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jueves, 21 de febrero de 2019

poliamor, ética, y el gato de Schrödinger


A veces el amor, también desde el poliamor, parece hablar desde la responsabilidad.


Los textos de contenido ético son innumerables, por no decir que son todos, y apenas hay cuestión peliaguda que dejen de tocar. Los celos, el abuso, los privilegios, la belleza normativa… ahora, sin ir más lejos, se habla mucho de que no hay que dejar cadáveres emocionales. Y es verdad que no hay que dejarlos.


Entonces, ¿exageramos cuando decimos que el amor es lo contrario a la ética y que constituye el abandono de la ética?


Ni un ápice.


El amor es ultraliberal, y su problema no es que prohíba la expresión de los conflictos. Casi al contrario, el amor legitima la voz de cualquiera que considere que tiene algo que decir.


El problema del amor no es lo que prohíbe, sino lo que no prohíbe. Por eso las reflexiones sobre sus problemas concluyen con la mera expresión de estos problemas. Junto con la expresión del problema aparecerá inmediatamente la expresión del problema que genera la posible solución al problema, cortando una primera tentativa de avance, después otra, y así todas. La denuncia del problema se ahoga en sí misma, y en el derecho de lxs otrxs a señalar la denuncia como problema.


Pero, ¿cómo es posible que no emerja un sujeto político que se enfrente a esxs otrxs? ¿Cómo es posible que no aparezca una moral que diga “esto es lo que debe ser hecho, y lo que hacéis, lo que nos hacéis, es inmoral”? ¿Cómo es posible que, aunque sea a través de una moral, no se señale a un enemigo político que de forma a lxs otrxs”?


La razón es que en el neoliberalismo “lxs otrxs” somos nosotrxs.


La moral amorosa, tanto da que sea monógama o poliamorosa, debe hacer prevalecer la libertad. Pero la libertad no es una, dado que el ejercicio de la libertad, allí donde genera enfrentamientos, genera, a la vez, dos libertades contrapuestas: la libertad de la persona vencedora y la libertad de la persona vencida. Y ambas tienen formulaciones no solo distintas sino, lógicamente, incompatibles.


El amor es un combate, y en él los resultados son probables, pero no seguros. ¿Quién soy yo antes de que el combate tenga lugar? ¿Qué moral me beneficiará? ¿La del sujeto vencedor o la del sujeto vencido?


Veamos cómo se aplica esto al problema de los cadáveres. Mi pareja (es indiferente el modelo relacional) ha conocido a otra persona, y las consecuencias sobre nuestra relación están siendo desastrosas. Si éramos monógamxs, porque hemos dejado de serlo unilateralmente. Si éramos no monógamxs, porque ahora parece que hubiéramos pasado a serlo, pero conmigo fuera. 


Aplicamos la propuesta regulativa de que no hay que dejar cadáveres emocionales. Yo estoy siendo un cadáver, de modo que mi pareja actúa mal y es condenable. La norma está clara. 


¿Lo está? ¿Y si soy yo quien ha conocido a otra persona? ¿Debo renunciar al amor? ¿Debo aceptar la opresión monógama? ¿Debo permitir que mi pareja no monógama se atribuya derechos de posesión sobre mi vida sexual? ¿Debo olvidarme de los sentimientos de la tercera persona en favor de la segunda, y en virtud de una jerarquía previa? En definitiva, ¿debo hacer justo lo que la primera valoración me decía que no debía hacer?


Ahora las dos morales están en pie de igualdad. Llevamos una página entera de discurso moral, pero nos encontramos de nuevo en el punto de partida. La razón, como decía más arriba, es que, para elegir, debo enfrentarme conmigo mismx. Debo elegir desde mi yo del presente qué es lo que deberá hacer mi yo del futuro, pero aún no sé cuál será la situación de mi yo del futuro.


La ética amorosa, vocacionalmente neoliberal, se enfrenta siempre a este dilema, que nos recuerda al del gato de Schrodinger. Dado que no puedo saber si el gato está vivo o muerto antes de abrir la caja, necesito describir la realidad desde esta incertidumbre y afirmar, paradójicamente, que el gato está vivo y a la vez muerto.

Dado que lo bueno depende de lo que me convenga, pero aún no sé qué es lo que me convendrá, debo decir de todo que es bueno y malo a la vez, de modo que, llegado el momento, la elección de mi conveniencia no quede completamente cerrada por razones morales.

Comprobadlo. Eso es lo que nos encontramos constantemente en el discurso amoroso, por muy serio, formal o académico que se reivindique. Todas las reflexiones se quedan en enunciados obvios y buenas intenciones, porque resulta preceptivo evitar cualquier compromiso con un principio moral. Tengo que hablar de ética, pero que hablar de ética no conlleva ninguna limitación para la maximización de mis beneficios.


Así que sí, efectivamente, no hay que dejar cadáveres emocionales. Pero, ¿qué hacemos para lograrlo?


Cri cri.




lunes, 19 de marzo de 2018

ABOLICIONISMO y NO MONOGAMIA.


El domingo pasado Amelia Tiganus nos contó de primera mano qué es la trata y cuál es su papel en lo que ella denomina “sistema prostituyente”.

Se ha escrito mucho desde entonces, hace solo una semana, respecto a lo impactante del testimonio, así que no me detendré en ello.

Mi intención es hacer hincapié sobre uno de los ejes de su discurso, y que nos atañe especialmente en tanto que comunidad no monógama. Se trata del tan traído y llevado concepto de “consentimiento”.

Cuando imaginamos lo que es una mujer traficada pensamos en secuestros, armas, agresiones y encierros. Esa idea nos permite condenar con determinación el tráfico, y nos permite, además, distinguirlo claramente de la prostitución libremente elegida.

Amelia nos explicó que eso no funciona así, al menos en nuestra sociedad. Ella nos confrontó con una realidad mucho más incómoda. La trata aquí apenas incluye violencia. En muchas ocasiones la mujer nunca es forzada directamente a nada, sino que en torno suyo se crean las condiciones que hacen de la prostitución la mejor salida posible, y la mujer la elige, a veces con entusiasmo.

Nos explicó que ella es una de esa mujeres que “eligieron” la prostitución, y que ha necesitado del feminismo para comprender que nunca eligió nada, sino que todo fue una trampa para que ella se convirtiera a la vez en víctima y culpable. Se arriesgó, como lleva años haciéndolo, a plantarse delante de la audiencia y decir “elegí, sí. Pero no soy responsable de esa elección”.
Esta inquietante lección nos descubre dos cosas sobre el manido consentimiento que deberían conllevar una nueva percepción del mismo. La primera es que el consentimiento es un continuo, y lo es también en la prostitución. El consentimiento depende de la libertad real, y esta no es la falta de coacción, sino la disposición de las mejores opciones. Poder elegir entre más de 40 prostíbulos no aumenta el consentimiento, ni poder elegir entre la prostitución o el rechazo de tu comunidad por haber sido violada. Tampoco aumenta el consentimiento la omnipresente alternativa entre fregar escaleras a 8€ la hora y prostituirte de escort a 100€ el servicio. Si todas las opciones son malas no hay libertad, y entre una mujer a la que el sistema patriarcal viola y una mujer a la que el sistema patriarcal “solo” humilla haciéndole sentir que su cuerpo puede venderse hay un continuo. Dónde empieza la libertad y dónde acaba el tráfico debemos decidirlo nosotres, pero no podemos dejarlo en manos de la simple conciencia de libertad, porque esa conciencia se construye con facilidad mediante el espejismo de la elección.

La segunda es que el consentimiento es necesario, pero nunca suficiente. La cultura del consentimiento persigue el contrato perfecto que libere al ejecutante de su responsabilidad con respecto al cuerpo sobre el que ejecuta. La fórmula se revisa periódicamente para no dejar resquicio a la crítica: lo último en contrato en blanco lleva el ridículo nombre de “consentimiento entusiasta”.

Pero la responsabilidad es ineludible, consienta quien consienta y consienta como consienta. Si no consiente, todo está claro. Pero si consiente nada lo está, porque queda nuestra decisión, y esa decisión debe ser renovada a cada instante. La fórmula del consentimiento genera esta ficción ética que es el espacio donde podemos abandonarnos a nuestros deseos sin preocuparnos por las consecuencias sobre la otra persona. Por eso queda patente que el consentimiento es, en sí mismo, la objetualización. Conceder a alguien la capacidad de consentir hasta el punto de liberarme de mi responsabilidad es objetualizar a quien consiente. Así se explica la trampa de su supuesto empoderamiento.

No podemos, por lo tanto, refugiarnos en el consentimiento para distinguir una prostitución legítima de una que no lo es, porque que la persona que se prostituye consienta no basta. Queda para el potencial cliente decidir si ese consentimiento se da en verdaderas condiciones de libertad. Y para llegar a una conclusión no dispone del conocimiento de las condiciones personales objetivas y subjetivas de la consintiente. Lo único de que dispone es de la evidencia de una sociedad patriarcal que tiene a la prostitución como uno de sus pilares fundamentales y que inscribe en la conciencia de las mujeres su condición de puta.

Lo que he contado hasta ahora es solo lo que el feminismo abolicionista está harto de contar y lo que, como digo, se ha contado en todas partes y con más intensidad aún desde hace una semana.

¿Sabéis, sin embargo, dónde no se ha contado? En los espacios no monógamos.

Resulta que la no monogamia es un espacio franco para la prostitución. La no monogamia, que presume hasta el empalago de su feminismo, de su deconstrucción y de su no normatividad, tiene tan asumido que la prostitución es buena y empoderante como lo pueden tener el mundo del fútbol o de los toros.

Así que para nosotres y nuestro mundo impermeabilizado al abolicionismo esta ha sido una semana más.

Resulta llamativo que mientras que la sexopositividad, con todo lo que implica (prostitución, BDSM, cultura del consentimiento, etc…) desgarra al feminismo, no encuentre resistencia alguna en la no monogamia. Parece lógico suponer, sin embargo, que si la no monogamia es verdaderamente feminista debería reflejar ese desgarro en ella. ¿Qué lo impide?

Encuentro varias razones.

La primera es que la no monogamia tiene una genealogía marcadamente sexual, originada en el amor libre de la revolución sexual, el mundo swinger y el propio BDSM. En la mayoría de las ocasiones lo que conocemos como poliamor es la versión civilizada y con aspiraciones de estabilidad de esos orígenes. Esto quiere decir que en la no monogamia el feminismo tiene un peso real muy por debajo del que tiene el sexo, y que donde aquel cuestione a este (y lo hace en las numerosas ocasiones en que el sexo es expresión evidente del deseo patriarcal) lo más probable será que la no monogamia lo silencie. Es, exactamente, lo que ha sucedido con la agamia, descalificada, desde el momento mismo de su aparición, con los mismos apelativos con los que se descalifica al abolicionismo: puritana, mojigata, represora, inquisitorial.

La segunda se deriva de la anterior. La no monogamia es, en gran medida, una práctica sexual, y es dicha práctica lo que otorga poder en los espacios no monógamos. Las personas, sobre todo hombres, con mayor capital erótico suelen ocupar los puestos de visibilidad, poder y portavocía, nivel jerárquico al que también tienen fácil acceso las putas felices, en su sentido más amplio (pornografía, etc…). Quienes se definen a sí mismes como abolicionistas carecen de voz porque las consecuencias de ese ideario sobre su propia vida sexual resulta aquí desempoderante.

La tercera ya no es achacable, al menos del todo, a estas comunidades. Es sabido que el feminismo abolicionista no tiene un discurso relacional y sexual especialmente elaborado, y es sabido que en él la no monogamia no goza del mayor de los prestigios. Desde los presupuestos abolicionistas es complicado, como hemos visto, hincarle el diente a la no monogamia, tal y como está, y se opta, siempre, por postergar la tarea o, directamente, por considerarla innecesaria.

Pero la no monogamia no es una moda. La no monogamia es la consecuencia misma del feminismo y es, por lo tanto, el signo de los tiempos. Es el resultado de que las mujeres descubran que no quieren someterse a un hombre y de que los hombres descubran que una mujer que no es esclava ya no interesa como compañera. Es, por lo tanto, el lugar hacia donde se va a desplazar la batalla, que ahora no es tal por incomparecencia de una de las partes.

Mirarla con desdén es un lujo que el abolicionismo no se puede permitir. Mientras tanto, desde la no monogamia, les abolicionistas resistimos como podemos, esperando que, de una vez, se escuche el toque de clarín que anuncie la llegada de refuerzos.



lunes, 26 de febrero de 2018

¿has elegido libremente tu modelo relacional?


Ya sabéis que la agamia no se presenta a sí misma como una alternativa más, lo último de lo último, en el muestrario de los modelos relacionales.

La agamia, en realidad, viene a impugnar ese muestrario como si todo él fuera el área de productos con aceite de palma. “No es cuestión de gustos” vendría a decir, “sino de salud y de consumo responsable. Las alternativas, si han de venir, tendrán que ser en este lado de la estantería”.

Pido disculpas porque el paralelismo induce a fe en la racionalidad del mercado, y ya sabemos que no es esa su mayor virtud. El objetivo era solo que se entendiera la idea. Espero haberlo logrado.

Sabemos también que otros modelos no monógamos responden con su cantinela sobre libertad individual y especificidad identitaria: “unas cosas valen para unas personas y otras para otras. Es bueno que todo permanezca disponible” y el famoso “hay gente para quien el gamos es lo mejor, y que lo elige libremente”.

No nos sorprende que para cualquier cosa, por aberrante que sea, aparezca quien la elija libremente, sobre todo porque las cosas aberrantes suelen beneficiar a unxs a costa de otrxs (esa es su aberración), y son esxs primerxs quienes enseguida defienden la libertad de elección de lxs segundxs.

Lo que sí sorprende, o sorprenderá a poco que lo pensemos, es que se pretenda defender que la prevalencia del gamos, su presencia constante, también en la no monogamia, sea un acto de libertad.

Sabemos, además (en realidad lo sabemos casi todo con respecto a estos temas, la mayoría de los textos de este blog solo encadenan un poco esas cosas que sabemos) que en una infinidad de ocasiones el gamos sobreviene tras una lucha, más o menos larga, contra su aparición. Esta experiencia se narra una y otra vez, no solo en comunidades no monógamas sino incluso en entornos normativos. “No queríamos ser pareja, pero al final no hemos sabido no serlo”.

Tenemos, por lo tanto, todos los datos: 1-el gamos aparece (en muchos casos, y en muchísimos en entornos no monógamos) sin ser elegido. 2-las otras no monogamias son gámicas. 3-las no monogamias gámicas defienden el gamos como opción libre.

Ergo… la defensa del gamos como elección libre es un producto ideológico aparecido para defender la superviviencia de las no monogamias gámicas sin más razón que dicha superviviencia (y, lógicamente, la de las estructuras de poder que surgen a partir de ellas). “¡Formamos parejas porque nos gusta la pareja! ¡Somos poliamorosxs libremente!” dicen lxs portavocxs del poliamor. Y sus practicantes, en muchos casos, piensan “yo no, pero bueno. ¿Estaré haciendo algo mal?”.

Lo cierto es que el gamos, normalmente, no se elige, sinoque se cae en él. Y una vez dentro la disonancia cognitiva actúa sin clemencia. Nos sucede con el gamos como con el BDSM: Todxs somos feministas, también quienes defienden el BDSM porque, incluso reconociendo que, mayoritariamente, a la práctica del BDSM subyace una motivación machista, no es esa la que nos mueve a nosotrxs. “De acuerdo: es raro que el gamos se elija, pero yo soy uno de esos casos raros; yo lo elegí.”

Seguramente. Y tienes mi cariño. Sin embargo, sólo por si acaso, te invito a que contestes a una pregunta. Recuerda que el objetivo es que tú descubras si eres libre. Tú, no yo, que no me voy a enterar de si tenía o no razón, eres la persona que puede obtener aquí beneficio: ¿Alguna vez te has demostrado a ti mismx que puedes no elegir el gamos?
Porque si tu/s relación/es actual/es son gamos y en ellas no te planteaste si querías o no gamos (es decir, o no conocías o no te planteaste alternativa alguna al gamos) entonces no sabes si lo hubieras elegido de haber dispuesto de la posibilidad de no hacerlo.

Pero si en algún momento quisiste que tu relación, o alguna de tus relaciones, no fueran gamos, y sin embargo acabaron siéndolo, entonces, lógicamente, tampoco has elegido libremente el gamos, y si te enmarcas en una no monogamia gámica (poliamor, anarquía relacional, etc…) puede decirse sin miedo al error que no has elegido ese modelo, sino que es el modelo que te ha tocado por falta de libertad.

Si te pasó lo contrario, es decir, que quisiste que alguna de tus relaciones no fuera un gamos pero el no ser un gamos resultó tan conflictivo que acabó con la relación, entonces tampoco has elegido (aunque está claro que lo has intentado) y tu/s gamo/s actuales son, simplemente, tu única opción relacional; no lo que quieres, pero sí donde sabes llegar.

Y si has decidido que no formarás un gamos por nada del mundo, pero es una decisión que has tomado una vez que ya lo tienes, y lo vas a mantener, pues bueno, no pasa nada, qué va a pasar, pero no has elegido tu modelo relacional libremente.

Para poder decir que has elegido formar un gamos, por lo tanto, hace falta que, en alguna ocasión, no lo hayas formado.

Pero, claro, ¿cómo se distingue la existencia de una no cosa?

Podemos caer en la tentación de llamar “elusión del gamos” a cualquier relación no gámica con el fin de demostrarnos a nosotrxs mismxs nuestra libertad. Pero hay que distinguir. Para disponer de la prueba de que sé no formar gamos y, por lo tanto, quepa pensar que lo estaré formando libremente allí donde lo hiciere, no es suficiente con no formar gamos en la mayoría de mis relaciones. Eso es, precisamente, en lo que consiste el gamos: forma gamos con unx o unxs pocos, y deja de hacerlo con el resto. Lo que necesito es no formar gamos allí donde la mayoría de la gente lo formaría.

¿Tienes esa relación?

Esa relación no es una amistad. Todo el mundo tiene personas a las que llama “amigxs”, y prácticamente todo el mundo tiene amigxs del sexo (no digamos “género”, ya que nuestra orientación sexual suele ser aún tan cavernaria que elige antes genitales que roles) objeto de su deseo.

Esa relación tampoco es un trato cordial o de cierta intimidad con alguien que nos gusta, porque la hipótesis del valor sociosexual dice que entre dos personas que no forman gamos una tiene siempre más valor sociosexual que la otra y, por lo tanto, una gusta (real o potencialmente) a la otra. Lo normal es que a esa persona que te gusta no le gustes tú. Esa es la explicación más económica para vuestro no gamos.

Tampoco, lógicamente, sirve como no gamos la famosa “tensión sexual no resuelta”. Aparte de cuáles sean las razones para esa irresolución (pareja en la recámara cuando se tiene otra, por ejemplo), lo que nos interesa saber es qué pasará cuando se resuelva, es decir, si podrá no formarse gamos. Lo de antes normalmente no es decisivo, porque el sexo es la incógnita central. Lo más probable es que ninguno de lxs dos sepa realmente qué desea antes de que esa incógnita sea despejada. No estoy animando a hacerlo. A lo que animo es a que, si lo hacéis, estéis atentxs a la aritmética.

Evidentemente, si la relación sexual tuvo un desenlace abrupto (porque alguna de las personas “descubrió” que no le interesaba tanto la otra, porque la “falta de compromiso” desencadenó un conflicto, etc, etc…) no podemos decir que haya habido éxito en la no formación de gamos, sino que el gamos ha hecho fracasar la relación, con lo cual seguimos en la misma condición de falta de libertad.

¿Sabes qué es algo que se parece mucho al éxito en una no formación de gamos? Una relación íntima, estable, y sexual o sexualizable, no gámica, con alguien con quien perfectamente podrías formar una pareja y que perfectamente podría formarla contigo.

¿Tienes eso? ¿No?

Entonces no sabes si has elegido tu modelo relacional. Lo más probable es que él te haya elegido a ti. Así que te recomiendo que te apresures (lentamente) a desarrollar una relación de esas características. No solo para contestar a una pregunta tan importante y para empoderarte en la elección de modelo. Sobre todo porque es muy probable que descubras, y concluyas, que esa es la mejor manera de relacionarnos.


martes, 26 de diciembre de 2017

agamia y anarquía relacional. una comparativa


Vista la frecuencia con la que aparece por todas partes la pregunta por la diferencia entre agamia y anarquía relacional se diría que se trata de un verdadero tema de debate.

La realidad es que no lo es en absoluto.

La razón por la que ambos modelos tienden en alguna medida a confundirse es sólo que se trata de los dos que, de entre los conocidos, son los más avanzados en el sentido emancipatorio.

En alguna ocasión me han preguntado, sin embargo, por la diferencia entre agamia y poliamor. Cuando ha sido así no ha fallado jamás que el cambio de pareja comparativa fuera la consecuencia de desconocer la anarquía relacional. Y no me cabe duda de que las personas ar se encuentran, y se encontraban antes de la aparición de la agamia, con la pregunta constante sobre la diferencia entre ar y poliamor.

Ciertas personas me han llegado a cuestionar la diferencia entre agamia y monogamia, y para ello han expuesto las similitudes entre la agamia y la monogamia liberalizada que ellxs practicaban. Evidentemente se trataba de gente que no conocía otras no monogamias por su nombre. El otro clásico es el del swinger, cuyo mundo se divide entre lo swinger y lo no swinger, y que te dice que él, dado que es swinger, ya es ágamo.

Para todas estas opiniones el extremo emancipatorio ya está ocupado, y dado que no echan de menos, o no reconocen echar de menos, nada en él, niegan la posibilidad de un modelo capaz de llegar más lejos que el suyo.

Por lo tanto es sólo el efecto de contigüidad lo que genera un cierto espejismo de confusión. Los contornos entre los elementos que se encuentran en el extremo del continuo empiezan a difuminarse a medida que nos alejamos. Pero en cuanto nos aproximamos un poco las diferencias aparecen con esplendorosa nitidez. O al menos eso es lo que ocurre cuando comparamos agamia y anarquía relacional.

Decir en qué se diferencian estos dos modelos es imposible en un post. No, por supuesto, porque haga falta profundizar en sutilezas para localizar esa diferencia, sino porque observamos diferencias absolutamente en todo, y para pasar por todo hace falta, como en el famoso mapa borgiano que pretendía ser completo, una extensión idéntica a la del espacio que se cartografía. El 99% de los textos de este blog no tienen cabida en la ar.

Pero intentemos encontrar algunos ejes principales.
Podríamos comparar agamia y ar desde una perspectiva, digamos, material, es decir, atendiendo a la literatura existente sobre ambos temas. Se trata de una comparación incómoda, porque mientras que la agamia tiene un espacio definido de desarrollo paulatino que aspira a ser sistemático, y al que cualquiera puede remitirse, la ar quedó, por decirlo de algún modo, anclada a su manifiesto, como una mariposa clavada con un alfiler. Los pocos esfuerzos serios que se han realizado para desarrollar aquellos 9 puntos apenas han hecho otra cosa que aletear en torno a ellos, teniendo que conformarse con describir en qué estaba consistiendo la vida relacional de las personas que se denominaban anarquistas relacionales a sí mismas.

Tenemos que decir, por tanto, que mientras que la agamia es una propuesta, la ar es un “sentir”, una “manera de entender” la propia ar que queda validada a priori por la ausencia de elaboración teórica. Una constatación que no puede confirmarse ni refutarse. Si la monogamia se definiera a sí misma como ar pocos argumentos habría para contradecirla.

Entendido entonces que comparamos un discurso con una idea vaga, o con una práctica difusa, pasemos a lo que podríamos denominar comparación “en la forma”.

La agamia es el rechazo al gamos. La ar no es el rechazo al gamos sino la relativización de su importancia. Una persona ar, por definición (es decir, por contenido expreso en aquellos 9 puntos), da la misma importancia a sus relaciones gámicas que a aquellas que no lo son. Una persona ágama no tiene relaciones gámicas, porque considera que el gamos es una institución opresiva y patriarcal.

Es, exactamente, la misma diferencia existente entre ateísmo y agnosticismo. Donde el ateísmo rechaza y condena, el agnosticismo se lava las manos apelando a la imposibilidad demostrativa, a las limitaciones de la mente humana o, directamente, a la más rastrera de las equidistancias. A día de hoy nadie diría que ambas posiciones son la misma. También es fácil intuir cuál es la más cómoda.

El paralelismo religioso sirve también para exponer una diferencia mucho más espectacular: el tratamiento del amor. Si la ar puede presumir de ser el primer modelo relacional en cuestionar la prevalencia del gamos, no puede decirse, sin embargo, que aporte ningún tipo de novedad con respecto al amor, más allá de apuntarse a la crítica al amor romántico. Para la agamia, sin embargo, el amor es el libro de instrucciones del gamos, y no hay forma de escapar de éste si no se tira aquél a la basura. El rechazo radical del gamos implica el rechazo también radical del amor. Donde, no sólo la ar, sino las no monogamias al completo, despliegan su infantilizante y culpabilizado culto a un amor que lxs señala como pecadores de no monogamia, la agamia subordina los afectos a la justicia de los afectos. La voz del Amor Dios Padre y su mandato de obediencia son completamente desoídas por la agamia. Las personas ágamas son las primeras, por increíble que parezca a estas alturas de la película no monógama, que se declaran responsables de sus afectos y que entienden al amor como una simple embriaguez afectiva.

La lista podría seguir interminablemente. Y en cada cuestión descubriríamos una diferencia similar: allí donde la agamia se pronuncia, la ar dice que ni blanco ni negro, que ni tanto ni tan calvo, que no hay que ser extremistas. Y cuando ambos discursos se encuentran, como imaginaréis, aparece la acusación de totalitarismo: la agamia es totalitaria porque afirma; la ar es inclusiva, porque no rechaza. Y es en esta característica donde creo que reside la diferencia de espíritu o, por seguir con el paradigma aristotélico, de finalidad, entre ambos modelos.

Poco espacio me queda ya para desarrollar la cuestión, de modo que daré sólo unas pocas claves en la confianza de que sirvan para identificar los ámbitos ideológicos a los que quiero referirme.

Sabemos de la íntima y peligrosa relación entre la inclusividad de las personas y la inclusividad de las conductas, es decir, entre la idea de que todo el mundo tiene que tener un lugar y que todos los deseos tienen que poder realizarse. Sabemos cómo pisa la izquierda esa trampa, sin querer o a conciencia, todos los días, en todas partes. Y sabemos que la mayoría de las veces que rascamos el concepto “inclusividad”, o “tolerancia”, o “diversidad”, no encontramos que tengan que ver con las personas, sino con los deseos y el mercado, es decir, con el neoliberalismo.

La ar está atravesada de punta a punta por este problema, y su incapacidad para pronunciarse jamás por nada es la consecuencia de ser el modelo de quienes no quieren pronunciarse, de quienes quieren dejarlo todo en el aire, de quienes quieren, en última instancia, apelar al derecho a la incoherencia para legitimar así su propio deseo.

Es, por lo tanto, el modelo liberal (y feminista liberal allí donde se declara feminista), y es, por lo tanto, el que parte del deseo y construye su ética bajo el yugo de ese deseo. Es un modelo incapaz de plantearse, por poner un ejemplo, que el problema no es que exista una belleza normativa, sino que exista una cultura del deseo de lo bello que generará siempre ganadorxs y perdedorxs y, a través de ellxs, normatividad. Y no puede hacerlo porque necesitaría enfrentarse con la tiranía del deseo y el deseo, nos dice el neoliberalismo, es tu esencia, tu yo más profundo y verdadero, aquello que te da sentido y debes perseguir por encima de todo.

Es incapaz de enfrentarse a una estructura relacional opresiva como es la lógica del valor sociosexual, porque éste dice que desear arbitrariamente a unas personas y repudiar a otras es poner a unas personas arbitrariamente por encima de otras, pero al ser el deseo quien habla nada se puede replicar.

Es incapaz de resolver el conflicto de los celos, porque éstos son la expresión de un deseo que, aunque se enfrenta a los principios de la anarquía relacional, debe prevalecer sobre ellos en tanto que deseo incuestionable.

Y es incapaz, por supuesto, de concebir la idea de un sexo sin objeto, ya que el deseo primigenio, como ya afirmara Hegel, es someter al otro, cosificarlo, convertirlo en tu esclavo para que sea fuente de satisfacción propia. Y dado que el gamos logra ese sometimiento a través del sexo tal y como hoy lo entendemos, éste debe permanecer intacto y objetualizante, pues es la realización por antonomasia de nuestro deseo más anhelado.

Vemos así que comparando agamia y ar desde su finalidad podríamos decir que si la ar es uno de las propuestas que nos animan a la transición de un modelo patriarcal dominado por los hombres a uno neoliberal dominado por el deseo, la agamia propone que el dominio recaiga sobre las manos de los sujetos conscientes, emancipando con ello su capacidad para hacer un uso verdaderamente justo de las relaciones.

E instigándoles, además, a ese uso.

Por completar la comparación podríamos preguntarnos por la causa eficiente: el quién. ¿De qué sujetos individuales o colectivos parten ambos modelos y qué relación tienen con su desarrollo, contenido y finalidad? Bueno, echad un vistazo por ahí, preguntad a quienes los representan o se identifican con ellos, contrastad sus discursos, y decidme, si os apetece, si me he equivocado.




lunes, 10 de julio de 2017

parar la ESCALERA MECÁNICA en las RELACIONES POLIAMOROSAS.


Como todo el mundo sabe, la gestión de los celos es el tema estrella de cualquier taller, charla o conferencia sobre nuevos modelos relacionales (si en vez de “nuevos” hubiera que llamarlos “no normativos” tendríamos que entretenernos demasiado con las matizaciones).

Los celos son la medalla de oro indiscutida entre los caminos de vuelta a la monogamia.

A considerable distancia, pero ocupando un nada desdeñable segundo puesto, aparece el tema de la escalera mecánica relacional: eso de que empiezo no queriendo ser monógamx pero no sé qué pasa, no sé qué pasa… que al final no sólo lo soy, sino que ¡no me saques de ahí!

Es obvio que ambos están íntimamente relacionados y que la explicación para ambas fuentes de conflicto van a parecerse mucho. Pero dejemos por un momento la visión de conjunto y vamos a centrarnos en la escalera, que la tenemos abandonada.

El análisis con el que más frecuentemente nos toparemos nos ofrece dos causas para este ascenso aparentemente irresistible: el hábito y la presión cultural. Estamos tan acostumbradxs a hacer que las relaciones “avancen” que nos llenamos de perplejidad si se paran. Avanzamos poco menos que por horror vacui; porque no sabemos qué otra cosa hacer. A esta tendencia se suma que todo el entorno monógamo nos dice constantemente esa cosa tan chorra y tan desagradable de la luna: que si no crece, es que mengua.

Así es, en dos palabras, la explicación que se nos está dando. La herramienta que se nos invita a utilizar es la consciencia: tenemos que darnos cuenta de que damos esos pasos para no darlos; para no permitir que la monogamia corrompa nuestra propuesta.

Bueno, yo tengo otra explicación. A mí no me parece que el problema esté (sólo) fuera de las no mogamias, sino (sobre todo) dentro.

Se llama AMOR.

Como he afirmado en otras ocasiones, el amor es la ideología del gamos, es decir, el discurso cuya finalidad es la formación de éste. Así, nada de misterioso tiene que no haya forma, por más que se quiera, de evitar la monogamia, mientras se conserve el culto a su libro sagrado.

En demasiadas ocasiones, las no monogamias se defienden de la crítica monógama a la deshumanización sobreidentificándose con el amor, del mismo modo que hemos visto recientemente al PSOE defenderse de su rechazo al CETA sobreidentificándose con la globalización. Para convencer de que el cambio es responsable se acepta la presencia de una instancia supervisora impuesta por el sistema. Una vez aceptada esa presencia, la revolución está abortada.

Veamos por qué:

-El amor invita a la sobrevaloración de la persona amada. Si la persona amada es cada vez más valiosa, lo lógico es que deseemos estrechar cada vez más nuestro vínculo con ella.

-El amor invita a “disfrutar sin complejos de la experiencia amorosa” AKA “descuidar el entorno relacional”. Si estar enamoradx es excusa suficiente para rebajar mi autoexigencia ética, mis vínculos se van a deteriorar, de modo que el vínculo amoroso resaltará cada vez más sobre el resto.

-El amor invita a la impulsividad. Si no estoy enamoradx, prevalece la decisión de no ascender por la escalera mecánica relacional. Si lo estoy prevalece el mandato amoroso del dejarse llevar, del no pensar. El resultado es la repetición del hábito adquirido.
Son tres ejemplos importantes, pero se podrían encontrar muchos más. El objetivo no es hacer la lista definitiva, sino entender que el enemigo está dentro, no fuera, y que no se llama “amor romántico”. Se llama AMOR, y cuanto más nos identificamos con él más inútil son nuestros esfuerzos por construir cualquier otra cosa que lo que él ordena.

Y está por todas partes. No sólo en el nombre de la no monogamia hegemónica, el poliamor, y en la iconografía de todas y cada una de las no monogamias.

Está en la incorporación de otros conceptos como NRE (New Relationship Energy, Energía de Nueva Relación) que vienen a disimular el origen amatonormativo de la exaltación amorosa.

Está en las prácticas identitarias de los colectivos no monógamos, entre los que las manifestaciones de amor, el culto al amor y la carga amorosa del discurso constituyen el eje central de su cohesión. Lo que construye o mantiene unidos a los grupos no monógamos es el amor mismo como referencia.

Pero, si volvemos a las herramientas que se ofrecen desde dentro de esos mismos grupos para evitar el indeseado ascenso encontramos que, reinterpretadas, son perfectamente rescatables. Veámoslo.

La presión cultural está dentro de los propios modelos. Son ellos los que someten a sus integrantes a una tensión insoportable entre una escalera mecánica a la que todo el mundo debe subir y una posición de la que, sin embargo, es obligatorio no moverse. Identificada esta presión dentro, las posibilidades de impermeabilizarse ante ella son mucho mayores. El vehículo para esa presión es la exaltación del amor.

El hábito no está sólo en el desarrollo personal de cada individuo que practica la no monogamia, sino en el de lxs creadorxs de opinión de los entornos no monógamos. No nos enfrentamos sólo al hábito de avanzar en la escalera relacional, sino al de escuchar a quienes también avanzan y nos hablan desde su hábito, y al de producir discursos influyentes a pesar de permanecer atrapadxs en el lenguaje amoroso.


lunes, 26 de junio de 2017

poliamor y feminismo radical


Una de las defensas a las que con más frecuencia recurre la monogamia es la que consiste en afirmar que siempre ha habido quien ha intentado escapar de ella y que esas personas, iniciativas y movimientos, han fracasado sin excepción, y de una manera tirando a estrepitosa.

Es una defensa, eso sí, del gusto de entornos poco familiarizados con los nuevos modelos relacionales, que pasa por encima de los presupuestos de cada uno de estos modelos y, por supuesto, de las diferencias entre ellos. Normalmente carece también de perspectiva sobre los índices de fracaso de la no monogamia y de su comparación con los de fracaso de la monogamia. En general se trata de un discurso carente de contacto con lo que critica y resulta vano rebatirlo con seriedad porque no hay verdadera interlocución.

Una de sus variantes, sin embargo, nos toca mucho más de cerca y, para nuestra sorpresa, o quizás no tanto, proviene de algunos sectores del feminismo radical, a los que erróneamente suponemos entregados, entre otros quehaceres, a la demolición de una institución tan radicalmente opresiva como el matrimonio y sus derivados hipocalóricos. En este caso el argumento suele dirigirse al espacio más visible de la no monogamia, el poliamor, y adopta más o menos la siguiente forma: el poliamor no cambia nada, porque los hombres siempre han dispuesto de varias mujeres. Aunque el poliamor se entiende a sí mismo como igualitario y simétrico, en realidad tiende a establecer relaciones donde se reproduce la vieja estructura de harén, ahora normalizada por un tosco lavado feminista. Está próximo, por lo tanto, a poder entenderse como una nueva estrategia patriarcal, que constituye un paso atrás con respecto a la monogamia; prácticamente un neomachismo.
Gran parte de la fuerza que pudiera tener este discurso se pierde ya al ir acompañado de una sospechosa complacencia con la monogamia. La crítica al poliamor suele acabar en sí misma y rara vez se convierte en una reivindicación positiva coherente. Como dice Andrea Momoitio en un artículo reciente, poca credibilidad tiene la crítica feminista a cualquier forma de sexualidad patriarcal si, sin embargo, se invita por defecto a seguir “follando con el enemigo”.

Pero mi intención con este texto es ir más allá de los síntomas, hasta el contenido mismo de la crítica. ¿Es el poliamor lo mismo de siempre? Yo no lo creo.

Para explicar por qué debo antes recordar qué es el gamos.

Cuando hablamos de gamos nos estamos refiriendo a la sustancia de la pareja; aquello que da forma a toda relación amorosa actual y cuya presencia puede rastrearse en toda forma de institución matrimonial conocida. Consiste en el contrato explícito o sobrentendido por el que una persona mujer se convierte, a todos los efectos, en propiedad de una persona hombre, y esto a través del sexo como símbolo que rubrica dicha propiedad.

Frente a lo que cualquier modelo no monógamo concibe como enemigo a derrocar, esto es, la propiedad mutua en la pareja que impide a cada individuo establecer nuevas relaciones, especialmente si éstas tienen un componente sexual, el gamos se nos revela como una propiedad asimétrica y unidireccional. El fundamento de la pareja no es la pérdida de libertad sexual, sino la pérdida de la libertad sexual de las mujeres que, según clase, lugar y momento histórico, irá o no acompañada de una cierta renuncia a la libertad sexual de los hombres. La estructura gámica es, por lo tanto, una simple relación de propiedad:  

Así, la reducción del número de esposas (oficiales o no) a una sola puede entenderse como una reducción de la asimetría gámica original. El derecho conquistado por la monogamia sobre la poligamia (poliginia en la práctica) es la equiparación formal en la exclusividad. El amo del harén sólo podrá disponer de una concubina. La diferencia entre ambos roles, sin embargo, no tiene por qué verse alterada en ningún otro aspecto. La única esclava es, en cualquier caso, una esclava. Y, dado que lo es, verá muy probablemente conculcado su derecho a la exclusividad, cerrándose de nuevo el círculo de la poliginia.

Desde esta perspectiva podemos entender que las tentativas liberadoras del gamos hayan estado siempre contagiadas de una búsqueda de retorno al harén múltiple. Las libertades con las que se animaba a las mujeres a participar de esta supuesta liberación eran siempre muy inferiores a aquéllas que podían obtener los hombres. Sabemos que la relación entre de Beauvoir y Sartre es un gamos, porque ella obtiene su la libertad sexual formal a cambio de una libertad sexual plenamente práctica preservada por él, y esto sin perjuicio alguno sobre el resto de asimetrías. No pretendo decir que la relación entre ambxs carece de interés en la cadena de precedentes que nos permiten cuestionar hoy el gamos. Lo que busco poner de manifiesto es que, esa relación, y tantos otros ejemplos que podríamos rastrear en el catálogo de precedentes, es rechazada con toda razón como alternativa válida por parte de las feministas radicales

¿En qué se diferencia de esto el poliamor? En que somete al gamos a una tensión contraria a la que ha sido históricamente su naturaleza: la convivencia de varios esposos. Si las propuestas tradicionales de relación abierta se traducían en la conservación por parte del esposo de la llave de la libertad, el poliamor incluye como presupuesto la posibilidad de que se realicen copias de esa llave. Dado que la relación no puede ya abrirse y cerrase a conveniencia, tampoco pueden imponerse a conveniencia las condiciones leoninas bajo las que el esposo concede libertad. Por primera vez, los esposos compiten entre ellos, no ya fuera, sino dentro del gamos, y esa competencia pone en suspenso la propiedad. El ficticio poder electivo de la esposa antes del sacramento sexual (una mujer era algo mientras era virgen, y la presencia de múltiples pretendientes constituía una forma de poder. Después era la propiedad de quien, mediante la penetración, se apoderaba de ella) cruza el umbral gámico y aparece también tras él, completándose y volviéndose real. Ahora ambxs sujetos comparten la condición de comprador/a y de mercancía.

Sería ingenuo afirmar que el poliamor es un movimiento autoconsciente y feminista que ha buscado atacar al poder masculino en su raíz. Mucho más fiel a la realidad es decir que se trata de la precaria formulación, en un espacio típicamente masculino, de las nuevas libertades relacionales obtenidas por las mujeres gracias a las luchas feministas. Más que feminista, el poliamor sería una consecuencia del feminismo; un reflejo de su repercusión en un ámbito que originalmente no le es propio.

Así, vemos que la conflictividad relacional que le es característica y en la que la monogamia se escuda, no es tanto fruto de su fracaso como de su éxito a la hora de empoderar al sujeto sometido del gamos. Los celos son la gran fuente de conflicto del poliamor. Pero por primera vez en la historia los verdaderos celos, los del sujeto sometido que se rebela contra la asimetría, son visibilizados frente a los viejos celos del esposo que se autoerigía en parte, juez y verdugo.

El poliamor no es, por tanto, una revolución definitiva sino, más bien, un espacio de extraordinaria inestabilidad que obliga a elegir entre retroceder y avanzar. El gamos, a través de la ideología amorosa, sigue exigiendo posesión muy real. Pero el sujeto ya sólo puede obtenerla a través de trampear los presupuestos del modelo relacional de un modo demasiado explícito como para ser tolerado por la comunidad.

No es una revolución definitiva, digo, pero lo que el poliamor hace que le suceda a la masculinidad es una humillación que ésta aún no conocía. La masculinidad sólo conocía el sometimiento a sus iguales superiores de clase. Ahora debe someterse también a sus superiores de género cuando éstos alcanzan el poder suficiente.

Y el poliamor es sólo el más amable de los enemigos que le han surgido al gamos. Tal vez por eso sea el más visible. Tal vez sea ésa la tregua que el patriarcado les propone a las mujeres: os concedo el poliamor, pero con la condición de que no sigáis socavando el gamos.


viernes, 9 de septiembre de 2016

desmontando la "honestidad" poliamorosa.


Cada vez más, los discursos no monógamos establecen su moral en torno a esa virtud llamada “honestidad”.

Sin tener nada contra ella en términos generales, quiero sin embargo hacer una observación crítica contra ese tipo de honestidad al que viene recurriendo la no monogamia.

La honestidad no monógama ha derivado de la veracidad monógama a través de la exigencia poliamorosa clásica de que las relaciones con otras personas fueran conocidas por la pareja principal.

Una diferencia clave entre el poliamor y la infidelidad era, como sabemos , que en el poliamor todo se sacaba a la luz, y sólo lo que era aceptado de común acuerdo se llevaba a cabo, mientras que en la infidelidad todo se ocultaba, y se llevaba a cabo todo cuanto se podía, especialmente mientras la verdad no se supiera. En definitiva, el poliamor trueca consentimiento por información: confiesa todo lo que quieres hacer y, a cambio, obtendrás una parte de ello libre de culpa.

Esta obligación a contarlo todo impuesta en el poliamor es cuestionada por versiones menos jerárquicas del mismo, que lo consideran no sólo una tortura innecesaria, sino una prerrogativa de la persona poliamorosa para penetrar la intimidad de su pareja de forma invasiva y vigilante.

Es frente a esta vigilancia como surge la honestidad en tanto que virtud moral principal. La honestidad viene a sustituir a la veracidad como una forma indefinida y subjetiva de ésta: no tengo la obligación de contarte todo; tengo la obligación de que mi conducta sea tal que, si un día te la cuento, el relato no me abochorne.

Mi intención no es, ni mucho menos, reivindicar una vuelta a la veracidad monógana (ni poliamorosa). Mi intención es, precisamente, recordar la genealogía de esta honestidad que utilizamos, y recordar que seguimos contextualizadxs en el ámbito de la moral de la verdad, y no en el de la justicia.
Decir que debemos ser honestos sigue siendo, ante todo, decir que tenemos que ser veraces. De un modo atenuado, el gamos sigue imponiendo la verdad como virtud principal. ¿Por qué? Porque el gamos es un contrato entre enemigxs que debe ser vigilado. O, dicho de otra manera, el gamos es la fijación de unas condiciones de desigualdad o de aspiración a la desigualdad, que sólo prosperarán en la medida en que la parte empoderada pueda supervisar a la desempoderada. El gamos, como todo contrato, en definitiva, no aspira a ser justo, sino a ser fuente de legitimidad, es decir, a ocupar el lugar de la justicia. Para que esa nueva justicia gámica sea eficaz hace falta comparecer verazmente ante el tribunal del gamos.

Vayamos a la enunciación abstracta: si para esta moral la honestidad es lo primero, entonces es más importante ser honestx que justo, y una injusticia será aceptable en la medida en que se haya realizado en el marco de la honestidad (en la medida en que se informe de ella verazmente, por ejemplo).

Si mi pareja principal establece una pareja secundaria y soy puntualmente informado de ello, poco importan las condiciones materiales en las que eso me deje (más o menos cuidados o disponibilidad de otras parejas). Del mismo modo, si con respecto a esa pareja, yo desarrollo celos, la honestidad me da derecho a expresarlos, independientemente de que las consecuencias de la presión que estos celos ejerzan sean injustas para mi pareja o para su pareja secundaria.

Como se ve, las relaciones “honestas” no contribuyen particularmente al fin de la competitividad entre las personas que mantienen una relación, sino que reglamentan esa competitividad y someten ese reglamento al marco de la vigilancia de lo verdadero. Podemos ser injustos y acabar nuestra partida de ajedrez con muchas más piezas que la/el adversarix, siempre que nuestros movimientos estén reglados.

Se dirá que mejor esta regla que nada, pero la respuesta es que cualquier regla universal no compensatoria aplicada a un desequilibrio es susceptible de ampliar el desequilibrio (ya que reduce las posibilidades de actuación y, por tanto, amplía la importancia relativa del desequilibrio).

Hay que decirlo con esta crudeza: la regla universal, igual e indiscrimiada, es ventajosa para quien posee una ventaja previa, y desventajosa para quien se encuentra previamente en desventaja. Y ésa es la situación entre prácticamente cualquier par de personas.

Así, lo honesto, si queremos hacer uso de la acepción más general del término, no es imponer reglas universales, tanto da si es la verdad o la honestidad (dando por hecha la mítica igualdad a priori de la pareja) sino utilizar en todo caso reglas compensatorias( o directamente, aceptar que la persona en desventaja tiene un margen de legitimidad a la hora de saltarse esas reglas).

El problema es que una regla compensatoria no es, como las otras, un cliché aplicable a cualquiera, sino que requiere un aceptable conocimiento de aquello que pretende compensar. Conocimiento que, normalmente, no tenemos.

La honestidad no mnonógama, por lo tanto, no es tal, sino honestidad dentro de un paréntesis de existencia que obvia las condiciones en las que esa honestidad se exige. Por ello, mucho más prudente y más justo es dejar a cada quién actuar según su propio criterio de honestidad, y contribuir a que esta honestidad confluya con la nuestra a medida que ambas se van entendiendo mutuamente.

Es así como actuamos cuando no hay sexo de por medio. Analizando mucha información y exigiendo muy pocas explicaciones. Y es así como debemos actuar cuando el sexo aparece. No porque tengamos que asumir que las relaciones no implican responsabilidad para con nadie, sino porque la primera responsabilidad es, precisamente, entender quién es esa persona a la que le pedimos que se responsabilice de nosotros, no vaya a ser que seamos nosotrxs quienes tenemos que responsabilizarnos de ella.

Y que nos cuente de su vida lo que tenga a bien contarnos.