martes, 6 de marzo de 2012

amor. SPIN-OFF. la gran pirámide VI: belleza y atractivo (2do valor). PARTE 2


Con la belleza nos encontramos una nueva paradoja. Inseguros ante la necesidad o no de incluir en su valoración un gesto, un movimiento o un peinado, procuramos, para diferenciarla del atractivo, reducirla a una abstracción de la forma del cuerpo y el rostro, desnuda e inmóvil. Desde esa abstracción imposible (pues no es posible separar la imagen del conjunto completo de sus contenidos expresivos, los cuales influyen en el valor de belleza del cuerpo), desde esa especie de ideal desnudo griego arcaico, realizamos una comparación con un supuesto modelo del que, en realidad, carecemos. El star system, apoyado por el medio fotográfico, nos echa una mano condenándonos definitivamente a la fantasía de la abstracción de la belleza. Acostumbrados a valorar un rostro popular mediante la ficción que constituye una fotografía de marketing, y representando dicha imagen a quien ocupa la cima de la pirámide, el ideal eroticosentimental, reforzamos la fe en la abstracción. Afirmamos de alguien que es o no guapo y, preguntados por lo que queremos decir, matizamos: “Guapo no, atractivo”, porque es al ser forzados a la coherencia cuando el concepto coloquial de belleza se cierra estrictamente sobre la forma estática, perdiendo interés.

La belleza estática no nos es accesible; somos ciegos a ella. Las personas nunca nos relacionamos estáticamente y sólo dispondríamos de la capacidad de abstraer los rasgos estáticos de todos los movimientos a los que van asociados a través de un preciso y prolongado entrenamiento. Por lo tanto, cada vez que juzgamos la belleza estática se filtran en nuestra valoración los movimientos a los que sus rasgos van asociados, y esto de manera, esta vez sí, estrictamente biográfica e individual, pues los movimientos que nosotros “vemos” en determinados rasgos estáticos no tienen por qué ser los que ve el otro, ya que el otro ha conocido a otras personas, en otras situaciones, con esos mismos rasgos.

Si decidiéramos incluir la gesticulación en la valoración abstracta de la belleza no estaríamos en mejor situación. Los gestos nos conducirían a acciones, éstas a mensajes, y todo, en definitiva, a un juicio involuntariamente integral del valor eroticosentimental del individuo hasta acabar, de nuevo, en la determinación de su posición social. Nos encontraríamos, sin quererlo, solapando el espacio reservado al concepto de atractivo.

Resulta que la belleza es el atractivo, y el atractivo es la posición social. Tres términos para los que sólo hemos localizado dos conceptos: podemos prescindir de uno de ellos. Ad líbitum.

Pero la belleza como virtud tiene un carácter no ético tan notorio, que su prestigio moral es muy inferior al valor que realmente realmente le concedemos. Involuntariamente ocultamos su relevancia a través de la abstracción hasta el absurdo, por un lado,  y de la revalorización del resto de las propiedades mediante la recuperación hipócrita del concepto de atractivo en la forma, no ya de síntesis de poder social y sex-appeal, sino de maremagnum subjetivo en el que se puede colar cualquier característica escogida con el interés de volver lo atractivo accesible (se produce una típicamente irracional polarización entre un concepto superaconcreto y otro superindefinido, que convierte al último en comodín y le otorga todo el prestigio). Así, hablaremos de “ser atractivo, pero no guapo” cada vez que veamos la oportunidad de meterle un gol al inaccesible valor de oro eroticosentimental. Nos desahogará saber que esa belleza, de cuya posesión no podemos disfrutar, no prevalece siempre frente a la suma de las otras propiedades y, ligeramente más libres de la ansiedad que provoca saber que no tendremos lo que deseamos, volveremos a elucubrar sobre ella con entrega incondicional del deseo reprimido que encuentra una vía de escape.

En realidad, nada que nuestra ética nos permita juzgar como valioso es tan atractivo como ser guapo (o estar bueno, o ser bello). Pero si aceptáramos este principio estaríamos concediendo que elegimos a nuestras parejas por su aspecto, y entraríamos en contradicción, no ya con la más básica sensatez (pues no parece sensato elegir por su aspecto a quien debe acompañarnos diariamente), sino con la filosofía del amor, que enuncia de modo inequívoco que lo importante es “el interior”. Antes de humillaros hasta la elección según ese lúgubre valor al que llamamos “el interior”, decidimos con frecuencia refugiarnos en el razonable consuelo que nos ofrece elegir en función del atractivo, cuya flexibilidad lo hace infinitamente más accesible al necesario autoengaño.

El atractivo sexual o belleza nacen relegados al atractivo en sentido general o posición social. La movilidad que la pirámide del amor proporciona a la pirámide social queda limitada, por lo tanto, y el mito del amor que no conoce barreras sociales persiste gracias a la tensión entre ambas pirámides, no a que ésta se resuelva mayoritariamente en favor del atractivo. A grandes rasgos podríamos decir que, si la posición social determina el piso de la pirámide en el que nos aventuraremos a generar expectativas, la belleza, como principal valor estrictamente romántico, determinará las subcategorías dentro de dicho piso. Todo ello debemos entenderlo como un esquema de posiciones jerarquizadas pero permeables, donde una belleza destacada permite aspirar a una pareja de posición social superior y una fuerte posición social garantiza una pareja con atractivo sexual siempre que se esté dispuesto a sacrificar una parte de la posición social que nuestra equivalente nos reporta.

Como vemos, el amor valora exactamente aquello que dice que no debe ser valorado. Es su propio demonio.

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