martes, 30 de diciembre de 2014

¡¡¡indignación!!! (iv). COMPROMISOS Y EXPECTATIVAS


La construcción de nuestra vida social requiere de la conformación de vínculos estables. Este anatema, que más parece un precepto heteronormativo que una ley universal de la socialización, es, en realidad, una obviedad. Dejemos para otro momento las disquisiciones sobre el concepto de libertad positiva y negativa. Recordemos aquí, simplemente, que para la realización de cualquier acción compartida necesito saber que la/el otrx va a realizarla conmigo. Si voy a cenar con alguien, necesito saber que esa persona acudirá a la cita, y que no la interrumpirá, e incluso que ofrecerá cierta disposición de ánimo adecuada a un encuentro. Hay cosas que requerirán de una estabilidad muy segura (conducir con cuidado), y otras de una muy prolongada (escribir un libro), y las hay que, como el ejemplo de la cena, serán menos exigentes.
 
Mis posibilidades en sociedad, y las posibilidades de la sociedad misma, crecen en la medida en que establezco vínculos adecuados, que aumentan mi libertad, y decrecen en la medida en que esos vínculos son inadecuados o, simplemente, no existen. Dicho de otro modo: mi libertad aumenta en la medida en que puedo contar con lxs otrxs.

Existe una corriente poliamorosa y anarcorrelacional que considera la absoluta no generación de expectativas como la forma adecuada de acabar con los celos: la/el otrx hace y hará siempre lo que desee, y nuestra responsabilidad es no esperar nada en concreto, de modo que evitemos después la frustración y el sentimiento de injusticia que produce la decepción de una ilusión relevante. Se llega a hablar de compromisos elementales, de sentido común, de civismo (fregar los cacharros, no robar…), pero nada más, sobre todo en lo que se refiere a la vida íntima.

La intuición que conduce a esa reflexión es que cualquier compromiso es una amenaza para la libertad; y es correcta. Pero vemos ya que la norma en la que toma cuerpo es contradictoria. Este poliamor hablaría de una completa falta de libertad íntima (una absoluta incapacidad para hacer nada con nadie, salvo por pura coincidencia), por ejemplo, dado que, en ese ámbito, nunca podríamos contar con lxs otrxs para nada. Volvería al temido punto de partida de la monogamia heteronormativa: la jaula sexosentimental.

Mi libertad aumenta, decía, en la medida en que puedo contar con lxs otrxs. Pero, ¿en qué puedo contar con lxs otrxs?

Una expectativa legítima es la que se forma en base a lo que razonablemente podemos esperar del/a otrx, ya sea porque nos lo determina así nuestro sentido de la justicia o porque la relación entre ambxs produce un acuerdo implícito.

No necesito un acuerdo implícito ni explícito para esperar del/a otrx que no me agreda. Mi sentido de la justicia me dice que no puede hacerlo. Si lo hace protestaré pidiendo, precisamente, justicia, y si mi protesta es inútil, si se repite la agresión, o ésta era originalmente abusiva, mi protesta se transformará en indignación y necesitaré tomar medidas que desempoderen a la/el otrx. Mal que bien, la ley suele recoger estas medidas. O al menos así debería hacerlo.

Para que se produzca un acuerdo implícito necesito, sin embargo, remitirme a la relación. Habrá acuerdos implícitos allí donde se entienda así a partir de una observación realista que juzgue también de manera realista. Lo que la relación, en su práctica, no me dice, no puedo sobrentenderlo. Si valoré la existencia de un acuerdo sin que pueda deducirse de la relación, si generé una expectativa a partir de ese acuerdo, si este acuerdo no se cumplió y yo me indigno, entonces mi indignación es ilegítima, porque la expectativa también lo era, ya que no era razonable.

Veámoslo volviendo al ejemplo de la cena.

Las personas 1 y 2 han quedado para cenar juntas, y una persona 3 lo hace en otra mesa. Ésta última tiene una relación mínima con ellas, que puede remitirse a una idea general de respeto social. Ya se sabe: No montarla, no eructar, pagar su propia cuenta… Aunque cabe que la escasísima relación propiciada por la cena produzca pactos implícitos (si 3 deja libre su lado del perchero, 1 y 2 podrán ocuparlo sin esperar que, de pronto, 3 decida usarlo para colgar, por ejemplo, la camisa, a pesar de que, en justicia, ese lado del perchero le corresponde a 3).

Entre 1 y 2 el pacto es más amplio, pero no por ello complejo o difícil de manejar. Ambxs dan por hecho que la cena se desarrollará hasta su final, y que se le concederán las diversas atenciones que correspondan al motivo de la cena, ya se trate de una celebración, de una muestra de agradecimiento, o de una cita para que 1 se desahogue con 2 contándole un problema. Si ambxs han dado pie a generar una expectativa razonable sobre el buen discurrir de la cena (es decir, si ambos saben que la/el otrx no es un/a aguafiestas en quien no se puede confiar el éxito de una noche), el incumplimiento del pacto implícito por parte de cualquiera de lxs dos generará, en la/el otrx, protesta o, incluso, indignación. Si dicha protesta no es atendida y satisfecha, será responsabilidad de/la indignadx modificar las expectativas de la relación y, con ello, la relación misma (en algo afectará, seguramente, a sus siguientes cenas, si es que éstas tienen lugar).

Para que este mecanismo tan sencillo pueda actuar con la fluidez que sería deseable, debe presentar una diferencia radical con respecto a la relación gámica: lo llamaré “desinterés”, como en los juicios kantianos, a riesgo de que se confunda con algo así como “despreocupación”. A diferencia de las relaciones gámicas, contaminadas del deseo perturbador de conservarlas y hacerlas crecer a cualquier precio, las relaciones ágamas deben ser libres para evolucionar según las expectativas razonables que en ellas se vayan estableciendo. Tanto su crecimiento como su retracción deben ser consecuencia, no del deseo, sino de lo más oportuno en cada caso. Ésa será la manera de optimizarlas.

jueves, 25 de diciembre de 2014

¡¡¡indignación!!! (iii). "¡PROTESTO: SIENTO CELOS!"


Entendemos que los celos están principalmente relacionados con el ámbito de lo sexosentimental. Pero la agamia aspira, tanto a desanudar esos dos componentes, como a designificarlos, resdistribuyendo su trascendencia entre el resto de los ámbitos que puedan constituir una relación.

Por eso, sustituyo el término sexualizado y estigmatizado “celos” por el más neutro “indignación”, y, por eso, dejo en suspenso si éste debe o no ser estigmatizado de nuevo. Ya adelanto que sexualizarlo no lo voy a sexualizar.

Llamamos “indignación” a la reacción emocional que ocasiona aquello que es percibido como una injusticia.

Es evidente, por lo tanto, que su calificación está subordinada a que nuestra percepción de la injusticia sea o no certera; que la injusticia sea o no real.

Hablaremos de dos tipos básicos de indignación: indignación legítima e indignación ilegítima.

La indignación conduce a la expresión de la indignación, a la articulación de su significado, a la expresión de sus razones. Y es en ese momento en el que debe dilucidarse si es legítima o ilegítima. Resulta casi superfluo especificar que la indignación valorada como ilegítima debe ser “devuelta” al individuo. Para éste quedará la realización de una tarea de corrección de su percepción de lo injusto o indignante, de la que hablaré en el siguiente texto.

En cuanto a aquella indignación que es valorada como legítima, también parece lógico que conduzca a una tarea, en este caso a realizar por parte de la persona que suscitó la indignación, y que consistirá en la corrección de su conducta.

Hasta aquí todo muy fácil, incluso en la práctica. Y muy familiar. Exactamente lo que hacemos, o nos gustaría tener la sensatez de hacer, con cualquier conflicto, con cualquier persona.

Pero, ¿qué pasa cuando nos encontramos con alguno de los dos casos en los que el conflicto no se soluciona?



Pues lo mismo. Actuar como si no estuviéramos hablando de amor. Como si fuéramos ágamxs. Como si la agamia formara parte, no sólo de toda nuestra vida no gámica, sino también de la otra.

El primer caso de conflicto no resuelto es aquél en el que la conducta indignante se repite, a pesar de haber sido sentenciada como injusta por ambas partes. Es evidente que en las relaciones no gámicas (cuidado con confundir las relaciones no gámicas con las relaciones ágamas. Las relaciones no gámicas son aquellas que, dentro del paradigma gámico, no producen gamos: Lo que coloquialmente llamamos “amistad”. Las relaciones ágamas son todas aquellas que tienen lugar cuando el gamos ya ha sido plenamente rechazado. Podríamos decir, eso sí, que casi todas las relaciones son, en alguna medida, ágamas, ya que prácticamente todo el mundo manifiesta de manera más o menos expresa algún tipo de reticencia o incredulidad frente a la filosofía del amor) esta circunstancia lleva a una adaptación o reformulación de la relación que puede ser más o menos sustancial.

Si nuestrx amigx es injustx con nosotrxs y, después de haberlo reconocido, vuelve a serlo en el mismo sentido, es nuestra responsabilidad reformular nuestra relación, que no tiene necesariamente que replantearse la denominación, muy vaga por otra parte, sino la forma en que se realiza. Lo más normal será que la modificación tenga que ver con los aspectos de la relación que son dependientes de la conducta que se ha valorado injusta.

Es posible el caso inverso, es decir, que lo que se repita sea la indignación ante una conducta valorada justa por consenso. Entonces la conducta a evitar será la repetitiva e injusta manifestación de indignación. Si quien experimenta indignación ilegítima decide expresarla a pesar de la evidencia de su ilegitimidad, es la/el otrx quien queda legitimadx para hacer lo que esté en su mano con el fin de evitar someterse de nuevo a los efectos de la indignación primera.

El segundo tipo de conflicto no resuelto es aquél en el que las partes no llegan a un acuerdo sobre la valoración de la conducta; en el que no se produce consenso sobre si ésta debe ser o no modificada. Aunque esta situación tiene siempre un horizonte de resolución (como todas, por otro lado), no siempre vamos a conseguir que esa resolución se produzca en un plazo razonable. ¿Qué se hace cuando alguien piensa que la conducta de otrx le perjudica injustamente y la/el otrx opina que no hay tal perjuicio, o que el perjuicio no es injusto? Pues, evidentemente, lo mismo que en el caso anterior: modificar la relación de modo que no quede afectada por esa conducta.


Obsérvese que se habla de modificación de la relación, y no de mutilación de la parte implicada de la relación. Si mi amigx me hace trampas jugando al pimpón, la única alternativa no es dejar de jugar al pimpón con mi amigx. Es posible que la calidad de nuestra actividad común se deteriore en alguna medida, pero también que la adaptación más eficaz a ese obstáculo no sea la supresión completa.

Y, hasta aquí, todo más que lógico, más que evidente, más que conocido. ¿Dónde está la gracia, entonces?

Bueno, una parte de la gracia es trasladar la ética a la relación gámica (lo cual es imposible, claro. Es necesario partir del paradigma ágamo). Pero el verdadero avance estará en la construcción del sentimiento de indignación, del sentido de la justicia. La clave del asunto es la conformación de expectativas que también sean legítimas porque sean razonables.

lunes, 24 de noviembre de 2014

¡¡¡indignación!!! (ii). EL DOLOR COMO CÁRCEL


Los celos son nuestra prisión material.

Estamos confinados por un sistema sexosentimental complejo pero, si queremos escapar, nuestra mirada se dirigirá, en primer lugar, hacia un elemento tan simple como la cerradura de nuestra celda, hacia las cadenas que sujetan nuestros tobillos, hacia nuestras “esposas” que, en justicia, deberían también ser escritas con la x postgénero. Y esos elementos de represión física, sensible, que impiden el primer movimiento, que objetivan nuestra condición de presos más allá de la ausencia de libertad a la que el sistema nos condenaría aunque nos dejara caminar libres, son los celos.

Nuestra biografía sexosentimental se ha encargado de enseñarnos que la libertad acarrea dolor, que ese dolor no compensa, y que el paraíso amoroso al que podemos aspirar es aquél en el que las causas de los celos han sido razonablemente extinguidas. El sistema amoroso necesita de nuestro terror a los celos para convertirnos en supervisores internos del cierre de la pareja. El precio será abandonar las aspiraciones de vivir el amor como el amor dijo que era: un carrusel de pasión. A partir de ese cambio de expectativa empezaremos a llamar a aquélla forma de amor “amor inmaduro”. Nosotrxs, que no sentimos placer para no sentir dolor, nos consideraremos preparados para el amor de verdad. Aquél que, tras la terapia conductista que es la travesía celopática, nos hace aparecer en una estación inesperada: la de la vida real. Nuestro amor es, ya, gris e invisible, nosotrxs somos grises e invisibles, pero estamos capacitadxs para afrontar lo que el mundo espera de nosotrxs como enamoradxs: la construcción de una familia capitalista patriarcal.

 
Una vez allí, cada vez que el suicidio cotidiano de la rutina sexosentimental nos recuerde que tenemos la obligación de vivir, las cadenas de los celos resonarán en nuestra conciencia produciéndonos escalofríos. Los celos acosarán nuestros sueños con un mantra siniestro: No hagas daño y no te harán daño.

Habrá quien, a pesar de todo, acepte este sufrimiento como precio por su libertad. Habrá quien, incluso, aprenda a vivir con él. Pero de poco nos sirve. Por cada unx que lo consiga, centenares quedarán agotadxs y volverán a su jaula, más mutiladxs que antes, y más deseosos que nunca de encontrar, al menos, la paz. Lxs que escaparon, ahí fuera, se encontrarán sufrientes y solxs. O casi solxs, que es casi lo mismo.

 
No romperemos estas cadenas por la fuerza. Debemos entender por qué se nos han puesto, por qué existe un carcelero de extracción popular que cree en la cárcel en la que nos encierra, por qué podríamos ser, o somos, sangre con sangre de ese carcelero que siempre hace oídos sordos al grito de “¡no sirvas a quien nos oprime!”

La materia de la que están hechos los celos es el deseo de libertad del/a otrx, pugnando en dirección opuesta. Debemos reorientar nuestro esfuerzo y convertirlo en una sinergia.

Para ello, empezaremos devolviendo a los celos a su carácter original de emoción identificadora de una injusticia, previo a la cínica sanción con que hoy son señalados. Para la agamia no existirán los celos. Hablaremos sólo de “indignación”. A partir de ahí, será sencillo determinar la pregunta moral universal de si cada indignación puntual es o no justa. De cuándo estamos luchando por una libertad “nuestra” o por una libertad sólo “mía”.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

¡¡¡indignacíón!!! (i). LOS CELOS SON EL DEMONIO


                        "¿Sabes en qué veo que las comiste de tres en tres? En que yo las comía de dos en dos y tú callabas.”
                                                                                                  Lazarillo de Tormes.

En nuestra cultural, los celos padecen un estatus contradictorio, y su prestigio se encuentra en pleno declive. Pero es posible que, en la evolución que su imagen pública sufre, el patriarcado haya conseguido hacernos seguir una pista falsa. Por razones imprevistas, cuanto más intentamos escapar de los odiosos celos, más caemos de nuevo en la cárcel del gamos. El sistema ha conseguido que empleemos todas nuestras fuerzas para correr en dirección a su trampa.

En las últimas décadas, con la normalización de la separación como respuesta a los problemas de pareja, los celos han sido eliminados de las emociones moralmente legítimas. Han pasado a la categoría de emoción patológica porque se da por hecho que la infidelidad comprobada no debe conducir a la conservación de la pareja en un marco emocional de celos, sino a la separación. Quien siente celos ante una infidelidad, y no se separa, está asumiendo y tolerando la infidelidad, y pasa a ser causante y responsable de sus propios celos. Quien siente celos, pero no ha podido comprobar la infidelidad, carece de legitimidad para trasladarlos a la pareja, queda valoradx como paranoicx, y se atribuye dicha percepción distorsionada de la realidad a componentes de inseguridad y posesividad en su carácter profundo. La explicación acertada, pero superficial, de la mayoría de los casos de violencia patriarcal como consecuencia de los celos convierte a esta manifestación de los mismos en referencia equivocada para las restantes.

Estos nuevos mantras de la filosofía del amor son errores extremadamente groseros y sangrantemente inmorales. Explicaré por qué.

Los celos se encuentran, como vemos, en un impasse histórico. Si bien es cierto que han perdido todo su pasada autoridad, mediante la que podían legitimar cualquier acción más allá del respeto a ley alguna, también es cierto que la ideología que los generó, y a la que tan eficazmente sirvieron, sólo se ha reformado y adaptado al surgimiento de los feminismos, sin perder en absoluto su vocación opresiva. Han servido de cabeza de turco en la reforma de un sistema que busca, y, en gran medida, logra, permanecer sustancialmente intacto.

Así, ¿quién diría que, denunciando los celos, hacemos un inestimable servicio al patriarcado? Pues ése es el caso. La prueba (siempre oculta) es que, aunque las manifestaciones más espectaculares de los celos son las que degeneran en violencia patriarcal, debemos entender que ésta es posible en la medida en que el individuo puede permitirse el imponer la voluntad que suscitan sus celos, es decir, da un falso ejemplo, con ello, de una relación sistemática entre celos y violencia (y no entre poder y violencia, que sería la verdadera lección, la verdadera exégesis del acto) que oculta, precisamente, la manifestación del grueso de los celos, de los que es paciente la mujer.

Lo que debemos entender, por lo tanto, es que, históricamente, la inmensa mayoría de las experiencias de celos, (como complejo emocional de ira, miedo y tristeza provocados por la puesta en entredicho de la relación gámica mediante una relación sexual externa a ésta), son experimentados por las mujeres y reprimidos por el patriarcado. Serán aquellos celos que el patriarcado considera indicio de lo que cae intolerablemente fuera de la norma, es decir, los experimentados por los hombres, los que conducen a violencia de género y se convierten en falsos paradigmas.

Los celos son la reacción emocional de indignación específica al flujo de poder llevado a cabo en la relación sexual, y valorado subjetivamente como injusto. Los celos son el mensaje emocional de que se está produciendo una injusticia. Así, hay más celos allí donde hay más injusticia, siempre que la valoración de dicha injusticia sea sensata. La tendencia a la percepción injusta del justo reparto de poder, propia del opresor, genera celos ilegítimos que, sin embargo, se visibilizan con más facilidad precisamente por venir del individuo empoderado.

 
La diferencia entre los celos y una indignación convencional es que aquéllos caen hoy bajo una condena social que añade a la indignación el componente represivo que lleva a la mala conciencia y la ocultación. Si echamos la vista atrás encontraremos que, antes de ser condenados, los celos funcionaban del mismo modo que una indignación cualquiera. No hay diferencia entre que Pedro Crespo, alcalde de Zalamea, sea padre o esposo de la ultrajada Isabel. Matar a Don Álvaro es, según la moral que promulga Calderón, la consecuencia legítima de su indignación, como lo sería si le hubiera robado las tierras. El componente de mala conciencia desaparece, como desaparece el desprestigio social hasta el punto de ser tan enaltecido por su acción como hoy lo es quien evita un desahucio.

Estos celos legítimos de clase, reconocidos y visibilizados por la literatura del XVII, son idénticos a los celos de género, ni reconocidos, ni visibilizados, ni reivindicados jamás por literatura ni cultura alguna. Cuando hablamos de los celos, por lo tanto, unimos una emoción a un juicio ético, mezclando así dos cosas inmiscibles, de un modo muy útil al patriarcado. La discriminación que debemos exigir desde la teoría de género, desde la crítica a la heteronormatividad, y, por descontado, desde la agamia, es la existencia de celos normativamente legitimados del patrón, frente a celos normativamente deslegitimados del siervo. Cada uno de estos celos desempeña una función en el patriarcado. Cuando éste sacrifica el privilegio de reivindicar sus ventajas a través de los celos, lo acompaña de la exigencia de que el grupo oprimido deje de denunciar su opresión por ese mismo método.

Y el negocio, según se estaban poniendo las cosas, le sale redondo.

martes, 14 de octubre de 2014

el "deber ser" de la belleza


             La agamia considera la belleza un valor cultural y, por ende, ético. La determinación de la cultura de la belleza debe realizarse siguiendo el criterio de la utilidad que, en el ámbito del comportamiento, será como decir “del bien”.

Así, la agamia persigue identificar bien con belleza, sin complejo antiplatónico alguno.

El viejo tópico de que el cerebro es el más erótico de los órganos responde, entre otras cosas, a la experiencia individual de que el sentido común es el camino más corto hacia el placer; de que lo bello es lo que funciona.
                La identificación de la belleza con el bien es la automatización de la búsqueda y el enaltecimiento del bien a través del gusto. El gusto, cuando lo es, siempre es de gustosa satisfacción. Se entiende, por lo tanto, que la elección consciente de lo que debe ser placentero no va en detrimento, sino en beneficio de su disfrute. Dado que, hasta ahora, la elección del gusto no es en función de lo bueno, ni siquiera de lo placentero mismo, sino sólo de aquello que obedece a los valores estéticos generados por el sistema capitalista patriarcal (que éste presenta fraudulentamente como capaces de producir placer), cabe esperar de la educación consciente del gusto una satisfacción a corto plazo notablemente superior a la actual. El principal y más inmediato progreso consistirá en una reducción sustancial de la represión sexual, que conllevará un enorme placer por liberación de la parte correspondiente de la misma.

                La educación del gusto no se realiza por represión del gusto previo, sino por convencimiento mediante el contacto con las fuentes de placer, tanto las eficaces como las fraudulentas. La experiencia convence, y genera, además del aprendizaje, una impronta que actúa sobre la intuición conduciendo al individuo a premiar a las fuentes eficaces de placer mediante el reconocimiento y la integración. En un entorno ágamo, reconocimiento e integración constituyen fuentes de lo que el amor entiende como afecto. El afecto amoroso, con su añadido de protección, de compensación por la falta de reconocimiento e integración sociales, se vuelve prácticamente innecesario. La utilidad del afecto melancólico queda confinada, por tanto, a usos excepcionales.

más allá de una cultura de lo saludable, la gordofobia es propaganda para alimentar un canon irracional y arbitrario de belleza cuyo objetivo, además de enajenar el cuerpo de las mujeres, es jerarquizarlas como objetos de consumo cuyos productos de élite resulten inalcanzables.
Nada que ver con el placer sexual.
                El sistema ideológico del amor es arquetípicamente hipócrita en este punto, pues educa en la elección en función de un determinado tipo de belleza elitista a la que mitifica, mientras afirma (de manera ineficaz, pero útil como autolegitimación moral) que los individuos deben ser elegidos en función de lo que llama “el interior”, que no sólo trata como un valor de segunda, sino que lo contrapone al anterior, sobrentendiendo que debe cultivar su “interior” aquél que carece de medios para cultivar su belleza.

La evolución continua de las modas es la demostración de que el canon de belleza se puede crear, incluso con notable facilidad.
Creemos el nuestro.
Todxs tenemos la responsabilidad de educar nuestro gusto hacia lo bueno, de modo que integremos y reconozcamos lo bueno, y promovamos su reconocimiento e integración por parte de otrxs.

             Todxs tenemos la responsabilidad de educar nuestro gusto de modo que dejemos de premiar y demandar lo malo, así como de evitar que otrxs, a su vez, lo premien y lo demanden.


miércoles, 8 de octubre de 2014

agamia, más allá del poliamor

           (artículo escrito para Poliamor en México y publicado en dicha comunidad de Fb)
La agamia es un recién nacido modelo de relación, concebido con la intención de ser la alternativa, si no definitiva, sí determinante en el abandono del modelo monógamo heteronormativo tradicional, así como de aquellas variantes que éste ha producido con el fin de adaptarse y subsistir.

Como crítica radical a dicho modelo, concebida respondiendo al sistema que éste representa, entiendo que tiene una enorme capacidad aglutinadora para todas las personas que, no pudiendo escapar de él, han adquirido la conciencia de que, en su seno, son sometidas, degradadas o discriminadas, y se resisten en la medida de sus fuerzas a asumir su necesidad.

Entre las formas de resistencia más estructuradas y decididas, el poliamor ha ocupado desde hace ya más de dos décadas un puesto emblemático y de punta de lanza. Su progresión, sin embargo, ha encontrado notables dificultades a nivel tanto psíquico como social. Este texto pretende ser un breve análisis de esas dificultades, así como de las razones por las que la agamia consigue superarlas en su práctica totalidad, convirtiéndose en el siguiente nivel evolutivo de lo que el poliamor ha intuido perseguir. Para dar una noción realista del valor de mi análisis, diré que las fuentes utilizadas para formar una idea de lo que es el poliamor han sido el texto clásico de Easton y Hardy, The Ethical Slut, diversas informaciones recabadas a lo largo de los últimos años, el seguimiento de blogs y redes sociales sobre el tema y, por último, el conocimiento directo tanto de las experiencias de otras personas como de las mías propias.


                Pero, ¿qué es la agamia?


En el contexto del trato interpersonal usamos el término “relación” de forma polisémica. Una relación es un vínculo sexosentimental inspirado en el matrimonio reproductivo. Aunque parezca una definición seria y comprometedora, es fácil detectar la inspiración matrimonial en toda relación en la que el sexo actúa como sacramento. Que el matrimonio sea un horizonte más o menos cercano importa poco. Lo relevante es que el modelo matrimonial se acepta sistemáticamente: el “gamos” aparece siempre dando una sustancia particular e inconfundible a la dinámica entre las dos personas que lo conforman. “Relación” es, además, el término general que usamos, tanto para la dinámica del gamos como para cualquier otra. Es decir, llamamos también “relación” a cualquier vínculo entre personas, por minúsculo que sea, e incluso en su ausencia. Así, todas las personas estamos relacionadas, y, de esas relaciones, una de ellas es La Relación.

El principio rector de la agamia es la eliminación de La Relación y el desarrollo de las relaciones. La agamia afirma que el gamos no sólo es prescindible, pues nada necesario o deseable hay en La Relación que no se pueda alcanzar en mejores condiciones en las relaciones, sino que es perjudicial para la socialización misma, para el grupo, pues subdesarrolla las relaciones en favor de La Relación. Para la agamia, la razón por la que el gamos es no sólo el modelo hegemónico, sino único, es precisamente este perjucio, es decir, su utilidad como herramienta enajenante, distractiva y fragmentadora de la cohesión social.

El poliamor ha ejercido de ariete contra la incontrovertibilidad de La Relación, poniendo en duda su exclusividad impuesta. Las grietas no sólo surgidas, sino siempre existentes, en la observancia social de los principios de la monogamia heternormativa, han inspirado la iniciativa de abrir el gamos a la multiplicidad. En esa revolución está el germen del hundimiento del gamos.

Pero el poliamor, y el concepto espontáneo de pareja abierta al que da cierta normatividad, ha encontrado problemas irresolubles desde su origen en los que su práctica está anclada. La razón es que, siendo fundamento para una crítica radical del gamos, el poliamor no constituye esa crítica, sino que se conserva del lado del sistema al que da respuesta, alimentándose de él y contaminándose así de sus contradicciones. El poliamor se convierte, por lo tanto, en un formidable terreno de cultivo experimental para hacer aflorar las falacias de la ideología monógama heteronormativa. Lamentablemente, el poliamor se vive a sí mismo no como esa investigación crítica incompleta, sino como un sistema acabado y parcialmente fallido, dado que no escapa al grueso de los conflictos de la monogamia. La razón se encuentra en su etimología, en su definición misma, ya que la ideología monógama heteronormativa, ésa a la que el poliamor se enfrenta, se llama, precisamente, “amor”.

Consignaré, tan sintéticamente como obliga la extensión de este artículo, la naturaleza de dichos conflictos, señalando cómo los aborda la agamia, y dejando para el final al príncipe de todos ellos, sobre el que me extenderé un poco más.

-Aceptación de la conflictividad y el dolor. El poliamor llega a un pacto con el sufrimiento amoroso, abandonando el objetivo de su extinción y sustituyéndolo por el de su paliación. La agamia no entiende, sin embargo, las relaciones humanas como intrínsecamente sufrientes. Considera, sin embargo, que carecen de conflictos necesarios, siendo éstos propios de planteamientos equivocados o conflictividades circunstanciales, en su mayoría originadas en la filosofía amorosa. La agamia no convierte las relaciones en un extenuante centro de atención emocional, sino que las integra como aspectos eficaces de la vida salvados, además, del tedio al que las condena la monogamia.

Los textos que describen el poliamor abundan en técnicas para sobrellevar el dolor. La agamia sólo utiliza estas técnicas para afrontar un dolor inminente cuya causa aún no se ha corregido. A medio plazo el dolor sólo existe como síntoma de disfuncionalidad. Sufrir por algo es el primer paso para no volver a sufrir por ello.

-Transitoriedad de las relaciones. A pesar de ser un modelo infinítamente más socio-flexible que la monogamia heteronormativa, el poliamor sigue tratando Las Relaciones, es decir, los distintos vínculos gámicos inspirados en el matrimonio tradicional, como historias de amor con principio apasionado y fin traumático. Abunda, por lo tanto, en la tragedia monógama de convertir nuestros lazos sociales más poderosos en coyunturas episódicas, (el poliamor con una monogamia secuencial multilineal) devolviéndonos al aislamiento y, por extensión, sumergiéndonos en la experiencia de la anticipación del aislamiento, llamada melancolía.

La agamia concibe la vida como un creciente desarrollo del yo individual en el yo social, produciendo vínculos que evolucionan en su conjunto hacia una integración cada vez más íntima con el entorno e indistinguible del mismo. En la agamia los vínculos se fortalecen o se debilitan, creciendo en su conjunto, pero sin que la incompatibilidad obligue a ningún tipo de poda periódica que conserve un número manejable para permitir dedicaciones gámicas. La persona ágama transforma su modo de relacionarse con el entorno a lo largo de su vida, del mismo modo que todos lo transformamos en nuestras primeras etapas vitales, hasta que la monogamia frena esta evolución extensiva, congelándolo en el formato familiar.

-La ética promiscua es indefinida y contradictoria. La razón es que acepta la ética intuitiva de la filosofía del amor, inculcada por el sistema heteronormativo patriarcal, a la que aporta, eso sí, la exigencia de responsabilidades de la que éste carece. Pero, dado que dichas responsabilidades se dirimen en el terreno de lo intuitivo y emocional, como el amor exige, su utilidad interpersonal queda sin efecto. La ética promiscua es, por lo tanto, individual e incomunicable, quedando así confinada al ámbito de lo privado. La agamia exige que las relaciones queden bajo el paraguas ético del grupo, que no es sólo bajo el juicio ético de los de fuera, en la medida en que un tercero tiene capacidad para entender las supuestamente inexplicables razones del corazón, sino, sobre todo, en la medida en que unas relaciones afectan a otras relaciones y al grupo social en su conjunto. Desaparece así la laguna ética del amor, conocida excusa tanto para abusos entre los miembros de las relaciones como para la gestación de discriminación hacia las personas externas a dichas relaciones.

-Sobrevaloración del sexo. La curiosidad sexual y la oposición contra su represión han sido fuerzas valiosísimas en la generación de actitudes críticas y exploratorias de las que el poliamor es hoy día el aglutinador más interesante. La mayoría de las personas carecen de la valentía necesaria para reconocer y alimentar estas fuerzas hasta llegar a enfrentarse con el sistema que las reprime, valentía que el poliamor sí demuestra. Pero si el sexo es la vía de escape, no puede ser el punto de llegada. Al no poner en tela de juicio nuestra cultura sexual, el poliamor se convierte demasiadas veces en un culto al sexo, al mismo sexo cuya ideología los reprimía y en cuya liberación el placer ha sido tan grande que ha eclipsado su original falta de sentido. En el poliamor el sexo sigue siendo presentado como actividad sagrada, tarro de todas las esencias y fuente de toda felicidad. La diferencia entre el poliamor y la monogamia heternormativa es que, mientras que la persona monógama es feligresa episódica de su culto, la poliamorosa se convierte en su sacerdote, portadora de los misterios de un sexo que, por conservarlos, necesita de un ejército de fieles desempoderados.

La agamia propone la “designificación” del sexo de sus significados culturales, aceptando el vaciado de sus fuentes de placer en aras de su humanización. Así, el sexo no será ni reproductivo, ni protector, ni fusionante, ni morboso-posesivo. Quedará reducido a su facticidad sensitiva, de la que deberán construirse los nuevos significados, sin la condición previa de devolverle al sexo un papel crucial en nuestras vidas.  A este nuevo sexo, postgénerico, gratuito, transversal a la vida cotidiana, y subordinado a lenguajes más elaborados como, sobre todo, el habla, lo denomino “erotismo”.

-Celos. Los celos son el perro guardián de la monogamia, y quien quiera que pretenda escapar de ella tendrá que hacerlo luchando a brazo partido contra sus afilados dientes. El poliamor no propone solución alguna a lo que, en la práctica, es la fuerza bruta del sistema. Si los celos no existieran, la filosofía del amor se derrumbaría ante la libre circulación de sus reclusos. Pero sólo los que están dispuestos a cubrirse de profundas heridas tendrán el privilegio de respirar el aire fresco de la libertad. Así, el poliamor se convierte en un ejercicio de voluntarismo; un modelo para privilegiados, ya sea de carácter, de deseo sexual (que no sé si deberían llamarse privilegiados) o, sobre todo, entendámoslo bien, de medios. El poliamor, reconocido o no, es más frecuente entre quienes pueden llevar a cabo una promiscuidad suficiente como para que los celos compensen. Nuestra cultura, aparentemente promiscua, ofrece dicha promiscuidad a grupos muy determinados, especialmente de clase media y alta, normalmente en el ámbito de la doble moral conservadora. Cuando esta posibilidad surge en entornos moralmente más responsables o concienciados, como algunos colectivos homosexuales, el poliamor prende con relativa facilidad, pero a costa del reconocimiento de dicha condición privilegiada.

El poliamor ignora en sus textos y principios la hambruna sexual, inhabilitándose así como opción para aquellas personas, la mayoría, para las que la conservación de la pareja es sexualmente más rentable que la liberación. Para estas personas los celos son una fuerza insuperable, pues las expectativas de disfrute sexual ofrecidas por la liberación sexual de la pareja son muy reducidas. El lugar común de los foros de poliamor, y sobre todo de los relatos privados, es el conflicto generado por unos celos que, por ser vividos sin compensación, se vuelven atroces. Personas absolutamente convencidas de la necesidad de abandonar el modelo monógamo son disuadidas o derrotadas por unos celos frente a los que el poliamor ofrece sólo paciencia.

La agamia sustituye el término “celos” por el de “indignación”, desplazando la atención del conflicto sexual al conjunto de conflictos sobre justicia o reparto afectivo. Así, habrá indignación legítima cuando la acumulación de ira y tristeza venga causada por el incumplimiento de una expectativa de atención legítima, es decir, formada de manera justa en función de los compromisos adquiridos. En caso contrario, se hablará de indignación ilegítima.

Pero entre los compromisos que se adquieren por participación en los vínculos sociales está el amparo. Cada individuo tiene derecho a exigir de sus relaciones un cuidado razonable de sus necesidades, entre las que se incluye la integración en la vida erótica del grupo. El fracaso sexual como fuente de celos queda así desterrado de la agamia, en tanto que para que yo disfrute de mi libertad erótica debo, en la medida en que me comprometan mis vínculos creados, hacerme cargo de que las otras personas también disfrutan de la suya. El problema de la posesión queda también neutralizado, porque desaparece la necesidad de posesión que genera la hambruna y su tendencia a la distribución desigual. No desearemos poseer sexualmente porque descubriremos que tenemos lo que necesitamos, y que lxs otrxs no están allí porque nosotrxs los poseamos, sino porque se comprometen libremente con los vínculos que nos unen a ellxs.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

AGAMIA Y PROSTITUCIÓN (y III). propuesta


La designificación del sexo, la eliminación de sus significados culturales asignados en la construcción de su función social actual, conduce a un grado cero de la sexualidad en la que su valor queda en suspenso.

Pero para poder tratar al sexo como una mercancía más o, ya en el mejor de los casos, como una no mercancía, debemos estar dispuestos a realizar esa designificación; a renunciar al papel que el sexo tiene en nuestras vidas en sus componentes reproductivo, afectivo, fusional y posesivo. Ese proceso no es accesible a corto plazo a escala social, y sólo puede ser tratado como horizonte de acción.

En una sociedad hegemónicamente ágama (donde el género no existe o no es una categoría significativa) el sexo, el erotismo, no tendrá el valor y significados actuales, y cabe presumir que muchas cosas alcanzarán o superarán el valor del sexo. Extrapolando lo inextrapolable, podríamos decir que nada particularmente inmoral tendrá intercambiar ese erotismo por dinero allí donde se considere conveniente.


 

Y entiendo que lo conveniente será, ante todo, compensar las desigualdades.

El debate sobre la prostitución es tan hipócrita que jamás se plantea la función del bien que mercantiliza. Ante la pregunta “prostitución, ¿para qué?” todas las respuestas son, en última instancia, evasivas: para dar trabajo, para conservarlo, para empoderarse, para afirmar la libertad de la sociedad, para afirmar su madurez…

La prostitución ofrece placer sexual, (más o menos experto), por dinero. ¿Necesita la sociedad placer sexual por dinero?

No sabemos cuánto placer sexual (erótico, una vez designificado) necesitamos, ni de qué características, ni si lo necesitamos realmente o en qué medida. Pero por poco que haga falta, hay dos consideraciones de las que difícilmente va a quedar exento: una, que implicará algún tipo de aprendizaje, e incluso de maestría, y que, por lo tanto, se podrá enseñar. La otra, que todxs deberán tener el mismo derecho a acceder tanto al aprendizaje como a la satisfacción de la supuesta necesidad, incluso entendiendo el placer como una necesidad.
 
 

Pensar en una sociedad ágama es tan hipotético como pensar en una no patriarcal o no capitalista, de modo que resulta gratuito especular si deberá ser el dinero o cualquier otra cosa lo que regule esos derechos. Pero nosotrxs podemos utilizar estas consideraciones como horizonte de acción teórica. Desde una perspectiva ágama, por lo tanto, la prostitución, en la medida, y sólo en la medida, en que se desembarace de sus rasgos de opresión patriarcales, debe tener dos funciones: el aprendizaje sexual y el acceso de lxs discriminadxs sexuales al sexo.

“Nuestra” prostitución, la actual, no puede estar más lejos de este modelo. La sexualidad ya no sólo no se aprende, reproduciendo los esquemas automáticos, casi espontáneos, de satisfacción masculina inmediata, en que el patriarcado ha fundamentado su cultura sexual generalista. Ahora se “desaprende” mediante el brutal modelo pornográfico de acceso temprano, con el que el establecimiento de los comportamientos sexuales se adelanta a un supuesto descubrimiento ingenuo del sexo. La prostitución no educa, obviamente, ni aspira a educar, sino que es el lugar de realización de los deseos establecidos en el aprendizaje pornográfico.

En cuanto al acceso a ella, la dictadura económica obvia cualquier tipo de justicia social. Sólo quien tiene dinero puede acceder a la prostitución y sólo quien tiene mucho dinero puede acceder a una prostitución a la que se añada la función de ostentación social, es decir, la prostitución realmente deseada. Esta discriminación económica sería menos grave en una sociedad ágama, donde la designificación del sexo liberara gran parte de su represión. Pero, en la nuestra, las bolsas de probreza sexual extrema son fuentes de pandemias psíquicas que toda postura ideológica de derechas o izquierdas ha decidido ignorar. En nuestra mojigata cultura sexual, en la que la sexualidad misma es glorificada como la guinda de todas las satisfacciones, se acepta sin rubor, no ya que la gran mayoría de la población reconozca una frustración sexual crónica, sino que enormes masas de ella carezca por completo de relaciones sexuales. Para nosotros no importa que grupo sociales enteros estén condenados a priori, hagan lo que hagan, al peor de los sexos. No nos importa, de hecho, señalar a ancianxs y dependientes como inadecuadxs consumidores sexuales, como pertenecientes a una condición que debe ir acompañada de la renuncia total al sexo. Y la razón que aducimos para ello es que el sexo es algo demasiado importante para ser vendido o, al menos, para ensuciar nuestra idea de justicia con su venta. Su presencia, sin embargo, como la del ejército de parados, es muy útil para otorgar al sexo su condición de bien de consumo explotable y ostentoso; para clasificar a las personas en función de su vida sexual.
 
 

Propongo esta “otra” prostitución, deseable y tan diferente, como objeto de trabajo y descripción teórica, con vistas a una implementación progresiva que sólo puede realizarse al margen de la prostitución actual y como diametralmente opuesta a ella. Propongo una doble cultura de la prostitución desarrollada plenamente al margen de la primera y que no admita con ella combinación ni alianza alguna. Propongo que aspire a erigirse como servicio social visible y necesario, y a relegar a la actual prostitución a la condena social general.

Y propongo que tenga su propio nombre. El nombre, sin embargo, no lo propongo.

               

lunes, 15 de septiembre de 2014

AGAMIA Y PROSTITUCIÓN (II). el debate (supuestamente) teórico


                Y es que el problema teórico es otro cantar. Porque, ¿qué es la prostitución?

                El patriarcado nos dirá que no es otra cosa que el uso del sexo como mercancía. No el uso de la persona, sino de la actividad sexual. El feminismo nos recuerda que ese comercio se da en condiciones de opresión, de modo que la realiza y la incrementa (hemos visto que las posiciones feministas deben dar un paso atrás y volver a la reflexión teórica para poner en primera línea práctica el verdadero asunto en juego: la esclavitud sexual). Pero, mientras que el abolicionismo entiende que la opresión es consustancial al comercio sexual, el feminismo regulador parte en general del principio de que sólo hay opresión en las condiciones concretas que impone el patriarcado.

                No deja de ser curioso que se entienda al patriarcado como eliminable de un ámbito que hasta tal punto lo representa, y que el hecho mismo de que la prostitución sea en su inmensa mayoría femenina no implique unas condiciones absolutamente “despatriarcalizables”. Parece claro que la conjunción de intereses, tanto profesionales como lúdicos, han reforzado hasta una posición algo conformista y cegata la defensa de la prostitución. Si hacemos por imaginar el arco de actividades englobadas bajo el concepto “prostitución”, así como la diversidad de clases sociales y poderes adquisitivos entre los que tiene lugar, sólo podemos concluir que su existencia refuerza tanto la opresión capitalista como la patriarcal, profundizando su poder de sometimiento hasta el territorio del sexo.

                Allí donde la mujer ejerce el poder inalienable del uso de su cuerpo, el patriarcado le replica que dispone de otros cuerpos para ese mismo uso. Allí donde las clases se aproximan entre sí, en torno al acceso a un bien que depende de rasgos caracterológicos, el capital salvaje contesta que, con dinero, lo puede comprar todo.

 
                La tesis abolicionista, que identifica al sexo de pago con la opresión, también cojea. Desmontar esta identificación es tan sencillo como imaginar una sociedad no patriarcal en la que se produjera algún tipo de comercio sexual, por testimonial que fuera. Parece que lo que mueve a transformar una identificación dentro de un contexto en esta identificación sustancial es una cierta forma de ver el sexo. Y si el sexo tiene una cierta forma de ser visto, es que estamos cayendo en el patriarcado de nuevo. Las justificaciones teóricas abolicionistas son, por decirlo de una vez, puritanas, y conllevan una condena a la libertad sexual misma.

                Pero, si el sexo no debe llevar esa condena, ¿por qué no regularlo como cualquier actividad, aunque implique la extensión, como decía, de la opresión patriarcal y de clase? Si aceptamos la regulación del resto de los intercambios comerciales, ¿no caemos en el puritanismo al denunciar esta opresión específica, aunque no la califiquemos de sustancial? El mundo no nos gusta, eso ya lo sabemos, pero, qué casualidad que, al final, siempre combatamos con aspiraciones de extinción este lado del mundo.

                Esta postura “del sentido común” realiza dos falsas asunciones: en primer lugar, no aceptamos las regulaciones: las regulaciones nos las encontramos y las aceptamos ante la ausencia de alternativas estructuradas, desde la conciencia de que la falta de esas alternativas estructuradas, esa oferta del caos como alternativa, es el arma que utiliza el sistema para hacer oídos sordos. Nadie (de entre las posturas expuestas) quiere regulaciones económicas sobre ámbitos no regulados (el consumo del aire, por ejemplo), salvo si estos ámbitos son ya opresivos. Y, allí donde lo son, como en el de las drogas, somos suspicaces frente a la deriva que puede adoptar la regulación (¿a nadie se le ha ocurrido que en un sistema de consumo de drogas plena y universalmente regulado éstas se conviertan rápidamente en un mecanismo de opresión más, con drogas limpias, fascinantes y carísimas, por un lado, y drogas destructivas, enajenantes y muy accesibles, por otro? Sólo se trataría, en realidad, de un perfeccionamiento de la actual división entre consumo popular de marihuana y consumo como potenciador laboral de cocaína).

 
La segunda falsa asunción es que el sexo sea un bien igual a los otros. Recordemos que el puritanismo sustancializa la especificidad del sexo, es decir, afirma su carácter particular y sagrado en todo contexto. Pero la desmitificación del sexo no se ha producido aún. Antes al contrario, vivimos en una cultura donde el sexo es la segunda moneda, sólo menos universal, en su capacidad de intercambiarse por cualquier otra cosa, que el dinero mismo, y donde esa capacidad está otorgada por su condición (incontrastable) de placer supremo y fin en sí mismo. Vivimos en el mundo que el puritanismo describe, sólo que, según él, no podemos cambiarlo.

Es aquí donde la agamia tiene algo que decir.

jueves, 28 de agosto de 2014

CONTRALOVE FILMS PRESENTA: fidelidad verdadera

           
              FOUR LOVERS

             Como si se tratara de una partida de ajedrez, las primeras jugadas de la historia no nos descubren nada nuevo. Dos parejas y el pequeño lío que brota de un deseo sexual demasiado a flor de piel como para no interpretar que tras el funcionamiento satisfactorio de la convivencia se había acumulado cierto hastío sexual.

                Nos encontramos, así, ante una de esas historias que nos van a contar que sí, que el hastío existe, que la vida conyugal no es tan plena como se nos había prometido (o como nosotros, porque se nos acusará, demasiado inmaduros, la fantaseábamos gratuitamente). Pero que corregir un modelo ancestral por satisfacer pequeñas curiosidades sensuales es pecar de soberbia, y las furias lo hacen pagar caro.

 
                Y vamos viendo las siguientes jugadas, que nos recuerdan esa misma partida, desarrollada con buen gusto audiovisual, pero que nos conduce a un lugar que anticipamos. Al principio todo funciona tan bien que nos imaginamos ya muy cerca de que los personajes queden estigmatizados y tengan que empezar a luchar por recuperar su perdido paraíso de fidelidad.

                Esperamos, además, que el mal de las relaciones contranatura se personifique en alguno de los contendientes. Conocemos el mal y necesitamos al villano.

 
                El metraje avanza, y observamos con terror que la implicación entre los cuatro crece y crece hasta un punto que hace la vuelta atrás cada vez más inverosímil. ¿Por qué se siguen comprometiendo afectivamente? ¿Por qué siguen felices e inconscientes en esta situación insostenible, cuando ya deberían estar luchando por recuperar una felicidad tradicional mucho más estable? ¿Será posible que nos estén preparando un final infeliz?

                Por fin, los problemas cogen cuerpo. Por fin, alguien cae en el inevitable error de comparar; por fin alguien siembra inseguridad y permite que prendan los celos. Las tensiones se hacen explícitas, las viejas reglas de la infidelidad controlada se sustituyen y las nuevas, precipitadas, no muestran eficacia suficiente. Llega la hora de la separación. Y entonces aparece la variable desconocida; la novedad que justifica la historia; la jugada que gana, al amor, esta partida: el aprecio por el afecto construido.

                La comedia romántica contemporánea responde a la crisis del amor mediante la mostración de las veleidades alternativas como traumáticas y desestabilizadoras. El contacto sexosentimental fuera de la pareja es un falso amor que contamina al verdadero amor. Se desea, de acuerdo, pero no merece la pena. Es necesario volver a la virtud de nuestros padres: el sabio conservadurismo; la moderación endulzada con una gota de sorna; la contención paciente como camino hacia una vejez estructurada; la amabilidad entumecida; la inconsciencia.

                Para ello recurre sistemáticamente a la trampa del villano, que Four Lovers (arriesgada adaptación, de mensaje más explícito y más adecuado para la taquilla, del título original “Happy Few”, conservando el idioma inglés), en una jugada maestra y evidente de realismo, evita. Las consecuencias de este pundonor realista disuelven la nube de la fantasía amorosa retrotrayendo el relato hasta nuestra mismísima cotidianeidad. Milagros del arte cuando elige bien su fin, de pronto nos encontramos ante nuestro propio mundo. Y, en él, las relaciones generan vínculos cuyo desprecio implicaría psicopatía. Tenemos relaciones sexosentimentales con personas cuya proximidad construye nuestra relación con el mundo. El mito del “amante equivocado” (no confundir con el del “amante cazador”) que polariza la calificación moral de las parejas potenciales para ayudar a la determinación de cuál es la adecuada, es un mito psicopático que actúa mediante la eliminación de afectos fundamentados en la realidad.
 

                Ése es el terrible peligro, la mortal contaminación, con la que el amor nos amenaza si nos dejamos llevar por nuestra frustración de emparejados, por nuestro deseo de entablar otras relaciones: los afectos son reales, y sólo un psicópata puede ignorarlos. No hay vuelta atrás, porque todos los movimientos de elección son una herida. Dejemos a quien dejemos, siempre estaremos manchando nuestra relación con la destrucción de otra, que quedará, no sólo como falta contra ella, sino, por supuesto, como melancolía contra nuestra propia felicidad.

                Four Lovers es ajustada, profunda en el retrato de los problemas a los que nuestra cultura amorosa de la incompatibilidad conduce a quienes deciden tirarse a la piscina. Los problemas que vemos son los problemas que nos encontraríamos nosotros. Pero su genialidad es, precisamente, no exagerarlos: Mostrar sin remordimiento las luces que, de tal modo perseveran entre las sombras que, por un momento, nos da la sensación de que, ellos no, pero nosotros, espectadores, empezamos a ver el camino.

                Ellos han descubierto que, por mucho que se alejen, ya no se pueden separar. Para nosotros queda descubrir que ni siquiera es necesario hacerlo.