Habíamos dejado a un humilde hobbit con la mirada cautivada por su meta siniestra, y separado de ella por el camino más colosal e intransitable que imaginarse pueda. Ensimismado en esa imagen, lejana e incierta, no se percatará de la aparición a su alrededor de un interminable número de otros hobbits, todos humildes, todos ensimismados, todos dispuestos a echar a andar sin plantearse demasiado si tienen alguna posibilidad real de alcanzar su objetivo porque, al fin y al cabo, si es allí a donde tienen que llegar, no cabe pensar sino que encontrarán el medio, a pesar de lo improbable que parezca ahora.
El primer paso será, seguramente, el del primer tropiezo. Otro pretendiente a nuestro lado había echado a andar ya, de modo que se vuelve necesario rodearlo si queremos lograr el primer avance. Un tercero, en mejor posición para la circunvalación, la ha comenzado a su vez, y hace necesario esperar a que finalice para abordarla nosotros. El cuarto no se ha percatado de nuestra presencia, y sólo si le hacemos notar que hemos llegado antes podremos persuadirle de que no se adelante.
Esos amontonamientos iniciales se transformarán pronto en encontronazos, altercados más tarde y, al final, estrategias concebidas para la eliminar definitivamente al otro. Ante la desproporción extrema entre la oferta y la demanda, aparece la competitividad, también extrema, y sin sometimiento a regla alguna. El camino no es una cuestión de voluntad; no es un examen del hombre frente a los elementos mediante el que probar si merece como premio al ser amado. Es una competencia, y poco importan los esfuerzos de cada uno, porque cada uno es uno, y lo que podemos hacer nosotros hay otros que también podrán hacerlo, devolviéndonos con ello a una mediocridad en la que no nos quedará el consuelo de ignorar qué habría pasado de haberlo intentado.
Por tanto, la competencia extrema por la felicidad extrema del amor nos devuelve una y otra vez al lugar más inesperado: el punto de partida. Somos tratados por el amor que nuestra cultura social nos proporciona del mismo modo que nos tratan el resto de las fuerzas de movilidad social. Salvo catástrofes, somos lo que somos, y eso seguiremos siendo a lo largo del inaccesible camino por el que la esperanza nos acompaña, con su frescura intacta.
O no. En la conciencia inconsciente de la perpetuidad de este fracaso, de la ausencia de avance, dicha esperanza se proyectará en lo que el lenguaje coloquial ha llegado a llamar “amor platónico” (que, paradójicamente, y para regocijo de Platón, será el verdadero) mientras en nuestra vida cotidiana va tomando forma la mentira adaptativa del “gusto personal”.
“Para gustos los colores”, se dice cuando se pretende explicar el discutible acierto de quien escoge como pareja a quien nosotros no escogeríamos. “Para gusto los fracasos” sería la versión onírica; aquella en la que el sueño liberaría la verdadera naturaleza de nuestras motivaciones. Olvidamos poco a poco que una vez nos creímos con derecho a desear lo que nos pareció deseable, y lo conservamos sólo como objeto de conversación frívola, atribuyéndole sólo las virtudes frente a las que nos sentimos capaces de elaborar un discurso de convincente insensibilidad (“qué bueno está, pero a mí no me importa el cuerpo”). Mientras tanto, vamos logrando soportar mutilaciones en el modelo original que nos acercan cada vez más a una posibilidad factible de triunfo. Cada rasgo ideal que logramos hacer desaparecer de nuestras exigencias es una aparente conquista de libertad que vivimos como libertad tout court. Presos de la, mal llamada, inmadurez de aspirar a lo bueno, “maduramos” a medida que vamos aceptando lo malo, es decir, a nosotros mismos, reflejados en el otro, gracias a lo cual realizamos aproximaciones significativas a la meta.
Efectivamente, “bajar el listón” se vive como un desahogo pues, intuido el inevitable fracaso más allá de la inane esperanza a la que nos aferramos, el descubrimiento de alguna satisfacción real originada en aquello a lo que sí se puede acceder conduce a su idealización parcial y oculta. A medida que cae en la desesperación, la conciencia va otorgando espacios a esta sustitución de lo inaccesible por lo accesible en el ideal. Orgullosa e insobornable cuando se siente segura, el sufrimiento de la soledad o el desamor extremos abrirán la puerta de la represión y desplazarán el deseo ideal hacia aquello que, en realidad, no es tan deseado, y que había sido rechazado hasta ahora por no alcanzar las máximas cotas de perfección.
La pareja ideal de un adolescente es un modelo universal: el ideal sociocultural, seguramente encarnado en un personaje popular, pero con dicha encarnación concedida en la medida en que conserve las cualidades ideales. La pareja ideal de un individuo que ha “madurado” su gusto, es decir, que ha aprendido a esperar del amor sólo aquello que él, el individuo, es, constituye un modelo completamente personalizado, quimera de de recuerdos y jirones subsistentes de idealización, que un adolescente rechazaría siempre desde la honestidad de quien aún sabe qué desea, aunque dicho deseo esté concebido según unos valores socioculturales discutibles que, por lo demás, el adulto tampoco transformará significativamente.
Al igual que en el desplazamiento genuino, aquél que haría descubrir al hobbit que la meta queda fuera de su alcance si una infinita horda de otros hobbits no bloqueran su camino impidiéndole siquiera empezar a avanzar, en este desplazamiento de la meta hacia el hobbit, aquélla va dejando por el camino su capacidad para satisfacerlo, pérdida cuya conciencia será reprimida junto con la imagen del ideal original. Así, la mercancía conserva su envoltorio y pierde calidad real a medida que se acerca a nuestra casa: el caballero que por fin nos salve no será, lógicamente, otro que nuestro vecino, a quien habremos revestido de una armadura que se rebelará ridícula, humillante para ambos, el día que el fulgor del amor pierda su cegadora intensidad.
Será en esta doble y prolongada lucha de avance fracasado hacia la meta ideal y de desplazamiento del ideal hacia nuestra posición original, donde iremos comprendiendo la categoría moral de esta competencia con nuestros congéneres. Empapados de la nobleza de nuestro fin, descubriremos con indignación que no sólo no bastará un virtuoso voluntarismo para triunfar sino que, haciendo todo lo mejor de que somos capaces, nuestra posición empeora paulatinamente.
“En el amor como en la guerra”, escucharemos alguna vez y, si tenemos suerte, le prestaremos oído a tiempo. Abandonados a una competencia sin regulación, las princesas y caballeros del amor se vuelven pronto despiadados. Todo aquél que se limita a luchar noblemente, como la meta a obtener parece inspirar, reduce sus recursos hasta un punto que hace inevitable el aumento incesante de la distancia que le separa del éxito. En cuestiones de amor no hay más juez que el objeto de deseo: la otra persona, que debe decidir si nos elige, y para quien la legitimidad de la lucha entre sus pretendientes constituirá un valor sólo y exclusivamente en la medida en que decida que lo constituya. Así, el sujeto, en su dimensión ética, se enfrenta al dilema que surge en la desaparición dicha dimensión a nivel social: si actúo bien y se me premia como si actuara mal, es decir, otorgándoseme un trato afectivo de inferior calidad, ¿qué sentido tiene la actuación ética? Sea cual sea la respuesta verdadera a este dilema, es indudable que la respuesta social sólo puede ser la renuncia a la ética, así como la invisibilidad de quien no renuncia a ella. En pocas palabras: la guerra.
Harto de fracasos, traiciones, frustraciones, insatisfacciones, cada individuo desarrolla el cinismo que, en el terreno del amor, es imprescindible para sobrevivir. Sea cual sea su compromiso ético original, confluirá con el resto en el pragmatismo extremo. Toda consideración que no lleve a mejorar los resultados deberá ser considerada un obstáculo. El otro es el enemigo y debe ser eliminado mediante cualquier estratagema antes de que nos elimine a nosotros cosa que, a pesar de esta prevención, seguirá sucediendo con frecuencia. Y el otro son todos los otros, sea cual sea el lazo que nos una con ellos pues, para todos, el dios amor es intocable y de él depende nuestra felicidad, de modo que, ausente una ley que castigue, ningún pacto de buena fe podrá protegernos del peligro de ser utilizados. La amenaza no es sólo el desconocido. La amenaza es el conocido, el amigo, el hermano y, por supuesto, el objeto de nuestro amor, víctima principal de nuestras estrategias y cuya conquista da y quita sentido a nuestras acciones. Si debemos ser despiadados con alguien debe ser, sobre todo, con él.
Y, una vez alcanzado el amor gracias a la erradicación de cualquier vestigio de ética, una vez ante nuestro espejismo de princesa, ante nuestra caricatura de caballero, nosotros, que estamos libres y degenerados por fin hasta la erradicación del más mínimo de los escrúpulos, nos disponemos a convertirnos en el sentido de la vida de otra persona; a disfrutar, por fin, del amor.