Si todas las personas nos conociéramos unxs a otrxs y pidiéramos a cada una que clasificara a las demás según lo atractivas que las demás le resultan, podríamos agregar todas esas valoraciones y establecer una escala.
Discreparemos sobre lo horizontal, lo igualitaria que sería
esa escala, pero parece difícilmente cuestionable que habría una cierta
verticalidad, una cierta tendencia a poner a unas personas de un determinado
tipo mucho más arriba que a otras. Parece difícilmente cuestionable también
que, aunque esta escala es irrealizable, todxs tenemos en nuestra cabeza una
idea más o menos esquemática de ella.
Pues bien, si volviéramos a molestar a todas las personas
pidiéndoles que volvieran a ordenar a todas las demás según el lugar que creen
que habrán obtenido en esa primera escala, y volviéramos a agregar todos los
datos, obtendríamos una segunda escala, lógicamente mucho más vertical.
A esta segunda escala la llamo “escala de valor
sociosexual”, y nuestra idea de ella es nuestro criterio principal a la hora de
determinar el objeto amoroso.
Si la conformación de una pareja fuera una elección libre y
unilateral, la primera escala sería la verdaderamente importante, y todxs
elegiríamos a la persona que estuviera en su cúspide. Eso tan simple es lo que
el amor dice que hacemos.
Pero las parejas se forman por elección recíproca entre dos
personas y, claro, la cosa se complica, porque esa persona a la que elijo y que
está en la cúspide, bueno, no es que no me vaya a elegir, no es eso. Es que ni
tiene noción alguna de mi existencia ni, seguramente, crea que merezca la pena tenerla.
Esa persona habrá elegido, por supuesto, a otra persona que estará también en
las más inhóspitas alturas de la escala, y entre ellxs puede que hasta cumplan
sus sueños correspondientes y formen una pareja. Esas personas de ahí arriba
son, lógicamente, las primeras que eligen. Lxs demás esperamos turno.
A lo largo de nuestra vida vamos tanteando hasta tener una
idea bastante precisa de cuándo nos toca turno o, dicho de otro modo, a qué
altura de la escala podremos elegir con posibilidades reales de éxito. Y el
sentido común nos dirá que ese nivel en el que podemos elegir es nuestro nivel,
el nivel en el que lxs demás nos han puesto a nosotrxs mismxs: nuestro valor
sociosexual.
Estoy completamente seguro de que no hay una sola persona
que, llegada a este punto, esté extrañada por el razonamiento. Escandalizada
tal vez, pero extrañada imposible, porque estos procesos de valoración nos
acompañan todos los días ocupando un lugar muy preciso en nuestra psique, suficientemente
lejos de la conciencia como para que podamos soportarlos y suficientemente cerca
como para que optimicemos sus resultados.
El verdadero misterio en la elección del objeto amoroso son
todos esos matices personales a los que llamamos “gusto”, y que se definen por
oposición al criterio general en la escala de valor sociosexual. “Me gustan las
narices grandes. ¿Cómo se explica eso?”
Para que la aceptación del valor sociosexual propio no sea
una insoportable acumulación de frustraciones, nuestro sistema emocional tiene
sus recursos adaptativos. Si fuéramos universal y constantemente conscientes de
que no nos queda mucho más remedio que asumir lo que nos toca, tan alejado de
lo que les toca a otrxs y de lo que nos gustaría que nos tocara, ¿cómo
podríamos disfrutar en lo más mínimo de esa correspondencia?
El gusto que se construye como rechazo al canon no es otra
cosa. Casi cualquiera puede suscribir que no le gustan las “personas
perfectas”. Casi. Menos las personas perfectas. A ellas sí que les gustan,
porque no han necesitado adaptarse a la evidencia de que nunca las obtendrán.
La negación del superior inaccesible y la afirmación del inferior accesible
explica el ejemplo de la nariz. Mi experiencia me dice que una nariz lo
suficientemente grande como para constituir una imperfección es una vía de
acceso a la obtención del objeto amoroso, sin la cual se me escaparía por
arriba con absoluta certeza. En mi experiencia, la nariz grande “baja” al
objeto amoroso y lo pone a mi alcance. ¿¡Cómo no me va a gustar!?
Algunos otros “defectos” no me gustan, porque en mi
experiencia han dañado tanto el valor sociosexual del potencial objeto amoroso
que han acabado ofreciéndome personas que eran accesibles sólo porque su valor
sociosexual era inferior al mío, es decir, personas “objetivamente”
inatractivas y que, por lo tanto, no amo.
No pudo extenderme en más detalles sobre la conformación del
gusto, pero el resto no es otra cosa que una serie de consecuencias de la
experiencia personal en su relación con la escala de valor sociosexual. Este
gusto personal determinaría las personas de las que nos enamoramos. El
enamoramiento no sería otra cosa que el entusiasmo experimentado ante el
descubrimiento de un objeto amoroso posible, y sería más intenso, más
repentino, más violento, cuanto más alto fuera su valor sociosexual.
Pero entonces, ¿el valor sociosexual al que accedemos no es
fijo e idéntico al nuestro?
Sí lo es, pero nuestro valor sociosexual no es una moneda
objetivada que podamos mostrar como si fuera un billete, a cambio del cual
podamos exigir un objeto amoroso de calidad equivalente. Recordemos que el
valor sociosexual es una valoración subjetiva sobre el valor objetivo. Sería
algo así como adivinar el valor del billete de la otra persona en función de
los innumerables indicadores que me ofrece, al tiempo que intento que atribuya
a mi billete el máximo valor posible.
Esta dinámica se llama “seducir” y es una forma de
competición. Tiene la supuesta ventaja de que flexibiliza un poquito el valor
sociosexual al que tenemos acceso. Tiene la desventaja, muy superior, de que
transforma las relaciones en sistemas de competición, donde el valor
sociosexual debe ser peleado en todo momento, convirtiendo a todas las
personas, ya sean objetos amorosos o no, en objetos secundarios de seducción
cuya idea sobre mi valor sociosexual debo mantener lo más alta posible para que
influyan positivamente en los resultados de mis seducciones principales. Esa
competencia, como la económica, hace que la escala sea aún más vertical, es
decir, más desigual, y que tienda a hundir a quienes no compiten.
El enamoramiento representa así el triunfo del individuo
sobre el conjunto de la sociedad, a la que entiende que ha logrado robar un
objeto amoroso más alto de lo que le correspondía. Es decir que no sólo es
insolidario. Además es entrañablemente ingenuo. No hay momento más enternecedor
que el de escuchar a una persona enamorada hablar del idealizado objeto de su amor,
mientras sabemos, conozcamos a dicho objeto o no, que no será ni más ni menos
que lo que es la enamorada misma.
4 comentarios:
Es una muy acertada reflexión.
Me parece muy sólida la explicación. Concuerdo con las ideas centrales.Especialmente al decir que el valor sociosexual de una persona se da desde una mirada subjetiva del valor "objetivo". He ahí todo el meollo del asunto. Cabe mencionar, entonces, que el valor sociosexual es diferente a través del tiempo y en las diferentes sociedades.
Esas escalas que mencionas aparecen también en las sociedades premodernas (como la mía, escribo desde México), con todas las connotaciones que se pueden deducir e imaginar. El modelo hegemónico no se anda por las ramas y bueno, la comparación con la verticalidad económica resulta más que pertinente ya que ambas hacen parte de la misma línea vertical. Encuentro muy adecuada la explicación a nuestra resignación ante el valor sociosexual que nos es asignado. Sólo agregaría el asunto de la brecha de género, tanto en la competencia como en la no competencia. Me queda mucho por aprender, gracias!
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