miércoles, 26 de abril de 2017

el amor como fantasía motivacional.


MOON

Veo películas a docenas. Muchísimas. En serio.

A pesar de eso, me resulta imposible encontrar cosas que tengan interés para esta sección. En el cine, con respecto a la no monogamia, se cumple la decepcionante regla de que la sociedad va por delante de la cultura. O de que la represión cultural se utiliza como freno de la contestación social.

No voy a generar falsas expectativas. Moon no es un cuestionamiento ni consciente ni explícito, un gran discurso contra el sistema relacional, como lo es Eyes Wide Shut, por ejemplo. En absoluto.
Moon es una película respetable, de uno de cuyos elementos argumentales podemos aprovecharnos para horadar un poco más en los maltrechos pilares de la monogamia.
Sam lleva tres años trabajando solo en una base lunar. Su contrato está a punto de expirar, y se dispone a volver a casa, en La Tierra, con su mujer y con su hija, nacida después de su partida. Toda su vida relacional se ha reducido, durante estos tres años, a algunas comunicaciones en diferido con su familia, y al diálogo cotidiano con Gertie, el ordenador de a bordo.

Y hasta aquí llega el post para quien aún no haya visto la película, y quiera hacerlo sin sabérsela. Voy a desvelar el pastel en el siguiente párrafo, de modo que no miréis para abajo.

Sam es un clon, nacido en la misma base, uno más, en realidad, de una larga serie que le ha antecedido y de una aún más larga que seguramente vaya a sucederle. Todos sus recuerdos de La Tierra están implantados a partir de un Sam original cuyo paradero y situación actuales desconocemos. Y hay algo más, que elegantemente no llega a explicitarse, pero de lo que nos vamos dando cuenta poco a poco. Parece que Sam está concebido para vivir la duración de su contrato. O, mejor aún, su contrato de tres años está concebido para justificar que trabaje toda la vida, justo hasta pocos días antes de que su salud se deteriore aceleradamente y muera.

Estamos, por lo tanto, ante una civilización que parece haber creado un pequeño Matrix cutre para, al menos, algunxs de sus trabajadorxs. Seres que han sido creados como mano de obra esclava y desechable pero que, debido a su “naturaleza” humana, no funcionarán si no disponen de un sentido para su existencia.

Y es este sentido el que me parece interesante traer aquí.

Porque en la medida en que Sam trabaja ilusionado para recuperar su vida familiar real en La Tierra, estamos ante un discurso monógamo. Pero a partir del momento traumático (se marea, vomita, como Neo) en el que descubre que carece de esa vida, que esa vida sólo es una aspiración, pero jamás ha sido una realidad, que es virgen con respecto a la realización de su sueño, nos encontramos con un discurso ágamo.
Lo considero ágamo precisamente porque es la propia monogamia feliz lo que aparece como fantasía. Lo que Sam descubre es, en el fondo, su condición de víctima de la ideología amorosa: el amor le es presentado como un paraíso real, al que espera volver y al que, como persona absolutamente normal, tiene derecho a aspirar si cumple con su trabajo. Pero la realidad es que el amor sólo ha sido un relato. No hay nada a lo que volver. Nunca hubo amor más que en la construcción de su conciencia a base de retazos de realidad (cuando logra contactar directamente con la casa a la que habría regresado si su programación hubiera sido una verdadera memoria, descubre que su supuesta hija tiene quince años, y que su supuesta mujer lleva mucho tiempo muerta, es decir, que no es que él no haya sido elegido para ese paraíso, sino que el paraíso nunca ha existido como tal).

Y es a partir de ese momento cuando las piezas empíricas empiezan a encajar sin el tejido conjuntivo de la fantasía amorosa. Y lo que configuran, como no podía ser de otro modo, es el desierto de la realidad: lo que veo, aquí y ahora, es lo único que hay. Es el sentido de mi existencia. Y mi único compañero, la única persona con la que voy a tener verdadero contacto a lo largo de mi vida, es otro clon, una especie de yo moral activo, frente a mí mismo, sensible, divergente y contemplativo, yo mismo repetido, desdoblado, con quien un fallo del sistema me ha hecho coincidir, y en cuya compañía, y gracias a ella, lograré recomponer algunas piezas del puzzle (y destruir definitivamente la maqueta mediante la que juego a las casitas).

Él, otras decenas de clones dormidos e inútiles y, por supuesto, mis verdugos, esos que me llaman “colega” y “amigo”, y que me dicen que los espere tranquilamente, sin hacer nada, mientras llegan para salvarme; tal vez clones, también, o tal vez perfectamente humanos, clase media de una sociedad en la que ellos son el equipo de limpieza. Mi despertar los despierta. La vida, ahora que es verdadera, los incluye. Sólo viviré de verdad el tiempo que tarden en eliminarme, como les sucedía a los replicantes de Blade Runner.

El amor en Moon es, por lo tanto, sólo una fantasía motivacional, cuya capacidad para generar trabajo tiene una duración limitada. Cuando el clon lo comprende, cuando su conciencia ha recabado suficiente información como para cuestionar el mundo que le es presentado, cuando descubre que nunca alcanzará aquello a lo que siempre ha aspirado, y que nunca hubo la menor oportunidad de alcanzarlo, entonces es que su tiempo ha concluido.

La única verdadera oportunidad de no pasar la vida entera en La Luna es comprender antes; desde el principio. Comprender hoy. Ahora.








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