viernes, 26 de julio de 2013

propuesta erótica. I. DESIGNIFICACIÓN. (ii) designificar el sexo de la procreación

            
                La procreación es el primer significado que deberemos eliminar del sexo si queremos que éste evolucione en erotismo.

                Será el más fácil y nos servirá como práctica para abordar capas más profundas y tozudas de la cebolla.

                Pero que  nuestro pensamiento no realice ya la asociación directísima de antaño entre sexo e hijos no significa que el trabajo esté terminado. La idea de que lo que estamos haciendo simboliza, y es, una fecundación aún contamina nuestra sexualidad. Veremos cómo.



                Si bien el objetivo de la designificación es una suerte de higiene general sobre la significación de los actos eróticos, no hay forma de realizarla más que procediendo a desasociar las grandes pieles de significación por separado, y entendiendo el funcionamiento y las características de cada una.

                La designificación por partes: 1_eliminación del signigicado reproductivo

                De las significaciones que trataremos y que he desarrollado previamente, ésta es la que conserva un vínculo más débil con los actos eróticos; pero una parte importante del trabajo está aún por hacer para alcanzar el fin buscado: la desvinculación completa entre erotismo y reproducción.

                Obviando a las capas más conservadoras de la sociedad, aquellas para las que el sexo sin reproducción es una violencia que genera remordimiento y a la que se accede mediante artificios indeseables y conflictivos, no es difícil encontrar restos del vínculo entre sexo y reproducción para nuestra sociedad en su conjunto. Haré aquí referencia a dos de ellos.

                La falta de concienciación social de consistencia al respecto de esta desvinculación genera una actitud incoherente frente al embarazo como “peligro” del sexo. Por un lado, se considera evidente que buscar el embarazo en una relación sexual debe ser una decisión consensuada, y que el engaño mediante la decisión unilateral constituye una grave inmoralidad. Pero ante el hecho consumado del embarazo se produce un giro en el juicio social, y aumenta sustantivamente la opinión de que el engañado comparte la responsabilidad del mismo, pues ésta no es asumida en la decisión de buscarlo, sino en la de realizar el propio acto sexual.

                Esta incoherencia, que incluso la ley avala protegiendo por defecto a la figura de la embarazada que quiere seguir adelante con el embarazo contra el deseo del padre, es, se ve con claridad, la forma débil adoptada por el principio cristiano de que dios da los hijos, y los hombres sólo se dedican a follar, sin poner facilidades ni obstáculos, de modo que puedan ser maleable medio de realización de la voluntad divina. Mientras un hecho de tan enorme relevancia como el embarazo forme parte de las posibles consecuencias del acto sexual, éste no podrá jamás convertirse en erótico, pues el vértigo, el morbo, el miedo, la clandestinidad, serán factores emocionales que mediatizarán el comportamiento y la actitud de los participantes de modo definitivo.

                Pero, ¿cómo librarse sólidamente de esta consecuencia? Aquí participa el segundo residuo de significación. Nuestra cultura anticonceptiva está lastrada por dos alucinaciones cavernícolas. La primera es que educar con auténtica madurez en la anticoncepción repercute negativamente en el índice de natalidad. El modo de obligar a que la gente tenga tantos hijos como se estima oportuno o, al menos, que no se desarrolle una cultura de cero descendencia será, por tanto, no llegar demasiado lejos en la implantación social de los hábitos anticonceptivos. Es importante consumir preservativos, por ejemplo, pero también lo es recordar que no hay nada como correrse dentro, de modo que en el extremo de la optimización de la ideología consumista-reproductiva, usaremos el condón justo hasta antes de corrernos, y nos lo quitaremos al llegar al orgasmo bajo la presunción de que así lograremos el supremo éxtasis.

                La segunda gran consigna moral que subyace en contra de una auténtica cultura anticonceptiva es que la seguridad completa en el sexo llevaría a la extensión indiscriminada del mismo entre sectores sociales en los que la ley de piedra impone la abstinencia, especialmente los jóvenes. Es importante que las chicas sigan quedándose embarazadas cuando sus relaciones sexuales comienzan antes de que la sensatez esté lo suficientemente desarrollada como para establecer sobre la situación un control razonable. Es importante que el peligro aceche porque, como bien se sabe, de no hacerlo, las universidades y los institutos se vaciarían, y todos los jóvenes y adolescentes se quedarían en su casa sin parar de follar.

                Así, nuestra cultura anticonceptiva está tan poco desarrollada que requiere de toda la madurez de un adulto para tener alguna garantía de eficacia. Un preservativo es eficaz, sí, una vez colocado en el pene. Pero lo es muchísimo menos en la farmacia, desde donde innumerables ideas desinformativas, hábitos equivocados y prejuicios, atestan de obstáculos el camino que lo separa de cumplir su cometido.

                Cada individuo, por sí mismo, debería haber desarrollado su cultura anticonceptiva personal hasta el punto de ser prácticamente incapaz de embarazar o quedar embarazado. El embarazo no puede ser un accidente al borde del cual la relación sexual esté perpetuamente asomada. El embarazo debe ser un acto de plena consciencia para cuyo logro cambien hábitos sexuales tan sustanciales que el acto sexual, si no se vuelve claramente irreconocible, al menos pueda identificarse perfectamente como distinto. El embarazo debe quedar fuera de la inercia del acto sexual. Éste no debe ser un acto de riesgo sino, en la plena expresión de su desiginificacón reproductiva, un acto de donación y experimentación de placer sensual.

                Para lograr una cultura anticonceptiva más sólida es imprescindible la reducción del componente coital. En la medida en que el sexo siga siendo imitación del acto reproductivo es insensato esperar que pueda dejar, a su vez, de significarlo. Pero es también de sentido común que, liberados de la necesidad de que el hombre deposite el semen en la vagina de la mujer, el placer sensual, sin renuncia alguna al orgasmo, encuentra múltiples alternativas que no pasan necesariamente por la zona de peligro fecundador.

                Debemos, pues, desarrollar una cultura anticonceptiva que no se reduzca a disponer de un método anticonceptivo que se interponga entre el placer y la fecundación. Son nuestros hábitos eróticos los que deben cambiar y discurrir por vías que pasen de manera más excepcional y segura por el único punto en el que el acto erótico puede transformarse en un acto reproductivo, es decir, el orgasmo masculino en la vagina de la mujer en ausencia de medidas anticonceptivas. Suena tan enrevesado que parece imposible llegar a ello por despiste.

                Frente a cualquier idea de que la sustancia del placer sensual se da precisamente en este acto, y que sin él se mutila y reprime la vida sexual, pueden esgrimirse todo tipo de alternativas y argumentos, algunos de ellos reveladores de flagrantes paradojas. Es evidente que este momento de peligro sólo tiene lugar entre individuos cuyas características biológicas permiten la reproducción. Habría que decir, entonces, que entre muchos otros pares de individuos, los actos sexuales carecen de satisfacción sensual plena, pues la eyaculación intravaginal queda fuera de sus posibilidades. Así, no sólo los homosexuales quedarían confinados al gueto de los insatisfechos, sino también los ancianos que hubieran reducido drásticamente su capacidad orgásmica, o los individuos temporalmente impedidos para usar su aparato reproductor. Entre las paradojas consta la de que el sexo pornográfico ha puesto de moda la eyaculación facial como placer máximo perfectamente sistémico y de consumo masivo y que, lejos de experimentarse como una represión insatisfactoria, se experimenta mayoritariamente como un privilegio.

                La madurez erótica debería identificarse, entre otras cosas, con este alejamiento del significado reproductivo del sexo, mediante el desarrollo de hábitos sexuales alejados del peligro de la reproducción. Así deberíamos identificar a aquellos individuos susceptibles de convertirse en buenos compañeros eróticos y así deberíamos desarrollar una cultura anticonceptiva que no se redujera a una membrana de caucho estratégicamente situada en tiempo y lugar.

                Del mismo modo que los jóvenes aprenden mal el uso del alcohol porque lo hacen mediante ingestas desmedidas, consecuencia de no ser enseñados en el control de las cantidades para su eficacia social, es decir, porque lo hacen desde la orfandad de ser abandonados en manos del alcohol sin otra cosa que dos o tres máximas restrictivas cuya aplicación parece entrar en conflicto con el disfrute; del mismo modo aprenden mal el uso del sexo (es decir, aprenden sexo, y no erotismo) porque, junto con la idea de que deben ponerse un preservativo, reciben la idea de que deben buscar eyaculaciones intravaginales, pues cualquier otra cosa no es digna de llamarse sexo.

                La eyaculación intravaginal es el más estúpido objeto de ambición imaginable. Esperar a desarrollar la sensatez suficiente como para poder evitar que desemboque en peligro de fecundación no implica renuncia alguna para el joven o adolescente. Lejos de educar en la imitación de la sexualidad adulta tradicional, que pone en sus manos herramientas poco interesantes de las que sólo pueden obtener perjuicios, deberían ser educados en el erotismo no conceptivo, multiplicando sus posibilidades de satisfacción sensual a la vez que refuerzan su dominio del territorio de la fecundación. Lejos de educar a los jóvenes y adolescentes en un sexo privado, secreto, trascendente y aterrorizado, deberían ser educados en un erotismo público, colectivo, ligero y paulatino, en el que los hábitos sociales eróticos y anticonceptivos se aprendieran como cultura general, sin exagerar su importancia ni cargar su significación.

                Frente al descubrimiento del sexo como primera relación coital, el aprendizaje del erotismo como intercambio de caricias, masturbaciones y exploración del placer sin predeterminación de género. Frente a la elección de la persona objeto de enamoramiento como compañero sexual, la elección del grupo de amigos como compañeros eróticos, sin determinación de número, donde la conversión del acto privado sexual en acto erótico comunitario aumenta la consciencia de los individuos y el dominio racional de las situaciones.

Pero la sexualidad es enseñada de golpe y porrazo, como una ansiada ceremonia de iniciación a la madurez cuya compleja significación no sólo nos hace olvidarnos del fin en sí mismo de la donación y recepción del placer erógeno, sino que nos convierte en víctimas del embudo de significados que nos arrastra hasta la procreación.

            

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