Subo
a un taxi y pido al conductor que me lleve a Argüelles. Como estoy en Manuel
Becerra pasamos enseguida al lado del Palacio de los Deportes, donde rebosa el
público que espera para cumplimentar alguno de los requisitos que impone asistir
al concierto de hoy.
-¡Cómo
se ha puesto esto!- Me dice el conductor. Yo creo que es por lo de la negra ésa
que está tan buena.
Imagino
que, para cualquiera familiarizado con la oferta musical más descaradamente
comercial, aquélla que no rehúsa ni disimula el uso de uno sólo de los medios de
captación de público a su alcance, decir “negra que está buena”, más que una
aclaración, debe de ser un orden taxonómico de los más generales. A mí mismo me
vienen a la memoria tres o cuatro nombres que deben de entrar en la categoría.
Mi interlocutor se muestra, sin embargo, tan satisfecho con su definición que
toma mis titubeos por lo que no son.
-No
me entienda usted mal. A mí no me llama la atención lo de enseñar todo. Yo creo
que el erotismo está en insinuar sin enseñar. Pero eso los jóvenes ahora no lo
entienden.
Le
digo que no quiero ofenderle, pero que esa idea de que la provocación más
eficaz es mostrar ligera o parcialmente no es privativa de ninguna generación,
sino más bien un lugar común presente en todas partes en nuestra cultura de
masas y expresado de modo que alcance a todos los públicos.
Se
ve que el carecer generalista de su idea le resulta inasumible, porque la respuesta
me suena a repetición con dosis doble, aclaratoria.
-Antes
lo que se usaba eran cosas transparentes, que caían…cosas así, más pícaras. No
me diga usted que no es más bonito el juego ése, por lo menos en parte. Luego
se disfruta más, dónde va a parar. Hay que probarlo, hágame caso. Pruébelo
usted.
Le
agradezco el consejo y le digo que no somos incondicionales de la insinuación
porque seamos exquisitos y sofisticados, sino porque nos gusta sentirnos
furtivos. Que identificamos el sexo con el engaño y el robo antes que con la
franqueza y la desnudez, y que por eso nos excitamos ante una prenda que parece
que va a caerse, o romperse, o traicionar a su dueño dejándolo a nuestras
expensas. Que seguimos practicando un sexo secreto, prohibido y violado, y nos
sentimos fuera de lugar cuando se descubre ante nosotros y se nos ofrece voluntaria
y responsablemente.
-No me comprende usted. –Me contesta convencido y
paciente. –Eso lo hacen los animales. Los animales cuando tienen hambre comen y
cuando tienen sueño duermen. Se quedan contentos, es verdad, pero que lo que
hacemos nosotros no pueden hacerlo ellos. Nosotros alargamos ese gusto al
esperar, al poner dificultades, incluso al prohibir, si usted quiere. Si no
fuera un poco complicado nos seguiría gustando el sexo, pero no sería lo que
es. Reconózcalo, hombre. No todo es represión católica. No toda la represión católica
viene mal. A mí, si me van a enseñar una tía, prefiero que me la enseñen un
poco tapada, para que pueda yo imaginarme cosas.
Nos adentramos en el corazón comercial de Madrid. Una
tras otra, las marquesinas, los escaparates, los carteles en las fachadas,
ilustran la teoría de mi conductor con imágenes provocativas bajo pretexto de
prometer un gran placer sexual, con la única condición de superar frágiles
barreras de tela flexible y vaporosa. Cuando la barrera ni siquiera existe la
brutalidad, para mi ridículo, resulta aún mayor.
-¡Rihanna! –Exclama el conductor, rompiendo el silencio.
-¡Ésa es la del concierto! Sabe la que le digo, ¿no? –Yo lo sé. –Fíjese en ella
un día, ya verá que siempre enseña algo, un poquillo, pero no todo… el tema.
Parece que se lo vas a ver, ¡pero no lo ves! A mí eso me… -La frase es rematada
con un gesto de su mano libre, claro y contundente, que deja lugar a pocos
refinamientos.
-Entiendo que para que el placer se haya producido realmente
habrá usted dado salida a la excitación, ¿no?
-Perdón, ¿cómo dice?
-Digo que, si tanto le gusta Rihanna, se la habrá usted
follado muchas veces.
-Bueno… me he follado a alguna negra.
-Que se parecían a Rihanna en eso, supongo.
-…
-Es asombrosa la complejidad con la que llega uno a
autoengañarse. Con tal de no reconocer la humillación de que nos agredan sin defensa
posible estamos dispuestos a erigirnos en gourmets del dolor.
-Yo le digo lo que opino. –Contesta retornando a una
cordialidad más servicial. -Ésa es la gracia, que cada uno opinamos una cosa y
no tenemos que estar todos de acuerdo.
-Hemos llegado. –Respondo resoplando. -Es una suerte,
porque si no tendríamos que empezar otra discusión.