martes, 20 de agosto de 2019

Rosario de Acuña y la trampa de la transfobia.


Una joven, desconocida para muchas de las presentes, pronuncia las primeras frases de su ponencia en la Escuela Feminista Rosario de Acuña. Se traduce en ellas la esperable inseguridad correspondiente tanto a su inexperiencia como a la importancia del lugar y de la compañía. En su presentación no ha salido a relucir un gran currículum ni un mérito personal particular, sino más bien una condición generacional. Está allí, parece ser, como representante de una sensibilidad que merece la pena dar a conocer o, al menos, dotar de voz: la del joven feminismo radical. Esta condición anima aún más a la indulgencia y el cuidado. Las dificultades a las que se expone con valentía recuerdan a aquellas a las que constantemente se exponen miles de mujeres a las que se obliga a ofrecer un plus de valía o esfuerzo en su competencia con los homólogos varones. Eso no sucederá aquí. Ella ha sido invitada a la mesa, seguramente con buen criterio, y lo que corresponde es escuchar desde la empatía y la paciencia. Nada más.

La joven ponente bebe agua.

A medida que entra en faena, su tono va ganando seguridad. Ahora ya no titubea indiscriminadamente, sino solo cuando se encuentra a sí misma repitiendo una idea. Las formulaciones estereotipadas no expresan agradecimientos introductorios, sino pensamientos cocinados para la ponencia en los días previos a las jornadas. Las torpezas no parecen fruto del estrés, sino el objeto mismo de la exposición. Las mujeres de la sala se encuentran ante un inesperado repaso básico de la historia del feminismo; ante la repetición insistente y caótica de ideas perfectamente formuladas en ponencias anteriores; ante gozosos descuidos en las formas al referirse al sujeto de análisis; ante la intuición de una sensibilidad que no parecía tener cabida en la Escuela. Seguramente una parte de la audiencia, formada sobre todo por quienes ya conocían a la ponente y sus antecedentes, se incomoda.

Cuando acaba, la maestra Valcárcel toma la palabra y, en pocos instantes, todo vuelve a su sitio. El pensamiento recupera la agudeza esperada, la pertinencia, la novedad. El comentario de la maestra no parece una nota a pie de ponencia sino, efectivamente, el de un jurado evaluador. Escuchándolo tenemos la sensación de entender qué hacer con lo oído, qué valor darle, dónde ponerlo.

La Escuela Feminista Rosario de Acuña es así, y es eso: una escuela con forma de jornadas de conferencias que tienen como objetivo el tratamiento de una cuestión de actualidad para el feminismo a través de la mirada experta y brillante de Amelia Valcárcel. Sus discípulas más cualificadas se encargan del desarrollo del detalle, de la maduración de los frutos, del riego minifundista. Y tras ellas algunas jóvenes tienen la oportunidad de compartir mesa como si realizaran una práctica universitaria, necesaria tanto para ellas como para la renovación y perpetuación de la labor realizada en la Escuela. La Escuela Feminista Rosario de Acuña es un vehículo para la divulgación del pensamiento y la mirada de Amelia Valcárcel, y ojalá siga siendo eso por muchos años. La sesión introductoria, la suya, es siempre, por supuesto, la mejor. Es en ella donde se dibuja el mapa del tema y se deja este colocado allí donde le corresponde, listo para su disección al pormenor. Es en ella donde se expresan las poderosas razones que han llevado a su elección, y es también en esa sesión de presentación donde se esbozan las líneas de reflexión más originales y fértiles, y se hace referencia a las fuentes más cruciales.

La aparición en youtube, cada principio de Julio, de las conferencias de Rosario de Acuña es el lanzamiento de una estimulante andanada de reflexiones que alimentará el curso académico por empezar y es parte fundamental de lo que será la actualidad del feminismo a partir de ese momento. Tiene, para mí, el sabor de ser el principio del verano, y acompaña durante días mis faenas hogareñas, llenándolas de pensamiento y asociando el uso de los utensilios de limpieza con el aprendizaje denso y transformador. Cuando tengo vídeos de Rosario de Acuña pendientes estoy deseando tener que planchar.
Este año, bajo el título “política feminista: libertades e identidades”, el verdadero tema ha sido, como todo el mundo sabe, el conflicto con el colectivo de mujeres trans. Y ha habido luces y sombras.

Las luces han estado donde siempre: en la elección valiente de un tema necesario pero comprometedor, quizás el más comprometedor; en su contextualización y análisis más allá de la hojarasca de las redes sociales y el debate en los grandes medios, hasta situarlo, ordenarlo y apuntarlo en la dirección que el feminismo exige como lucha que mira al futuro y que necesita dibujar con claridad su camino; en la determinación del enemigo en esta lucha, tanto donde es claro y manifiesto como donde es inesperado y aparentemente amistoso o aliado.

Las sombras han estado justo allí donde a ese enemigo le habría gustado que estuvieran: en los errores de forma que le están sirviendo para victimizar al colectivo de mujeres trans y convertirlo en escudo humano contra un movimiento abolicionista que está, o estaba, ganando la batalla a medida que la explosión social del feminismo se asienta y crece en consistencia ideológica.

Así, junto con las razones bien hiladas se han trenzado los desprecios mal templados, como si lo segundo fuera el merecido desahogo que algunas ponentes se otorgaban a sí mismas en premio al esfuerzo intelectual o activista realizado. Tan cómodas se sentían, tan en casa, tan ajenas, quizás solo por un momento, a la vulnerabilidad de su causa, que no ha habido no ya un reproche, un toque de atención, una discreta llamada a la responsabilidad, sino ni siquiera el reconocimiento por las tardes de los desprecios vertidos por las mañanas. Tantas veces como se han escuchado desafortunadísimos comentarios tránsfobos ha habido que soportar a su vez la indignada cantinela preguntando: “¿Dónde?, por favor, ¡¿dónde está nuestra transfobia?!”. Se lograba así esa joya de la discriminación que es el insulto que no se sabe insulto, que carece de la capacidad para verse insulto, que se constituye en naturalización del insulto.

Tanto horacias como curiacias, por tanto, han podido recoger los frutos esperados. Las unas, ponentes valcarcelianas, han acumulado un argumentario sólido y difícilmente rebatible por sus enemigxs al que podrán remitirse seguidoras y simpatizantes. Las otras han logrado justificar como nunca su desprecio hacia las abolos, TERFs, “viejas” y “sociatas”, y extender ese desprecio como una plaga. Han logrado justo lo que necesitan para llevar el conflicto al único sitio en el que pueden ganarlo: el prejuicio. Apenas dos días después de concluidas las jornadas circulaba ya por todas las redes feministas liberales un vídeo con la selección de los mejores momentos TERF de la Escuela Rosario de Acuña. La estrella en él era, por supuesto, Alicia Miyares, mano derecha de Valcárcel, y cota más alta sobre la que la crítica ha podido impactar, ya que la maestra se mantuvo prácticamente en todo momento en una actitud tan implacable como respetuosa. Allí donde ese vídeo ha ido apareciendo como señalamiento definitivo de la obsolescencia de la Escuela al completo era inútil remitir al contenido de las ponencias. La respuesta era: “Alguien con tanto odio no puede tener razón”. El feminismo ilustrado quedaba así descabezado en su nacimiento por el feminismo emocional que tanto gusta de ridiculizar, precisamente, Miyares.

En la Escuela se vivieron, sí, algunos momentos sonrojantes. Lo que el feminismo liberal ha hecho después con ellos supera con creces el bochorno y cae en la miseria táctica que le es natural. Pero esto no nos importa, porque el feminismo liberal es parte del enemigo, y el enemigo, que no tiene razón, va a emplear siempre estrategias que eluden la razón. Como sucede en cualquier lucha justa, la posesión de la razón es el arma que distingue al feminismo de su enemigo, y es en la que la causa justa confía, en última instancia, como poder que acabará decantando la lucha. Pero no es suficiente, y pensar que es suficiente y que es lo único que debe ser revisado y engrasado es regalarle la victoria a un enemigo que ya se ha enfrentado muchas veces con éxito a rebeliones que solo poseían la razón. Imagino que una pensadora política como Valcárcel estará de acuerdo con esto.

El feminismo radical no es TERF porque no es tránsfobo en tanto que feminista, sino en tanto que sujeto no trans que lleva su transfobia a cuestas como cualquier otro. Es, por lo tanto, tránsfobo, y tiene, como todxs, la obligación de supervisar su higiene transinclusiva de manera diligente. Pero con respecto a esa higiene imperó la desidia. Se cayó en el error flagrante de identificar la transfobia privada con la transfobia del movimiento: “El feminismo liberal quiere desactivarnos mediante la etiqueta “TERF”, pero, dado que el radfem no es TERF, yo, que soy radfem, no soy tránsfoba”. Y una vez que las ponentes se repartieron así los carnets de transincusividad garantizada se entregaron a abochornar generosamente a la concurrencia mediante la espontánea expresión de sus sentires.

Las medidas a tomar ante lo estratégicamente delicado de la situación estaban, sin embargo, al alcance de cualquier conciencia mínimamente despejada, y allí sobran:

1-si sospechas que no tienes demasiado bien trabajada tu transfobia, vigila lo que dices.
2-si sospechas que algunas de las ponentes elegibles excede el grado prudente de transfobia tolerable en el evento, no la invites. Ya la invitarás a otra cosa. O no.
3-si sospechas que, a pesar de todo, es muy probable que la transfobia haga acto de presencia, prepara previamente a tus ponentes, tanto para que tengan especial cuidado como para que reciban de buen grado cualquier respetuoso toque de atención público.
4-como no te representas solo a ti misma, ni siquiera solo a la Escuela, sino en gran medida a todo el radfem, pide disculpas. Tu movimiento está formado por sujetos individuales, y entre ellas hay transinclusivas, tránsfobas y muy tránsfobas, como en todas partes. Es de suponer que el radfeminismo ha sido utilizado por algunas de estas personas para dar rienda suelta a su transfobia, o que se ha utilizado la transfobia para obtener victorias radfem de manera ilegítima. Reconócelo, incluso aunque no te conste.

¿Qué sucede, entonces, para que el uso de un arma tan poderosa como Rosario de Acuña haya producido resultados tan dudosamente beneficiosos? De eso es de lo que me gustaría que tratara este texto. Pero no tengo respuesta.

Tengo, sin embargo, algunas preguntas que considero necesarias para encontrar esas respuestas y que quizás otras personas mejor informadas puedan recoger.

La primera es qué criterio se está empleando para seleccionar a las ponentes jóvenes. ¿Es posible que a oídos de quienes deben realizar esa selección no hayan llegado sus hazañas? ¿Qué eficacia comunicativa se espera de dar semejante altavoz a personas que son bien conocidas en redes sociales por el uso de una violencia chabacana, arbitraria y ajena a los objetivos de la agenda política del feminismo? ¿Cuál es el valor que compensa los riesgos generados por su presencia? En términos de brillantez hemos constatado que ninguno. ¿Se trata de la especificidad de su discurso? Anna Prats nos contó, precisamente, los entresijos del conflicto en los espacios activistas, especialmente en redes. Si hubiera incluido un mínimo de autocrítica tal vez su aportación habría podido considerarse necesaria. Pero, ¿Elena de la Vara dándonos su opinión sobre el papel del género en la historia del feminismo? Su presencia no es solo un misterio, sino sobre todo una muy imprudente provocación que lanza el mensaje de que la Escuela es ciega a la transfobia si esta llega de la mano de una de sus cachorras.

Soy un ignorante en cuanto a práctica política y política académica, y me cuesta entender de qué modo son estas presencias, o cualesquiera otras similares, rentables, no a la Escuela o al feminismo, que no pueden serlo, sino a cualquiera de sus organizadoras. Me resisto a pensar que hay precios que pagar, de arriba abajo, tan caros a la lucha. Y me resisto a pensar que no hay otras personas más indicadas, sino que estas que, como bien puede apreciar quien tenga tragaderas para escuchar algunas partes de sus ponencias, destacan sobre todo en aquello que el feminismo liberal necesita que destaquen, sean las estrellas emergentes del feminismo.

Otra pregunta es, precisamente, si no existe comunicación entre generaciones. Algunas de las personas que llevamos un tiempo con cierto dinamismo en redes sociales apreciamos una diferencia cualitativa manifiesta entre las feministas radicales, o abolicionistas, veteranas, y la generación que se ha dado a conocer a través de twitter y facebook y que ha utilizado estas plataformas para erigirse en la imagen del joven feminismo radical. A algunas de estas personas nos resulta inverosímil que se pase de una a otra categoría sin solución de continuidad, como si el nuevo currículum necesario para ser una feminista de referencia fuera el número de memes hirientes diseñados mediante producción industrial o la cantidad de gente que te ha bloqueado porque ha llegado a sentirse acosada por ti. ¿Es de verdad posible esta ceguera? ¿Y cómo se explica la nuestra ante sus verdaderos méritos, que las veteranas parecen econtrar con tanta facilidad?

La última pregunta tiene que ver con el sentido general de la lucha feminista y el papel que el conflicto con el colectivo de mujeres trans está desempeñando en ella. Me extrañaría mucho que las intelectuales más expertas, formadas y actualizadas no estén teniendo presente cómo la lucha por la abolición de la prostitución se ha transfigurado milagrosamente en un cortísimo espacio de tiempo en una lucha entre mujeres trans y feministas radicales. Me asombraría que no entendieran esta batalla como una más de las guerras del sexo que el feminismo viene librando desde los años ochenta contra la tentación neoliberal del empoderamiento individual a través de la complicidad con el opresor, y como un desplazamiento del conflicto a un espacio en el que el enemigo dispone de una significativa ventaja.

Pero, si es así, si lo ven, entonces, ¿qué sentido tiene entrar con todos los recursos en esa batalla, y entrar en ella, además, a sangre y fuego? Si ya es difícil evitar que las victorias sobre los proxenetas y puteros sean presentadas por estos como victorias sobre las putas, ¿cómo esperan evitar que las victorias sobre el activismo trans, por más justas que algunas de ellas sean, no se conviertan en la tumba del abolicionismo, señalado por toda la sociedad como sanguinaria jauría de mujeres privilegiadas ensañadas sobre un colectivo históricamente vulnerable y desfavorecido que solo pide ser tratado según el género elegido? ¿Es tan poderoso el contexto como para generar esta ilusión de invulnerabilidad? ¿Tanto se dora la píldora en Rosario de Acuña? ¿Tan invencible parece el PSOE?

Esta pregunta me devuelve a la primera. ¿Es quizás el ímpetu de la juventud lo que está distorsionando la percepción de la realidad de las académicas? ¿Son los cafés compartidos entre bromas, las cuitas personales machaconamente repetidas, las pequeñas venganzas pedidas por favor a las grandes piezas del tablero, la ilusión de la renovación del movimiento…? En una palabra, ¿están las académicas, en algunos casos, accediendo al conflicto del que nos hablan a través de sus corrompidas jóvenes señoras de la guerra locales?

Si es así solo nos quedan dos esperanzas. Y digo “esperanzas” porque de no hacer nada es posible que el futuro del feminismo esté irrevocablemente en manos de un libfem que va a tener en la nueva generación de feministas radicales a una adversaria centrada más en su identidad femenina que feminista, en sus inquietudes personales que políticas, y en el enemigo con quien se acuestan por la noche que en el que combaten por el día. Esa adversaria, lo estamos viendo, es muy torpe, y va a ser muy fácil de vencer.

La primera esperanza es que las académicas, las veteranas, las maestras, se den cuenta, más pronto que tarde, de qué tipo de herederas están acunando en algunas de sus camadas. La otra es actuar desde abajo, y que el feminismo de base se revuelva contra algunas de sus autodesignadas nuevas representantes, las señale y las sustituya. Ya ha habido casos, lo sabemos, de feministas radicales erigidas en líderes en redes que han sido apartadas por el activismo de base debido a lo que primero parecía fuerte carácter luchador y acabó revelándose como despotismo ególatra indiscriminado sin respeto por la causa común. Se ha dicho muchas veces que hay que perdonar esos pequeños defectos en favor de la lucha. Pero en Rosario de Acuña hemos visto, si es que no lo habíamos visto antes, que el poder tiene consecuencias, y que dar poder a quien no va a hacer uso responsable de él es una amenaza para el colectivo al que representa.

Pero, y, ¿entonces? ¿Qué pasa con el género, y con las identidades, y con el cuir, y con las mujeres trans?

Creo, francamente, que la cuestión no está ahí, y que se ha desplazado ahí, y se ha anudado, y se ha enrevesado ahí a base de ignorar la verdadera cuestión. La idea de superar el género es correcta, da igual si vamos a reducir la diferencia sexual a una relevancia cultural del 5, del 1 o del 0%. También da igual si lo llamamos género o sexo, porque llamándolo de un modo u otro tenemos la obligación de distinguir entre lo cultural, que es todo lo relevante y sobre lo que actuamos y con respecto a lo que luchamos, y cualquier otra cosa, que debe llegar a ser irrelevante. La diferencia de genitales, como la diferencia de epidermis, o de altura, o de edad, debe dejar de conllevar no solo diferencias políticas, sino diferencias sociales y de rol que faciliten la diferenciación susceptible de traducirse de nuevo en diferencias políticas y micropolíticas.

La rebiologización del sujeto “mujer” es una reacción defensiva que cae en la trampa a la que el libfem identitario ha empujado al feminismo. Ante el impulso y la urgencia, la categoría “mujer” se refugia en el viejo grosero concepto genital. Ante el constante desprecio que parte del activismo trans proyecta sobre la vagina, el radfem se reapropia de la injuria identificándose con la vagina: “Qué otra cosa somos, sino hembras?”.

Es necesario recordar que las mujeres no son hembras, porque el patriarcado no es un producto biológico. Las mujeres no son lo que la naturaleza determine, sino lo que el patriarcado diga que son; son mujeres, por tanto, aquellas personas a las que el patriarcado designe como objeto de su explotación, y en la medida, diferenciada, en la que el patriarcado las explota. El patriarcado se escuda para ello en una ley biológica, pero esa ley no es ley para el opresor, sino solo para la oprimida. Es la designada mujer la que, por ley biológica, no puede escapar a su condición de mujer. 
El hombre, sin embargo, puede feminizar y designar “mujer” a pesar de la ley que a sí mismo se impone, porque para el opresor no hay ley. Es el hombre el que dice: “Hagas lo que hagas solo puedes ser una vagina que desea una polla”, desde el aparente respeto a la ley, y el que la transgrede diciendo: “Eres una falsa polla que desea una polla verdadera”.

Esto es algo que ya sabíamos. ¿Por qué ahora nos encontramos desconcertadxs ante la emergencia de sofisticados discursos sobre el sexo-género, ya no solo desde el lado del feminismo liberal, sino también del radical?

Pues porque ambos, no solo el liberal, han renunciado a la deconstrucción del sexo. Cuando era evidente que el feminismo liberal se había acomodado en las identidades diversas como nichos de poder desde los que beneficiarse del régimen heterosexual la respuesta evidente era catalogar al discurso queer como “postmoderno”. ¿Cómo avanzaba el queer hacia el fin del género? De una manera muy compleja que él sabía explicar pero que ni sus seguidores entendían. Es decir, de ninguna manera, y disimulando su inmovilismo tras una nube de discurso. Ahora la nube se ha extendido también a la reserva espiritual de la lucha contra el género. Cuando unas avanzan y las otras no es fácil distinguir al grupo correcto a partir de la exposición de su estrategia. Cuando ninguna de la dos avanza la distinción de quién se acerca un milímetro más al objetivo es casi imposible, coyuntural, subjetiva…

Si el queer regalaba los nichos identitarios intergenéricos como puestos de caza desde lo que apuntar a la presa de género que pasara por ahí, ahora algunas jóvenes feministas radicales nos vuelven a hablar de feminidad legítima y de la irreductibilidad de la sensibilidad de la mujer, y de los anhelos propios de su sexo. Y citan para ello a El Segundo Sexo. Es una lástima que no recuerden también este párrafo que, si bien a mi juicio es injustamente equidistante, nos invita a una suspicacia muy saludablemente feminista contra los resurgimientos de la feminidad:

“La disputa durará mientras los hombres y las mujeres no se reconozcan como semejantes, es decir, mientras se perpetúe la feminidad como tal. ¿Cuál de los dos se obstina más en mantenerla? La mujer que se libera quiere conservar no obstante sus prerrogativas; y el hombre exige que entonces asuma sus limitaciones”.

Pero mucho mejor de lo que pueda explicarlo yo lo hacen Guerra Palmero, Rodríguez Magda, la propia Miyares, a pesar de sus salidas de tono y, por supuesto, Valcárcel, en la Escuela Feminista Rosario de Acuña 2019.




No hay comentarios: