lunes, 22 de agosto de 2011

protocolo. y PARTE 3. siempre malos

             Flota en el aire del amor, ¿verdad?, el espectro de un código inasible. No tardamos en encontrarnos, tengamos lo que tengamos, con deberes muy concretos de una ética muy difusa. Nuestros experimentos críticos son capados al instante por algo mucho más importante: el deber moral. “Probar” es una frivolidad porque en nuestra prueba arrastramos a otros a los que, al menor defecto de cálculo, causaremos dolor. Cualquier propuesta alternativa se convierte en un ejercicio de soberbia frankensteiniana en el que nos inventamos una vida, tal vez monstruosa, a costa de muchas muertes. Imagina si quieres pero, a la hora de la verdad, haz lo que debes.
            Sea. ¿Y qué es lo que debemos hacer? Normalmente nos lo explicarán con pocas ambigüedades. Nos dirán claramente a quién debemos dejar y con quién debemos quedarnos. Con quién estamos jugando y quién juega con nosotros. Qué es pensar en el bien del otro, como corresponde al buen enamorado, y qué pensar sólo en uno mismo, como hace quien no sabe amar.
            Lo malo es que siempre será distinto. Da igual lo ortodoxos que queramos ser, lo obedientes, lo sumisos, lo degradados… Perros o gatos, leones o ratones, hagamos lo que hagamos estaremos fuera de la norma, y dispondremos enseguida de quien nos lo deje claro.
            Al amor nacemos malos porque él habla desde muchas lenguas encontradas, y no hay libro sagrado. Sus cambiantes aforismos nos harán mejores o peores dependiendo del profeta que los interprete y, sobre todo, de sus intenciones para con nosotros. Tras el aparente estricto protocolo de las relaciones, las infinitas contradicciones sólo nos descubrirán voluntades en pugna constante. Seguir la norma no es someterse al sistema (que ya sería bastante malo), sino al individuo que la esgrime contra nosotros.
            No nos queda más remedio que retroceder a un código normativo más elemental: el nuestro. Buenos o malos, para el amor poco acabará importando, pues todos seremos todo según con quién nos topemos. No disponer, sin embargo, de más juez que nosotros mismos, aunque terriblemente precario, constituye, al menos, un principio de actitud ética.

            Ahora sí nos hemos generado un notable margen de maniobra: el de hacer aquello que nos parezca justo sin soportar sobre nuestra conciencia el peso de enfrentarnos a una norma social de garantizada eficacia, aunque así nos lo reprochen.
            Por fin, el mundo nos llama.