lunes, 6 de agosto de 2018

amistad



Me escribe un amigo y me propone vernos.

“¿Cómo estás? ¿Ya de vacaciones? Hace mucho que no quedamos para tomar algo. ¿Buscamos un día?”

Me alegra leer esto y enseguida repaso mentalmente mi agenda para localizar huecos disponibles.

Pero, al hacerlo, la sensación cambia y deja de ser agradable.

Me sorprende.

Reproduzco lo sucedido para entenderlo. Leo el mensaje. Bien. Busco huecos. Mal.

No es desgana, de modo que se diría que quiero realmente encontrarme con mi amigo. Tampoco es angustia, así que no parece que haya un exceso de responsabilidades que necesite desatender para ocuparme de esta cita.

Es rabia.

Muy sutil, y casi me pasa inadvertida. Pero es rabia. No hay duda. Algo hace que buscar espacio en mi agenda me resulte injusto. ¿Qué es?

La primera candidata a explicación es siempre la reciprocidad. Su ausencia. Pero no parece que tenga sentido. Si es él quien da el paso de proponer, ¿no deberé ser yo quien dé el paso de concretar?  ¿Estoy haciendo algo que él no haría?

Imaginemos que fuera yo quien hubiera propuesto… No. Imposible.

Hace más de dos meses que le mandé un mensaje similar, no recuerdo si el tercero o el cuarto, y su respuesta fue, como en los anteriores, una postergación indeterminada. “Qué mal me pillas. A ver si en unos días”. “Estoy liadísimo, pero queda pendiente”. “Nos vemos pronto. Te llamo yo”.

Tiempo atrás nos veíamos con frecuencia, pero esa frecuencia se ha reducido drásticamente en el último año.

No es cierto que se haya reducido. Ha quedado en nada.

Hace solo unas semanas que decidí entender el mensaje de que nuestra relación había cambiado y que se quedaba en cordialidad. Ahora he tardado en recordar aquella decisión. Menos mal que estaba esa rabia tan leve, tan lejana.

Así que es eso. Eso es lo que me indigna: Estoy haciendo algo que él no haría.
Pero esto no acaba aquí. Me toca juzgar esta indignación. No voy a despreciar la propuesta de un amigo solo porque me haya sentido mal al pensar en aceptarla. Puede ser orgullo, puede ser un mal momento, puede ser demasiado poco, puede ser otra cosa.

Tras un año sin apenas contacto no sé muy bien en qué estará consistiendo su vida. Me ha dicho en todas las ocasiones que estaba demasiado ocupado. Algo que he dicho yo a gente a la que no me apetecía mucho ver. O que me apetecía, pero menos que el resto de las cosas que podía hacer en ese momento.

Recuerdo también situaciones contrarias. Momentos de encierro y renuncia a planes que me apetecían mucho más que otra tarde en casa encadenando una infinidad de solitarias tareas variadas con fondo musical indiferente. Recuerdo incluso la preocupación por estar transmitiendo a algunas personas la sensación de que no quería verlas, y por la posibilidad de tener que enfrentarme después a su recelo.

No tengo información suficiente. Y ante esta incertidumbre parece mezquino someter a una amistad a cálculos de simetría forzosa.

Y, sin embargo, la posibilidad de estar siendo mezquino no hace remitir la indignación. Sería fácil obviarla, porque es casi imperceptible. Se diría que incluso está deseando encontrar la forma de desaparecer. Pero la reflexión sobre la mezquindad no le ha afectado. Hay algo más. O lo que hay es más grande.

Esto, todo esto, tampoco lo he hecho en otras ocasiones.

Aquí estoy. Dándole vueltas al tema. Sopesando mis razones para actuar de una u otra manera. Determinando qué es lo más justo. Demostrando, en definitiva, que el asunto, para bien o para mal, me importa.

Y es algo que tampoco imagino en él. Quizá es de nuevo un error, y quizá en este momento está pensando que ojalá yo no esté pensando, o que al menos, cuando piense, piense que él está pensando también. Pero todo esto empieza a parecerme demasiado para hacerlo depender de una intuición. Y hay que añadir otras reflexiones, de otros momentos, otras ocasiones en las que he pensado que nuestra relación se retraía, y que ese pensamiento me generaba no solo atención sino, sobre todo, una cierta amargura.

Desde la última vez que nos vimos hay dos cosas que me ha proporcionado nuestra relación. La pequeña es esta serie de ratos de pequeño malestar. La segunda es la disposición a superarlo mediante la cita que nunca se producía.

Lo que este proceso ha producido es una subalternidad. Nuestra relación igualitaria ahora es una relación de inferioridad, manifestada sobre todo en el hecho de que yo estoy siempre dispuesto a quedar con él, y él… bueno. Él siempre me tiene disponible.

Ahora él es más que yo, o así lo reconozco yo si acepto su propuesta sin tener en cuenta que él no ha aceptado las mías.

Sé que mi autoestima no puede depender de eso, y que en realidad solo depende un poco. También sé que la cita misma arriesga su superioridad, porque esta ha nacido de no vernos, y encontrarnos, o sea, cambiar de medio, obliga en gran medida a retomar la relación donde la dejamos la última vez, es decir, en un lugar peor para su propia autoestima del que ella ocupa ahora. Sé, por supuesto, que puedo pelear abiertamente por esa posición, y que puedo prepararme por si percibo alguna tentativa de transformación por su parte. Puedo planificar un contraataque y puedo tener éxito en él. Y sé, por último, que todo esto no es tan grave, que este purismo también tiene un precio, y que esta decisión, para ser eficaz, incluso equivocándome, tendría que haberla tomado ya.

“Claro!” –contesto. “La semana que viene estoy bastante libre. Dime un día.”

Algo por ahí dentro ha saltado sobre mi estómago. Como si la indignación se hubiera sobreindignado por no hacerle el caso suficiente. Solo he necesitado ver el mensaje enviado para saber que me arrepentía. La razón seguía oculta, pero el arrepentimiento era inequívoco.

Me he quedado clavado mirando la pantalla. No esperaba una respuesta inmediata. Mi amigo no suele darlas. Al menos a mí. Al menos últimamente.

escribiendo…” –leo. Y no es mucho lo que escribe.

“La semana que viene imposible. Pero encuentro hueco pronto. Ya te llamo yo.”



1 comentario:

Coachcarlos.es dijo...

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