miércoles, 13 de julio de 2011

¡¡¿Quién manda aquí?!!

Partamos de una base firme: la recuperación de la jerarquía original entre amor y felicidad.

Ambos son conceptos que nuestra cultura entiende como netamente positivos. Sin embargo, su presencia y relevancia son muy distintas. El amor es nuestro concepto bueno por antonomasia, y su evocación conlleva dos grandes ventajas: la concreción y el entusiasmo. La felicidad no sólo tiene un carácter plano y estático que empaña su atractivo. Es, además, notablemente indefinida, pudiendo tomar cualquier forma siempre que haya alguien dispuesto a identificarla con ella ("Mi felicidad son las motos","Soy feliz con muy poco", "De vacaciones soy feliz"...).
 
Preferimos al amor, sin duda, porque no sólo sabemos que no nos aburrirá (“Es una montaña rusa”) sino que podemos localizarlo con claridad allí donde se forma la pareja. Con estas dos grandes ventajas es lógico que resulte una mercancía mucho más demandada y un reclamo publicitario, es decir, una presencia cultural, mucho más extensa.
 
Por eso la relación entre ambos es una sorpresa cruel. Decimos que el amor da la felicidad, y no a la inversa (salvo para hacer juegos de palabras). Y porque da la felicidad tiene sentido que lo busquemos. En buena lógica, si diera otra cosa que felicidad, o si diera infelicidad, en fin… en teoría no deberíamos buscarlo, salvo en nuestro perjuicio.


La idea es tan tonta que se ignora, así que repitámosla. La felicidad ES LA FINALIDAD del amor. Esto la convierte en un concepto jerárquicamente superior. Entre ambos no hay controversia posible. Allí donde el amor haga feliz, tendrá sentido. Allí donde no lo haga habremos perdido el norte y hasta la justicia se quedará corta como argumento en nuestra contra. Será la lógica misma la que nos diga “buscar algo por el camino que no conduce a ello no es injusto; es irracional. Hacerlo acaba con nuestra condición humana, en tanto que hemos dejado de ser libres (no somos libres porque no podemos hacer nada, ya que hacemos las cosas por el camino que no lleva a su consecución)". La justicia no suele extenderse tanto en sus explicaciones. Soy más bien yo, que resumo alargando.
 
Es duro pero SÍ: si llegáramos a la improbable conclusión de que el amor no nos hace felices, deberíamos abandonarlo, para nuestra desesperación. Y sin embargo... ¡magia!: la consecuencia es que seríamos ¡¡¡más felices!!!
 
Suena mal. Parece que habláramos de una felicidad infeliz, indeseable, tediosa, indigna de ser perseguida. Bien, lo que sea. ¿Qué podría importar si sería, a fin de cuentas, mejor? Desear lo malo, o desear que sea bueno, no lo hace portador de ninguna bondad extra. Ese “mal amor”, mejor que la “buena felicidad”, sólo es un error lógico y así debemos verlo. Si perdura es porque conlleva prejuicios, verbigracia: la pasión hace más feliz que la simple felicidad, aunque sea una pasión dolorosa. Pero no se trata de juzgar si la pasión es mejor que estar todo el día sentado en un sillón (imagen demagógica de la felicidad como mera tranquilidad), sino de conservar la felicidad como concepto abstracto del que sólo valoramos si es mayor o menor, es decir, mejor o peor.

Buscamos la felicidad. El amor lo buscaremos en la medida en que sea el medio para lograr aquella.
 
Ya lo hemos recordado. Ahora no olvidemos que tuvimos que hacerlo.

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