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lunes, 9 de octubre de 2023

Agamia. Primera noche

 


Durante el ya largo periplo de este blog, cuya razón de ser es exponer la propuesta relacional ágama, he procurado que a los textos teóricos o ensayísticos acompañara la literatura, casi siempre a través del relato breve.

La razón es que la teoría resulta insuficiente. No solo porque lo es a efectos divulgativos, sino principalmente porque la especulación no alcanza el aliento posible si no puede poner en movimiento toda la libertad de la ficción.

No incidiré en las razones que ligan inseparablemente a uno y otro lenguaje, expresadas de muy buena manera millones de veces en tantos lugares como el ser humano ha llegado a encontrar un momento, no para pensar, pues ese momento es cualquira, sino para pensar en cómo piensa. Solo confesaré, como humilde prueba de ello, que, para mí, todo esto empezó, hace justo treinta años, a través del lenguaje literario, y que fue mediante pequeñas, y tal vez extrañas, historias de amor, como logré esculpir unas primeras ideas que ya ni eran ni debían ser cuentos, porque podían asirse con claridad tanto por su autor como, presumo, por quienes las escuchaban. Hasta el hastío me reprocharon que traicionaba al amor al expresarlo a través del lenguaje de la filosofía, pero yo sabía que con la literatura lo había traicionado ya mucho antes.

Nunca concebí dejar de contar la agamia a través de la ficción, y hoy sigo concediéndole un lugar prioritario. Por eso he vivido la redacción del volumen de relatos que acabo de concluir con pasión y, a la vez, con urgencia. Todo en Agamia. Día uno, tan sistemático, está, a la vez, incompleto. A nadie se le escapa esto. Pero no solo porque el día dos debe necesariamente sucederle, sino porque si queremos que ese día amanezca, es necesario antes bajar un poco la luz, difuminar las formas, y volver al terreno de la especulación más nocturna e íntima.

Este post pretende solo anunciar que la redacción del libro está concluida. Aún tardará en dejar de ser un sueño, porque debe revisarse con el mimo obsesivo a que obliga no saber dónde está la verdad, si es que la hay, del envoltorio enigmático que manejamos.

Pero ya viene.

Cerrad los ojos.


EL LABORATORIO ERÓTICO DE SOFÍA. DISCÍPULO PERFECTO

(si no conocéis a Sofía ni su proyecto experimental quizá prefiráis ojear los textos anteriores antes de leer este relato.)

He forzado hueco en mi apretada agenda porque tengo una cuestión importante que tratar con Sofía.

Le escribo para decirle que, si no tiene inconveniente, si no la cojo ocupada, voy para allá, para su casa. Le digo que así se lo facilito, que no necesita moverse, que puede aprovechar mejor el tiempo.

Me contesta que “de acuerdo”, y entiendo que ha llegado a barajar la opción de darme cita en lugar de despachar el asunto de inmediato. A pesar de mi discreción ha adivinado la prisa y lo ha hecho bien. Cada vez nos entendemos mejor, y hay más cosas que llegamos a decirnos sin palabras. Es justo de eso de lo que quiero hablarle. Justo de eso.

-¿Qué tal he respondido a la última actividad? – pregunto con un temblor en la voz que es muy ligero, pero que puede no habérsele escapado.

La ceremonia de recepción no es más que la entrega de un vaso de agua que, sin embargo, ya lo enciende todo. No sucede siempre. A veces estar en casa de Sofía conlleva la amenidad limpia de una lectura. Entiéndaseme: puede o no haber lectura, pero el tiempo, la acción, pasa como si alguien se hubiera encargado de procurarle el ritmo de una buena historia. No voy a cometer la vulgaridad de decir que son momentos “deliciosos”. Prefiero equivocarme a mi manera y llamarlos “perfectos”.

Pero otras veces la atmósfera se prende. Es torpe, ¿no? Pensamos invariablemente en calor cuando una interacción se carga. Decimos que se caldea, que se pone al rojo, que hierve. Lo pensamos porque la energía puede ser calor, pero sobre todo porque vemos la nuestra como ardor guerrero. Cargarse es inflamarse de la fuerza con la que entraremos temerariamente al choque, o con la inconsciencia, más temeraria todavía, con la que ahondaremos entusiasmadxs en nuestra derrota.

En casa de Sofía la carga es gélida. Allí el incendio es el que se siente en el vagón de una montaña rusa, cuando se avanza lenta e inescapablemente hacia un despeñadero. Ese giro de la vía que tú ya no ves, pero que tienes la necesidad de imaginar porque no quieres que el pánico te haga saltar del coche y precipitarte sobre una fantasía esquizoide de maderas oscuras y crujientes: ese giro es frío, porque es miedo.

Pero también porque es control. Es la captación violenta de que lo que queda por hacer es abrir los ojos cuanto sea posible a todo lo que viene, dado que ya nada, salvo aprovechar la oportunidad, está en tu mano. Se encuentra en las de Sofía. Ella ya ha trazado el camino. Y siempre, sin excepción alguna, es vertiginoso. ¿Cómo no iba a declamar mi frase preparada con un ligero temblor, si le proponía con ello que me arrojara al vacío?

-Bien – contesta, y da así comienzo al juego.
-Le estoy pillando el truco. No quiero decir que haya truco. O que sea un solo truco. Pero hay algo general que parece que estoy entendiendo, ¿no?
-Estas cambiando de fase.

Mi rostro se ilumina. Yo no lo veo, pero si tuviera que describir mi rostro iluminado por la alegría querría tener una foto de este momento.

-¿Cómo es la nueva fase? – Es ella quien lo pregunta. No soy yo, aunque la voz ha parecido salir de algún lugar dentro de mi cabeza.
-Más avanzada. En todo.
-¿Con más pruebas?
-Sí.
-¿Con más encuentros físicos?
-Claro.
-¿Más personales, esos encuentros? ¿Más exclusivos?
-Eso es.
-¿Dirías que es una fase más intensiva?
-¡Sí! Más intensiva.
-¿O prefieres la palabra “intensa”?
-…

El carro ha llegado al final visible del raíl. Solo ella sabe en qué dirección voy a abismarme. Pienso que todo ha sido demasiado rápido. ¿Cómo ha podido haber sucedido ya? ¿Cómo puedo estar ya aquí? Si apenas he ascendido unos metros, ¿por qué voy a caer desde un precipicio?

-Israel, ¿te has enamorado?
-¡¿Cómo?!

Sofía guarda silencio. Mucha gente lo hace ante una respuesta que no es una respuesta. Ella, a veces, también.

-¿¡De quién?!

Sigue esperando. Si yo estuviera enamorado de otra persona, ella aspiraría ese amor con la mirada que me clava ahora. Si yo no estuviera enamorado tendría, ante ella, la obligación moral de enamorarme. Es mármol transparente, como los ojos de lxs inmortales. Incisiva, fuerte, buena y despiadada. Invita a la verdad, pero solo reaccionará a la verdad.

-No.

Silencio.

-Sí.

¿Dónde estoy? ¿Qué acabo de decir? ¿Cómo puedo ser yo ese, si soy justo su contrario?

-¿Y qué vas a hacer?

No puedo creer lo que pasa. No sé si me encuentro en el fondo de un pozo desde el que estoy viendo por última vez la cara de Sofía, o en una nave espacial, abandonando la atmósfera, a punto de empezar a recorrer con mi maestra un número infinito de galaxias. Es el punto cero de la vida y la muerte. Nacer sabiendo, esta vez, que naces.

Pero su pregunta no alude a cielos ni a infiernos, sino a la vida humana que, de momento, sigue transcurriendo emparedada entre ellos. Me acaba de recordar que soy libre, como no lo son los ángeles ni los demonios. Y que me encuentro ante el duro trabajo de decidir.

Estoy convencido de que no esperaba esto y, sin embargo, tengo un discurso totalmente premeditado que pronunciar. Aparezco, como en un sueño, en un lugar inesperado que he elaborado yo mismo. Pero me ha traído ella. Ella es el sueño. No el sueño que cierra los ojos a la vigilia, sino el que los abre a ese único otro mundo que habitamos y en el que lamentamos la inconcebible paradoja de ser impotentes y, a la vez, diosxs.

-Es un enamoramiento virtuoso.

Sofía me invita a proseguir con un gesto de la mano. Se diría que algo en ella se ha suavizado. Es la mirada, de nuevo. Cuando mira así apetece explicar cosas. No. Apetece explicarlo todo. Eso es. Apetece enseñarle el alma como si se le enseñara la casa.

-Sabemos que llamamos “amor” a dos tipos de exaltación afectiva. La primera es la alegría resultante de anticipar la realización segura de un deseo hacia alguien. La segunda es la angustia resultante de la incertidumbre ante esa realización.
-¿También de un deseo, quieres decir?
-También, sí.
-El deseo, entonces, es común a los dos amores.
-Sí, la diferencia es la adecuación en la designación del deseo. Si el deseo va a ser realizado, el amor es una exaltación alegre, pero si no…
-También exalta –interrumpe.
-Sí, pero en sentido opuesto. Generando ansiedad, tristeza, hipomanía… ciclotimia amorosa.
-En las dos ocasiones hay un deseo exaltado.
-Sí.
-Y en ambas el sujeto concibe que realizará su deseo.
-Sí.
-Solo que en uno de los casos no lo hace.
-Eso es, cuando las expectativas están mal concebidas.
-La diferencia es la calidad de las expectativas.
-Esa es la clave.
-Pero desconocemos su calidad hasta que comprobamos si el deseo se realiza o no.
-Hmm… vale.
-De modo que tu enamoramiento será virtuoso o no en función de cómo yo responda al deseo que contiene.

Recuerdo aquellos sketches de Barrio Sésamo en los que Epi repartía alguna golosina entre él y Blas. Blas la aportaba, por supuesto, de su propiedad, y Epi se ofrecía a hacer una justa distribución entre compañeros que el otro, para su perjuicio, no podía rechazar. Entonces Epi dividía la galleta, o el plátano, o una tarta, en dos partes claramente desiguales. La pequeña era para Blas. Mientras Epi comenzaba a engullir su pedazo Blas protestaba diciendo que no era justo que a uno le tocara más que al otro. Epi dejaba entonces de comer, reflexionaba y le concedía la razón: los dos trozos de tarta eran distintos, solo que el mayor, ahora que el de Epi había sido menguado, era el de Blas. Así que Epi cortaba un buen pedazo de la tarta de su amigo y lo unía a lo que restaba de la suya, dejándole de nuevo peor provisto. Blas caía en el error de protestar las veces suficientes como para no llegar a probar su propia tarta, o para obtener de ella un fragmento tan reducido que la humillación resultaba un castigo aún peor.

Sofía acaba de dividir en dos mi tarta de enamorado. Se ha quedado, me temo, con la mejor parte. Pero estoy casi seguro de que cualquier cosa que yo diga solo va a servir para reducir aún más las dimensiones de lo virtuoso en mi enamoramiento.

-Sin embargo no puedo responderte, porque todavía no me has dicho qué deseas.

Es verdad: no le he dicho qué deseo. He admitido que estoy enamorado. También le he dicho que aspiro a un cambio de nivel como discípulo de su laboratorio erótico. Ella me ha sonsacado que de ello espero más tiempo, dedicación y exclusividad. Todo eso es verdad. Pero ya ha quedado claro y, a pesar de ello, me pregunta ahora qué deseo. Eso significa que deseo otra cosa. Y que no sé cuál es. Y que ella, para variar, sí lo sabe.

Es demasiado tarde para tomármelo con tranquilidad. No tengo nada qué decir. En casa de Sofía no se reflexiona con el reloj en la mano, pero la precipitación acaba demostrando ser una pérdida de tiempo. Pérdida de tiempo con ella. Del que se pasa con ella, quiero decir. El que se pasa con ella se pierde, como si no se hubiera pasado. Y después es trabajoso perdonártelo.

¿Qué deseo? Tengo la pista de mi, ahora en apariencia ridícula, propuesta de ascenso, y de las ventajas que Sofía le ha atribuido. Ya sé que me está diciendo que lo que deseo es más de ella y nada más, incluso todo lo posible. Incluso, bueno… Cualquier cosa.

Pero no es esto lo que intuyo. Lo que llega a mi conciencia es un sentimiento que tengo que calificar de puro y de bueno. Quiero algo que está bien, y es por eso por lo que he concebido el subterfugio de dedicarme con más ímpetu al laboratorio. ¿Hago mal? Si mi deseo no es este he actuado virtuosamente derivándolo hacia algo noble y útil, y conformándome con ello. Quizá esté relacionado con el sexo, o con alguna forma de fantasía de pareja, o incluso con una apropiación sexual… ¿Qué más da, si acaba adquiriendo esta forma? Parece una conclusión defendible, y me aferro a ella.

-Quiero ese cambio de fase.
-No te he concedido un deseo. Te he preguntado por uno. Te pido la verdad y me devuelvas una elección.
-No conozco la verdad de mi deseo.
-¿Y cómo te atreves, entonces, a llamarlo “virtuoso”?
-Porque está inspirado por ti. Porque es un deseo hacia ti.

A veces me pregunto si Sofía debate con nosotrxs para poder hacerlo consigo misma; para poder encontrar en nosotrxs justo aquello para lo que aún no tiene respuestas. Estas cosas, estos oráculos llegados con el eco cavernoso de la inconsciencia, son los tesoros que diría que aspira a extraernos, y que nosotrxs le proporcionamos como muelas valiosísimas, invisible y originalísimamente cariadas.

-Me amas, Israel.
-De acuerdo.
-¿Y tu libro?
-¿Qué le pasa a mi libro?
-Allí escribiste que no debemos amar.
-Escribí que amar no es recomendable, porque es un placer derivado de una idealización alienante. Pero no escribí que no debamos amar como experimento controlado, puntual, a baja escala.
-¿Tu amor por mí es un experimento controlado, puntual y a baja escala?
-No. Es un buen amor. Es un amor virtuoso, simplemente porque es por ti, que lo eres. Es la integración de la teoría con la vida; de la conciencia con su objeto. Es la realización definitiva; la finalidad de este laboratorio. Este laboratorio me busca a mí. Y tú puedes compartir mi exaltación. Puedes recibir mi amor con tu propio entusiasmo amoroso por haber encontrado al discípulo perfecto. Eso también es un amor virtuoso. Siéntelo, Sofía.
-Me estás cambiando las reglas.

Veo claro que me he hecho con la iniciativa y quiero contestar automáticamente, insistir en un razonamiento que encuentro poderoso y que estoy seguro de que está mellando su convicción, pero hay una fuerza superior que me detiene como si fuera yo un bebé que gateaba despreocupado y al que unos brazos adultos han elevado del suelo inesperadamente. Intento comprender qué acaba de pasar mientras agito en el aire mis tiernas piernecitas. Es como si ella me hubiera hecho un pequeño gesto con la cabeza indicándome la aparición de una amenaza ominosa a mi espalda.

Lo entiendo enseguida. Ha pulsado el botón rojo con el que se apela a la autoridad que nos gobierna. No puedo, no logro hablar, porque yo ya no tengo la palabra, dado que no tengo palabra. Al contrario, me he convertido en objeto de la palabra. Soy aquello de lo que se debe hablar. Acabo de ser denunciado ante el más alto de los tribunales.

He conculcado la ley. Mi propia ley. Podría contestar de inmediato que escribí ese libro hace tres años, y que muchas cosas pueden haber cambiado desde entonces. ¿Por qué no reivindicar la evolución? Podría, incluso, seguir cavando el mismo agujero y decir que he trascendido mi pensamiento mediante el encuentro con un pensamiento superior: el suyo. Pero recurrir a cualquiera de esos trucos sería volver a delinquir. Si fuera simplemente capaz de decir alguna de esas cosas no estaría aquí; nunca habría sido admitido por Sofía.

Lo sé sin saber si ella alguna vez me ha puesto como condición saberlo. La ley no es inamovible. Puede ser cambiada. Pero no por la voluntad de los individuos que deben cumplirla, sino por el procedimiento que ellos han establecido para abstraerse de su propia voluntad. La justicia debe vigilar que no se confunda el cambio de ley con su incumplimiento. Y debe castigar esto último. Pero la justicia no tiene forma de castigar el incumplimiento de la ley que se imponen dos personas. Dos personas están solas, y su respeto a la ley depende de que ellas hayan logrado proyectar esa entidad superior capaz de castigarlas. Esa entidad se llama “dignidad”. Yo estoy a un pequeño paso de perderla. De dejar de ser digno de Sofía, de estar aquí, de todo.

-¿Qué deseas, Israel?
-Ya te lo he dicho: no lo sé.
-Y, sin embargo, estás luchando con todas tus fuerzas por lograrlo.

Con todas mis fuerzas. El entusiasmo amoroso. Sí. Con todas. No cabe duda. No debo de haberme dejado ni una pizca de fuerza, porque no siento ninguna.

-Es tu siguiente prueba. Debes descubrirlo y traérmelo. Me pedías más frecuencia. Esta es mi respuesta: ven cuando lo tengas. No vengas si no lo tienes.
-¿Y qué harás con ello?
-Diseccionarlo, por supuesto.
-Sabes a qué me refiero. Mi deseo. ¿Qué será de él?
-¿Quieres que te lo traduzca? Muy bien: juzgarlo.
-¿Y entonces?
-No hay ningún “entonces”. Si es un buen deseo será cumplido. Si no lo es…
-Lo rechazarás –interrumpo, desolado.

Soy un niño llorando, como tantas otras veces, pero ella no lo condena, porque sabe que ahora he quedado indefenso, y está bien que sienta miedo.

-No lo haré yo –me dice, y es como si el espíritu de Sofía entrara en mi cuerpo para abrazarse a mi estómago aterrado, para cuidarme y protegerme- Lo harás tú.









martes, 5 de diciembre de 2017

el laboratorio erótico de Sofía: ¿UN CAFÉ EN MI CASA?


Sofía me ha propuesto tomar un café.

-Claro –digo. -¿Cuándo? ¿Dónde?

-¿Te apetece conocer mi casa?

Dos frases y ya ha empezado el hormigueo. ¿Qué significa “conocer mi casa”? ¿Qué está tramando? ¿Qué ha tramado? Y, ¿qué sentido tiene resistirse?

-Vale –contesto. Respondo con brevedad para poder sonar natural. Antes de dejar el móvil ya sé que habría sido mejor manifestar abiertamente mi estado de ánimo. He disimulado lo indisimulable, y al hacerlo he hecho el ridículo. El primero. Veremos de cuántos.

No tengo, por supuesto, ni la más remota idea sobre lo que va a suceder. Es, efectivamente, la primera vez que voy a su casa, y me pregunto si eso significa que por fin “toca”. No sé si vamos a tener una relación erótica, si me va a someter a uno de sus experimentos o si se tratará de alguna mezcla de ambas cosas. En cualquier caso me parece una situación de alto riesgo sexual, de modo que decido prepararme. Es sólo por si acaso. Por no estropear la oportunidad si se presenta.

Sofía me convoca a las 5 del viernes. “¿Quieres que lleve algo?” –le escribo. “No es necesario. Yo sí tendré algo para ti.”

Estar preparado para lo que pueda suceder, pero que esa preparación no resulte demasiado evidente.

Como en tantas otras ocasiones, con tantas otras personas, tengo la sensación de que se juega con mi deseo, y de que se me obliga a realizar un trabajo que puede servir de algo o no servir de nada, sin consideración hacia ese esfuerzo. Preferiría, y en realidad lo esperaría de Sofía, que, si no va a expresar con claridad lo que quiere de mí, al menos haga una insinuación que yo pueda entender. Algo como “no hace falta que te afeites”.

Me resigno a realizar los aseos y arreglos propios de cualquier salida de viernes, sin saber si volveré pronto o tarde, si tiene sentido o no pensar en un verdadero plan de viernes para después o si éste ya es más de lo que puedo manejar. Esa resignación incluye dedicarme a una cuidadosa selección de toda mi indumentaria exterior y, claro está, interior. El momento de elegir calzoncillos es especialmente ridículo. Me produce pavor la idea de tener que desnudarme delante de Sofía y parecer un hortera. Y me resulta humillante preguntarme cómo debo elegir una ropa que no verá nadie jamás. Acabo, por supuesto, escogiendo los que más me gustan, los que más seguro me hacen sentir. Ésos serán los que desperdicie, y de los que ya no disponga, si tengo que volver a arreglarme después.

Cuando salgo a la calle aún no he decidido, tampoco, si debo o no debo llevar algo, ni el qué. En el éxtasis de mi desubicación, decido comprar pastas.

Llego puntual, sin saber si me espera una tertulia de filósofxs, una orgía, o las dos cosas. Ella me abre la puerta y enseguida me doy cuenta de que no hay nadie más. Como es evidente que mis primeros movimientos son inseguros, tiene la amabilidad de desplazar la atención hacia lo que aporto al encuentro.

-¿Qué has traído?

-Pastas.

-Perfecto. Dámelas.

Me siento en su sofá mientras desaparece para reaparecer inmediatamente con el café. Acto seguido vuelve a la cocina y regresa con dos bandejas de pastas. Sólo reconozco una, pero la otra es casi idéntica. Las pone sobre la mesa. En total debe de haber unas 80 pastas para dos personas. Sin embargo, no hace ninguna referencia. Me parece propio de ella no dar opción a que se alivie la incomodidad. Dejar que aquello haga su trabajo. Que duela.
Durante alrededor de una hora charlamos actualizando recíprocamente información y pasando espontáneamente por temas diversos. Nada que, ni por asomo, haga pensar que estamos en una situación más íntima de lo habitual o que, quizás, incluso, se trate de algo así como de una cita sexual. Pero con Sofía eso no tiene importancia. Sé que en cualquier momento todo puede cambiar. Estoy expectante y, lo reconozco, esa expectación repercute en una cierta falta de fluidez.

-¡Bueno! –exclama, por fin. –No te entretengo más.

No termino de tener claro si me está pidiendo que me vaya.

-No tengo prisa.

-Yo un poco sí, ya sabes: La vida.

-¿La vida? ¿El estrés, quieres decir? ¿Tienes mucho trabajo?

-No. La vida. La vida misma. –aclara, si es que eso es aclarar algo, mientras se incorpora y avanza hacia la puerta.

Estoy tan sorprendido que obedezco como un autómata: Apenas me he dado cuenta y ya estoy con un pie en el descansillo. “Por cierto, gracias por las pastas”, me dice, mientras pone en mi mano una bolsa de papel con algo envuelto dentro.

Hasta que me encuentro en el vagón del metro no empiezo a salir de mi perplejidad. Realizo entonces los primeros esfuerzos por entender qué ha pasado. Rastreo la cita buscando los elementos extraños que me sirvan de clave, pero hoy todo está vacío. He tomado un café en casa de Sofía como podía haberlo tomado en casa de cualquiera. Siento por eso mismo que, esta vez, el juego se ha llevado demasiado lejos. Entiendo que nadie tiene la responsabilidad de satisfacer mis expectativas sexuales. Pero no sé si es tan legítimo que la única justificación para provocarlas sea el disfrutar de ver cómo se frustran. Otros días he comprendido que me proponía una experiencia interesante. Pero no veo qué saco yo de lo que ha pasado hoy. No veo el sentido y, lamentablemente, no veo el respeto. Como una caricatura de mi propia indignación, o como una burla que parece llegar directamente desde Sofía, me vienen a la cabeza mis calzoncillos seleccionados y desperdiciados. “¡Qué guapo vas!” me digo, con toda la crueldad que logro reunir.

Quiero pedirle explicaciones. Me parece extraño haber tenido que llegar a este extremo con Sofía, pero mi deseo de hacerle responsable es más fuerte que mi extrañeza.
Me decido a escribirle:

-¿Por qué me manipulas?

Veo que está en línea e, inmediatamente, me invade la sensación de haber pisado un cepo.

-¿Manipular?

-¿No crees que manipulas mis expectativas de tener relaciones sexuales contigo?

-No te entiendo. Continúa.

-Siempre nos vemos en la calle. Esta vez me invitas a tu casa, pero no comprendo para qué. ¿Tan extraño es que yo conciba una esperanza a partir de ese cambio? Le he dado mil vueltas a lo que podía pasar, he venido preparado para mil porsiacasos, ¿qué utilidad tenía ese esfuerzo? ¿Comprobar tu poder? A eso llamo “manipulación”. A que me trates como si fuera un trozo de barro. Si voy a ser un trozo de barro, al menos haz algo conmigo. No digo que tengas relaciones sexuales. Cuando te has burlado de mí me has ayudado a crecer. Pero, ¿para qué hemos quedado hoy? ¿Te aburrías?

-Ya veo a qué llamas “manipular”.

-¡Me alegro! ¿Y te parece bien que…

-Llamas “manipular” a que no te manipule.

-…?

-Te he preguntado si te apetecía conocer mi casa.

-¿Y?

-¿Qué es lo que más te ha gustado de ella?

-

-:D

-Enhorabuena. Acabas de darme otra lección. Gracias. Haces bien en reírte.

-No me río por eso. Es que me chocaba tu enfado, pero acabo de descubrir qué es lo que lo provoca. Y es gracioso.

-No estoy muy seguro.

-Lo es. Estás enfadado porque piensas que tú has puesto mucho de tu parte y yo no he puesto nada.

-Hay algo de eso. Al menos hoy.

-Haces mal las cuentas.

-¿Por?

-No tienes que calcular lo que has puesto de tu parte, sino lo que has puesto de tu parte para mí.

-¿

-No pienses en cuánto nos hemos sacrificado, piensa en cuánto nos hemos dado. Tú no me has dado nada. No has pensado nada sobre qué podía yo necesitar, sobre qué era adecuado hacer… Y lo que has pensado lo has pensado mal.

-Lo siento.

-No. Está muy bien. Es lo que esperaba. Por eso yo no te he dado nada a ti. Casi. J

¿Sabéis cuando llevas todo el tiempo atento a una fecha importante que no quieres que se te pase por nada del mundo y, de pronto, en tu mente, la repasas, la miras con atención, y comprendes que la estabas leyendo mal, y que esa fecha es ayer? ¿Ese escalofrío? Ese escalofrío.

Vuelvo a mirar el teléfono esperando leer en él mi propio pensamiento. Y ahí está.

-Has salido tan perplejo de mi casa que no se te ha ocurrido mirar dentro de la bolsa. Así que te has enfadado cada vez más, sin nada que lo parase. Gracias por el buen rato. Me refiero, obviamente, a éste.

Me quedo embobado mirando el paquetito. No llego a plantearme abrirlo hasta que todas las especulaciones han terminado por fin de perturbarme. “Sofía ha pensado en mí”, “aquí está lo que ella me da”, “aquí hay algo que ella sabe que deseo, que necesito”, “aquí está ella, para mí, de algún modo sorprendente que Sofía me ha preparado”, “este objeto es justo lo que ella sabe que transformará mi malestar”.

El papel se resiste, como pasa siempre que lo manosea un impaciente. Consigo abrirlo y desplegar el montoncito de tela que encuentro en su interior. Lo sostengo, extendido, ante mis ojos.

Unos calzoncillos.

Bonitos. Todo hay que decirlo. Más bonitos, incluso, que los que llevo puestos.

Y más aún que me lo resultarían si no me estuviera mirando el vagón completo. 
En fin. No tengo de qué quejarme. Ya puedo decir que hoy me han visto los calzancillos. Y además siguen limpios.


lunes, 8 de mayo de 2017

el laboratorio erótico de Sofía: LA AMIGA DE SOFÍA


Recibo un inesperado wsp de Sofía: “ven. Quiero presentarte a alguien.”

“Inesperado”, unido a “de Sofía” es un pleonasmo. Un pleonasmo es una figura retórica consistente en añadir palabras innecesarias cuya función expresiva es el énfasis. Pero es que los mensajes que recibo de Sofía son inasequibles a la generalización. Incluso bajo la categoría de “inesperado”. Da igual que ya sepa que me van a sorprender. Aun así, siempre me sorprenden.

“Ok”, es mi insulsa respuesta. Si cualquier otra persona me dijera “quiero presentarte a alguien” le contestaría “¿por qué?” y, respondiera lo que respondiera, crearía un colchón de seguridad entre la petición y su satisfacción diciendo “hoy no puedo”. Pero si Sofía me propone algo todo lo que pueda retenerme se vuelve de papel. Una propuesta de Sofía cambia automáticamente mi disposición anímica como si se pulsara un botón. Son mis propias tareas las que parecen indicarme que la mejor manera de realizarlas es abandonándolas por algo de lo que sólo conozco la fuente.

Antes de comprometerme con ello, ya lo estoy haciendo.

“Ok”, le digo. Pero no hace falta. Eso sí que es un pleonasmo.
Cuando llego al lugar acordado Sofía ya está allí. Ella y Diego, un conocido de ambxs por quien no siento especial simpatía. Hay una cuarta persona, a la que me presenta como “Fredi”. De modo que Sofía va a aprovechar para que Diego también le conozca. Bueno.

Pero Fredi no es el objeto de nuestra cita. O eso nos cuenta Sofía, a saber con qué intención. Nos dice que Carla, una gran amiga suya, está a punto de aparecer, que hacía tiempo que no venía a Madrid, y que quería aprovechar para presentárnosla. “Sé que os va a gustar”, nos dice.

Apenas cinco minutos después aparece Carla. Está claro que es una mujer interesante y de carácter absolutamente encantador. Está claro, porque Sofía ha dicho que nos va a gustar, y es evidente que no podía referirse a su aspecto. No describiré ese aspecto, pero cuando toma asiento junto a la anfitriona, el contraste es extremo. No es que Carla me genere ningún tipo de repulsión. Es, simplemente, que, ante ella, el deseo se ausenta. Nada que ver con lo que me pasa cuando miro a Sofía.

Estoy seguro de que no soy el único que está pensando algo parecido. Y estoy seguro de que Sofía es consciente, porque de vez en cuando reorienta la atención del grupo sobre Carla. Efectivamente, no sólo es interesante y sensata, sino que combina la empatía con el protagonismo en dosis perfectas. Carla nos ha convencido sin esfuerzo de que valía la pena conocerla. Eso hace que la diferencia de atractivo destaque aún más, porque ahora es prácticamente la única diferencia.

Pero Carla tiene que irse. Es muy probable que haya más gente por la que tenga que ser conocida, de modo que se despide afectuosamente y lxs tres convocadxs nos quedamos solxs con Sofía. Lxs tres a solas con Sofía.

“Ofrezco sexo al primero que sienta deseo por Carla”, nos dice.

Nos lo ha comunicado como quien informa de que tiene que ir al servicio. En cualquier otra situación, con cualquier otra persona, habrían surgido risas nerviosas. Pero aquí, nosotrxs, con ella, nos hemos saltado esa fase y pasado directamente a mirarnos con mutua desconfianza.

Comprendemos que acaba de empezar la parte práctica del ejercicio. Y es una competición.

-¡Un momento! ¡Un momento! ¡Un momento! – interrumpo, sea lo que sea, aquello que está teniendo lugar - ¿Quieres decir que la condición para acostarte con nosotrxs es que nosotrxs nos acostemos con Carla?
-No.

Nos seguimos mirando lxs tres. No podemos dejar de mirarnos. Estamos atadxs a mirarnos, lxs unxs a lxs otrxs.

El idiota de Diego es el primero que salta:
-¡Ya está! ¡La deseo! – afirma con convicción.
-¿Por qué? – pregunta Sofía, como si hubiera estado esperando exactamente esa declaración.
¿Ahora qué, idiota? Vamos, Sofía. Machácalo.
-Porque es una mujer muy interesante. Siento deseo. En serio.

Diego sólo ha hablado para poder dejar de hacerlo. Ni siquiera buscaba convencer. Sólo escapar. Ningunx le ha contestado. Sofía ya lo había hecho. Su “¿por qué?” era más que suficiente.

Ahora nadie mira a nadie. Todo el mundo parece mirarse a sí mismx. Todo el mundo escarbando en el pozo de su deseo en busca de Carla, para poder encontrar detrás a Sofía. O construyendo algún tipo de engendro estratégico, allí, en el fondo de su pozo.

Entonces habla Fredi. Con mucha serenidad. Como si la serenidad fuera su verdadero mensaje.
-Deseo a Carla. Es normal que la desee. Lo he pensado despacio y, sí, por supuesto que su cuerpo no me llama la atención a primera vista. Pero sé que eso después me dará igual. Que ese cuerpo se llenará de significado porque el significado ya está en ella y se asociará poco a poco a su cuerpo. Así que sí: la deseo. Me parece lo más sencillo del mundo. Y si no nos lo hubieras propuesto en estas condiciones tarde o temprano la habría deseado.
-¡¡¡¡¡No, no, no, no, no!!!!! – vuelvo a interrumpir. – ¡Vamos a ver! Aquí se están produciendo cosas que… ¡No, no, no! Esto no es así. O sea, la idea está bien, pero esto no es así. ¿¡Dónde está la legitimidad de todo esto!? ¿Qué sentido tiene? Es que hay mil cosas… Se me ocurren mil cosas que decir. ¡Sofía, no lo has planteado bien! ¡…objeciones! ¡Eso es! ¡Tengo mil objeciones!
-Israel – dice, mirándome profundamente, y su mirada me calma como si yo fuera un cachorro al que cogen por la nuca. Me sonríe afectuosamente - Eres lento.

_
Regreso a casa con un desasosiego sexual parecido al de otras veces. No sé si siento indignación, sincera curiosidad intelectual, o simplemente estoy excitadísimo. Mi cabaza, eso sí lo sé, hierve con cada detalle de lo que acaba de pasar. Se encuentra en modo “Sofía”. “Velocidad Sofía”.

Y soy lento.

No entiendo cómo se puede correr más. Cómo se puede gestionar esa situación en unos minutos. Todavía me es imposible obtener una idea clara de las implicaciones éticas, no sólo para cada unx de lxs tres, sino para la propia Sofía. Y, por supuesto, para Carla. La había olvidado por completo. ¿En qué ha consistido esa presencia? ¿La había preparado con Sofía? ¿Era todo una actuación?

Busco en mi memoria pistas que me puedan dar una respuesta, y me retrotraigo al momento en el que ha llegado. Su aparición adquiere ahora un carácter perturbador, y tengo la sensación de estar mirándola más en mi recuerdo de lo que lo hice cuando el recuerdo se formó. Llego al momento en el que se sienta junto a Sofía y encuentro que algo ha cambiado con respecto a lo que esperaba. Ambas están unidas ahora por un vínculo nuevo. Aquella neta diferencia, entre alguien que atrae y alguien que no, ha desaparecido…

“Sin hacer trampas”, pienso, mientras me reclino contra la ventana del vagón, y dejo que la satisfacción me inunde. Mientras disfruto de la experiencia sexual que Sofía acaba de regalarme.


lunes, 5 de septiembre de 2016

los padres del amor (experiencia erótica en primera persona)


Son las bastantes de la mañana y he quedado de resto inmarcesible en una fiesta casera. Sólo lo mejorcito y yo, en torno a la mesa de la que un día nacieron las copas y ahora parece habernos convocado para que le sean devueltas.

Todos borrachos, todos de izquierdas, todos grandes sabios. Todos hombres.

Los temas importantes afloran como en ningún otro momento de la noche. Ya no nos preguntamos cómo nos va, ni qué tal, ni contamos chistes. Ahora arreglamos el mundo sin una frase de tregua. Los algoritmos metafísicos se suceden como respuestas compensatorias al caos del mundo. Cada fórmula aporta una precisión sobre la anterior. Cada intervención resuelve una guedeja suelta que antes había escapado. Cada flecha da justo en el centro de la precedente, partiéndola por la mitad tras una trayectoria errática y beoda.

Yo me callo, porque no sé tanta historia, tanta filosofía, tanta ciencia… De nuevo pierdo la cuenta de los nombres que oigo por primera vez. De nuevo me avergüenzo ante ideas que jamás había escuchado, y que para todos parecen elementales e imprescindibles. Otra vez tengo la sensación de que me pierdo en los malabares, y de que pronto dejaré de saber en qué cubilete está el garbanzo.
De vez en cuando el discurso se ilustra, se enriquece, incluso se esencializa, en una anécdota sentimental, erótica… en una picardía, en un episodio especialmente esclarecedor de la guerra de sexos. No sé cuándo ha ocurrido, pero hace tiempo que es el amor, y no el mundo, lo que está siendo arreglado. Y para sorpresa de cualquier posible testigo deslumbrado por la solemnidad anterior, el ambiente se ha animado.
Yo no sonrío porque ahora me sienta más en mi salsa, ni sonrío porque las anécdotas me hagan gracia, que no me la hacen demasiado, ni sonrío porque las desprecie. En realidad no sonrío, sino que se me apodera una risa floja que crece más rápido de lo que soy capaz de entenderla, incluso más rápido de lo que tardan los otros en sentirse incómodos con ella e, inevitablemente, en interpelarme.

-Israel es el público perfecto. Nadie aquí te ha reído el chiste como él.

No hace falta más. Tengo que explicar algo que no sé, pero que es, en realidad, tan obvio, que aparece escrito delante de mis ojos, dejándo que me concentre en entonar con un poquito más de solemnidad de la que me pide el cuerpo, pero un poquito menos de la que hace falta para que ellos abandonen la desconfianza.

-Todos nos conocemos, y todos conocemos nuestras especialidades. Todos sabemos de qué sabemos y de qué no sabemos. Por eso hablamos de lo que sabemos y escuchamos de lo que saben los otros. Pero cuando se trata de hablar de amor a nadie se le ocurre que pueda no saber. A nadie se le ocurre que haya algo que escuchar o que eso pueda ser de lo que alguien, y no él, sabe. No me digáis que no es gracioso.

No es que yo haya dejado de reírme, pero aun así el silencio es doloroso. Es el dolor que se experimenta ante la mudez de un jurado. El dolor que provoca ver que el jurado no es un jurado, sino un grupo de personas enfrentadas a ti mediante su condición indiscutible e irrevocable de jurado. Eso sí, para un borracho, como lo soy yo en este momento, es el dolor de la risa.

-Escuchemos – Irrumpe alguien. – Israel, experto en amor, nos va a sacar de nuestra ignorancia con una de sus grandes lecciones. Adelante, Israel. Habla.

La frase se abre paso en mi conciencia como por una autovía despejada, siguiendo un camino que, para mi sorpresa, conoce perfectamente. Esto ya pasó. Pero yo no era yo. Yo era ellos y en mi lugar estaba Sofía. Escucho su voz como si sucediera ahora mismo. Quiero imitarla. Quiero sonar exactamente igual que sonó ella.

-Lo que yo tenía que decir ya lo he dicho. Ahora ya te toca a ti estudiártelo.
Ha sido demasiada tensión. Rompo en una carcajada tan descompuesta que apenas entiendo sus respuestas ni veo sus gestos torvos entre las lágrimas. La fiesta se está desangrando a borbotones. Me la estoy cargando yo y es seguro que debo pagar un castigo. Supongo que mañana me preocupará. Hoy mi fantasía se dispara e imagino a mis compañeros dejándose llevar por la humillación y descargando sobre mí una de esas palizas de película, inesperadas, lógicas, y secretas para siempre. Imagino a la virilidad humillada y aferrándose desesperadamente a lo último que sabe hacer, y a mí feminizado bajo los golpes. Es tan delirante y tan real que la risa se mezcla con el placer y mi cuerpo queda entregado a un paroxismo convulso, riente, y casi silencioso. Me viene Sofía a la cabeza. Siento que cuanto peor acabe todo mejor estoy entendiendo lo que quiso explicarme. Éste es el dibujo que ella me pidió y esto es erotismo con y para ella.




martes, 26 de julio de 2016

el laboratorio erótico de Sofía.


Le digo a Sofía que me explique mejor lo del sexo sin objeto. Que creo que lo entiendo, más o menos, pero que parece que no logro hacerlo entender. Que la gente me pregunta y no sé contestar con claridad. Que será que no lo entiendo tanto. Que si ella lo entiende.

-No hay mucho que entender – me dice.- Puedes llamar “sexo” a una determinada ceremonia que culmina con una penetración, o puedes llamar “sexo” a todo lo que tenga que ver con la excitación erótica.

-¿“Que tenga que ver” no es muy amplio?

-Más bien diría que lo otro es muy concreto. Puedes llamar “gastronomía” a ir a comer en un restaurante de 100 euros o puedes llamar “gastronomía” a todo lo que tenga que ver con comer. Luego podrás clasificar:“buena gastronomía”, “falsa gastronomía”, “gastronomía social”… no sé. Pero necesitas empezar por una categoría que lo incluya todo.

-Pero eso…

-Puedes llamar “pintura” a cualquier tela que cuelgue en una galería de arte o puedes llamar “pintura” a todo lo que tiene que ver con el uso del lenguaje pictórico.

Tengo la sensación de que me ha dicho justo lo que ya sabía, aunque, por alguna razón, decirlo así me facilitaría, si yo fuera más listo, alcanzar una idea clara.

-Yo a eso lo llamo “erotismo”.

-Entonces tendrás que hablar de “erotismo sin objeto”.

-¿Quieres decir que el sexo sin objeto, o el erotismo sin objeto, sería todo el erotismo, menos follar?

-Quiero decir que si lo que quieres es follar, entonces no es erotismo, es follar. Lo lograrás cuando folles, y el placer que experimentarás será el de haber cumplido con tu objetivo de llegar a haber follado.

-Sí, como cuando una profesora de pintura te dice que no pintes para exponer. Que pintes porque te interese pintar.

-Supongo.

-Pero en algún momento debes exponer, porque si no el cuadro no termina su ciclo de comunicación.

-¿Y la ceremonia de exponer el cuadro en una galería es “terminar su ciclo de comunicación”?

Pienso en ARCO, en las galerías de la calle Serrano, incluso en las galerías de supuesta vanguardia… en sus inauguraciones, ágapes, y postureos. En sus discursos artísticos de mierda que sólo pretenden cerrar un negocio de compraventa. Tengo, de pronto, la sensación de que por nada del mundo quiero volver a follar. Que cuanto más folle, más me estaré quedando sin follar. Que follar es, precisamente, no follar.

-Pero, entonces, ¿qué hago? ¿Pinto para mí? ¿Hago cosas que no salgan jamás de mi casa y que no pueda compartir con nadie?

-Puedes pintar para mí.

Nunca me he sentido particularmente atraído por Sofía. Pero algún sitio de mi conciencia ha mantenido el paralelismo entre la pintura y el erotismo, y a mi pregunta de si debo conformarme con masturbarme, lo que su respuesta ha hecho sonar en mi cabeza es “mastúrbate para mí”. Y me he excitado.

Ella me interrumpe:

-¿Estás pensando en pintarme un cuadro?

No estamos lejos de su casa. Mi cabeza hace rápidamente el repaso completo: material, condiciones de luz, modelo… vamos, que me pregunto cómo decirle que tendríamos que pasar antes a por condones. Mi sentido arácnido-patriarcal ha detectado una posible proposición, y ha puesto a todo el organismo en estado de caza. La excitación aumenta. En apenas tres segundos me pregunto si quiero follar con Sofía, me contesto que sí y me dispongo a hacerlo.

-A mí no puedes pintarme un cuadro.

-...?

-No conoces mi casa. No conoces mis gustos y, sobre todo, no sabes si el cuadro me va a gustar. Puedes pintar un cuadro. Pero no puedes pintármelo a mí, salvo que aceptes que, muy probablemente, tendrás que quedártelo.

-…entonces?

-Te he dicho que puedes pintar para mí. Puedes hacerlo. Hazlo ahora.

Está claro que me está diciendo que la bese. Me quedo callado. Un par de segundos. Imposto timidez y me aproximo ligeramente.

Ella rompe a reír.

-¿¡Ahora quieres regalarme un dibujito!? ¡¡Nunca te había visto tan generoso!!
Del mismo modo que mi disfraz de seductor me ha revestido sin apenas yo pensarlo, ahora se me cae al suelo como si se le hubiera roto la goma.

-Pero, ¡¡¿entonces!!? ¿¡Me estás diciendo que me haga una paja en la calle!?

Ella ríe otra vez.

-¿Sólo sabes pintar casitas? ¿Y tú has estudiado Bellas Artes? ¡Qué pintor más malo! Te estoy diciendo que pintes tú. Que te relaciones con la pintura. Que lo hagas en mi presencia. Que me ofrezcas esa relación, para que yo la conozca. ¿No hay nada que te apetezca representar? ¿Ninguna forma que investigar? ¿Ningún color que combinar? ¿Ninguna idea que expresar? ¿Sólo se te ocurre reproducir mecánicamente tu truco rancio de la casita, con sol y árbol? ¿Y te extraña que me aburra?
Si en algún momento he tenido la sensación de llevar una pizca de iniciativa, ésta se desvanece ya por completo.

-Vale, soy un pintor malísimo. No tengo ni idea de qué hacer. No se me ocurre nada. De verdad. No sé qué ofrecerte. Enséñame. Ponme un ejemplo. Invirtamos los papeles. Yo soy tu espectador. ¿Qué harías?

Hace rato que no se le borra la sonrisa de la boca. Está claro que, en mi desesperada tentativa por revolverme, acabo de entrar por la única puerta que me había dejado abierta. Estoy justo donde ella quiere.

-Lo que yo haría ya lo he hecho. Ahora depende de ti si decides disfrutar de ello, o de la frustración por no haberme podido colgar un cuadro.