Fruto de la inquietud consustancial a nuestra especie, de su
incesante deseo de mejorarse, y de especialísimas circunstancias históricas que
son hoy proclives a la creación y
difusión de nuevas ideas e investigaciones, nos encontramos ante un momento de
extraordinaria fecundidad intelectual.
Disfrutemos como se merece el privilegio de ser partícipes
de tan estimulante periodo de la historia.
Pero complacernos en ese gozo es el primer paso para
poner nuestra dicha en peligro. Junto con ella debe nacer en nosotras el deseo
de ser fieles guardianas de este tesoro, para que sus frutos sean no sólo
numerosos, sino también sanos y duraderos.
Es este sentido de la responsabilidad el que me lleva a dirigirme
a vosotras para contribuir, no a aumentar el número de las ideas nuevas, sino a
reducirlo, separando el polvo de la paja, y lo admirable de lo ridículo.
Mi objetivo aquí es desmontar, de manera completa y
definitiva, la más absurda de las invenciones que, aprovechando esta tempestad
de vigor creativo, ha conseguido alcanzar ya una atención muy superior a la que
merece y a la que, sin duda, habría obtenido en cualquier otra época.
Como muchas ya habréis adivinado, me estoy refiriendo a la
absurda afirmación, tan atractiva para algunas de las mentes más brillantes de
nuestro tiempo, de que los hombres son iguales a las mujeres o, fruto de un cambio
social, podrían llegar a serlo.
El verme obligada a realizar esta exposición refleja ya que
nuestro sentido de la verdad ha debilitado su más importante herramienta, que no
es otra que atenerse rigurosamente a lo que dicta la evidencia empírica y toda
aquella información incontrovertible a la que accedemos a través de nuestros,
cuando son correctamente interpretados, infalibles sentidos.
¿Es necesario recordar hasta qué punto salta a la vista que
la distancia que separa a un hombre de una mujer es clara y distinta? ¿Y no es
la mejor prueba de dicha distancia el que, en defensa de esa supuesta igualdad,
hayamos perdido el sentido de lo científico? La historia del saber ha avanzado
hasta hoy por un camino crecientemente riguroso. Sólo ahora, para demostrar lo
indemostrable, ha dado por primera vez un paso atrás, poniendo ante nuestros
asombrados ojos argumentos propios de otras épocas; épocas donde la demagogia y
la superstición disfrutaban de un prestigio similar al de la ciencia.
¿Y no ha sido éste, precisamente, el resultado de incluir en
nuestras discusiones argumentos que provienen de lo que se ha dado en llamar
“pensamiento masculino”? No debería hacer falta decir más. En el momento en el
que los templos del saber, donde se había congregado lo mejor de nuestra
especie, han recibido la visita de quienes no estaban naturalmente preparados
para ellos, se han convertido en mercados de la argumentación y santuarios del “todo
vale”. Las ágoras son ahora zoos filosóficos, donde un ladrido es tan bueno
como un silogismo.
Se me dirá que odio a los hombres, y que pretendo conservar
privilegios usurpados a ellos. Nada más fácil de refutar.
Admiro a los hombres, hasta el punto de considerarlos
infinitamente más hermosos que nosotras. Sí, no me arredra decirlo, porque nada
que los ojos puedan constatar debe encontrar escollo en su expresión. ¿Cómo no
admirar su fuerza, su resistencia, su agilidad? ¿Cómo no extasiarse en la
contemplación de esos cuerpos musculados, armónicos, cargados de energía,
nosotras, que apenas tenemos la constitución suficiente como para acarrear un
par de tomos de derecho civil, o una simple pistola? Un hombre es como un puma.
¿Qué digo como un puma? ¡Como un león! ¿Qué sería de nosotras sin su fuerza?
Justo es reconocerlo. Hagámoslo, pues, con toda generosidad.
¿Quién construiría nuestras edificaciones? Recordad que no
siempre dispusimos de máquinas. Hubo un tiempo en que sólo sus vigorosos brazos
podían mover los inmensos bloques de piedra con que nuestras mentes concebían
los proyectos más faraónicos. Sin ellos habrían sido imposibles, y nos
habríamos tenido que conformar con modestas construcciones de piezas
minúsculas, adaptadas a nuestras delicadas manos. ¡Y con qué noble resignación
lo hicieron! ¡Cuántos nombres de hombres anónimos podrían escribirse sobre los
muros de nuestras ambiciosas creaciones, en justo pago por la entrega de su
fuerza, y hasta de su vida!
Mirad, mujeres, a vuestro alrededor. Sed justas. La fuerza
de los hombres os da de comer y de beber, porque los campos son labrados con
sus brazos y los pozos excavados con los embates que nacen en sus anchas
espaldas. Vuestras calles están limpias porque ellos las barren, vuestras casas
están ordenadas porque ellos las atienden, vuestra ropa está impoluta, porque
ellos la lavan, la planchan y le proporcionan los mil cuidados necesarios e
invisibles que vosotras nunca podríais dar y, con demasiada frecuencia, no
sabéis apreciar.
¿Y vuestras hijas? ¿Cómo podríais disfrutar de sus mejores
momentos si no hubiera quien se encargara de todo lo demás? Una sola niña
requiere el cuidado de uno o dos hombres a tiempo completo. ¿Sabemos
reconocerlo? No. ¿Sabemos agradecerlo? Aún menos. ¿Somos capaces de imaginar lo
que sería de nuestra vida sin ellos? Ni por un momento.
La naturaleza nos ha concedido el mejor regalo posible. El
complemento perfecto a nuestra imaginación: Un brazo con el que ejecutarla.
Nuestro agradecimiento y nuestra admiración no deberían tener fin y, sin
embargo, sí, hemos sido demasiado arrogantes para concederlas.
Pero ese brazo, no nos engañemos, es un brazo. Con cerebro,
sin duda, y a veces asombroso y capaz de producir mil habilidades chocantes y
singulares, pero siempre subordinado a su función primordial: Manejar un juego
de músculos.
Nos están hablando de ciencia, dicen, y apelan,
precisamente, al tamaño de nuestros cerebros, como si el simple tamaño de un
cerebro fuera en consonancia con la inteligencia que éste es capaz de desplegar.
Ésa es la ciencia con la que juegan y, probablemente, la única que su
pensamiento puede llegar a entender. Si por ellos fuera, pondrían en la cima de
la evolución a los cetáceos, deslumbrados por las dimensiones colosales del
encéfalo de estos animales.
Pero permitidme, de entre una infinidad de datos
verdaderamente científicos disponibles, a cuál más persuasivo, uno sencillo y
contundente. ¿Sabéis cuál es el peso del cerebro de un hombre? Efectivamente: el
mismo que el de una mujer. ¿Y sabéis cuál es el peso de su cuerpo? ¡Casi el
doble! Esto significa que su coeficiente de encefalización es poco más de la
mitad que el nuestro. Significa, por tanto, que la mayor parte de esa masa
cerebral está destinada a la coordinación de un cuerpo sobredesarrollado, y que
poco queda para la conciencia reflexiva. Significa, por decirlo en términos
coloquiales, que la diferencia de inteligencia entre una mujer y un hombre es
aproximadamente la que existe entre un hombre y el más desarrollado de los
primates. Efectivamente, queridas amigas, haced que los hombres den un solo
paso atrás en el desarrollo evolutivo de su intelecto, y os los encontraréis de
nuevo subidos a los árboles y jugando con sus heces. No lo olvidéis cuando
porfiéis en argumentar con ellos, ni cuando tratéis de explicarles estos cálculos
y sutilezas.
Aún os ofreceré una razón más, dado que es el lenguaje de
las razones, y no el de las pasiones, aquél que nos caracteriza como mujeres. Muchas
de vosotras estaréis al corriente de las investigaciones realizadas sobre la
inteligencia social de los animales. Sabréis que, entre especies similares, son
más inteligentes aquéllas que tienden a establecer comunidades más numerosas.
Así, inteligencia y socialización van unidas. Y yo os pregunto: ¿cuál es el
acto de socialización por excelencia, aquél que implica una unión más
prolongada, íntima y completa entre seres diferentes? No cabe duda: la
gestación. Nuestra capacidad para ser madres nos convierte de forma automática
en seres intelectualmente mejor dotados. Hemos nacido maestras, psicólogas,
doctoras y filósofas, porque en nuestras manos está la conservación de la
especie y la transmisión de su cultura desde antes mismo del nacimiento. Si un
grupo de mujeres y hombres fueran aisladas en una isla desierta y tuvieran que
hacer surgir su organización social desde cero, la maternidad sería suficiente
para convertir a las mujeres en líderes, y a los hombres en abnegados
servidores dedicados a las tareas domésticas y elementales. Su estúpida fuerza
caería de inmediato bajo el dominio de nuestra inventiva, como caería el uso
del fuego o de un palo.
De modo que nada puede concebirse más forzado e insensato
que esa supuesta igualdad latente en el seno de nuestras diferencias. ¿Imagináis
que, por un inesperado capricho de la historia, los hombres lograran que se
llevara a efecto en alguna de las dimensiones que sus delirantes discursos nos
proponen?
¿Imagináis que los hombres pudieran redactar leyes? ¿O que
fueran jueces? ¿O siquiera abogados? ¿En qué parodia se convertiría entonces un
tribunal? ¿Serían capaces de refrenar sus impulsos musculares, su estúpida
sensiblería, sus hormonas disparadas, la frustración al ver su raciocinio al
límite de sus posibilidades, y fuera de sus habilidades naturales, o se
echarían a llorar, como acostumbran, al primer fracaso? Es más, dado que su
corta inteligencia les lleva tantas veces por las vías del delito, ¿cómo
podrían juzgarse a sí mismos? ¿De cuál de sus músculos extraerían la necesaria
objetividad? Y si no pueden juzgar, ¿qué diremos de dirigir? Una familia, una
empresa, ¡un Estado! ¿Qué haría un hombre al frente de un Estado? ¿Convertirlo
en un continuo espectáculo circense? ¿Cuál sería su industria? ¿La de barrer y
fregar? ¿En qué consistiría un comercio dirigido por hombres? ¿Lavanderías? ¿Y
una guerra donde pudieran ser otra cosa que soldados? ¿Imagináis un Estado
Mayor compuesto por hombres? ¿Imagináis el tipo de estrategia que se pergeñaría
allí? ¿Una guerra de besos, tal vez? No os burléis, amigas. No pretendo hacer
escarnio de los hombres, sino reflexionar serena y objetivamente, ya que a
ellos no les ha sido concedido ese don, y reprobar, en todo caso, a las que,
como algunas de vosotras, habéis cedido a sus ruegos por una blandura de
corazón que os es impropia.
Dejémoslos a ellos, esos brutos admirables, con las tareas
propias de su sexo, entre las que se encuentra, no lo olvidemos, satisfacer
nuestro apetito más primitivo. Y dediquémonos, con más ahínco si cabe, a
aquello que mejor sabemos hacer, tal vez, seamos humildes, lo único para lo que
estamos llamadas, pues ningún otro ser lo está tanto como nosotras: pensar,
organizar y dirigir.