miércoles, 3 de abril de 2013

sexo. FONDO. II. función amorosa: la comunión



Cuando el individuo se siente incompatible con los principios de organización social que propone el capitalismo, el amor, ideología engrasante de sus asperezas, toma el mando. La fría programación del plan familiar, con sus necesarias y groseras consideraciones económicas, deja paso al desinterés puro, a costa de eliminar cualquier plan o, al menos, relegarlo a estratos menos conscientes del pensamiento. Esta identificación del plan con el interés estrictamente ilegítimo y del desinterés como bien absoluto se extiende también al sexo.
La función que el amor asigna a la pareja es diametralmente opuesta a la del capital, precisamente porque la función de que el amor asigne una función es distraer de la que asigna el sistema para todo aquél que se sienta incómodo con sus principios. Pero la forma irracionalista entregará a su seguidor al pensamiento dominante con suma facilidad. Cuanto más contrario es el individuo a las reglas que rigen el capitalismo patriarcal, más cae en la trampa del amor, asumiéndolas mediante lo que podríamos llamar el “camino largo”. Que dos vías aparentemente opuestas conduzcan al mismo final tiene la virtud añadida de reforzar el argumento del determinismo natural. Cualquier opción es entendida a priori como ocupando necesariamente un punto intermedio entre ambos extremos, y por tanto incapaz de proponer alternativa real alguna. Nada digno de ser considerado como modelo estable o definitivo escapa a la pareja monógama. Quede dicho de pasada que no se trata ya de monogamia heterosexual sino, simplemente, monogamia de género, porque la definición de los roles de género, necesarios para generar la célula familiar, ha sustituido a la obligatoriedad de la heterosexualidad, necesaria para la reproducción. Tanto la procreación como el amor son inconcebibles, sin embargo, fuera de dicha definición de género, que fundamenta la idea de la complementariedad aristofánica entre dos, y sólo dos, personas.
Para el amor, el sexo es el lugar de la comunión entre los amantes. La plenitud de la realización del amor, así como su prueba definitiva e imprescindible, es el acto sexual. En una relación que debe carecer de plan y cuya fuente de sentido es la gratificación en el presente, el sexo se convierte en territorio privilegiado, realización paradigmática de la intrascendencia. Dado que nuestra cultura no reivindica su propio fundamento histórico filosófico y racional, sino que ha desarrollado a nivel popular un profundo desprecio hacia él, el carácter comunicativo de dicha comunión queda eclipsado por su componente emocional. Ésta emoción sin contenido y, por consiguiente, sin comunicación, deja de ser un acto común, para volverse acto en común, es decir, coincidencia simultánea del mismo acto y las mismas emociones en dos individuos encerrados en su solipsismo emocionalmente potenciado. El sexo del amor es, entonces, una sugestión común que hace las veces de encuentro. Su eficacia estriba precisamente en su naturaleza sensual. La capacidad del sexo para generar sensaciones poderosas permite convertirlas en emociones tratadas mediante las interpretaciones pertinentes que el amor pone a nuestra disposición. El amor nos dirá qué emoción cabe esperar de la relación sexual satisfactoria, y dicha relación nos proporcionará una serie de sensaciones que convertiremos en emociones gracias, precisamente, a esas expectativas.
Estrictamente hablando, ignoraremos si las emociones del otro son las mismas, es decir, si son las mismas sensaciones acompañadas de las mismas interpretaciones de esas sensaciones, pero nos conformaremos con indicios superficiales en su comportamiento y, sobre todo, con la interpretación añadida de que nuestras emociones son las emociones de una comunión, es decir, que si tienen lugar en nosotros es porque también tienen lugar en el otro.
Si las emociones tienen lugar según el relato que el amor les vaticina, dicho acto sexual funcionará como demostración de que la pareja debe formarse según los presupuestos de la monogamia con definición de género.
En caso de no aparecer estas emociones, se entiende que el acto sexual, incluso resultando placentero, tiene una relevancia de segundo orden y absolutamente efímera. Así, en su persecución del acto de vital trascendencia, el amor condena a la vida sexual a ser percibida siempre como fracasada, insatisfactoria o, al menos, incompleta. A la espera de la llegada de la gran revelación sexual, cada individuo vaga por el mundo del sexo (dentro o fuera de su pareja) como un desterrado del amor, culpable por sentir placer o desearlo allí donde sólo hay frivolidad, o fracasado por no encontrar, o reencontrar, la comunión, y demostrarse, con cada acto sexual, que el amor o no ha llegado, o ya se ha ido.
La función de comunión afectiva implica la sacralización y “fidelización” por razonamiento deductivo. El acto sexual se eleva a tales cimas de ficticia empatía que impone su singularidad. Lo que pasa entre dos individuos que alcanzan la comunión amorosa por medio del sexo no necesita de ulterior puesta en común, pues su forma presenta los rasgos de lo irrepetible, y el hecho mismo de su repetición fuera de la pareja consagrada por el acto implicaría falta de sinceridad en el acto sexoamoroso (aunque, cómo no, esa puesta en común tendrá lugar para terminar de construir la ficción de la comunión).
Vemos que el sexo del amor tiene una carga significativa tan potente o más que la que le asigna el capitalismo patriarcal cuando actúa sin la mediación del amor, con la diferencia de que si aquél ponía el énfasis en la realización del acto, éste lo desplaza hacia la emoción sentida en dicha realización.
Ésta es la característica determinante del sexo en nuestra cultura. Su enorme valor significativo lo convierten en un símbolo tan poderoso y trascendente que su tratamiento constituye siempre una carga de profundidad sobre las bases sociales. La confluencia de la desmedida importancia del sexo con la ocultación a la que el discurso del amor somete su verdadera función económica lo convierten en una materia no sólo confusa sino sagrada. Sobre el sexo no sólo no se sabe hablar, no sólo estuvo prohibido hablar, sino que, ahora que no lo está tanto, no se puede hablar porque todo hablar reflexivo conculca el precepto religioso de no investigar lo sagrado. Allí donde el sexo pretende ser explicado aparecerá la consigna mística de que del sexo, mensajero entre procaz y sublime (contradicción que, como todas las religiosas, es tratada de misterio sólo comprensible por iniciados) del amor, dios inefable por excelencia, no se debe hablar con pretensiones de conocer porque nadie tiene derecho a querer explicar lo incognoscible.

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