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jueves, 21 de febrero de 2019

poliamor, ética, y el gato de Schrödinger


A veces el amor, también desde el poliamor, parece hablar desde la responsabilidad.


Los textos de contenido ético son innumerables, por no decir que son todos, y apenas hay cuestión peliaguda que dejen de tocar. Los celos, el abuso, los privilegios, la belleza normativa… ahora, sin ir más lejos, se habla mucho de que no hay que dejar cadáveres emocionales. Y es verdad que no hay que dejarlos.


Entonces, ¿exageramos cuando decimos que el amor es lo contrario a la ética y que constituye el abandono de la ética?


Ni un ápice.


El amor es ultraliberal, y su problema no es que prohíba la expresión de los conflictos. Casi al contrario, el amor legitima la voz de cualquiera que considere que tiene algo que decir.


El problema del amor no es lo que prohíbe, sino lo que no prohíbe. Por eso las reflexiones sobre sus problemas concluyen con la mera expresión de estos problemas. Junto con la expresión del problema aparecerá inmediatamente la expresión del problema que genera la posible solución al problema, cortando una primera tentativa de avance, después otra, y así todas. La denuncia del problema se ahoga en sí misma, y en el derecho de lxs otrxs a señalar la denuncia como problema.


Pero, ¿cómo es posible que no emerja un sujeto político que se enfrente a esxs otrxs? ¿Cómo es posible que no aparezca una moral que diga “esto es lo que debe ser hecho, y lo que hacéis, lo que nos hacéis, es inmoral”? ¿Cómo es posible que, aunque sea a través de una moral, no se señale a un enemigo político que de forma a lxs otrxs”?


La razón es que en el neoliberalismo “lxs otrxs” somos nosotrxs.


La moral amorosa, tanto da que sea monógama o poliamorosa, debe hacer prevalecer la libertad. Pero la libertad no es una, dado que el ejercicio de la libertad, allí donde genera enfrentamientos, genera, a la vez, dos libertades contrapuestas: la libertad de la persona vencedora y la libertad de la persona vencida. Y ambas tienen formulaciones no solo distintas sino, lógicamente, incompatibles.


El amor es un combate, y en él los resultados son probables, pero no seguros. ¿Quién soy yo antes de que el combate tenga lugar? ¿Qué moral me beneficiará? ¿La del sujeto vencedor o la del sujeto vencido?


Veamos cómo se aplica esto al problema de los cadáveres. Mi pareja (es indiferente el modelo relacional) ha conocido a otra persona, y las consecuencias sobre nuestra relación están siendo desastrosas. Si éramos monógamxs, porque hemos dejado de serlo unilateralmente. Si éramos no monógamxs, porque ahora parece que hubiéramos pasado a serlo, pero conmigo fuera. 


Aplicamos la propuesta regulativa de que no hay que dejar cadáveres emocionales. Yo estoy siendo un cadáver, de modo que mi pareja actúa mal y es condenable. La norma está clara. 


¿Lo está? ¿Y si soy yo quien ha conocido a otra persona? ¿Debo renunciar al amor? ¿Debo aceptar la opresión monógama? ¿Debo permitir que mi pareja no monógama se atribuya derechos de posesión sobre mi vida sexual? ¿Debo olvidarme de los sentimientos de la tercera persona en favor de la segunda, y en virtud de una jerarquía previa? En definitiva, ¿debo hacer justo lo que la primera valoración me decía que no debía hacer?


Ahora las dos morales están en pie de igualdad. Llevamos una página entera de discurso moral, pero nos encontramos de nuevo en el punto de partida. La razón, como decía más arriba, es que, para elegir, debo enfrentarme conmigo mismx. Debo elegir desde mi yo del presente qué es lo que deberá hacer mi yo del futuro, pero aún no sé cuál será la situación de mi yo del futuro.


La ética amorosa, vocacionalmente neoliberal, se enfrenta siempre a este dilema, que nos recuerda al del gato de Schrodinger. Dado que no puedo saber si el gato está vivo o muerto antes de abrir la caja, necesito describir la realidad desde esta incertidumbre y afirmar, paradójicamente, que el gato está vivo y a la vez muerto.

Dado que lo bueno depende de lo que me convenga, pero aún no sé qué es lo que me convendrá, debo decir de todo que es bueno y malo a la vez, de modo que, llegado el momento, la elección de mi conveniencia no quede completamente cerrada por razones morales.

Comprobadlo. Eso es lo que nos encontramos constantemente en el discurso amoroso, por muy serio, formal o académico que se reivindique. Todas las reflexiones se quedan en enunciados obvios y buenas intenciones, porque resulta preceptivo evitar cualquier compromiso con un principio moral. Tengo que hablar de ética, pero que hablar de ética no conlleva ninguna limitación para la maximización de mis beneficios.


Así que sí, efectivamente, no hay que dejar cadáveres emocionales. Pero, ¿qué hacemos para lograrlo?


Cri cri.




martes, 27 de mayo de 2014

Agamia como lugar único para la ética de lo sentimental (y II)


Esta moral en continuo derrumbe que construye el amor, cuyo horizonte es el crecimiento del algoritmo “subjetivo” hasta la “relativización” completa de la moral, hasta la ocupación completa del espacio moral por las normas personales nacidas de la biografía adaptativa del individuo, carece de sostén ético alguno.

Puede afirmarse que en el amor no hay más ética, es decir, más distinción entre el bien y el mal según principios que el individuo pueda entender y valorar, que la simple adaptación creciente a las necesidades sexosentimentales del individuo mismo. En el crecimiento de la ira crítica frente a las traiciones del amor, el individuo se individualiza, se disocia moralmente de los restantes miembros de la sociedad, para aprender a reconocer y ocultar sus exigencias. Descubre así que la moral del amor adquiere coherencia sólo en el individualismo radical, es decir, allí donde el bien y el mal empiezan y acaban en el apetito de la misma conciencia que juzga.


Descubrir la coherencia subyacente a la ética contradictoria del amor es sustituir los principios contradictorios por el deseo subjetivo, por la “subjetividad” y el “relativismo” completos, para encontrarse con que, una vez realizada dicha sustitución, los principios contradictorios adquieren sentido conjunto. Su abandono como principios rectores de la vida colectiva los grana de sentido porque aporta el único principio que ellos no reconocen: la moral del amor no es la moral de una convivencia, sino del enfrentamiento de unos contra otros en pos de la satisfacción del apetito sexosentimental.

Tras la regla del “todos contra todos” deben necesariamente ocultarse  condiciones generadoras de ventajas que determinen una dinámica de explotación. El “todos contra todos” sólo puede ser un juego de cartas marcadas donde la victoria caiga siempre del mismo lado. El otro lado de la ética poética del amor es la explotación capitalista y patriarcal. El amor es presentado por el sistema como el ámbito donde logramos escapar del sistema, donde los principios rectores del sistema son abandonados a favor de una utopía moral en la que no sólo merece la pena refugiarse cuando el sistema nos concede una tregua, sino en el que merece la pena creer como alternativa sobre la que construir la oposición al mismo. Sin embargo, construir el sistema del amor es avanzar en el desvelamiento del sistema explotador que se pretende estar abandonando. El otro lado del sistema es el sistema mismo, dándonos la espalda.

Mediante los principios contradictorios que nos condenan al relativismo, el sistema nos discapacita paulatinamente para toda armonía social. A medida que ocultamos las adaptaciones personales de la moral del amor tras el telón de la subjetividad; a medida que acumulamos elecciones en favor del interés propio a costa de los principios que parecía proteger el interés común, y que lo hacemos legitimados por el relativismo amoroso; a medida que el amor nos descubre que su búsqueda es la búsqueda del interés personal, y que el amor es amor por el objeto de deseo propio; a medida que todo esto sucede, nos desligamos de nuestro compromiso con el bien común, de nuestra conciencia de colectividad, de nuestra condición de seres sociales. En el retraimiento de nuestra dedicación, del bien común al deseo individual, éste empieza a adquirir relieve. La auténtica ciencia del amor se convierte en descubrir las características de lo deseado. Saber de amor es, en última instancia, saber qué se quiere y, una vez “descubierto”, lanzarse a lograrlo con todos los medios que la amoralidad pone a nuestra disposición. Si hacemos un balance de nuestro entorno descubriremos con frecuencia que son las personas que más aman (junto con aquellas que menos lo hacen), quienes exhiben un egoísmo más fraguado.

 
Es curioso que lo deseado deba ser descubierto. Se diría que si algo se desea con tanta fuerza como para que merezca la pena poner en ello todo el esfuerzo, incluso a costa de la eliminación definitiva de la moral, que si un deseo resulta tan perturbador y obsesionante, al menos en la mayoría de las ocasiones debería presentar un objeto evidente. Sin embargo, el apetito omnipotente sacado a la luz por la amoralidad del amor desea con fuerza, o al menos con perturbación, pero no con claridad. El apetito omnipotente no reacciona a su proclamación con la expresión de un deseo, sino con la manifestación de una angustia. Esta angustia es conducida de manera nada espontánea hacia la determinación de un objeto de deseo del que se esperará que sea su satisfacción.

Ante la necesidad de conformar un deseo por el que pronunciarse de manera determinante, el apetito se vuelve aún más permeable a la influencia externa. En su condición de rey absoluto de las facultades del individuo, a cuyo servicio quedan todas una vez que la moral ha sido extinguida, el apetito se convierte en aprendiz desesperado de la escuela más reputada que encuentre a su disposición. El rey busca un maestro, un consejero, alguien en quien declinar su poder y sus decisiones hasta que él sea capaz de tomarlas desde la madurez, desde la asimilación del conocimiento que dicho maestro imbuirá en él. Así, el individuo amoralizado por el amor, en la exacerbación de su condición de individuo amoroso, vuelve su entera mirada hacia la propaganda del sistema y le entrega, desnuda, desprotegida y desesperada, su capacidad de desear. El sistema, cuyo aparente mensaje autodescriptivo es “debo conseguir convencerte de que desees lo que te ofrezco” recibe, gracias a la culminación del trabajo de amoralización inoculado por la moral del amor, un mensaje, no sólo mucho más poderoso que el que el sistema emite al individuo, sino capaz de reaccionar con dicho mensaje para multiplicar su efecto como una enzima nuclear. El individuo busca a la voz autoritaria y prestigiosa de la propaganda del sistema y le inquiere: “¡Dime qué debo desear!”

domingo, 18 de mayo de 2014

Agamia como lugar único para la ética de lo sentimental (I)


Lejos de la libertad ética del amor, que valora sus acciones desde una perspectiva particular e independiente expresada en multitud de aforismos (“en el amor como en la guerra”, “quien te quiere te hará llorar…), la agamia se manifiesta estrictamente ética. La agamia es la reinserción de los intereses personales sexosentimentales al marco del bien y del mal.

Para la agamia el bien y el mal no son “relativos” o “subjetivos”. El uso coloquial y erróneo de ambos términos pretende significar que no hay más valoración ética de cada acto que la que cada individuo quiera, decida o acabe dándole. Según este principio (que, por supuesto, no puede ser sino otro tipo de ética, qué si no), los juicios discrepantes de dos individuos diferentes no pueden ser puestos en común, porque responden a circunstancias judicativas (psíquicas y contextuales) diferentes. Para esta ética de la no ética, cada uno está legitimado para actuar sin dar cuentas a nadie. Esto acaba siendo así en todo el sistema emanado del capital (aunque no sea privativo de este sistema), pues su principio rector es el deber de la acumulación, una forma de ventaja individual, frente al que el resto de las consideraciones constituyen valores menores.




Pero sabemos ya que el amor es el centro y paradigma de las contradicciones ideológicas del sistema o, si se quiere, la joya de sus contradicciones, el lugar en que las contradicciones internas, u ocultas, se convierten en vestimenta y ostentación. En el amor, la contradicción ética es tan grande que la única solución para no agotar las fuerzas intentando abarcarla es convertirla en ideología. Es en el amor donde el capital exhibe, forzado a la impudicia, su más descarnada sociopatía.

Así, el “relativismo” del amor no es tal, pues el juicio no es relativo a algo, es decir, en función de algo cuya referencia lo vuelve absoluto (disponer de un melón para comer a lo largo de un día es una cantidad “relativamente” adecuada. Su relatividad nos refiere, por ejemplo, a la cantidad de personas que deban comer de él. Una vez conocido el número de personas, el juicio sobre su adecuación al alimento de una jornada será ya absoluto o, al menos, su relativismo se habrá reducido). No es tampoco “subjetivo”, porque no se forma en una conciencia conectada con la objetividad de lo real a través de los sentidos y, por tanto, forzada a unas determinadas formas de objetividad judicativa por esa objetividad percibida.
 


Se dice que los juicios del amor son relativos o subjetivos, queriendo decir que carecen de contacto necesario alguno con la objetividad. El elemento referente de la relatividad se ausenta de manera definitiva. El juicio amoroso es relativo, pero no se desvelará en referencia a qué, de modo que nunca alcanzaremos la objetividad que nos permita juzgarlo. La subjetividad, la psique judicativa, desconecta tanto de los sentidos como de la intuición de evidencia, de modo que el juicio amoroso subjetivo se vuelve el producto algorítmico de una caja negra: el insondable cráneo amoroso.

En realidad, el elemento oculto que deforma ambos términos es la voluntad en su condición deseante. El juicio amoroso es relativo al poder y mezquindad de un deseo que no puedo confesar, pues en su confesión permito esclarecer en mi perjuicio la incógnita de la corrección moral de mi juicio. Si reconozco que juzgo así porque deseo algo, y ese algo es inconfesable, reconozco con ello que estoy siendo inmoral por amor y, con ello, que el amor es inmoral.

El juicio amoroso es, además, subjetivo, porque el prisma a través del que se filtra la luz de la realidad posee una forma que desconozco, es decir, que decido desconocer, y que no reconoceré jamás, pero cuyo producto sí puedo constatar. Si reconozco que ese prisma es, de nuevo, mi voluntad deseante inmoral, estaré reconociendo la misma incorrección del juicio que oculto con el malentendido relativismo.

Ambos términos son sinónimos en el lenguaje coloquial, y su objeto de aplicación paradigmático es el discurso sobre los juicios de amor. Ése es el sistema de decodificación al que el individuo debe apelar en cuestiones amorosas.

La razón por la que es difícil encuadrar esta ética de la negación normativa en el marco de una ausencia de ética es que a los principios no judicativos del subjetivismo y el relativismo subyace una plétora de normas profundamente contradictorias pero del todo afirmativas y concretas. Este conjunto de normas, como no puede ser menos, se presenta a sí mismo como expresión de una moral definida y consistente. El individuo, sin embargo, sólo puede intuirla, y sus esfuerzos por encontrar la jerarquía de sus principios rectores le conducen de vuelta a la intuición a través de lo que podríamos llamar una ética poética, donde el pensamiento intuitivo prefilosófico es orientado por factores estéticos que mejoran su unidad.

El individuo sabe que hay cosas que están bien y cosas que están mal para el amor, y pretende que un comportamiento intachable le haga merecedor de ese mismo comportamiento para con él. El individuo confía en que este intercambio de comportamientos ajustados a la moral del amor le permita permanecer orientado, comprendiendo las consecuencias judicativas de sus actos (las opiniones que sus actos generan) y previendo los actos de los otros en función de su catadura moral. El individuo espera que el subjetivismo y el relativismo, así como el conjunto de principios contradictorios que los acompañan, apunten en una misma dirección, incluso de un modo más eficiente y de más larga mira que la moral de consistencia consciente que se atribuye a los restantes ámbitos de la vida social.

Paulatinamente descubrirá que aquello a lo que la moral del amor apunta es algo que él no discierne, y su “subjetividad” se poblará de “relativismos”. Su necesidad de sobrevivir a la imprevisibilidad de comportamientos y juicios amorosos generará una biografía de la contradicción personal que constituirá el algoritmo a través del que él juzga, y cuya contradicción con los principios afirmativos del amor permanecerá oculta al resto tras el telón del relativismo y la subjetividad.