El defensor de la existencia de
dios nos dirá que su inexistencia no puede ser probada.
Sabemos que la prueba de la inexistencia de dios es su infinita incomparecencia. En términos estrictamente probabilísticos, cabe la posibilidad, una entre casi infinito, de que, aun existiendo, no hayamos tenido todavía la suerte de encontrarnos ni con él ni con una huella indiscutible de su presencia. A esa posibilidad infinitamente pequeña de que exista algo que jamás hayamos encontrado hay que añadirle la de que, una vez que aparezca, pueda justificar su ausencia conservando la naturaleza que se le atribuye. Lo lógico a todas luces es que, si dios existe y no lo vemos, tenga para ello razones más comprensibles que su deseo de respetar nuestra libertad para creer. Su incapacidad para controlar nuestra voluntad incluso haciendo uso de todo su poder, por ejemplo. O, simplemente, su lejanía. Tal vez dios no tenga el poder de la omnipresencia y, aunque acude presto a nuestra llamada, aún no le ha dado tiempo a llegar desde los confines de universo.
Sabemos que la prueba de la inexistencia de dios es su infinita incomparecencia. En términos estrictamente probabilísticos, cabe la posibilidad, una entre casi infinito, de que, aun existiendo, no hayamos tenido todavía la suerte de encontrarnos ni con él ni con una huella indiscutible de su presencia. A esa posibilidad infinitamente pequeña de que exista algo que jamás hayamos encontrado hay que añadirle la de que, una vez que aparezca, pueda justificar su ausencia conservando la naturaleza que se le atribuye. Lo lógico a todas luces es que, si dios existe y no lo vemos, tenga para ello razones más comprensibles que su deseo de respetar nuestra libertad para creer. Su incapacidad para controlar nuestra voluntad incluso haciendo uso de todo su poder, por ejemplo. O, simplemente, su lejanía. Tal vez dios no tenga el poder de la omnipresencia y, aunque acude presto a nuestra llamada, aún no le ha dado tiempo a llegar desde los confines de universo.
Una posibilidad tan
extremadamente minúscula de que dios sea y de que su ser sea el de dios no
puede equipararse con la opción contraria, es decir, la extremadamente
mayúscula posibilidad de que dios no sea, o su ser no sea el de dios. Existe
una posibilidad, siempre decreciente hasta lo ilocalizable, de que dios exista.
Sabemos que esa posibilidad es despreciable en términos lógicos y, sobre todo,
éticos. Es estúpido e inmoral seguir dando importancia a una posibilidad casi
inexistente, sería el enunciado lógico. Es irresponsable, es ilegítimo, es
malo, sería el enunciado ético.
Hay algo que transformar en
esta argumentación para aplicarla sobre el concepto divinizado de amor. Es
cierto que resulta más fácil encontrar una relación de pareja que se ajuste en
alguna medida a lo que el amor enuncia de sí mismo que una prueba de la existencia
de dios. Pero, si somos rigurosos con el análisis de dicho funcionamiento, si
lo contextualizamos en el sistema de clases y patriarcal en el que tiene lugar,
la correspondencia entre el discurso del amor y la gozosa realidad que debería seguirle
se vuelve casi inexistente. Sin embargo, ¡qué opulencia en la casuística
contraria! ¡Qué generosidad en las averías! ¡Qué profusión de ejemplos de todo
tipo de fallos, en su gran mayoría tan lógicos, tan previsibles, tan útiles
para colegir las razones que los producen, inherentes a la naturaleza del amor!
La base de datos que el amor nos
proporciona ofrece una abrumadora tendencia hacia la conclusión de su
disfuncionalidad. Para afirmar dicha disfuncionalidad sólo necesitamos
contemplarla, de una vez, como tesis posible. Una reflexión ética elemental nos
recuerda que no existe el limbo de la acción, donde la acción se para y la
responsabilidad se suspende. La inacción también es acción, y dejar que la
improbabilísima tesis de que el amor sea una buena idea perdure como guía de la
acción es un acto de irresponsabilidad culposa. De la evidencia de que es mucho
más probable que el hecho de que el amor funcione mal que el hecho de que el
amor funcione bien, debe seguirse el rechazo al amor, o la asunción de la
responsabilidad del daño causado por él.
El amor es, por tanto, otro dios
tan improbable que sólo debe merecer nuestro desprecio.
Y, si no crees en dios, ¿en qué
crees?
Este razonamiento ya nos resulta
primitivo cuando se enfrenta al ateísmo, y nos parece un evidente reconocimiento
de la falta de fe. Creer en dios para creer en algo es ponerse del lado de la
mentira por comodidad, de modo que se trata de un problema moral de nuevo elemental.
Se cree en la verdad porque es verdad, porque debe haber una relación
indisoluble entre la verdad y la creencia (si no se utiliza el término “creer”
en el sentido, precisamente, de la fe, es decir, “creer lo increíble”) y porque
actuar desde una creencia equivocada, por amarga que ésta fuere, aporta un
control de la situación que la falsa creencia no permite. La falsa creencia es
dependencia del azar (y, en realidad, de quien genera la creencia), y sólo
reporta como ventaja el olvido del problema hasta que la realidad decida
irrumpir en nuestra provisional comodidad.
Debe reconocerse que el amor
tiene las defensas más intactas, y el argumento de “mejor el amor que nada”
resulta aún conmovedor. Pero no deja de ser una contradicción que debería
agotarse en sí misma. Mejor la mentira que la verdad es fácilmente reductible a
“mejor lo peor que lo mejor”. Es obvio que lo instituido posee un poder de
atracción, y que lo nuevo desalienta con su inexistencia de inicio. Confundir
lo existente con lo bueno y lo inexistente con lo malo es, lógicamente,
entregarse al statu quo; a ese movimiento, esa acción, tan cargada de responsabilidad,
decía más arriba, como cualquier otra, que es la inacción.
Como queda de nuevo en evidencia,
la gran mayoría de los argumentos en defensa del amor se disuelven en una
lógica muy sencilla. Si no lo hacen habitualmente no es porque el amor tenga
una complejidad ideológica difícil de conquistar, sino porque el pensamiento
está censurado en el ámbito del amor. Intentad pensar en público sobre el amor.
Es el mejor medio para generar rechazo y violencia. No será difícil recibir el
mensaje de que “sobre el amor no se debe pensar”.
Se nos dirá, entonces, que la
agamia es decantarse por un vacío bueno en detrimento de un lleno malo.
Mediante la dialéctica de lo lleno y lo vacío, que lleva al presente mismo la
de la fe (no es que la agamia nos deje sin esperanza, ¡es que nos deja sin
realidad!) el amor intenta atemorizarnos de nuevo: “Cuidado con rechazarme,
porque fuera de mí no hay nada”. Sin embargo, la agamia, en su definición más
general, sólo es el rechazo del “gamos”, de la unión matrimonial. El amor
aglutina en una sola pieza mastodóntica un sinnúmero de componentes de la vida
social, privada e íntima, que la agamia libera para su uso consciente. Nada se
pierde por el camino, salvo una determinada configuración de esos elementos que
ha demostrado sobradamente ser perniciosa y generar subproductos altamente
tóxicos.
Lógicamente, los caminos de la agamia no están aún definidos. Pero la imagen de punto muerto en el que nos encontramos al rechazar al amor sólo es un fantasma con el que él se defiende. La agamia no es un vacío afectivo, sexual o familiar, sino una organización diferente, no amorosa, de estos elementos.
Lógicamente, los caminos de la agamia no están aún definidos. Pero la imagen de punto muerto en el que nos encontramos al rechazar al amor sólo es un fantasma con el que él se defiende. La agamia no es un vacío afectivo, sexual o familiar, sino una organización diferente, no amorosa, de estos elementos.
El amor pretende succionar en su
espacio la existencia entera. Todo es amor y nada queda fuera del amor, de modo
que si rechazas al amor estás vacío.
Vulgar discurso de predicador.
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