Voy a hablar de BDSM, pero vaya por delante que soy de esas
personas que no lo conocen.
Quiero decir con esto que no pertenezco a la comunidad BDSM,
ni pública ni privadamente, no he recibido cursos de cuerdas, mis conductas
sexuales no incluyen juegos de escenificación y no cultivo la experimentación
con el intercambio de poder.
No hago, por lo tanto, prácticamente nada de lo que me
parece éticamente cuestionable en el BDSM, y esto es así porque creo que no
debo hacer aquellas cosas que considero éticamente cuestionables y encuentro,
para mi caso particular, fácilmente accesible el no hacer las que se enmarcan
en el BDSM.
Esta es la razón por la que todas mis conversaciones con
bedesemerxs son respondidas con un “hablas sin saber”. Es la misma autoridad de
la que adolezco para hablar sobre asesinato, caza, o sacerdocio, (sin querer
decir con ello que el BDSM sea tan reprobable como el sacerdocio) y tengo por
costumbre no permitir que me intimide, a pesar del riesgo a ser llamado
prepotente o ignorante.
Sin embargo, hay otras muchas cosas sobre BDSM que sí sé.
Las fuentes de este conocimiento son variadas. Está el omnipresente
bedesemesplaining, siempre dispuesto a explicarnos que el BDSM rechaza el
machismo, que es una autoexploración controlada, que hay femdoms, que la gente
es switch, y que existe la palabra de seguridad. Qué es el consentimiento no es
que lo haya aprendido gracias al BDSM, pero gracias a él no lo olvidaré jamás,
porque no hay conversación sobre el tema en el que no se me deslumbre con tan
novedosa propuesta.
Luego están mis ojos, mi curiosidad, y mi investigación, que
hacen accesible a mi entendimiento todo aquello que queda fuera o sale de los
secretos y reveladores dioramas en los que el BDSM se lleva a cabo, y que me
ofrece información sobrada, a mi humilde juicio, para contextualizar este
mundillo en su mundo, es decir, para relacionar el BDSM con el patriarcado, y
esto no de manera necesariamente superficial ni precipitada, sino de la otra.
Debo decir que estas fuentes de conocimiento no siempre
resultan del todo inteligibes para las personas bedesemeras, y que con
frecuencia no entienden cómo puedo yo reflexionar basándome en otra cosa que no
sea la propia experiencia de agredir a mujeres que han dado su consentimiento
para ello.
Y por último está, lógicamente, mi propia condición de
sujeto deseante, que me permite empatizar sin ninguna dificultad con cualquier
ambición de poder, cualquier objetualización de una persona convertida en
producto erótico, y cualquier violencia hacia quienes ofrezcan resistencia a
mis objetivos, deseos o satisfacción de necesidades. Debo lamentar que esta
última fuente de conocimiento, en mi opinión la más inmediata y útil porque es
común a todo el mundo, parece la más misteriosa de las tres, y que no solo
suele asombrar a lxs paladines del BDSM sino también a sus infieles.
Es, por lo tanto, desde este frágil e insólito bagaje desde
el que me dirijo a la querida comunidad bedesemera.
Mi intención no es deciros que el BDSM no es feminista.
Tampoco deciros que es patriarcal. Ni siquiera deciros que es parte destacada
de la vanguardia del patriarcado, y que desde él se normaliza el maltrato que
pretendemos erradicar en su espacio tradicional. Eso ya sabéis que lo pensamos,
y no sé si lo habréis escuchado tantas veces como yo he escuchado el pestiño de
la palabra de seguridad, pero seguro que a muchxs os reusulta más que familiar.
Mi intención con este texto es deciros que tenéis razón en
algunas cosas, pero que no la tenéis en el conjunto, y por lo tanto disponéis
de dos opciones: o separáis esas cosas en las que tenéis razón y las oponéis a
aquellas en las que no la tenéis, desarrollando una actividad de naturaleza
diferente y opuesta al BDSM, un antiBDSM verdaderamente feminista en el que se recojan y resignifiquen algunas de las cosas que hoy están confundidas en la
cultura patriarcal bedesemera, o mantenéis el frente común con maltratadores y
proxenetas de las cuerdas mientras preparáis los flotadores por si el tsunami feminista
y metooero decide asomarse a vuestra casita de papel. Quizás no está tan lejos,
pensadlo, el día en el que una mujer decida hacer público, no un abuso en el
despacho de una productora cinematográfica, sino en uno de esos decorados con
pinta de dormitorio de adolescente sin dignidad estética a los que llamáis “mazmorras”.
Pensad en cómo puede transformarse este entorno si lxs periodistas descubren el
filón de mujeres manipuladas y maltratadas del que esta práctica se alimenta.
Es posible que ese día empecéis a lamentar de verdad, y no como hasta ahora, el
empujón de 50 sombras.
Es cierto que a veces confundimos placer con dolor, y que,
dado que nuestra cultura sexual es tan agresiva que necesitamos aislar nuestros
cuerpos para que no sean sistemáticamente violentados, estos no reciben la
intensidad de contacto que les resultaría más grata. Y es cierto que conocer
los límites da poder, y sobrepasar controladamente los límites los amplía y da
más poder aún, o al menos hace sentir que se tiene.
Pero no es cierto que la simbología de la dominación aumente
el placer. La simbología de la dominación aumenta siempre el placer de quien
domina: el de aquél sujeto cuyo cuerpo queda fuera de la interacción. La
simbología de la dominación es la prueba de que los placeres mencionados son la
excusa sobrevenida para dominar. Es la legitimación del asqueroso “sé que te
gusta”. No le gusta. Le gusta, en el mejor de los casos, que te guste. De lo
que le gusta ya se ha olvidado, porque tú has sobrepuesto tu placer al suyo.
Y es verdad, justo es reconocerlo, que “explorar las
relaciones de poder” tiene interés. Pero no olvidemos que se trata, en su mayor
parte, de un interés terapéutico. Exploramos las relaciones de poder porque
necesitamos desembarazarnos de la dominación sufrida en el pasado o en el
presente, y a veces un método de exploración interesante puede ser escenificar
las relaciones de poder según una práctica sexual controlada. A veces. No es ni
la Vía Magna ni el paso obligado. Y debe conllevar una evolución, un desarrollo,
un recorrido con puerta de salida. Tenéis convertido sin embargo el BDSM en una
identidad. Algo que se hace porque unx (unO) es así, y ahí le gusta estar, y
ahí piensa quedarse. Y eso es porque poco tiene que ver la exploración de las
relaciones de poder con el objetivo de aprender a establecer relaciones sin
dominación, y mucho, todo, con el de establecer relaciones de poder y sentir
cómo nos disparan la libido. Es decir, con ser una práctica, una cultura, un
mundo, plenamente patriarcal.
Y es cierto, lo apuntaba más arriba y ahora lo destaco, que
la dominación nos produce placer, y que estamos educadxs en ese placer, y que a
veces se nos hace cuesta arriba pensar que no podremos volver a dominar, y que
la última vez, que solo un poco más, que solo flojito. Pero eso se califica por
sí solo. Sabemos que lo deseamos porque está mal, y lo acertado es clavarle
bien claro esa etiqueta. Y luego, desde ella, ir elaborando vías eficaces de
transformación y abandono. Eficaces, recordad: eficaces.
Lo que el BDSM es a día de hoy no tiene discusión. Y las
primeras personas interesadas en que deje de serlo sois vosotrxs. Pero mirad a
vuestro alrededor. Estáis rodeadxs de gente que no lo cambiará jamás, porque
quiere exactamente eso que está pasando, e incluso quiere que sea mucho peor.
La salida es que los dejéis con ello y que lideréis otra cosa. Y que señaléis
la diferencia con una claridad inequívoca. Y que seáis vosotrxs mismxs quienes
llaméis al tsunami denunciando lo que ya sabéis que pasa y ahora os sentís obligadxs
a justificar. Y que el tsunami los devore, como ellos quisieron devoraros.