “curiosidad malsana” para aplicarlo al interés por una acción que se caracteriza por dos condiciones.
La primera, de la que ya se ha hablado, es que está cumplida antes de realizare. La segunda es que se vive como moralmente contradictoria: En el placer morboso de la relación sexual se intuyen tanto el desplazamiento de lo que se supone que debe ser a lo que en realidad es, como la transformación de la actividad colaborativa en actividad competitiva que nos enfrenta al otro en secreto. El sexo es el lugar para un mal socialmente justificado, y lo que fue morbo producido por el sexo mismo como actividad prohibida se convierte, tras la supuesta desaparición de la condena social contra el sexo, en morbo producido por la posesión injustificada del otro.
El acto sexual, tal y como hoy lo entendemos, no puede renunciar, sin transformarse sustancialmente, a ese carácter de espacio donde se disfruta de permiso para realizar un mal deseado. Es difícil determinar en qué medida la relación malsana del sexo con la posesión es la búsqueda de un mal sustitutivo a la condena del sexo en sí como actividad sensual. El sexo que no se debía hacer porque en sí era el mal, y que recibía de esta condena un importante componente de placer en forma de morbo satisfecho (aunque la condena social tenía que ver, por supuesto, con el hecho de que el sexo constituía posesión, pero, precisamente por existir consciencia de ello, al morbo por la posesión se le añadía el de la actividad sensual misma, sobre la que pesaba el grueso de la condena), busca después, tal vez, material para orientar ese morbo huérfano.
Pero, a día de hoy, el acto sexual no engaña a la moral por entregarse al sexo, sino por hacer mal uso de él, por instrumentalizarlo para poseer.