jueves, 2 de noviembre de 2023

Deseo vs rutina. Una propuesta de superación

 

Hasta hoy hemos abordado la salida al laberinto en el que el sexo nos atrapa mediante dos estrategias basadas en la reducción de su poder. Tanto la designificación del sexo como la práctica de un sexo sin objeto de deseo tienen como consecuencia una experiencia más abierta pero también más serena y limitada a sí misma. Este sexo menos ambicioso permite que el contenido principal de las relaciones se desplace hacia el lugar que le es propio: la comunicación. Relacionarse será, nunca solo, pero sí sobre todo, y organizándolo todo, contarse. Tanto el contenido de lo contado como la capacidad para contarnos crecerán más allá de la casi trivialidad que conocemos y alcanzará las áreas de mayor significación e influencia, algunas de ellas prerrogativas, en demasiadas ocasiones, del sexo. Aspiracionalmente nos contaremos lo que somos, lo que necesitamos ser, lo que buscamos ser, y nos lo planearemos, programaremos y reforzaremos a través de una palabra a la que no le escatimaremos el uso de otros lenguajes. Esa intimidad extrema es hoy presa del sexo y, por ello, pura inercia relacional, simple sentir la intimidad sin capacidad para elegir su forma, su contenido, su dirección; intimidad que lo es hasta que se nuestra mirada la desvanece. 

Las dos estrategias arriba mencionadas han recibido la crítica de que con la reducción de su poder el sexo se torna débil también ante sí mismo, es decir, que las prácticas sexuales acaban diferenciadas entre ágamas y normativas, conservando las normativas un atractivo difícil de confrontar políticamente.

La estrategia que añadiré con este texto (el término “estrategia” desnaturaliza la práctica y nos hace olvidar que el sexo normativo también constituye una estrategia) busca debilitar el sexo normativo también por ese flanco, ofreciendo un sexo ágamo no solo más gozoso (eso ya podía serlo) sino más espontáneamente intenso y exaltado. Esa será su virtud, y su defecto el de no contribuir explícitamente a vaciarlo. La resignificación sexual de la que hablaré convive necesariamente con la significación gámica y amorosa que buscamos abandonar, y el peligro de que sea contaminado por ella es elevado. No perdamos de vista, entonces, que manejamos material inflamable, y que la prudencia nos permitirá avanzar más rápidamente que la prisa. Tomémonos lo aquí expuesto, al menos de momento, mientras recorre su indefinida fase experimental, como una forma de combatir el sexo normativo y su tendencia a generar inestabilidad relacional, allí donde este parezca imperar incontestado.

La cultura gámica conlleva el aunamiento de dos cosas difícilmente aunables. Por un lado pretende que el gamos se establezca con quien es nuestrx mejor posible compañerx. Como si de la designación de nuestrx mejor amigx se tratara, elegimos en posición prioritaria a la persona con la que vamos a tener una interacción prioritaria. Por otro, esa persona debe ser nuestro principal objeto de deseo sexual. El sexo no es otra de las cosas que se añaden a la interacción general, entre las que puede haber irregularidades y carencias. El sexo es la numero uno, la que no puede faltar. Ser el principal objeto de deseo sexual esta, en la práctica, al mismo nivel que ser la mejor amistad.

Todxs estamos familiarizadxs con las dificultades que crea esta doble condición casi imposible, y muchxs sabemos que los gamos no son el cumplimiento, no ya de las dos, sino de ninguna de las dos condiciones, toda vez que para no caer en el incumplimiento insostenible de una hace falta renunciar al cumplimiento perfecto de la otra. Así, las parejas no son ni la persona más deseada ni la compañera más cómplice, sino una mezcla de ambas que deja fuera a las personas verdaderamente idóneas en cada uno de los parámetros. A esto se añade un segundo problema, y es que mientras que uno de los factores, la amistad, tiende a veces a crecer, el otro, el deseo, parece tender invariablemente a menguar.

Conocemos varias formas de afrontar el problema de que la pareja no sea nuestrx mejor amigx o de que nuestro deseo se oriente fuera de ella. La primera, la de la monogamia indisoluble, es el voluntarismo: tomar una buena decisión, la mejor posible, y después trabajarla o, en el peor de los casos, resignarse a cómo nos quiera salir el producto, sabiendo que cualquier cambio mejoraría, tal vez, uno de los parámetros, pero difícilmente la intersección entre los dos. La distancia entre esas dos idoneidades y la pareja se resuelve con distancia psicológica entre lxs miembrxs del gamos, falta de confianza, soledad; la famosa soledad de la pareja, la famosa condición de la pareja como fuente de una soledad más intensa que su ausencia.

La segunda es la de la monogamia secuencial: las parejas sucesivas se establecen por destacar en alguno de los dos aspectos, o incluso en su intersección. No es grave que fallen, sin embargo, porque la sustitución se da por segura, y lxs participantes en el gamos solo esperan a que unx de lxs dos se sienta insatisfechx para disolver la formación. La vida relacional se convierte en una cadena de relaciones que entra en contradicción con la primera exigencia, la de la amistad: si las parejas deben romperse periódicamente las amistades que quedan serán malas, regulares o buenas, pero nunca las mejores, porque la mejor debe ser siempre la pareja actual que, a su vez, es consciente hoy de que pronto dejará de serlo. La monogamia secuencial es la renuncia, no solo a vivir el encuentro con personas, puesto que ese encuentro es intercambiable y por ello anónimo y solipsista, sino incluso a construir compañías para la vida, salvo si por compañías entendemos solo eso: meras compañías o relaciones distantes, expulsadas por necesidad de nuestro espacio más íntimo. A cambio, satisfacemos mejor la exigencia de que la persona con la que se forma el gamos sea sexualmente deseada y nos proporcione, así, algún grado de estabilidad. Lo que la monogamia secuencial nos ofrece, como vemos, no son experiencias de desarrollo relacional, sino interinidades en un puesto que permanece siempre sustancialmente vacante e idéntico a sí mismo.

La expansión y formalización recientes de la no monogamia están parcialmente causadas por la búsqueda de una solución algo más sostenible y coherente. Entendida la necesidad de una vida sexual satisfactoria como irrenunciable pero, a la vez, inferior a la de compartir la vida en su conjunto con la o las personas que nos son de mayor agrado, se busca dar estabilidad a estas últimas forzando la concesión de diversas formas de libertad sexual. Podremos desarrollar nuestras relaciones perdurablemente porque el sexo ya no vendrá a exigir su paso al cementerio de lxs ex.

Sabemos cómo está saliendo este plan. El sexo se resiste con uñas y dientes a ser lo que no importa, y las profundas amistades que deben mantener su continuidad al margen de constituir de manera regular el objeto clave de deseo sienten que, cuando se va el deseo, se va, en realidad, todo. La psicoterapia, agradecida.

El deseo liberado no nos está resultando dócil. Por eso, en paralelo a estas estrategias, se desarrollan otras, tanto o más necesarias, consistentes en intentar entender y controlar el deseo sexual.

La más conocida nos habla del sexo como de una práctica de variedad limitada susceptible de convertirse tarde o temprano en rutina. El deseo sería incapaz de sobreponerse a esa rutina, porque nacería del estímulo, el juego y, sobre todo, la novedad. Podemos desear sexualmente si esperamos lo bastante, pero para que el deseo sea alegre, animado y frecuente, hay que darle algo que le divierta, que le haga gracia, un cambio, lo que sea. Tenemos dos tipos de recursos con los que proporcionarlo. El primero es, evidentemente, el cambio de compañerxs. El segundo es el cambio de actividad, la exploración de alternativas, invenciones, cachivaches y, en definitiva, el uso de la imaginación. Así, las relaciones con imaginación sexual aguantarían, y aquellas que no la tuvieran se verían condenadas a dejar de tener relaciones sexuales en el corto plazo, por muy satisfactorias que estuvieran siendo ahora.

Esta teoría blanca lo es porque asume la honestidad del sexo. El sexo es sexo, y funciona como cualquier otra cosa. Podemos aplicarle los criterios que empleamos para la afición por la gastronomía, para el turismo o para el ocio. De entre las muchas debilidades de la hipótesis destaca la de que asuma la diferencia de compañerxs sexuales como una garantía de variedad. Si nuestras prácticas sexuales no cambian lo suficiente habrá que cambiar de persona con la que llevarlas a cabo, como si esa persona, y la siguiente, y la enésima, no estuvieran inmersas, hasta la clonación, en la misma cultura sexual. Pensémoslo: de no tener más conflicto que ese lo resolveríamos mediante la colectivización de la variedad. No nos merecería la pena arriesgar la construcción de vinculaciones estables por renovar nuestro objeto de deseo, porque podríamos lograr que esa renovación resultara inocua. Lo nuevo se ofertaría comercialmente como una terapia, o como un restaurante, entendiendo que la dosis de novedad favorece la estabilidad, que no hay ningún elemento sexual de suyo amenazador, y que todo puede incorporarse. Mucha gente lo hace ya así, pero normalmente sin el control que implica haber cuestionado la filosofía de la conquista y la destrucción y convirtiéndose, por ello, en su víctima.

Se diría, además, que esta teoría de la rutina hace trampas, porque sus dos vías pueden justificarse a posteriori. Lxs que deseen perpetuar el objeto de deseo podrán decir que lo hacen porque sigue siendo suficientemente diferente, haya o no verdadera variación. Lxs que deseen cambiar dirán que la rutina fue una losa demasiado grande, a pesar de todos los disfraces y performances. Que una persona diferente tiene siempre un irreductible algo.

La segunda estrategia apela directamente a este algo. Todo es sexo, salvo el sexo, que es poder. El admirable lema contiene cuanto necesitamos para explicarla. El sexo y el poder no tendrían relaciones paradójicamente consumistas que llevaran a buscar enloquecidamente sexo hasta encontrar que el sexo es la búsqueda de otra cosa y viceversa. Más bien estaríamos ante realidades intercambiables. Todo es sexo, salvo el sexo, que es poder, es decir, todo es poder, pero el sexo lo es más que ninguna otra cosa. 

Versiones más amables, o al menos no tan abstractas, nos dirán que necesitamos conquistar, y que sentimos deseo sexual donde el sexo depende de la conquista. Con la conquista lograda, el deseo se agota. Por mucho juego con el que la pareja intente combatir la rutina no logrará renovar el algo. El algo es lo que tiene quien, siendo totalmente rutinarix permanece, sin embargo, inconquistadx. La conquista de este algo, como sabemos, es un combate en el que el depredador puede acabar depredado, con su algo conquistado y su entorno relacional estable arrancado de cuajo. “Salgo a cazar, cariño. Me despido para siempre por si acaso”.

La segunda explicación de la naturaleza del deseo no es incompatible con la primera. Luchar contra la rutina será hacerlo en pos de ese algo que, sin haber sido identificado, se roza a veces mediante la obtención de nuevos permisos sexuales o practicando juegos de poder. La versión blanca sería más bien horizontal y desenfocada. Al verticalizarse, el sexo aparece en su verdadera naturaleza de conquista, traducible toda en poder. Siéndolo, la amistad excelente está condenada a fracasar en su proyecto de generar deseo estable, porque precisamente ella, totalmente entregada, es quien menos puede ofrecer el algo que la necesidad de conquista requiere llevarse a la boca. 

De este callejón sin salida nos habla con amargura Sara Torres en este artículo reciente. No es que el deseo se agote. Se agota la persona, y se descubre con ello una fatal incompatibilidad entre el afecto y el deseo. Las cosas estarían, entonces, mucho peor de lo que habíamos imaginado. Como la vida misma, todo debe ser melancolía, porque cualquier alegría, cualquier encuentro, cualquier afecto es, por la intervención ineludible del deseo sexual, su propia muerte. Ya no estaríamos performando amor al mirarnos a los ojos entre quienes saben que se sustituirán por otros ojos que harán lo mismo. Estaríamos mirándonos, siempre, consumiéndonos. Cada mirada gastaría una de las miradas que nos quedan. Quererse no sería quererse sino, literalmente, agotar el afecto disponible. Justo lo contrario de lo que buscamos transmitirnos al hacerlo.

Quienes exponen este doloroso estado de la cuestión no suelen llegar, como he intentado aquí, hasta sus últimas consecuencias. Es más frecuente que ante el callejón sin salida den un paso atrás, moderen el pesimismo y confíen en que la gente implicada tendrá suficiente paciencia y mano izquierda. O lo llevan, como Bataille, al extremo impracticable, y afirman que no hay más deseo que el que nace de la violencia sobre lxs otrxs, y que el deseo sexual definitivo es el de hacerse con la vida completa del objeto de deseo mediante su asesinato. Convierten así el reconocimiento de lo verdadero en la forma más burda de resignación.

En cualquier caso, recordemos: seguimos buscando resolver el problema de la compatibilidad entre el sexo y la vinculación íntima. No tendremos jamás amigxs íntimxs porque nos separara siempre la barrera de nuestro, o su, deseo superior por otrxs, totalmente secreto y doloroso, su desprecio a la cabeza que anima nuestro muy deseable cuerpo o, como colmo del existencialismo trágico, su alejamiento psíquico secreto por el simple hecho de que nuestro afecto ya ha sido conquistado, de que ya nos queremos de manera total.

Espero haber conseguido un contundente y desesperante anticlímax del que se beneficie la critica que me dispongo a exponer. Habrá a quien parezca que pretendo con ella reflotar el gamos. Mi intención, sin embargo, es mejorar nuestra agencia con respecto al deseo, a la estabilidad de nuestras relaciones, y a la franqueza con la que nos encontramos con lxs otrxs.

La teoría de que la excitación sexual depende del grado de conquista y, en última instancia, de sumisión, y que por ello el deseo es propio del campo de batalla, mientras que el afecto es propio del retorno al campamento, presenta la siguiente debilidad que se disimula bien entre lo seductoramente escandaloso de su formulación general: si lo que nos excita sexualmente es la conquista de poder, ¿por qué prestar atención solo a la conquista de poder a costa del poder del otro? Todxs podemos entender la excitación obtenida mediante esa conquista. Pero en algunas de las ocasiones se da la paradoja de que el otro también disfruta. ¿Que está conquistando el otro, si en realidad está siendo conquistado?

El otro, obviamente, nos conquista a nosotrxs. Esa conquista recíproca, susceptible de crear un juego de suma positiva en el que, además, todxs ganan, oculta la que a la larga es la verdadera dinámica del juego. Lxs dos sujetos sienten que ganan porque todavía no han empezado a pagar el precio que se les exigirá por haber sido conquistadxs. Ningunx de lxs dos ha sido despreciadx aún, ni maltratadx, ni abandonadx, ni se le habrá dicho que ya no excita y que debe ser relegadx en favor de otras conquistas.

Pero esta pérdida no es coincidente con la ganancia anterior. Los pasos siguientes a la felicidad de una conquista pueden acarrear una derrota amable o una desproporcionada destrucción. El comercio iniciado mediante el intercambio de conquistas no pone sobre la mesa todo el poder que entrará en juego, sino que se abre a nuevos comercios. Es solo una primera partida, y es posible que su resultado conlleve ganancias para ambas partes, dado que las dos tenían aún algo conquistable que ofrecer, incluso aunque se trate de algo tan extremadamente arriesgado como la conciencia o la voluntad.

El deseo no estaría condenado a su extinción si se pudieran prolongar indefinidamente estos intercambios virtuosos de conquista. Sin embargo, ¿qué más conquistar ahora?  Las relaciones sexuales en la cultura gámica son un símbolo de entrega de la vida en tanto que constituyen un mensaje de disponibilidad para compartir la vida. Quien tiene el sexo lo tiene todo. Para la cultura gámica tener relaciones sexuales es tener tanto como existe, porque implica gamos, y el gamos es el límite superior de lo que dos personas pueden realizar juntas. Pero si pensamos que no lo es, la cosa debería cambiar. Exploremos ese camino, entonces.

La realidad es que el sexo, siendo conquista, no siempre es conquista completa. Aunque el sexo es prácticamente incontrolable como puerta que se abre a la simbolización del gamos (incluso aunque las personas participantes lleguen a él convencidas de que no habrá gamos, la simple interacción sexual cuelga sobre sus cabezas el interrogante de quién es más vulnerable al gamos, es decir, quién tiene más interés en repetir) el camino que conduce hasta él suele estar graduado en un numero variable de fases. Más que de una relación sexual, llegar al gamos es consecuencia de varias relaciones sexuales sucesivas densamente significativas, entre las cuales tienen lugar otras que solo reafirman y estabilizan la fase alcanzada. El sexo no solo lleva a ser pareja. También lo hace a ser amantes, rollo, follamigxs, o a “estarse conociendo”. Todas estas categorías son, nos pongamos como nos pongamos, fases previas. Lo que nos interesa de ellas es que fragmentan la conquista. Allí donde existen, el sexo no puede conquistar de una sola vez. Hacen falta, al menos, dos relaciones sexuales espaciadas en el tiempo y cuya capacidad de generar deseo se extiende a un número indefinido de relaciones contiguas. Para reforzar la hipótesis disponemos del indicio de que los cambios de fase relacional no solo son constatados en el sexo y a través de la renovación de la motivación sexual, sino de que en muchas ocasiones son huidas hacia delante en busca de esa misma motivación: si como amantes ya no nos deseamos tenemos dos opciones: o dejar de vernos o hacernos novixs.

Pero es que ser novixs tampoco es el final del camino. Toca hablar de los proyectos en común, y sobre todo del de crianza, como fuente de excitación. No la expongamos en los habituales términos de añadido o de distracción para una pareja acabada. Actualicémonos: tener pareja no es ya garantía de disponer de madre o padre para futurxs hijxs. Nunca lo fue del todo y sigue siéndolo para algunxs, pero quien crea que la relación sexual que ha producido su pareja le proporciona automáticamente una oferta de crianza está desperdiciando la excitación que su vida sexual está en condiciones de ofrecerle. Conquistar a una pareja no es lo mismo que conquistar a un/a xadre.

Una vez concluido que en la cultura monógama la conquista no se reduce a una sola fase y que, por tanto, la funesta teoría de la excitación a través de ella ofrece más longevidad de la que esperábamos, toca trasladar el modelo a nuestra sensibilidad ágama. ¿De qué fases se compone la conquista ágama? Y, sobre todo, ¿vamos a hablar de conquista en agamia?

Por supuesto. A nadie familiarizadx con la agamia le sorprenderá el empleo desacomplejado del lenguaje bélico, porque es lo mismo que decir político. Hacer política es incompatible con apriorismos pacifistas. La paz también se conquista. Ese es el espíritu que mueve este texto.

Nuestras conquistas no giraran en torno al enfrentamiento entre sujetos, por más que parezca que nada puede generar una satisfacción tan embriagadora como el sometimiento del otro. El enfrentamiento con el otro es, sin duda, la materia prima de la interacción humana. Es por eso que su negación solo genera placeres mitigados. Y es por eso que la única fuente de placer superior debe incluirla y, esta es la clave, trascenderla. Lo que nosotrxs debemos entender como conquistas son las diversas fases de superación de la confrontación natural entre sujetos. No conquistamos al otro, sino a nosotrxs mismxs junto con el otro, creando con ello un organismo superiormente pacificado y armónico y, no debe perderse esto de vista jamás, con más capacidad para su desarrollo que los organismos previos plenamente individualizados, incluso aquellos que han obtenido imperio sobre otras voluntades. Hay más poder a conquistar en la trascendencia de la individualidad que en la dominación. Ese poder, su atractivo, la satisfacción de su conquista, es la fisión de la excitación sexual.

¿De qué estaré hablando, verdad? Empezaré con el ejemplo más fogosamente radical para bajar después al más corriente y tibio. Imagínese que dos o más personas encontraran la forma de superar el problema de la incompatibilidad entre deseo y afecto. Imagínese que descubrieran el modo de desearse siempre, más cuanta más amistad les uniera. Imagínese la felicidad, la paz, el orgullo, y el inmenso afecto que eso añadiría a la relación que ya tuvieran. Imagínese ahora el enorme placer sexual del que les permitiría disfrutar la conciencia, digo solo la conciencia, de esta conquista. Hasta el mero hecho de imaginarlo resulta excitante. Y ahora, por si quedara alguna duda, compárese con la conquista de cualquier forma de sometimiento entre individuos típicamente vehiculizada por el sexo. Si a esto lo llamamos “excitar” necesitaremos para lo otro un nuevo termino, cualitativamente superior.

El ejemplo pedestre, el más vulgar y accesible, vuelve a ser cualquiera de las fases del gamos, porque en todas ellas existe, en algún grado, el establecimiento de un organismo colectivo que transforma la confrontación previa en una sinergia superior. Si somos críticxs con el gamos no es porque no contenga esto, sino porque el sometimiento que lo acompaña está muy lejos de ser compensado por ello. Dicho de otro modo: en el sometimiento existe también una cierta forma de sinergia conquistada. Esta es la que, en última instancia, da sentido al sometimiento. Sometemos como sinergia precaria. Sometemos porque no confiamos en alcanzar todo el poder disponible en una sinergia armónica.

Entre el ejemplo paradigmático que estructura este texto y los malos, pero próximos, ejemplos gámicos, tenemos la infinita serie de armonías funcionales conquistables entre dos o más personas, los infinitos grados de intimidad compartible que abre infinitas posibilidades de cooperación para la satisfacción de necesidades profundas y de desarrollo, los infinitos proyectos que pueden emprender a través de la transformación de la libertad individual en libertad colectiva… Las infinitas ocasiones para experimentar un grado superior de conquista que pueda impulsar de nuevo la motivación sexual. Del mismo modo que el paso de amante a novix renueva la motivación sexual porque introduce un nuevo grado de conquista, es decir, una nueva otredad encarnada por el mismo sujeto, el paso de no ser a ser el sujeto a quien he confiado un terror íntimo renueva nuestra relación hasta el punto de convertirla en una novedad sexual.

Digo infinitxs ocasiones porque, frente al sometimiento cosificado, finito, los sujetos que no entienden sus posibilidades como agotadas en la realización del gamos disponen siempre de un nuevo lugar que conquistar en el desarrollo de sinergias colectivas o, por decirlo mediante una evocación posthumanista, de trascender su individualidad en pos de la realización de sus potencias. Ese avance constante, sea ritualizado y celebrado a través del sexo, del baile, de la fiesta o de la escritura automática, hace constituir a lxs participantes una unidad cada vez más compleja, más sofisticada, mas inalcanzable como fuente de gozo para cualquier experiencia de sometimiento. Más invulnerable, en definitiva, al poder disociador del deseo sexual que conocemos, que destruye nuestras relaciones, y que nos somete al forzarnos a alimentarnos vampíricamente del sometimiento.



lunes, 9 de octubre de 2023

Agamia. Primera noche

 


Durante el ya largo periplo de este blog, cuya razón de ser es exponer la propuesta relacional ágama, he procurado que a los textos teóricos o ensayísticos acompañara la literatura, casi siempre a través del relato breve.

La razón es que la teoría resulta insuficiente. No solo porque lo es a efectos divulgativos, sino principalmente porque la especulación no alcanza el aliento posible si no puede poner en movimiento toda la libertad de la ficción.

No incidiré en las razones que ligan inseparablemente a uno y otro lenguaje, expresadas de muy buena manera millones de veces en tantos lugares como el ser humano ha llegado a encontrar un momento, no para pensar, pues ese momento es cualquira, sino para pensar en cómo piensa. Solo confesaré, como humilde prueba de ello, que, para mí, todo esto empezó, hace justo treinta años, a través del lenguaje literario, y que fue mediante pequeñas, y tal vez extrañas, historias de amor, como logré esculpir unas primeras ideas que ya ni eran ni debían ser cuentos, porque podían asirse con claridad tanto por su autor como, presumo, por quienes las escuchaban. Hasta el hastío me reprocharon que traicionaba al amor al expresarlo a través del lenguaje de la filosofía, pero yo sabía que con la literatura lo había traicionado ya mucho antes.

Nunca concebí dejar de contar la agamia a través de la ficción, y hoy sigo concediéndole un lugar prioritario. Por eso he vivido la redacción del volumen de relatos que acabo de concluir con pasión y, a la vez, con urgencia. Todo en Agamia. Día uno, tan sistemático, está, a la vez, incompleto. A nadie se le escapa esto. Pero no solo porque el día dos debe necesariamente sucederle, sino porque si queremos que ese día amanezca, es necesario antes bajar un poco la luz, difuminar las formas, y volver al terreno de la especulación más nocturna e íntima.

Este post pretende solo anunciar que la redacción del libro está concluida. Aún tardará en dejar de ser un sueño, porque debe revisarse con el mimo obsesivo a que obliga no saber dónde está la verdad, si es que la hay, del envoltorio enigmático que manejamos.

Pero ya viene.

Cerrad los ojos.


EL LABORATORIO ERÓTICO DE SOFÍA. DISCÍPULO PERFECTO

(si no conocéis a Sofía ni su proyecto experimental quizá prefiráis ojear los textos anteriores antes de leer este relato.)

He forzado hueco en mi apretada agenda porque tengo una cuestión importante que tratar con Sofía.

Le escribo para decirle que, si no tiene inconveniente, si no la cojo ocupada, voy para allá, para su casa. Le digo que así se lo facilito, que no necesita moverse, que puede aprovechar mejor el tiempo.

Me contesta que “de acuerdo”, y entiendo que ha llegado a barajar la opción de darme cita en lugar de despachar el asunto de inmediato. A pesar de mi discreción ha adivinado la prisa y lo ha hecho bien. Cada vez nos entendemos mejor, y hay más cosas que llegamos a decirnos sin palabras. Es justo de eso de lo que quiero hablarle. Justo de eso.

-¿Qué tal he respondido a la última actividad? – pregunto con un temblor en la voz que es muy ligero, pero que puede no habérsele escapado.

La ceremonia de recepción no es más que la entrega de un vaso de agua que, sin embargo, ya lo enciende todo. No sucede siempre. A veces estar en casa de Sofía conlleva la amenidad limpia de una lectura. Entiéndaseme: puede o no haber lectura, pero el tiempo, la acción, pasa como si alguien se hubiera encargado de procurarle el ritmo de una buena historia. No voy a cometer la vulgaridad de decir que son momentos “deliciosos”. Prefiero equivocarme a mi manera y llamarlos “perfectos”.

Pero otras veces la atmósfera se prende. Es torpe, ¿no? Pensamos invariablemente en calor cuando una interacción se carga. Decimos que se caldea, que se pone al rojo, que hierve. Lo pensamos porque la energía puede ser calor, pero sobre todo porque vemos la nuestra como ardor guerrero. Cargarse es inflamarse de la fuerza con la que entraremos temerariamente al choque, o con la inconsciencia, más temeraria todavía, con la que ahondaremos entusiasmadxs en nuestra derrota.

En casa de Sofía la carga es gélida. Allí el incendio es el que se siente en el vagón de una montaña rusa, cuando se avanza lenta e inescapablemente hacia un despeñadero. Ese giro de la vía que tú ya no ves, pero que tienes la necesidad de imaginar porque no quieres que el pánico te haga saltar del coche y precipitarte sobre una fantasía esquizoide de maderas oscuras y crujientes: ese giro es frío, porque es miedo.

Pero también porque es control. Es la captación violenta de que lo que queda por hacer es abrir los ojos cuanto sea posible a todo lo que viene, dado que ya nada, salvo aprovechar la oportunidad, está en tu mano. Se encuentra en las de Sofía. Ella ya ha trazado el camino. Y siempre, sin excepción alguna, es vertiginoso. ¿Cómo no iba a declamar mi frase preparada con un ligero temblor, si le proponía con ello que me arrojara al vacío?

-Bien – contesta, y da así comienzo al juego.
-Le estoy pillando el truco. No quiero decir que haya truco. O que sea un solo truco. Pero hay algo general que parece que estoy entendiendo, ¿no?
-Estas cambiando de fase.

Mi rostro se ilumina. Yo no lo veo, pero si tuviera que describir mi rostro iluminado por la alegría querría tener una foto de este momento.

-¿Cómo es la nueva fase? – Es ella quien lo pregunta. No soy yo, aunque la voz ha parecido salir de algún lugar dentro de mi cabeza.
-Más avanzada. En todo.
-¿Con más pruebas?
-Sí.
-¿Con más encuentros físicos?
-Claro.
-¿Más personales, esos encuentros? ¿Más exclusivos?
-Eso es.
-¿Dirías que es una fase más intensiva?
-¡Sí! Más intensiva.
-¿O prefieres la palabra “intensa”?
-…

El carro ha llegado al final visible del raíl. Solo ella sabe en qué dirección voy a abismarme. Pienso que todo ha sido demasiado rápido. ¿Cómo ha podido haber sucedido ya? ¿Cómo puedo estar ya aquí? Si apenas he ascendido unos metros, ¿por qué voy a caer desde un precipicio?

-Israel, ¿te has enamorado?
-¡¿Cómo?!

Sofía guarda silencio. Mucha gente lo hace ante una respuesta que no es una respuesta. Ella, a veces, también.

-¿¡De quién?!

Sigue esperando. Si yo estuviera enamorado de otra persona, ella aspiraría ese amor con la mirada que me clava ahora. Si yo no estuviera enamorado tendría, ante ella, la obligación moral de enamorarme. Es mármol transparente, como los ojos de lxs inmortales. Incisiva, fuerte, buena y despiadada. Invita a la verdad, pero solo reaccionará a la verdad.

-No.

Silencio.

-Sí.

¿Dónde estoy? ¿Qué acabo de decir? ¿Cómo puedo ser yo ese, si soy justo su contrario?

-¿Y qué vas a hacer?

No puedo creer lo que pasa. No sé si me encuentro en el fondo de un pozo desde el que estoy viendo por última vez la cara de Sofía, o en una nave espacial, abandonando la atmósfera, a punto de empezar a recorrer con mi maestra un número infinito de galaxias. Es el punto cero de la vida y la muerte. Nacer sabiendo, esta vez, que naces.

Pero su pregunta no alude a cielos ni a infiernos, sino a la vida humana que, de momento, sigue transcurriendo emparedada entre ellos. Me acaba de recordar que soy libre, como no lo son los ángeles ni los demonios. Y que me encuentro ante el duro trabajo de decidir.

Estoy convencido de que no esperaba esto y, sin embargo, tengo un discurso totalmente premeditado que pronunciar. Aparezco, como en un sueño, en un lugar inesperado que he elaborado yo mismo. Pero me ha traído ella. Ella es el sueño. No el sueño que cierra los ojos a la vigilia, sino el que los abre a ese único otro mundo que habitamos y en el que lamentamos la inconcebible paradoja de ser impotentes y, a la vez, diosxs.

-Es un enamoramiento virtuoso.

Sofía me invita a proseguir con un gesto de la mano. Se diría que algo en ella se ha suavizado. Es la mirada, de nuevo. Cuando mira así apetece explicar cosas. No. Apetece explicarlo todo. Eso es. Apetece enseñarle el alma como si se le enseñara la casa.

-Sabemos que llamamos “amor” a dos tipos de exaltación afectiva. La primera es la alegría resultante de anticipar la realización segura de un deseo hacia alguien. La segunda es la angustia resultante de la incertidumbre ante esa realización.
-¿También de un deseo, quieres decir?
-También, sí.
-El deseo, entonces, es común a los dos amores.
-Sí, la diferencia es la adecuación en la designación del deseo. Si el deseo va a ser realizado, el amor es una exaltación alegre, pero si no…
-También exalta –interrumpe.
-Sí, pero en sentido opuesto. Generando ansiedad, tristeza, hipomanía… ciclotimia amorosa.
-En las dos ocasiones hay un deseo exaltado.
-Sí.
-Y en ambas el sujeto concibe que realizará su deseo.
-Sí.
-Solo que en uno de los casos no lo hace.
-Eso es, cuando las expectativas están mal concebidas.
-La diferencia es la calidad de las expectativas.
-Esa es la clave.
-Pero desconocemos su calidad hasta que comprobamos si el deseo se realiza o no.
-Hmm… vale.
-De modo que tu enamoramiento será virtuoso o no en función de cómo yo responda al deseo que contiene.

Recuerdo aquellos sketches de Barrio Sésamo en los que Epi repartía alguna golosina entre él y Blas. Blas la aportaba, por supuesto, de su propiedad, y Epi se ofrecía a hacer una justa distribución entre compañeros que el otro, para su perjuicio, no podía rechazar. Entonces Epi dividía la galleta, o el plátano, o una tarta, en dos partes claramente desiguales. La pequeña era para Blas. Mientras Epi comenzaba a engullir su pedazo Blas protestaba diciendo que no era justo que a uno le tocara más que al otro. Epi dejaba entonces de comer, reflexionaba y le concedía la razón: los dos trozos de tarta eran distintos, solo que el mayor, ahora que el de Epi había sido menguado, era el de Blas. Así que Epi cortaba un buen pedazo de la tarta de su amigo y lo unía a lo que restaba de la suya, dejándole de nuevo peor provisto. Blas caía en el error de protestar las veces suficientes como para no llegar a probar su propia tarta, o para obtener de ella un fragmento tan reducido que la humillación resultaba un castigo aún peor.

Sofía acaba de dividir en dos mi tarta de enamorado. Se ha quedado, me temo, con la mejor parte. Pero estoy casi seguro de que cualquier cosa que yo diga solo va a servir para reducir aún más las dimensiones de lo virtuoso en mi enamoramiento.

-Sin embargo no puedo responderte, porque todavía no me has dicho qué deseas.

Es verdad: no le he dicho qué deseo. He admitido que estoy enamorado. También le he dicho que aspiro a un cambio de nivel como discípulo de su laboratorio erótico. Ella me ha sonsacado que de ello espero más tiempo, dedicación y exclusividad. Todo eso es verdad. Pero ya ha quedado claro y, a pesar de ello, me pregunta ahora qué deseo. Eso significa que deseo otra cosa. Y que no sé cuál es. Y que ella, para variar, sí lo sabe.

Es demasiado tarde para tomármelo con tranquilidad. No tengo nada qué decir. En casa de Sofía no se reflexiona con el reloj en la mano, pero la precipitación acaba demostrando ser una pérdida de tiempo. Pérdida de tiempo con ella. Del que se pasa con ella, quiero decir. El que se pasa con ella se pierde, como si no se hubiera pasado. Y después es trabajoso perdonártelo.

¿Qué deseo? Tengo la pista de mi, ahora en apariencia ridícula, propuesta de ascenso, y de las ventajas que Sofía le ha atribuido. Ya sé que me está diciendo que lo que deseo es más de ella y nada más, incluso todo lo posible. Incluso, bueno… Cualquier cosa.

Pero no es esto lo que intuyo. Lo que llega a mi conciencia es un sentimiento que tengo que calificar de puro y de bueno. Quiero algo que está bien, y es por eso por lo que he concebido el subterfugio de dedicarme con más ímpetu al laboratorio. ¿Hago mal? Si mi deseo no es este he actuado virtuosamente derivándolo hacia algo noble y útil, y conformándome con ello. Quizá esté relacionado con el sexo, o con alguna forma de fantasía de pareja, o incluso con una apropiación sexual… ¿Qué más da, si acaba adquiriendo esta forma? Parece una conclusión defendible, y me aferro a ella.

-Quiero ese cambio de fase.
-No te he concedido un deseo. Te he preguntado por uno. Te pido la verdad y me devuelvas una elección.
-No conozco la verdad de mi deseo.
-¿Y cómo te atreves, entonces, a llamarlo “virtuoso”?
-Porque está inspirado por ti. Porque es un deseo hacia ti.

A veces me pregunto si Sofía debate con nosotrxs para poder hacerlo consigo misma; para poder encontrar en nosotrxs justo aquello para lo que aún no tiene respuestas. Estas cosas, estos oráculos llegados con el eco cavernoso de la inconsciencia, son los tesoros que diría que aspira a extraernos, y que nosotrxs le proporcionamos como muelas valiosísimas, invisible y originalísimamente cariadas.

-Me amas, Israel.
-De acuerdo.
-¿Y tu libro?
-¿Qué le pasa a mi libro?
-Allí escribiste que no debemos amar.
-Escribí que amar no es recomendable, porque es un placer derivado de una idealización alienante. Pero no escribí que no debamos amar como experimento controlado, puntual, a baja escala.
-¿Tu amor por mí es un experimento controlado, puntual y a baja escala?
-No. Es un buen amor. Es un amor virtuoso, simplemente porque es por ti, que lo eres. Es la integración de la teoría con la vida; de la conciencia con su objeto. Es la realización definitiva; la finalidad de este laboratorio. Este laboratorio me busca a mí. Y tú puedes compartir mi exaltación. Puedes recibir mi amor con tu propio entusiasmo amoroso por haber encontrado al discípulo perfecto. Eso también es un amor virtuoso. Siéntelo, Sofía.
-Me estás cambiando las reglas.

Veo claro que me he hecho con la iniciativa y quiero contestar automáticamente, insistir en un razonamiento que encuentro poderoso y que estoy seguro de que está mellando su convicción, pero hay una fuerza superior que me detiene como si fuera yo un bebé que gateaba despreocupado y al que unos brazos adultos han elevado del suelo inesperadamente. Intento comprender qué acaba de pasar mientras agito en el aire mis tiernas piernecitas. Es como si ella me hubiera hecho un pequeño gesto con la cabeza indicándome la aparición de una amenaza ominosa a mi espalda.

Lo entiendo enseguida. Ha pulsado el botón rojo con el que se apela a la autoridad que nos gobierna. No puedo, no logro hablar, porque yo ya no tengo la palabra, dado que no tengo palabra. Al contrario, me he convertido en objeto de la palabra. Soy aquello de lo que se debe hablar. Acabo de ser denunciado ante el más alto de los tribunales.

He conculcado la ley. Mi propia ley. Podría contestar de inmediato que escribí ese libro hace tres años, y que muchas cosas pueden haber cambiado desde entonces. ¿Por qué no reivindicar la evolución? Podría, incluso, seguir cavando el mismo agujero y decir que he trascendido mi pensamiento mediante el encuentro con un pensamiento superior: el suyo. Pero recurrir a cualquiera de esos trucos sería volver a delinquir. Si fuera simplemente capaz de decir alguna de esas cosas no estaría aquí; nunca habría sido admitido por Sofía.

Lo sé sin saber si ella alguna vez me ha puesto como condición saberlo. La ley no es inamovible. Puede ser cambiada. Pero no por la voluntad de los individuos que deben cumplirla, sino por el procedimiento que ellos han establecido para abstraerse de su propia voluntad. La justicia debe vigilar que no se confunda el cambio de ley con su incumplimiento. Y debe castigar esto último. Pero la justicia no tiene forma de castigar el incumplimiento de la ley que se imponen dos personas. Dos personas están solas, y su respeto a la ley depende de que ellas hayan logrado proyectar esa entidad superior capaz de castigarlas. Esa entidad se llama “dignidad”. Yo estoy a un pequeño paso de perderla. De dejar de ser digno de Sofía, de estar aquí, de todo.

-¿Qué deseas, Israel?
-Ya te lo he dicho: no lo sé.
-Y, sin embargo, estás luchando con todas tus fuerzas por lograrlo.

Con todas mis fuerzas. El entusiasmo amoroso. Sí. Con todas. No cabe duda. No debo de haberme dejado ni una pizca de fuerza, porque no siento ninguna.

-Es tu siguiente prueba. Debes descubrirlo y traérmelo. Me pedías más frecuencia. Esta es mi respuesta: ven cuando lo tengas. No vengas si no lo tienes.
-¿Y qué harás con ello?
-Diseccionarlo, por supuesto.
-Sabes a qué me refiero. Mi deseo. ¿Qué será de él?
-¿Quieres que te lo traduzca? Muy bien: juzgarlo.
-¿Y entonces?
-No hay ningún “entonces”. Si es un buen deseo será cumplido. Si no lo es…
-Lo rechazarás –interrumpo, desolado.

Soy un niño llorando, como tantas otras veces, pero ella no lo condena, porque sabe que ahora he quedado indefenso, y está bien que sienta miedo.

-No lo haré yo –me dice, y es como si el espíritu de Sofía entrara en mi cuerpo para abrazarse a mi estómago aterrado, para cuidarme y protegerme- Lo harás tú.