Los celos son nuestra prisión
material.
Estamos confinados por un sistema
sexosentimental complejo pero, si queremos escapar, nuestra mirada se dirigirá,
en primer lugar, hacia un elemento tan simple como la cerradura de nuestra
celda, hacia las cadenas que sujetan nuestros tobillos, hacia nuestras “esposas”
que, en justicia, deberían también ser escritas con la x postgénero. Y esos
elementos de represión física, sensible, que impiden el primer movimiento, que
objetivan nuestra condición de presos más allá de la ausencia de libertad a la
que el sistema nos condenaría aunque nos dejara caminar libres, son los celos.
Nuestra biografía sexosentimental
se ha encargado de enseñarnos que la libertad acarrea dolor, que ese dolor no
compensa, y que el paraíso amoroso al que podemos aspirar es aquél en el que
las causas de los celos han sido razonablemente extinguidas. El sistema amoroso
necesita de nuestro terror a los celos para convertirnos en supervisores internos
del cierre de la pareja. El precio será abandonar las aspiraciones de vivir el
amor como el amor dijo que era: un carrusel de pasión. A partir de ese cambio
de expectativa empezaremos a llamar a aquélla forma de amor “amor inmaduro”. Nosotrxs,
que no sentimos placer para no sentir dolor, nos consideraremos preparados para
el amor de verdad. Aquél que, tras la terapia conductista que es la travesía celopática,
nos hace aparecer en una estación inesperada: la de la vida real. Nuestro amor
es, ya, gris e invisible, nosotrxs somos grises e invisibles, pero estamos
capacitadxs para afrontar lo que el mundo espera de nosotrxs como enamoradxs:
la construcción de una familia capitalista patriarcal.
Una vez allí, cada vez que el suicidio
cotidiano de la rutina sexosentimental nos recuerde que tenemos la obligación
de vivir, las cadenas de los celos resonarán en nuestra conciencia
produciéndonos escalofríos. Los celos acosarán nuestros sueños con un mantra
siniestro: No hagas daño y no te harán daño.
Habrá quien, a pesar de todo,
acepte este sufrimiento como precio por su libertad. Habrá quien, incluso,
aprenda a vivir con él. Pero de poco nos sirve. Por cada unx que lo consiga,
centenares quedarán agotadxs y volverán a su jaula, más mutiladxs que antes, y más
deseosos que nunca de encontrar, al menos, la paz. Lxs que escaparon, ahí
fuera, se encontrarán sufrientes y solxs. O casi solxs, que es casi lo mismo.
No romperemos estas cadenas por
la fuerza. Debemos entender por qué se nos han puesto, por qué existe un
carcelero de extracción popular que cree en la cárcel en la que nos encierra,
por qué podríamos ser, o somos, sangre con sangre de ese carcelero que siempre
hace oídos sordos al grito de “¡no sirvas a quien nos oprime!”
La materia de la que están hechos
los celos es el deseo de libertad del/a otrx, pugnando en dirección opuesta.
Debemos reorientar nuestro esfuerzo y convertirlo en una sinergia.
Para ello, empezaremos
devolviendo a los celos a su carácter original de emoción identificadora de una
injusticia, previo a la cínica sanción con que hoy son señalados. Para la
agamia no existirán los celos. Hablaremos sólo de “indignación”. A partir de
ahí, será sencillo determinar la pregunta moral universal de si cada indignación
puntual es o no justa. De cuándo estamos luchando por una libertad “nuestra” o
por una libertad sólo “mía”.
2 comentarios:
La conclusión a la que llegué buscando la justificación en el ahorro de sufrimiento de la monogamia sucesiva, es que supone menos daño la renuncia a una relación (sexual fundamentalmente) en la que no se ha establecido un vínculo fuerte, que la sensación de desatención de parte de alguien con quien sí lo tienes.
Contactar con profesionales para adoptar terapias positivas es un paso valiente hacia el bienestar emocional. Su orientación y apoyo pueden ayudarnos a crecer, sanar y encontrar un camino más saludable en la vida.
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