lunes, 25 de septiembre de 2017

lo llamas "sexo", pero es sometimiento.


Afirmo con frecuencia que no sabemos qué es el sexo porque nuestro sexo no es sexo sino otra cosa.

Y como no tenemos nada más que eso a lo que llamamos sexo pero que no lo es, pues eso, el sexo, o no existe, o existe en un espacio tan reducido y oculto que no alcanzamos ni a verlo ni, mucho menos, a conocerlo.

Es una exageración, claro. El sexo aparece de vez en cuando, concretamente en cada ocasión en que lo otro a lo que llamamos sexo desaparece o se agota. Lo otro es el sometimiento, y cada vez que el sexo deja de ser atractivo, excitante y enloquecedor sometimiento, entonces aparece el sexo como actividad específica, propiamente sexual, esto es, referida a lo que el sexo dice de sí mismo: disfrute del placer facilitador del coito. No lo suele decir así, porque el sexo casi nunca usa un lenguaje preciso, pero esto es lo que pretende decir.

Sí, el sexo es eso que pasa cuando se acaba lo que llamamos “deseo”. Los desechos del sexo son el sexo. Por eso suelo simplificar diciendo que no tenemos sexo. Porque lo tenemos, pero no hacemos absolutamente nada con él. El sexo carece de cultura sexual. Es poco más que algo que pasa, casi por casualidad.

A lo que quiero dedicar el post es a reforzar la hipótesis primera: El sexo al que llamamos sexo hoy, nuestro sexo, no es sexo, sino sometimiento. Daré para ello cuatro razones. Así habrá una cierta variedad, como en las tiendas eróticas.


Históricamente, el sexo implica posesión.

Quienes estén familiarizadxs con el blog lo estarán también con este argumento.

“Poseer” ha sido siempre poseer a una mujer, y la ceremonia que realizaba la posesión era el coito. Poseer no es una figura retórica. Es la carga histórica de un término que hoy se pretende poético, pero que es siniestro, porque hace remover todas las implicaciones conservadas en nuestro contexto cultural traídas directamente desde el suyo. Que un hombre no adquiera posesión real sobre la vida de una mujer mediante la penetración no significa que la alusión a esa idea, tan próxima no sólo en el tiempo sino en el espacio, no vaya a remover emociones definitivas. Lo que el sexo ha sido hasta hace bien poco no desaparece de la cultura sexual de un día para otro.

No parece difícil entender el atractivo enajenante que implica la posesión sobre la vida, es decir, la adquisición de una esclava. El placer sexual (facilitador del coito) es absolutamente innecesario para explicarlo. Si se diera mediante una simple compraventa, o mediante una pura apropiación, el atractivo permanecería intacto.

¿Alguna vez habéis cogido setas? ¿Recordáis la excitación? Sólo eran setas. Imaginad lo que sería coger personas. Pues eso es el sexo: Coger y, por supuesto, ser cogida.
Nuestra cultura sexual es sometimiento explícito.

Hasta hace poco no era tan obvio, pero hoy a nadie se le escapa que “profundizar” en el sexo es, simple y llanamente, acercarse al BDSM. El BDSM es el mainstream de la masterclass. Por mucho que el mundo bedesemero se victimice y diga que la sociedad no respeta su idiosincrasia, lo cierto es que ocupa un lugar en nuestra cultura al que no podría haber aspirado ni en sus sueños más utópicos. El BDSM, es decir, la antítesis del modelo igualitario del sexo, está cerca de ser aceptado como sexo normal para quienes se sienten especialmente atraídxs por el sexo. Es decir, para todo el mundo.
Si más sexo significa más sometimiento, el razonamiento está claro. Lo que hay que agradecerle al BDSM es que muestre las cosas tal y como son.

Lo que el feminismo avanza por un lado lo recupera el machismo por el otro. A día de hoy la pornografía y el BDSM avanzan a galope tendido devastando el territorio de la igualdad.


Sin sometimiento no hay deseo.

Es casi el argumento complementario. De hecho, al BDSM no se accede siempre porque se busque más sexo, sino porque, en muchas ocasiones, el que se tiene se ha agotado. La manera de reverdecerlo es recuperar el carácter dominante y, para ello, hacerlo más y más explícito.

Volvamos a esa cama cenicienta en la que lxs dos amantes (heteros, para mayor claridad y perfección del estereotipo) se miran, desnudxs, impotentes, sin interés alguno por hacer nada unx con otrx.
Atrás quedó la fase de la conquista, en la que la incertidumbre azuzaba el deseo. Atrás quedó la fase de la ejecución de la conquista, en la que el sexo era salvaje y olía ligeramente a muerte

Atrás quedó la fase de afianzamiento de la conquista, en la que el deseo renacía cada vez que la conquista parecía peligrar ante la presencia de una nueva figura conquistadora. Atrás quedó también la fase en la que se intentó reavivar la sensación de conquista y, una y otra vez, se jugó a la primera cita, a ser desconocidxs, a violaciones y a control de la guardia civil.

Atrás quedó, por lo tanto, hasta el último vestigio de posesión posible. La posesión es ya definitiva y convincente. Está firmemente asentada en nuestra conciencia. El cuerpo que tenemos delante ha dejado de resistirse de manera alguna. Carece, por lo tanto de interés. El sexo mismo no nos atrae. Ahora que podemos hacer con él lo que queramos descubrimos que no hay nada que queramos hacer.


El sexo es insociabilizable.

¿Nunca os ha llamado la atención lo naturalizada que está la idea de que el sexo necesita privacidad?

A primera vista parece todo muy lógico. Estamos desnudxs, hacemos gestos feos, emitimos sonidos aún más feos, nos ensuciamos, nos decimos cosas íntimas…

El sexo público sigue siendo entendido como una parafilia, un añadido a lo que, en principio, parece que el sexo necesita ser.

Pero, ¿por qué va el sexo acompañado de todos estos elementos que dificultan su realización en espacios colectivos? ¿Por qué no puede el sexo moderar su expresividad hasta convertirla en algo civilizado, del mismo modo que se modera la expresividad al comer, por más canina que sea el hambre que tengamos?

Pensémoslo. Si lo que comiéramos fueran personas tampoco lo haríamos en público. Si lo que hacemos en vez de comer personas, que parece complicado, es escenificar su sometimiento de un modo que nos resulte convincente, tampoco parece que el espacio público, pretendidamente igualitario, sea el lugar más cómodo. Nuestro sexo no es público porque nuestro sexo no es tolerable para nuestros propios estándares éticos.

No es que seamos reprimidxs sexuales (que también, pero es una cuestión muy diferente). Es que nuestro sexo nos compromete, y elegimos la ausencia de testigos.
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Es manifiesto, por lo tanto, que el sexo, de suyo, no nos interesa, y que quienes abandonan lo que llamamos sexo es o porque están hartxs de perder en el juego del sometimiento, o están hartxs de no ser entendidxs como objeto digno de ser sometido, o porque, excepcionalmente, han entendido de qué va esto y, directamente, lo rechazan.

Tenemos, sin embargo, el espacio sexual disponible para construir algún tipo de cultura sexual. ¿La queremos para algo? Si decidimos probar sólo tenemos que ir al cubo de la basura y recoger todos esos trozos que habíamos tirado. A ver qué se nos ocurre hacer con ellos.

Porque lo otro que estamos haciendo, y que tanto nos atrae, y tanto nos preocupa perder, no es sexo. El sexo está siendo una coartada. Hemos disfrazado al asesino de payaso para poder decir que estamos en el circo. Y luego, cínicamente, advertimos: “cuidado con el circo, que tiene peligros. Al circo sólo con consentimiento”.


lunes, 4 de septiembre de 2017

pero, ¿qué te ha hecho a ti el gamos?


“Yo supliqué a mi amo que me impusiera más prohibiciones." 
Pamela (1740) Samuel Richardson


La idea de construir relaciones fuera del gamos no ha caído del todo mal.

A veces se ha propuesto su identificación con alguna de las modalidades no monógamas previas y conocidas, pero en general ha sido respetada incluso en el nombre que se daba a sí misma, ha sido considerada amable y enriquecedora, y hasta ha llegado a despertar cierta curiosidad.

La idea de rechazar abiertamente el gamos ha recibido una acogida muy diferente.

“¿Rechazarlo? ¿Por qué? ¿Qué tiene de malo que alguien lo elija libremente? ¿Es que no puede ser la fórmula adecuada para nadie? ¿No es mejor disponer del mayor número de opciones posibles?” Y, por supuesto: “Decir qué es lo que el resto de la gente debe hacer, ¿no es fascismo?”

Es curioso que el término “agamia” ha sido, como decía, aceptablemente respetado allí donde ha sido leído como “vivir al margen del gamos”. “Soy ágamx. YO no establezco parejas. Podría llamarme anarcorrelacional o polisolterx, pero ME IDENTIFICO MÁS con el término ‘agamia’”. Todo bien.

Sin embargo, el derecho a la especificidad se ha perdido allí donde se ha entendido la agamia en sentido completo, no como libre opción, sino como pronunciamiento ético y político contra la pareja. Es entonces, insisto que esto es curioso y divertido, cuando se dice con vehemencia que “la agamia no es nada. Sólo es anarquía relacional con un nombre más pretencioso” (¡¡¿más pretencioso?!!). Si la agamia no se diferencia de los modelos previos, entonces puede disfrutar de un nombre propio. Seguramente se le deje incluso elegir color y bandera. En el momento en que se distingue radicalmente debe ser asimilada. El término exacto sería, claro, “fagocitada”.

Justo aquello que se considera inaceptable es lo que se dice que ya estaba antes. Entonces habrá que destruir lo que ya estaba antes, ¿no? Y si es algo que se está destruyendo, ¿a qué se va a sumar la agamia? Bueno… no seamos abusones con las contradicciones ajenas. Suficiente tienen.
Voy a intentar contestar a la pregunta sobre la conveniencia del rechazo al gamos más allá de la máxima liberal de que nada debe ser rechazadx porque todo está bien y todo enriquece.

Empecemos por el principio:

¿Qué es el gamos?

El gamos no es la pareja.

No es desencaminado asimilar los dos conceptos (yo lo hago a veces para facilitar la comprensión de los textos más enrevesados), pero el gamos es un categoría mucho más amplia. La pareja sólo es una forma de gamos. Concretamente es la forma de gamos que decide llamarse a sí misma “pareja”. Pero hubo gamos antes de la pareja y queda gamos en abundancia incluso allí donde el término “pareja” ha desaparecido o se considera superado.

El gamos es el vínculo por el que, en cualquier cultura y sociedad, quedan unidas de manera específica las personas que se disponen a reproducirse.

No soy etnólogo, y lo de “en cualquier cultura y sociedad” me queda grande. Pero me parece más que válida la hipótesis de que una cultura sin gamos es, por lo menos, algo absolutamente excepcional.

Así que el gamos es una especie de asignación, por la que al menos una mujer y un hombre quedan unidxs con un fin concreto. Esta asignación, para que tenga efecto, deberá ir envuelta de una normatividad concreta.

¿Cómo es el gamos?

Profanada la etnología, aprovecharé también para hablar de etimología como si supiera. Lo que voy a exponer es sólo una curiosidad imprecisa y circunstancial que agradecerle a wikipedia, nada más. Si la reflejo aquí es porque me parece, incluso con ese lastre, reveladora.

Nuestro lexema “gamos” proviene, sabemos, del griego clásico. Su traducción más aceptable es, precisamente, matrimonio. El matrimonio griego se parecía ya al nuestro en que se realizaba sólo entre dos personas, por entonces necesariamente mujer y hombre.

El término utilizado para el contrayente (hombre) era “gametos”. El feliz gametos, por lo tanto, desposaba a la… ¿gamea? ¿gametai? ¿gama?. No. Su nombre era “upametos”. Así, el gametos y la upametos formaban un gamos. O, como la relación etimológica invita a pensar, la upametos se asimilaba al gametos en el gamos, mientras que el gametos permanecía prácticamente inalterado. El gamos era, por lo tanto, algo que sólo le sucedía al hombre, porque el hombre era el sujeto.

Obsérvese que, si esto es así, el sentido del lexema se ha invertido desde entonces. Hoy llamamos “poligamia” al establecimiento de varias asimilaciones gámicas, normalmente poligínicas (varias mujeres asimiladas a un hombre). Sin embargo, y siendo rigurosxs con la etimología sugerida, la poliginia seguiría siendo monogamia, porque el gametos permanece único. Es precisamente el poliamor el que hace estallar realmente la monogamia. No, como se defiende a veces, porque introduce la pluralidad, sino porque introduce la pluralidad de gametos, de amos. El polidrama sería, en muchos sentidos, el conflicto entre gametos dentro de una institución, el gamos, que los entiende como incompatibles.

Sombras, pero también luces, del poliamor.

El gamos moderno.

Bueno, pero esa asimetría está ya superada. No hay más que leer a Carole Pateman para comprobar que, efectivamente, el advenimiento de la burguesía y la ciudadanía universal obligó al gamos a convertirse en matrimonio igualitario por el que ambas partes contraían las mismas obligaciones y preservaban los mismos derechos.
Si, es broma. Lo que nos cuenta Pateman es que el matrimonio burgués adaptó la esclavitud gámica de las mujeres a los nuevos valores de la libertad y que, inspirado en otras esclavitudes “libres” previas, desarrolló un discurso que conciliaba lo irreconciliable, es decir, libertad y esclavitud; un sujeto que se objetualiza a sí mismo convirtiéndose en algo así como un “objeto animado”. La más completa expresión de ese discurso, y esto ya lo digo yo, se llama “amor”.

Conclusión.

Nuestro gamos, es decir, el “matrimonio”, y su alternativa seglar e informal, la “pareja”, tienen estos ilustres antepasados.

Pocos argumentos tan jugosos se pueden esgrimir contra el gamos (al menos contra el nuestro, aunque suena lógico pensar que, en lo que se refiere al sometimiento de una parte por la otra, la mayoría habrán tenido y tendrán mucho en común) como que es el heredero de una institución esclavista. Empeñarnos en organizarnos mediante la readaptación de una forma de esclavitud, seguir intentando que las rejas sirvan de alas, parece algo más que irracional.
Pedir respeto frente a la equidistancia entre agamia y gamos suena a una de esos debates sociales que resultan extremadamente controvertidos mientras el sentido común y la legislación igualitaria no logran imponerse. Pero, cuando lo hacen, el debate queda, de pronto, obsoleto e irrecuperable, como si la sociedad hubiera dado un salto en el tiempo.

Y es que, sinceramente, ¿podemos imaginar una sociedad sin gamos que decidiera, como forma de progreso y de ampliación de opciones deseables, inventar el gamos?

Pues ése es el asunto.