lunes, 21 de agosto de 2017

las guerras del feminismo: un paralelismo con Juego de Tronos


Ya sé que en otras ocasiones no he tratado a esta serie precisamente como un referente feminista. 

Sigo sin hacerlo (y me reafirmo desde que he visto como le tiembla la voz a Daenerys cuando habla con Jon Nieve), pero he encontrado un sentido en el que quizás nos pueda servir de ilustración con alcance.

Imagino que el título incitará inmediatamente a pensar lo obvio, aplicable a prácticamente cualquier tipo de conflicto mínimamente complejo: nos estamos desangrando en guerras intestinas, tenemos que descubrir lo que nos une en vez de hacer hincapié en lo que nos diferencia, hasta lxs malxs son buenos comparados con el verdadero mal común, etc…

Pero no se trata de eso. No voy a decir que Cersei representa también a un feminismo y que necesitamos entendernos con él, por imposible que nos parezca, para poder enfrentar al terrible enemigo exterior. No. Lo que voy a explicar es cómo uno de los feminismos en liza puede identificarse con el mismísimo Ejército de la Noche (o como se llame). Veréis a lo que me refiero.

Una vez transcurrida la mayor parte de la serie y desvelados los misterios que subyacían a este ejército, conocemos aceptablemente sus características. Sabemos que está formado por unos pocos seres poderosos, los caminantes blancos, y por un inmenso contingente de resucitadxs. 

Individualmente, los caminantes blancos, aunque fuertes, son vulnerables al vidriagón. Su auténtico poder no es, por lo tanto, su fuerza personal, sino su capacidad para traer de la muerte, una y otra vez, a hordas de cadáveres para luchar a su lado. Ésa es su arma determinante y, hasta el momento, en la serie, incontestable.
Así, encontramos, de un lado, al ejército de lxs vivxs, formado por individuos razonablemente fuertes, pero cuyo número es limitado y cuya cohesión depende de las coyunturas de sus rencillas. 

Del otro, el ejército de lxs muertxs. Su fuerza promedio es inferior, pero lucha como una sola conciencia, y su número, sin ser infinito, es inagotable porque los muertos no necesitan alistarse en él. Gracias al poder de los caminantes, los muertos les pertenecen por defecto. Y ésta es la clave.

Apliquemos el esquema al feminismo.

Tendríamos un feminismo formado por un importante número de mujeres (y algún hombre) conscientes y fuertes, sin demasiada cohesión, eso sí, salvo en puntuales momentos felices donde aparecen objetivos muy claros. En ese ejército habría de todo, desde heroínas extraordinarias hasta villanas de libro. Su número crecería lentamente, como el del ejército de los vivxs, porque estaría integrado por sujetos que, primero, deben ser formados.

En este feminismo están integradas, hoy por hoy, la mayoría de las “baronías” feministas: sus Reinos. Es el feminismo de las instituciones, de los partidos políticos, de buena parte del activismo de base, de otra fundamental de la academia y, por supuesto, el feminismo de nuestra legislación.

De otro lado tendríamos un feminismo masivo, de número alucinante, fantástico (y con generosa dotación de hombres), que a veces parece amenazar incluso con convertirse en ideología hegemónica y asimilarse a la normalidad. Un feminismo, como digo, capaz de invocar a legiones de sujetos de todo tipo bajo la etiqueta de “feminista”, y capaz de sepultar a cualquier opositor, feminista o no, bajo un alud de consenso emergente. Sabemos que está liderado por un número reducido de sujetos, cuya pertenencia a la categoría “feminista” (como la pertenencia a la condición de “vivxs” de los caminantes) es discutible. Pero el número de sus huestes crece y crece y, aunque ahora sólo resuena como un multitudinario grito de fondo, como un lejano retumbar de cascos galopando, parece obvio que, tarde o temprano, lo ocuparán todo.

A estas alturas del texto a nadie se os escapará que este feminismo responde al nombre de guerra de “libfem”, feminismo liberal, ése cuyas causas son, entre otras, la regulación de la prostitución, la sexopositividad (que incluye la defensa de la pornografía en nombre de un ser mitológico llamado “pornografía feminista”, del BDSM, y de las no monogamias gámicas, es decir, neomatrimonialistas), la proliferación de identidades de género autocomplacientes y, hoy, la legalización de los vientres de alquiler.

Del otro lado está el viejo, magullado “radfem”, feminismo radical, verdadero cuerpo de hoplitas del feminismo, que sigue resistiendo, de momento, los embates de ese enemigo espectral. Por el camino ha perdido una parte vital de sus rasgos identitarios (¿alguien sabe en qué ha quedado su lucha por la desaparición del género, más allá de la igualación de derechos, o su, en otra época, feroz oposición al matrimonio?), pero conserva lo sustancial, es decir, la inspiración colectivista: lo importante no es el derecho de una mujer al uso de su capital sexual, o a la satisfacción de su deseo de ser madre, o a que nadie juzgue el modo en que vive sus relaciones personales. Lo importante es cómo afectan las decisiones individuales al colectivo de mujeres; lo importante es no dejar nunca atrás a las más vulnerables.

Y podemos dejarnos cegar por la sororidad, si queremos, pero la realidad es que estos dos grupos, a día de hoy, están tan enfrentados entre sí como supuestamente lo está cada uno con el patriarcado, porque ambos identifican al otro como el caballo de troya de aquél.

Así parece que está hoy el campo de batalla. Un ejército limitado y voluntarioso que resiste, uno ilimitado e irracional que asedia. La estrategia de ambos es confiar en el tiempo. A lxs últimos les traerá la victoria. A lxs primeros una estrategia que permita invertir la situación antes de que sea demasiado tarde. Pero esa estrategia no llega, y el tiempo se acaba.

¿De qué estrategia estamos hablando? Sin duda, de aquella que anule la capacidad del ejército libfem de alinear a su favor a la sociedad entera, por poco feminista que sea. Necesitamos quitarles el poder de convocar a lxs muertxs. No podemos seguir permitiendo que, a un gesto suyo, rebaños de machunos purpurados clamen contra el feminismo radical como si éste fuera el verdadero problema de las mujeres.

Este poder es el sexo. La apropiación sistemática y sin resistencia del sexo por parte del libfem es lo que convierte a éste, ante la mirada lega, en el feminismo de la vida, de la ilusión, de la motivación, de la alegría y de la fuerza, frente al feminismo radical, que pasa, paradójicamente, a ser el feminismo de la represión y la muerte.

El sexo, como principal motivación específica de nuestra cultura (el dinero sería inespecífico), como principal razón por la que vivir, es capaz de dar vida y convocar fuerza de la nada. La vida sin sexo carece de fuerza de vida, y nada, en esta cultura, tiene fuerza suficiente como para responder a su llamada. El feminismo radical, en definitiva, sólo tiene poder de convocatoria a través de la concienciación que, como sabemos, es un proceso lento e incierto. El feminismo liberal levanta a los muertos aquí y ahora, porque les transmite el siguiente mensaje: este feminismo no amenaza tu libido, tu gasolina; es más, te llenará el depósito satisfaciéndola.

Los tics de sexopositividad son los identificados por la masa social no feminista o vagamente feminista para determinar de qué lado del feminismo debe dejarse caer. De ahí que cuando la evidencia de la injusticia hace que esa masa social no termine de decantarse por el libfem (como sucede en el caso de la defensa de los vientres de alquiler) éste emita señales aún más claras, amenazando con la deseaxualización a la que conduce el apoyo a las radicales: “¡si no defendéis la gestación subrogada os ponéis del lado del rancio abolicionismo antiprostitución!” Ante luz tan cegadora las volubles polillas deciden de una vez la dirección de su aleteo.
El radfem se ha conformado hasta ahora con despreciar esta cultura de la libido hipersexualizada, señalando que es un eje más del sometimiento patriarcal. Que acierte en el diagnóstico no significa que lo haga en la solución. Haber dejado la libido en manos del enemigo es una decisión estratégica de primera magnitud que sólo es eficaz si dispones de un plan de victoria relámpago. Si el conflicto se estanca, la derrota es segura.

Evidentemente, el feminismo radical no puede ofrecer lo mismo que ha ofrecido el libfem. Para éste último es muy fácil convertirse en adalid de la exacerbación de la sexualidad machista sin caer en contradicciones. El radfem necesita reinterpretar el sexo. Necesita una mirada profunda, sincera y transformadora sobre el sexo, que no se conforme con criticarlo ni con devolverlo a la caverna, sino que realice una propuesta suficientemente construida como para ser atractiva; es decir, no con el atractivo como guía, sino con él como consecuencia de la coherencia. Necesita confiar en que mirar en el sexo profundamente no llevará a una doble hipersexualización, sino precisamente al rescate de la libido para la vida.

Para eso tendrá que ser muy valiente, claro, y desempoltronarse mucho en lo privado. Tendrá que abandonar la autocondescendencia del descanso del/a guerrerx, que llega a casa a perdonarse para sí mismx aquello que acaba de combatir. Tendrá que abandonar muchas fantasías cómplices y muchos privilegios secretos.

Pero es que de eso se trata.

Se trata de que el radfem, para serlo, haga honor a su nombre y vaya a la raíz del sexo, o a la raíz de sí mismo, que es, precisamente, la radicalidad, prácticamente abandonada. Quizás encuentre en ella una fuente de energía incluso más poderosa que el sexo: aquella que, en vez de convocar infinitos turbas de babeantes y descerebrados zombis patriarcales, sea capaz de devolverlos a la verdadera vida consciente del feminismo.
















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