viernes, 16 de agosto de 2013

propuesta erótica. I. DESIGNIFICACIÓN. (v) designificar el sexo del afecto (2)

            Decimos que sexo y afecto deben ir unidos. El sexo debe producirse "diluido" en cariño, como si el sexo mismo fuera demasiado áspero, demasiado hosco como para realizarlo sin este "cocimiento" previo.

            No reivindicamos afecto para el resto de las actividades, en la creencia de que el afecto adecuado se genera de manera espontánea entre dos personas cuya relación es afectiva.

           ¿Por qué el sexo necesita de esta explicitación continua? ¿Por qué vivimos esta "batalla del cariño" cuando llegamos al territorio de la actividad sexual?

           Y, ¿por qué son las mujeres sus principales soldados?

Retomemos, entonces, la pregunta: ¿A qué afectos nos referimos? La acepción más coloquial del término afecto lo identifica con una forma de cariño matizado, tal vez, por un menor componente sentimental o, incluso, sensiblero. El afecto sexual sería, en gran medida, cariño sin el elemento premorboso de la protección maternofilial. El afecto (y el cariño), descrito desde la experiencia emocional del receptor, hace referencia a una emoción compensatoria; a la parcial liberación de la angustia acumulada por el individuo en su contacto con un entorno social hostil. El conjunto de emociones excluyentes y estresantes, tales como la aflicción, el temor, la ira, la frustración o la vergüenza, que el individuo acumula en un entorno competitivo en el que la necesidad de su propia presencia y existencia están perpetuamente en entredicho y pendientes de demostración, dan cuerpo a la expectativa de un mensaje global compensatorio en forma de representación de la aceptación integral mediante un determinado protocolo físico y discursivo. El sexo, como realización paradigmática de la fusión de la pareja, es el lugar en el que cada individuo espera dar curación a las heridas abiertas en su conciencia de pertenencia al grupo. El llamado “afecto” del sexo es la experiencia de esta reintegración al mundo mediante el contacto con la pareja fusional en el entorno de la actividad sexual. La vida privada, en la expresión paradigmática de la privacidad que es el sexo, compensa y complementa a la vida pública; mediante un acto simbólico, genérico y automático, cierra el círculo de la socialización del individuo que se abre diariamente con una exclusión compuesta por hechos concretos, diferentes y reales.
 
La naturalización de la expectativa de afecto-cariño hace al sexo mismo susceptible de generar una profunda experiencia de exclusión. Con todas las esperanzas puestas en el sexo, el individuo puede controlar el efecto de la exclusión recibida en el entorno social, en tanto que aguarda su compensación en el entorno sexual privado, incluso si carece de fecha cierta para su próxima experiencia sexual. Pero si la expectativa no es cubierta por la relación, nada quedará que pueda cubrirla, y como ninguna otra experiencia, vendrá ésta a generar un vacío afectivo que de ningún modo tendrá su origen en la hostilidad de la relación, sino en el no cumplimiento de su papel compensatorio. El acto sexual no sólo cargará con la culpa de estar más lejos de cumplir sus expectativas afectivas que ningún otro de los que tuvieron un carácter hostil, sino que arrostrará también la culpa de no dejar tras de sí ninguna otra esperanza. Cuando el paradigma fusional de la relación falla, falla la relación misma y, con ello, el mecanismo compensatorio del sistema opresor. El individuo debe rehacer todo su esquema emocional si no quiere que la angustia no desahogada lo conduzca a la crisis.
 
A los dos citados se debe añadir un tercer factor que acumula expectativas de afecto, integrador y compensatorio de la angustia, sobre la relación sexual. La profunda carga de discriminación de género presente en la primera y tercera formas sexuales, es decir, la forma no comunicativa y la de la escuela pornográfica, convierten a la relación sexual con arropamiento afectivo, y al afecto mismo en la relación sexual, en un refugio frente a la agresión que constituyen los otros modelos. Para convencer de que no va a agredir, el hombre debe posicionarse de manera evidente del lado del arropamiento, pues no queda ningún otro modelo que seguir. Mientras que, para él, las tres formas compensan, de distinta manera, la exclusión social, la mujer sólo dispone del arropamiento si no quiere darse sentido social de un modo contradictorio y desigualitario. Este plus convierte al afecto y al modelo de arropamiento afectivo, en susceptible de representar el papel de “sexo para mujeres”, es decir, de actividad en la que la mujer impone el modelo sexual que le resulta emocionalmente más rentable. Casi huelga añadir que la mujer, además, llega a la relación sexual con mayor carga de ansiedad por agresión y exclusión que el hombre, de modo que aún es mayor por esta razón la diferencia entre la preferencia de ella y la de él por el modelo del arropamiento afectivo.
 
A las expectativas de compensación de emociones hostiles y excluyentes deberán añadirse las de otros afectos cuyo papel en el conjunto social de la sexualidad es secundario, no por deber serlo, sino porque el sexo está tan destinado, por su interpretación fusional, a centrarse en aquéllos, que difícilmente una voluntad decidida puede apartarlo significativamente de su cometido. Pero entiéndase, como regla aplicable a las lagunas en la enumeración de los factores mencionados, que la designificación afectiva se aplica también a ellas.

miércoles, 14 de agosto de 2013

propuesta erótica. I. DESIGNIFICACIÓN. (iv) designificar el sexo del afecto (1)

¿Sexo con afecto o sexo sin afecto?

             Esta dialéctica es una trampa. Elijamos lo que elijamos estamos del lado del sistema: "el sexo y el afecto van naturalmente unidos y sólo podremos separarlos mediante una violencia afectiva, mediante la desaparición del afecto de nuestras vidas."

             El sexo conserva la valoración puritana como actividad sucia que sólo puede adquirir dignidad "lavada" por el vínculo gámico, matrimonial. El afecto, a su vez, no es completo si no se da en una unión matrimonial sexual.

             Pero la separación produce un justificado vértigo. Por eso iremos bajando la montaña paso a paso.


La designificación por partes: 3_eliminación del significado afectivo
 
Parece que alcanzáramos cada vez capas más profundas de la cebolla. Apenas estamos preparados para desear la designificación del afecto en el sexo, y quien lo está será, normalmente, para preconizar un sexo deshumanizado.
 
Se confunde la interpretación de la función afectiva en el sexo dando como resultado una dicotomía trampa: la elección entre un sexo sin afecto o un sexo dado en la forma del afecto amoroso o arropamiento afectivo.
 
Véase que, senso stricto, hablar de sexo sin afecto es hablar de ausencia de emoción o sentimiento (términos próximos, aunque no sinónimos, en psicología, y que aquí usaré indistintamente, junto con uno de los significados del término “afecto”). El afecto, en sentido general, es la condición de afectado, emocionado o sentido, e incluye a toda la familia de los sentimientos. Habría que dilucidar entonces si, cuando hablamos de afecto en el sexo, nos referimos a la presencia en él de cualquier tipo de afecto, o de uno determinado. Nótese también que las connotaciones cambian cuando decimos que el sexo debe incluir emoción o sentimiento.
 
Todo este caos semántico no refleja, como siempre, otra cosa que la habitual inconsistencia en nuestro discurso cotidiano sobre el amor y el sexo. Apenas queda afirmación sobre ellos que no desemboque en el consabido “no se puede explicar”. La verdadera razón de tanta inefabilidad es que las contradicciones de las teorías (sólo intuidas) con las que diariamente funcionamos están tan a flor de piel del discurso, que acabamos despreciándolas por evidentes.
 
Cuando hablamos de afecto en el sexo, y cuando me refiero yo a un afecto que predominantemente arropa al sexo en el modelo específicamente afectivo, estamos tratando de un complejo de acciones, emociones y cogniciones cuya consecuencia es la conciencia de protección, aceptación o integración. Para esclarecer este complejo es necesario partir de la persona del receptor del “afecto”, pues es él quien constata que dicho afecto queda expresado, independientemente de la conciencia e intención del emisor del mismo. Esta primera idea nos sitúa ya en un territorio asimétrico, donde la reciprocidad es posible pero no necesaria, pues el sexo será considerado satisfactoriamente afectivo si satisface las desiguales expectativas de afecto de los individuos que lo realizan, no si se constata que existe una actividad compartida. De nuevo la metáfora de los ejecutantes musicales viene a esclarecer el conflicto cognitivo que tiene aquí lugar. Dos músicos acuden a la sesión con sus correspondientes instrumentos. Pero eso no es garantía de que ambos vayan a tocar a dúo. Nosotros, lógicamente, no diremos que han realizado un dúo si, por ejemplo, uno toca y otro escucha, o si uno enseña y otro aprende. Pero cuando hablamos de sexo, y de afecto en el sexo, no sólo no sabemos de qué afecto hablamos, sino que ni siquiera somos capaces de discriminar la dirección en que se irradia. Diremos, simplemente, que el sexo ha tenido afecto, que ha sido sexo con afecto, cuando nadie se queje de falta de afecto, independientemente de la existencia o no, objetiva o subjetiva, unilateral o recíproca, de dicho afecto. Así de crudo. Así de superficial.
 
¿De qué afecto estamos hablando cuando decimos que el sexo incluye o debe incluir afecto? El problema es intrincado. A pesar de que la inteligencia emocional ha alcanzado una inmensa popularidad en pocos años, reemplazando a la práctica integridad de la psicología aficionada y alcanzando mucha mayor difusión en sus principios de la que ésta obtuvo nunca, lo cierto es que este éxito se asienta sobre una base intelectual social débil y complaciente que ha aceptado la divulgación de los sucedáneos redactados por Goleman y otros espabilados como una delicuescente filosofía de vida en la peor tradición de las renovaciones de la propaganda capitalista a través del discurso espiritual aporético. Vamos, que hemos aprendido a conformarnos con colecciones de frases biensonantes, sólo eficaces para motivarnos, pero en absoluto para entendernos a nosotros mismos, al mundo que nos rodea ni, especialmente, los problemas a los que nos enfrentamos.
 
De la verdadera inteligencia emocional debemos decir, sobre todo, que apenas llega nada a la conciencia popular, porque ni es fácil eludir la montaña de tarados textos que nos distrae, ni está acostumbrada nuestra sociedad a discernir el grano editorial de la paja. Propúgnese, de momento y hasta que cambien las costumbres, que todo aquel a quien su terapeuta (especialmente el de empresa) recomiende un best-seller de autoayuda, no debe usarlo más que para arrojárselo a la cara. 
      
Desde este machacado panorama intelectual, organizar una reflexión eficaz sobre la presencia y función del afecto en el sexo lleva, en el mejor de los casos, un rato, así que nos armaremos con una pizquita de paciencia. El objetivo es demostrar algo así como que el afecto en el sexo es malo. No es ése, pero a ése suena, así que tendremos que escalar toda una montaña.
 
El discurso coloquial dice que en determinada forma de relación sexual (la deseable, se añade insidiosamente) se da y recibe afecto. Con esto se quiere decir que se da y recibe cariño y protección, se experimenta una sensación de entendimiento mutuo, etc… añadido a todo esto una cierta subjetividad que tiene que ver con el cumplimiento de expectativas: habrá afecto, además, si me quedo a gusto; si el sexo cumple con lo que busco.
 
Se ha dicho ya que, en teoría de las emociones, el concepto de “afecto” se usa de manera casi sinónima al de “emoción” o, incluso, “sentimiento”. El afecto es una experiencia pasiva; el afecto “afecta”, y el individuo es sólo “afectado”, sin que él participe en ninguna “efectuación”. Las acciones del individuo afectado que guardan relación con el afecto serán, por tanto, sus causas o sus consecuencias, pero no el afecto mismo: el afecto puede ser provocado, del mismo modo que puede provocar al afectado a efectuar una acción.
 
Para intentar establecer cierta claridad en el discurso coloquial habrá que empezar diciendo que el afecto no se da ni se recibe, sino que se provoca y se experimenta, se siente. Queda así en entredicho la homogeneidad de la transacción: No hay un afecto que pasa de mí a ti (ni energía alguna, por supuesto). Hay una acción del sujeto activo que genera reacción afectiva en un sujeto pasivo. Éste es, lógicamente, el sujeto referencial del afecto; su protagonista. Habrá afecto si existe un sujeto afectado, independientemente de que el otro o los otros busquen provocar dicho afecto. Desaparece así, también, la conservación cuantitativa: lo cantidad que se da no determina la que se recibe, ni siquiera es directamente proporcional, pues puede conducir a actos que generen un afecto opuesto (del amor de madre ya se hablará).
 
Vemos que el discurso sobre el intercambio afectivo deberá pasar de un modelo que representa el flujo entre individuos de una determinada mercancía a otro consistente en la relación entre acciones adecuadas y consecuencias afectivas deseadas por el afectado.
 
El afecto, además, no es una emoción determinada, sino que todas las emociones son afectos. La ira y el miedo son afectos, y no ciertamente los buscados por el arropamiento afectivo del modelo sexual cuya función es la comunión gámica, matrimonial. Se dice, como reflejo fiel de la indeterminación del discurso sobre los afectos, que “el arte debe emocionar”, sin concretar si esta emoción tendrá que ser el asco, la ira o el temor. Difícilmente se distinguirá, incluso, si el arte y el sexo deben emocionar, afectar, del mismo modo. El mundo de las emociones nos llega en una amalgama indistinta y supuestamente deseable que lo convierte, como al sexo, y al conjunto existencial del amor mismo, en herramienta de manejo imposible. La inteligencia emocional puesta a nuestro alcance en las secciones de autoayuda acaba haciendo de los analfabetos emocionales temibles manazas afectivos.
 
El siguiente cambio consistirá en transformar el discurso sobre el afecto en discurso sobre los afectos, determinando a qué afectos nos referimos de modo general cuando hablamos de arropar afectivamente al sexo.

lunes, 12 de agosto de 2013

objeción de género


¿Nombre?

-Israel.

-¿Lugar de residencia?

-Madrid.

-¿Género?

-Objetor.

-¿Disculpe?

-Objetor de género. Creo en la desaparición de los géneros. No me considero ni hombre ni mujer, o reservo para mi vida privada aquello que me considero.

-Perdone, señor. El formulario no ofrece esa opción.

-Déjelo vacío.

-No es posible, señor, la aplicación informática no permite dar el formulario por concluido si no se completa la casilla del género.

-Ponga los dos.

-No es posible,…¿ señor?

-Bien, entonces cancele mi solicitud. Señor o señora, como usted prefiera.

Si el género es un mecanismo de discriminación mediante el que el sistema patriarcal extiende la diferencia biológica de sexo al carácter social, produciendo con ello un grupo opresor, los hombres, y un grupo oprimido, las mujeres, entonces es evidente que uno de los principales medios para luchar contra esa discriminación, si no el principal, es obviar dicho mecanismo.

La mejor forma de alcanzar la igualdad es partir de la conciencia de igualdad. El concepto de “objeción de género” puede ser un recurso muy útil para divulgar este mensaje. La objeción de género representaría el rechazo ideológico a la categoría de género. Pero también puede reflejar de manera realista la distancia alcanzada por el individuo entre su concepto de sí mismo y los estereotipos de mujer y hombre. Tanto si nos pronunciamos en contra del género como si nos encontramos incómodos en sus categorías, he aquí un recurso para ir forzando un hueco.



Hay pocas razones consistentes para que se nos pregunte por nuestro género en un entorno público. Un servicio médico requerirá, muy probablemente, conocer nuestro sexo, pero hasta ahí llega la necesidad de comunicarlo. ¿Qué puede argumentarse a favor de que explicitemos el género en ninguna otra circunstancia que no sea privada y voluntaria? ¿Quién necesita conocer si somos, nos sentimos o elegimos la calificación de hombre o de mujer? Evidentemente, sólo aquél que va a utilizarlo en el ámbito de la reproducción de la discriminación de género.

Se podrá decir que el género es, hoy por hoy, una división evidente, y que conocerlo facilita enormemente el trato en cualquier  circunstancia, porque contextualiza el carácter del individuo. Pero también la raza es evidente, y nadie pregunta por la raza, pues se entiende que enfatizar la raza es incrementar las posibilidades de que se convierta en una vía de discriminación. Sin embargo, muchas firmas comerciales querrían saber lo más posible, no sólo sobre nuestra raza, sino sobre nuestro grupo cultural, e incluso sobre nuestro nivel de asimilación de las costumbres de unos u otros grupos etno-culturales. Querrían saberlo para poder utilizar comercialmente su estereotipo, es decir, para discriminar (si bien no con la intención de hacerlo) mediante dicho estereotipo. Por eso se entiende que a nadie se debe esa información, y por eso no se pregunta en ningún lugar, salvo vergonzosas excepciones.

Se dirá que el género, no sólo el sexo, salta casi siempre a la vista, de modo que, ¿qué se gana con obviarlo? Pero, si es así, si es tan evidente, si no alberga duda alguna, ¿qué se gana con reafirmarlo? Precisamente eso: su reafirmación; el recuerdo de que todos los esfuerzos por superarlo chocarán contra una barrera sin escapatoria. Lo mismo da en qué medida hayamos deconstruído los rasgos del estereotipo en nuestra psique o en nuestra vida personal, porque continuamente nos obligarán a que digamos “qué somos”. Y podemos ser dos cosas: hombre o mujer. Las “alternativas” homosexuales, bisexuales, trans, o lo que se desee inventar, se reducirán mediante una aritmética sencilla a combinaciones binarias de x e y: “Eres un x que se siente y”, “Eres un y que ha nacido x”, “Eres a veces x y a veces y”. Éstas alternativas ya serán concesiones generosas, regalos de una sensibilidad que hace un esfuerzo por mostrarse comprensiva, a la espontánea simplicidad de lo sexual, tan naturalmente dual.

La objeción servirá precisamente para evitar esa reafirmación; para situarnos fuera de esta aritmética ajena. Con ella, además, se constatará la existencia del no-género como opción personal e ideológica, y como respuesta consistente a la necesidad de dar una alternativa a la cultura de género que no constituya un tácito reconocimiento de su necesidad.

Se dirá que las instituciones necesitan conocer nuestro sexo y nuestro género porque esa información les es útil para infinidad de decisiones a realizar con respecto a la gestión de lo público. Sin embargo, cuando las instituciones quieren saber cuál es la religión dominante, o la distribución cuantitativa de las ideologías sociopolíticas, realizan encuestas que uno puede negarse a contestar. La exigencia por parte de las instituciones del conocimiento de los distintos pronunciamientos ideológicos de los ciudadanos es un ejercicio de totalitarismo. Y el género es, en gran medida, como hemos visto, un pronunciamiento ideológico. En cualquier caso, las instituciones conocen no sólo nuestro sexo, sino también, al menos de manera rudimentaria, nuestro género. No necesitan preguntárnoslo una y otra vez, y menos aún constatarlo en nuestro carnet de identidad.

Se dirá, por último, que el género es necesario por razones lingüísticas, y ahí nos habremos topado con la iglesia. Claro, yo puedo obviar tu género y mi género cuanto desee, pero a la hora de hablar, la arroba es impronunciable. Pero debemos entender, y si no ya lo iremos entendiendo, que el problema del lenguaje es “El Problema”, y que, resuelto éste, resueltos todos. Si pudiéramos hablar sin género, apenas quedarían del género unos pocos bastiones de irreductibilidad. El poder que mantiene vivo al género es un lenguaje que lo reproduce casi en la totalidad de sus mensajes, ya sea de modo práctico y discreto, como hace el inglés, o mediante la reiteración machacona del castellano. Si la eliminación de la discriminación de género depende de la relegación del uso social del género, ésta pasa por la invención de un lenguaje sin género. Pero es de sentido común que la lejanía del objetivo no es razón para disuadirnos de dar pasos en pos del mismo, sino para animarnos a empezar cuanto antes. El lenguaje sin género sólo se producirá cuando caiga pro su propio peso. Debemos, por tanto, hacer por engordarlo.

Así, la “objeción de género” a la hora de enfrentarnos a un formulario puede consistir en llevar la postura lo más lejos posible, en la convicción de que no se está obstruyendo con ella ningún mecanismo necesario a otros efectos, antes bien, se está conduciendo a interesantes y divertidas paradojas, siempre ganadoras. Su práctica es sencilla:

-No rellenaremos el género en ningún formulario.

-Si es necesario rellenarlo para que se tramite, objetaremos mediante la no tramitación (hay multitud de ocasiones para hacer esto cuando rellenamos formularios como clientes). Es muy probable que muchas firmas quieran pronto mostrarse “sensibles” a esta nueva actitud, en tanto que comprueben que de ello depende la obtención y conservación de un número importante de clientes.

-Constataremos,  siempre que podamos, especialmente en aquellos trámites que no permitan la posibilidad de “objetar”, nuestro desacuerdo con la presencia de la pregunta en el formulario. Si no existe un cajetín de “comentarios” o “sugerencias”, casi siempre podremos hacernos un hueco en algún margen del papel.

-Cuando se nos ponga en la tesitura de elegir género para que se dirijan correctamente a nosotros, devolveremos el problema a nuestro interlocutor, invitándole a que nos hable según el género que prefiera, pues a nosotros nos son ambos indiferentes.

Llegará un momento en el que tengamos que hablar “con género” y lo haremos, qué remedio (siempre dejando recaer la responsabilidad de la decisión sobre el interlocutor: “¿Usted sí desea que le hable según algún género en concreto?”), pero sin ceder el terreno ganado, que será el de haber visibilizado la objeción y, con ello, una actitud de rechazo que debe encontrar formas de extenderse a cada ámbito en el que el género sigue teniendo presencia.

Con un poco de imaginación y de una implicación que seguramente reportará satisfacciones, la objeción de género nos permitirá avanzar en la desaparición pública del género personal, que conducirá, tengamos algo de paciencia, a la extinción del género, también en el ámbito privado.

lunes, 5 de agosto de 2013

sobre "ni el sexo ni la muerte", de Comte-Sponville


Comentario a la entrevista realizada por el filósofo para La Vanguardia. Com
 
 
“La mayoría de los varones abraza el amor para obtener sexo, la mayoría de las mujeres abraza el sexo para obtener amor.”
Este aforismo de Comte-Sponville, extraído en realidad de la cultura popular, parece difícilmente refutable.
En una realidad tan numerosa y compleja como nuestra cultura amorosa, se constatan todo tipo de excepciones a esta regla. Pero, día tras día, somos continuos, y tal vez perplejos, testigos de su confirmación.
Dado el número de testimonios a su favor y el número de productos culturales que la reafirman, no parece arriesgado mostrarse de acuerdo con la existencia de esta dinámica conflictiva entre los géneros. Desde la figura estereotípicamente masculina del donjuanismo a la transformación de la dinámica erótico-sentimental de las parejas homosexuales, en las que, en función del género, uno de los dos intereses queda relegado en primera instancia, todo parece indicar que, en el acercamiento entre hombre y mujer, existe una tensión negociadora con propensión al fraude.
En dicha negociación tácita el hombre representa el interés sexual, de connotación materialista, y la mujer el interés emocional, de connotación marcadamente ética y espiritual. Sin embargo, no estamos más que ante un juego de palabras.
Que la cultura machista se autoarrogue el papel del villano debe despertar nuestra suspicacia. Es propio de la doble moral del opresor identificar al oprimido con la defensa de los valores legítimos, y al opresor con una corrupción con la que, a la vez, se es generosamente condescendiente. Será el poderoso el que lleve la pesada carga de la culpa, mientras que el subyugado se encarga de no faltar a la moralidad oficial, de comportarse como se debe, de ser obediente. El hombre se autolibera de la moral que impone a la mujer y, a cambio, paga el muy razonable tributo de estar mal visto.
Comte-Sponville se muestra dispuesto a soportar esta carga, que fundamenta en un concepto de género esencialista: A la mujer, nos dice, no le basta sólo con el sexo. El hombre, sin embargo, tiene con él más que suficiente, y esto es así sin más razón de ser que su propia condición de hombre.
Como este estado de cosas es inalterable, la solución debe llegar mediante una síntesis que sea a la vez superadora de, y respetuosa con ambos caracteres. La philia, cuya invención, como modo de amor, se concede de nuevo a las mujeres, es la cuadratura del círculo: el mayor bien posible. Que la pasión erótica dure un año y que el sexo deba ser morboso, es decir, prohibido, para que resulte atractivo, no son para Comte-Sponville indicios amenazadores. En su perspectiva sexista, el mal forma parte del bien, como en cualquier doble moral conservadora.
Pero el conflicto de género amor-sexo puede ser abordado desde otra perspectiva. Si somos críticos con el esencialismo sexista, podremos permitirnos condenar también la actitud fraudulenta de la mujer, tan dispuesta al negocio engañoso como el hombre. En su deseo de lograr amor, la mujer trabaja en pos de la cristalización de su feminidad, es decir, de su opresión. La mujer se encarga de reproducir el sistema siendo su esclava, y regalando al hombre un plus de libertad. El hombre individual es oprimido por el sistema patriarcal que él mismo ha producido como género, y ello a través de su cancerbera femenina. Pero, el hombre, engañado por la mujer para formar pareja (del mismo modo que él la engañó para tener relaciones sexuales), nunca lo será tanto como lo es ella por el patriarcado para convertirse en su mano de obra explotada, emocionalmente dependiente y sometida. Frente al depredador sexual, la perra del amor enseña su propia magnífica dentadura, algo más pequeña, pero también más tenaz.
Mediante el conflicto amor-sexo la mujer ejecuta su propia opresión de muy buen grado, realizando el doble trabajo de la reproducción social y de la vigilancia de sí misma como encargada de dicha reproducción. El hombre, mientras tanto, se entrega al disfrute de una libertad por la que paga la muy razonable tarifa de la culpa moral. Un precio lo suficientemente ajustado como para que la vida de soltero dure tanto como el sistema esté dispuesto a permitírselo.